Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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PREDICACIÓN DEL PRIMER MAESTRO
II.

A las Familias Paulinas
(Noviembre de 1952 - Diciembre de 1953)

NOTA

El contenido de esta sección abarca un grupo de meditaciones dictadas por el P. Alberione, en la Cripta del Santuario Regina Apostolorum, del 30 de noviembre de 1952 al 12 de diciembre de 1953.
En la primera edición, tal contenido constituía el segundo volumen de la serie Predicación del Rvdo. Primer Maestro, impreso a uso manuscrito por la Tip. Hijas de San Pablo, Roma, 9-3-54. A estos datos esenciales seguía, como en los precedentes volúmenes, la advertencia de las preparadoras de la edición: «Reproducimos -tal como hemos podido recogerla- la preciosa palabra que el Rvmo. Primer Maestro dirigió a las Familias Paulinas».
También estas meditaciones fueron registradas en cinta y transcritas textualmente por una redactora (con probabilidad, la Maestra Ignacia Balla, FSP). Ello explica la presencia de conceptos insistentes, a veces repetidos, propios de la exposición oral del predicador. En algunos casos nos ha parecido oportuno intervenir en el dictado, corrigiendo anacolutos sintácticos y excesivas repeticiones.
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[Pr 2 p. 5]
LA SAGRADA LITURGIA: TIEMPO DE ADVIENTO1

Hoy es el primer domingo de Adviento, el principio del año litúrgico y eclesial. Año que podemos dividir en dos tiempos: el primero nos hace considerar la vida de Jesucristo, la redención operada por él, la redención del error, la redención del vicio, la redención de la idolatría, especialmente de la del egoísmo. El segundo tiempo, luego, nos lleva a aplicarnos a nosotros mismos los frutos de la redención, es decir: considerar las verdades que Jesucristo enseñó, estudiar e imitar sus santos ejemplos y unirnos a él por medio de la gracia, de los sacramentos, de la misa, de la oración en general.
El primer tiempo, pues, nos presenta el Adviento, o sea la expectación de la venida de Jesucristo. Consta de unas cuatro semanas y empieza hoy. Después sucede el nacimiento del divino Salvador y su vida privada. Luego, el comienzo de la vida pública y la predicación de Jesucristo. Seguidamente la vida dolorosa, la muerte de Jesucristo, su resurrección, y el tiempo pascual. Por fin, la ascensión de Jesús al cielo y Pentecostés: Jesús, ascendido al cielo, envía el Espíritu Santo a su Iglesia, como había prometido. En este tiempo debemos recordar la máxima | [Pr 2 p. 6] de la Imitación de Cristo: «Nuestro mayor empeño sea meditar la vida de Jesucristo».2
Puede decirse que cada año la Iglesia nos hace repensar la vida de Jesucristo, nos la recuerda, nos da el tiempo de aplicarnos los frutos de la redención. Pero no es una simple repetición: es un progreso que hemos de hacer, al modo como cada año vuelve el tiempo de escuela y hay que frecuentar las clases; pero no se aprende siempre la misma materia: cada año se va adelante, se progresa en el conocimiento de la verdad, de la doctrina, de la ciencia, hasta que lleguemos a la edad perfecta, o sea a la plenitud de nuestra unión con Jesucristo, allá arriba en el cielo. Y la vida es la preparación del hombre a aquella bienaventurada eternidad, a aquella vida perfecta que nos aguarda después de la vida presente.
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He aquí, pues, que la Iglesia nos recuerda la venida temporal de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, y a la vez nos recuerda la última venida suya, cuando se presentará para juzgar a todos los hombres y dar a cada uno el premio o el castigo según el mérito. ¿Quién podrá aquel día tener el premio, oír repetirse la invitación: «Venid, benditos de mi Padre»? [cf. Mt 25,34]. Quien en la tierra ha entrado en el reino de Jesucristo, reino de amor, de verdad, de justicia. La Iglesia nos invita hoy a prepararnos a entrar en este reino.
El Adviento es la preparación a Navidad. Jesús, el día en que nace, abrirá su escuela a los hombres: escuela de verdad, escuela de santidad, escuela de amor. ¡Hemos de sentir la | [Pr 2 p. 7] necesidad de esta escuela! Y en este tiempo debemos reconocernos como somos: ignorantes, llenos de defectos, hombres inclinados al mal, a las pasiones, al pecado; y entrar por tanto en un cierto espíritu de penitencia.
La Iglesia en estos domingos hace vestir a los sacerdotes ornamentos morados, que indican penitencia. ¡Cuántos errores hay en la mente de los hombres, cuántas doctrinas falsas se van predicando y cuántas máximas erradas oímos repetir incluso entre nosotros! Máximas mundanas, que se reducen todas a considerar sólo la vida presente, los bienes presentes, mientras sabemos que esta vida de ahora es únicamente un medio para conseguir la felicidad eterna.
El espíritu del mundo consiste en propender a cambiar el fin con los medios, o sea a hacernos buscar la felicidad aquí abajo, la satisfacción aquí abajo, ¡como si fuéramos creados sólo para unos años y luego todo acabara! El todo empieza al término de la vida presente; entonces empieza lo que merece el nombre de «todo», la eternidad interminable. Reconozcamos, pues, lo que somos.
No era solamente el mundo en general el que tenía necesidad de la redención y debía invocar la venida del Salvador: «Rorate, cœli, désuper et nubes plúant Justum: aperiátur terra, et gérminet Salvatorem»;3 somos cada uno de nosotros quienes necesitamos la redención: todos tenemos necesidad de este Maestro, que se hace nuestro camino, se hace nuestra verdad, se hace
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nuestra vida [cf. Jn 14,6]. En él está la salvación, en él la santidad, en él la vida religiosa, en él el sacerdocio; en él todo. Es preciso que saquemos tres conclusiones.
La primera es esta: sigamos la liturgia | [Pr 2 p. 8] sagrada. La liturgia en el curso del año nos pone ante los ojos la vida de Jesucristo, domingo tras domingo, semana tras semana; es como una gran película que se desgrana ante nosotros. Miremos, pues, esta vida de Jesucristo, considerémosla en sus particulares y oigamos todas las palabras de vida eterna que brotan de los labios de Jesús. Cada cual use gustosamente el misalito, cuando es posible, es decir cuando no estamos ocupados en otras prácticas de piedad, como por ej. los días normales cuando deben decirse las oraciones durante la misa y hay que prepararse a la comunión. Pero cuando se tiene la gracia de oír otra misa, conviene seguirla con el misalito.
Hay que tener gran amor a la liturgia, que es el conjunto de las leyes reguladoras del culto debido a Dios.4 La liturgia tiene precisamente como objeto este: las palabras que deben decirse a Dios, las ceremonias que deben hacerse en las varias funciones; la liturgia es ante todo una continua enseñanza. Quien penetra la liturgia, crecerá en el espíritu de fe, conocerá cada vez mejor el camino de la santidad y se unirá siempre más íntimamente a Jesucristo.
Hemos de cuidar el canto sacro, cuidar las ceremonias, desear las funciones más solemnes que podemos hacer en nuestra poquedad, intentando que estas nuestras funciones, nuestras celebraciones, correspondan al menos un poco con las solemnes celebraciones que se desenvuelven allá arriba en el cielo, donde Jesucristo es el Pontífice eterno, asistido por los patriarcas y apóstoles, por los mártires y santos y por toda la corte celeste de los ángeles.
Elevémonos un poco, de lo que tenemos en esta tierra a lo que tendremos allá arriba.
[Pr 2 p. 9] Quien participa bien en las funciones y penetra bien el espíritu de la sagrada liturgia, tiene como la garantía de que un día participará en la solemne eterna liturgia del cielo.
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Entremos además en el espíritu del Adviento. San Juan Bautista es como el anillo de conjunción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En cierto sentido, puede decirse que él cierra la serie de los profetas del Antiguo Testamento y, a la vez, indica al Salvador venido, viviente ya en medio de los hombres: «Ecce Agnus Dei».5 ¿Y cómo invitaba él al mundo a recibir a Jesucristo? Con la penitencia. Ante todo, se había retirado al desierto, dedicándose a una vida de mortificación y de oración. Allá acudían las multitudes y él invitaba a todos a entrar dentro de sí, a pedir al Señor perdón de los pecados cometidos, a preparar los corazones a recibir bien al Mesías, hasta que, llegado el día, lo indicó como ya venido.
El espíritu del Adviento requiere humildad: debemos reconocer la gran necesidad que tenemos del Maestro divino. Humildad y espíritu de penitencia, reconociendo nuestros fallos y nuestros pecados. Humildad y súplica, sabiéndonos débiles, frágiles, inclinados al mal.
Sírvanos este tiempo especialmente para pedir al Señor que se repita la venida, o sea la encarnación del Hijo de Dios, pero en el mundo presente, que en gran parte aún ignora o incluso rehúsa reconocer al Salvador.
Sobre todo hay que pedir que el Hijo de Dios venga a nacer en nuestros corazones, en nuestras mentes, y nos transforme; pues aquí está la redención de cada uno: en hacerse semejantes a Jesucristo: «Conformes fíeri imágini Filii sui».6
[Pr 2 p. 10] En esta redención tenemos la santificación, tenemos la salvación. El canto que hemos de repetir frecuentemente en este tiempo es: «Rorate, cœli, désuper, et nubes plúant Justum».
Hagamos ahora nuestros propósitos sobre cómo pasar el Adviento. En particular, pidamos la humildad, el odio al pecado, el deseo de que Jesús nazca en nuestros corazones y nos transforme en él; el deseo de entrar en su escuela.
Propósito, y el canto: «Rorate, cœli».
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PREPARACIÓN A NAVIDAD: «SOBRIE AC JUSTE AC PIE VIVAMUS...»1

En estos tres días haremos una preparación a la Navidad. El pensamiento dominante debe ser una santa alegría. «Alégrese el cielo, goce la tierra delante del Señor, que ya llega» [cf. Sal 96/95,11-13].
El fin de la presente meditación lo marca el apóstol Pablo, en el paso de la Carta a Tito. En estos tres días de preparación meditaremos las tres misas de Navidad, para que aquel día podamos penetrar mejor el sentido litúrgico de la Iglesia.
La epístola que se leerá en la misa de Nochebuena dice: «El favor de Dios se hizo visible, trayendo salvación para todos los hombres; nos enseñó a rechazar la vía impía y los deseos mundanos, y a vivir en este mundo con equilibrio, rectitud y piedad, aguardando la dicha que esperamos: la | [Pr 2 p. 11] venida de Jesucristo, gloria del gran Dios y salvador nuestro» [cf. Tit 2,11-13].
Aquí está marcado el fin de la meditación: aguardando la Navidad, llenos de alegría, nos preparamos con la templanza, la justicia y la piedad.
La misa de medianoche está muy ligada con la misa de la vigilia: se expresan los motivos por los que ante la encarnación del Verbo divino deben alegrarse los cielos y debe regocijarse la tierra. Alégrense los cielos: en efecto, los ángeles cantaron: «Gloria a Dios en el cielo» [Lc 2,14]. Regocíjese la tierra; y los ángeles añadieron: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor».
Leemos el evangelio de la misa de Nochebuena: «Por aquel entonces (más o menos por los años 747-749 de Roma) salió un decreto de César Augusto mandando hacer un censo del mundo entero...» (Lc 2,1-14).2
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[Pr 2 p. 12] El «gloria a Dios y paz a los hombres» cantado por los ángeles corresponde al salmo que cantamos en la novena de Navidad y a las palabras que hemos leído en la Carta de san Pablo a Tito: ¡Alegría! ¿Y por qué esta alegría, este regocijo? Este regocijo se funda en la encarnación del Verbo, en el nacimiento del Salvador. Dios se hace de la familia humana, como dice la liturgia: Dios en nuestra familia, y el hombre en la familia de Dios, porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre para elevar al hombre hasta Dios: «ut homo fíeret Deus».3
Nuestro pesebre es el altar: es aquí donde particularmente el hombre se encuentra con Dios y se hace de la familia divina. El altar es nuestro pesebre, donde Jesús nace para nosotros; especialmente en este día, la Eucaristía nos viene presentada por el misal y el breviario en relación al misterio del nacimiento en Belén. Volviendo a casa, todos los cristianos deberían manifestar su alegría, que les llega de la presencia de Dios entre los hombres. «Et cum homínibus conversatus est».4
Recordemos algunos motivos de esta alegría, | [Pr 2 p. 13] al menos alguno, para poder concluir: sobrie, juste, ac píe vivamus.
En la novena, ya en la vigilia de Navidad, se lee: «Crástina die delébitur iníquitas terræ».5 Mañana quedará borrado el pecado; y como la vigilia terminará con la función de la tarde: «Hodie scietis quia véniet Dóminus et salvabit nos et crástina vidébitis gloriam eius»: sabed que hoy vendrá el Señor a salvarnos y mañana veréis su gloria.
Hemos de alegrarnos porque el Hijo de Dios, que «ilumina a todo hombre llegando al mundo» [Jn 1,9], viene a traernos del cielo su doctrina santísima y altísima, constituyéndose así Maestro único de la humanidad. «Novíssime locutus est nobis in Filio suo».6
La primera revelación es la que hizo Dios creando el mundo según el diseño de su Hijo. La segunda revelación es la que hizo Dios iluminando la mente del hombre, encendiendo en él la luz de la inteligencia. Luego tenemos la revelación de los profetas,
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y finalmente la revelación del Hijo de Dios encarnado, «aguardando -como dice san Pablo- la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» [cf. 1Cor 1,7] en el cielo, donde se confirmará toda la revelación, porque «en la luz de Dios le veremos como es» [cf. 1Jn 3,2]. ¡Gloria al divino Maestro, pues, y que los hombres salgan finalmente de sus tinieblas, ya que despunta el día iluminado por el Sol de justicia!
Alégrense los hombres porque el Padre celeste que había engendrado a su Hijo desde la eternidad -«hodie ego genui te»,7- ahora lo engendra también en la sagrada Humanidad, y por ello en la misa se cita el texto: «Filius meus es tu: ego hodie genui te».
Alégrense los hombres porque el Hijo de Dios se hizo nuestro alimento y nosotros, viniendo a la | [Pr 2 p. 14] iglesia, lo encontramos en el santo sagrario: Dios con nosotros. «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán de nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros» [cf. Mt 1,23].
Alégrense los hombres porque se reabre el cielo, cerrado por el pecado de Adán; alégrense los hombres porque el Hijo de Dios encarnado se ha hecho nuestro guía y nos ha enseñado el camino para llegar al cielo, reabierto por él, donde nos ha precedido y nos ha invitado: «Qui vult post me venire...».8 ¡Venid conmigo! «Seguidme» [cf. Mc 8,34]. «Haced como he hecho yo» [cf. Jn 13,15].
Alégrense los hombres porque el Hijo de Dios encarnado ha muerto por ellos, dando el máximo signo de amor: «Majorem caritatem nemo habet»9 que quien entrega su vida por el amado.
Alégrense los hombres porque el Hijo de Dios encarnado ha instituido los sacramentos, particularmente el bautismo con el que nos hacemos hijos de Dios, y la Eucaristía, que nos alimenta con el cuerpo y sangre de Jesucristo mismo.
Alégrense los hombres porque el Hijo de Dios encarnado ha dejado a la humanidad la Iglesia, maestra, para continuar su magisterio infalible. Ha encendido, antes de subir al cielo, una lámpara que no se extinguirá: la Iglesia indefectible. Esta maestra no cesará de enseñar de modo seguro la vía de la salvación.
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Alégrense los hombres porque el Hijo de Dios, antes de subir al cielo, casi para darnos la última señal, la última prueba de amor, nos dejó a María por madre: «Mira a tu madre» [Jn 19,26]. Y la humanidad desorientada, como una familia desconcertada, cada día puede recogerse alrededor de la Madre y tener luz y consuelo y salvación.
He visto en América, representados en película, los misterios | [Pr 2 p. 15] gloriosos y los dolorosos del rosario. Al final de la proyección, el padre [Peyton], que es el autor de esta filmación, se presentaba y decía más o menos estas palabras: «Las familias que rezan el rosario, es decir se recogen en torno a María, no se verán turbadas, no les caerá la gran desgracia del divorcio, los hijos amarán a sus padres; el rosario será la dulce cadena que unirá a los miembros de la casa».10
Y así es para la humanidad entera: alégrense, pues, los cielos, porque finalmente a Dios se le rinde una adoración, una gratitud, una satisfacción y súplica dignas de él, infinito; y alégrese la tierra, porque en Jesucristo ha sido colmada de todo bien.
En signo de reconocimiento, debemos formular nuestros propósitos, que son los recordados por san Pablo: es voluntad de Dios, es voluntad de Jesucristo que vivamos en este mundo con equilibrio, rectitud y piedad.
Con equilibrio o templanza, es decir mortificando las pasiones desordenadas; frenando los ojos, la lengua, frenando toda avidez, frenando el orgullo y la sensualidad. Templanza asimismo en todos los goces de la tierra. Es preciso que la alegría esté atemperada por lo justo, por el límite marcado por Dios. La alegría no debe nunca rebasarse y llegar al pecado, al desorden.
Con rectitud o justicia. Justicia hacia Dios: «A Dios, honor y gloria» [1Tim 1,17]. Justicia con el prójimo: respeto mutuo, respeto en palabras y obras, respeto a los superiores, a los iguales y a los inferiores. Justicia que atañe al honor, a los dones espirituales y a los bienes corporales.
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Y vivir piadosamente, ¡con piedad! Estos han de ser días de grande piedad. Mañana | [Pr 2 p. 16] deberemos deducir de la meditación la consecuencia de hacer bien la visita eucarística y sucesivamente de hacer bien la comunión. La piedad sobre la que ya meditamos ayer:11 buenas confesiones, buenas comuniones. Sobrie et iuste ac pie vivamus.
Tales propósitos nos los sugiere también san Gregorio [Magno], que comenta las palabras de san Pablo, diciendo: «La venida de Jesús niño en medio de la noche es figura del fin del mundo, porque, como dijo Jesús, a medianoche se oyó un grito: ¡Que llega el novio!. Viene Jesús, salgamos a su encuentro. No aguardemos a que él, viéndonos retrasados y obstinados, nos diga: No os conozco».
¿Cómo ir a su encuentro? Sobrie ac juste ac pie vivamus.
1. Sobrie. ¿Somos temperantes, moderados? ¿Tenemos la virtud cardinal de la templanza? Y en los afectos, en los deseos y en los sentidos externos, ¿somos moderados, equilibrados?
2. Et iuste. ¿Somos justos con Dios? ¿Y con el prójimo? ¿Nos respetamos mutuamente?
3. Et pie vivamus. ¿Somos piadosos? ¿Se nos despierta en estos días el amor a Dios, el amor a Jesús, el amor a las almas?
Muy devotamente nos invita la oración del día de Navidad: «Concédenos, Dios omnipotente, que el nuevo nacimiento de tu Unigénito según la carne nos libre a cuantos la antigua esclavitud mantiene bajo el yugo del pecado».
Alegría santa en la tierra, que preludia la alegría eterna en el cielo. Cantemos, pues, todos juntos y con gran gozo: «Lætentur cœli et exsúltet terra».12
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[Pr 2 p. 17]
LAS ADORACIONES ANTE EL SAGRARIO, VERDADERO PESEBRE1

A medida que nos acercamos al gran día [de Navidad], la Iglesia se colma de un gozo cada vez mayor; por ello resuena la antífona: «Alégrate, ciudad de Sión; aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando, el Salvador del mundo» [Zac 9,9].
Este gozo lo manifiesta particularmente la Iglesia el día de Navidad, cuando contempla al Niño en la cuna del pesebre. Los ángeles invitaron a los pastores a aquella cuna; nosotros somos invitados por la Iglesia a presentar al Niño las primeras adoraciones. Adoramos en el sagrario, que es el verdadero pesebre, al Verbo divino, coeterno del Padre, nacido de María, en el tiempo, y que debe nacer para cada alma por medio de la gracia, a la espera de que nazca en nosotros en la eternidad.
El fin de esta meditación, por tanto, es pedir al Señor la gracia de mejorar nuestras adoraciones, las visitas al Smo. Sacramento. ¿A quién encontramos en el sagrario? El introito de la segunda misa de Navidad lo dice: «Lux lucebit». La luz brillará hoy sobre nosotros, porque ha nacido el Señor [cf. Is 9,1-5].
He aquí los títulos que Jesús tiene para merecer nuestros obsequios, agradecimientos y súplicas: se llamará Admirable, es decir quien se merece toda la admiración; en efecto, es sumo bien, fuente de todo bien, y cuanto es admirable y bello en el mundo procede de él.
Se llamará Dios; en efecto, aunque se muestre bajo el aspecto de simple niño y calle, es el Dios que reina en los cielos, el Hijo del Padre celeste, la Sabiduría | [Pr 2 p. 18] eterna, el omnipotente.
Se llamará Príncipe de la paz. Los hombres van buscando la paz de tantas maneras, con tantos medios; pero esta paz no está sino en Dios, en Jesucristo, en su Evangelio. Sólo cuando vivimos según el Evangelio y sólo si las naciones se conducen según los principios del Evangelio, encontrarán la paz: paz que viene de Jesucristo y es dada a quienes tienen buena voluntad.
Se llama también Padre del siglo futuro, y su reino no tendrá fin. La Iglesia durará por siempre, en el paraíso, como Iglesia
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triunfante. ¿Qué son los reyes, qué son quienes gobiernan? Son los representantes de Dios según la fe; pero considerados personalmente desaparecen en un día de la faz de la tierra, como la hierba que nace por la mañana y por la tarde ha concluido su existencia [cf. Sal 90/89,5-6].
El Señor reina, vestido de majestad, vestido y ceñido de poder: por tanto, ¡gloria a él! [cf. Sal 93/92,1].
¿Cuál será la finalidad de nuestra adoración? ¿Qué nos proponemos en las visitas al Smo. Sacramento? Se nos indica en la Carta de san Pablo a Tito: «Antes también nosotros con nuestra insensatez y obstinación íbamos fuera de camino: éramos esclavos de pasiones y placeres de todo género, nos pasábamos la vida haciendo daño y comidos de envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros. Pero se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres, y entonces, no en base de las buenas obras que hubiéramos hecho, sino por su misericordia, nos salvó con el baño regenerador y renovador, con el Espíritu Santo que Dios derramó copiosamente sobre nosotros por medio de nuestro salvador Jesucristo. Así, rehabilitados por Dios por pura generosidad, somos herederos con esperanza de una vida eterna» [Tit 3,3-7].
El fin de nuestras adoraciones será, pues, el conseguir la vida eterna. Las visitas al Smo. Sacramento, bien hechas, son | [Pr 2 p. 19] como un preludio de la contemplación que un día en el cielo presentaremos a Cristo glorioso, siendo gloriosos con él.
Hemos de acercarnos al pesebre, presentar nuestras adoraciones.
El Evangelio [Lc 2,15-20] nos presenta las primeras adoraciones ante el pesebre. Los pastores habían oído la voz de los ángeles, fueron aprisa y encontraron a María, José y el Niño reclinado en el pesebre, y se persuadieron de cuanto se les había dicho acerca del Niño. La noche de Navidad el Niño es colocado en el pesebre: es la primera exposición del Smo. Sacramento; y se le tributa la primera adoración.
María es modelo de adoradoras y adoradores; José, con su santísima esposa, difunde los más intensos sentimientos de amor y de humildad; los ángeles bajados del cielo, vitoreando con cantos dulcísimos, rinden las primeras adoraciones. «María conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su corazón» [Lc 2,19].
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¿Qué sentimientos tuvo María aquella noche? ¿Cuáles fueron los pensamientos y sentimientos de los pastores en aquellas primeras adoraciones? La Iglesia trata de manifestárnoslos, y nosotros en Navidad, siguiendo la liturgia, comprendemos cada vez mejor cómo se adora a Jesús, cómo se le da gracias y se le suplica; qué ofrendas debemos llevarle y qué satisfacciones debemos ofrecerle por nuestros pecados. Hemos, pues, de acompañar bien la liturgia.
¿Cuáles serán los frutos de nuestras adoraciones?
Un fruto de fe. Cuando se hace bien la visita al Smo. Sacramento, nos crece la fe. La lectura espiritual, especialmente la del Evangelio, nos trae aumento de fe; por otra parte, después del | [Pr 2 p. 20] primer punto de la visita,2 debemos recitar el acto de fe o el credo, para expresar la fe que hay en nuestros corazones, y para pedir a la vez aumento de fe: que cada día la fe se enraíce siempre más en nuestras almas y produzca frutos. Así sucedió a los pastores: «Al verlo, les comunicaron las palabras que les habían dicho acerca de aquel niño» [cf. Lc 2,17]. He ahí la fe en la que fueron confirmados los pastores junto a la cuna.
Pero ellos no se contentaron con experimentar en sí mismos aquellos sentimientos del espíritu de fe, sino que con entusiasmo y gozo hablaron a otros. Cuando hay fe en un corazón, hay también celo por el apostolado.
Ante el sagrario aprendemos muchas cosas. ¡Hay tantas cosas que no se comprenden más que ante el sagrario! Cuando se medita, cuando se ora, la luz de Dios brilla en las almas.
Otro fruto de la adoración de los pastores fue una piedad más profunda: «Se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído; tal y como les habían dicho» [Lc 2,20]. De una visita bien hecha se recaba una piedad más honda. Es ahí donde pensamos; es ahí donde rezamos con palabras nuestras; es ahí donde comprendemos mejor cuál es nuestro fin, y conocemos mejor al Señor y su voluntad.
Las almas adoradoras vuelven del altar con mayor ánimo, con mayor fortaleza para el bien, con muchas consolaciones que
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el mundo no puede dar. «La paz os dejo, os doy mi paz, y no os la doy como la da el mundo» [Jn 14,27]. No, el mundo no puede darla; la ofrece, pero no la tiene y por tanto no puede comunicarla. Dios solo es el eterno bien, la suma felicidad para toda alma. No creamos encontrar paz en | [Pr 2 p. 21] una alegría vacía, mundana, sensual; la paz está sólo en Dios.
Pasemos al examen de conciencia. ¿Somos fieles a las adoraciones? ¿Las hacemos con buen método? ¿Sacamos de nuestras adoraciones el fruto que deben aportar: aumento de fe, de buena voluntad, mayor unión con Dios, gozo, ánimo?
Cada cual [haga] el propio propósito.
Y como conclusión, en espíritu de adoración, unidos a María que adora en el pesebre, unidos a los pastores, cantemos el Magníficat ánima mea Dóminum, la alabanza a Dios, la alabanza a este Niño.
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EL SAGRARIO Y EL PESEBRE1

En esta vigilia de Navidad, la Iglesia sigue insistiendo en la necesidad de una buena preparación para acoger al Niño que viene entre nosotros: acogerlo y seguirle, para que un día podamos presentarnos con seguridad, con serenidad y confianza al juicio universal, cuando Jesús vendrá por última vez. Este pensamiento está claramente expreso en la postcomunión de la misa: «Concédenos, te rogamos, Señor, un poco de tranquilidad mientras estamos para celebrar el nacimiento de tu Hijo Unigénito, cuyo celeste sacramento sacia nuestra hambre y nuestra sed». Y todavía más claro en el primer oremus: «Señor y Dios nuestro, que cada año nos alegras con la fiesta esperanzadora de nuestra redención, concédenos que así como ahora acogemos, gozosos, a tu Hijo como redentor, | [Pr 2 p. 22] lo recibamos también confiados cuando venga como juez».
En la tercera misa de Navidad, llamada misa del día, pedimos particularmente la gracia de mejorar nuestras comuniones. En esta tercera misa el texto que mayormente explica el pensamiento de la Iglesia es el evangelio, el mismo que recitamos habitualmente al término de la misa: «In principio erat Verbum».2
El Hijo de Dios se hace hombre, se humaniza, y la Iglesia quiere que pidamos la gracia de llegar a ser partícipes de la divinidad, mientras el Hijo de Dios ha querido ser partícipe de nuestra humanidad.
Este evangelio puede dividirse en cuatro partes. En la primera parte se considera la vida eterna del Hijo engendrado por el Padre. San Juan, como águila, se eleva a considerar las glorias del Hijo de Dios, esplendor del Padre, impronta de su sustancia. «Al principio ya existía la Palabra -es decir el Hijo de Dios- y la Palabra se dirigía a Dios y la Palabra era Dios. Ella al principio se dirigía a Dios».
Este Hijo de Dios es autor de toda la naturaleza, de todo lo creado. «Mediante ella existió todo, sin ella no existió cosa alguna de lo que existe. Ella contenía vida y la vida era la luz del
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hombre». Los hombres, aun habiendo tenido ante sí todo lo creado, no conocieron al Creador. Dice Isaías: «Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre del dueño; el hombre [Israel] no conoce a su Padre celestial, a su Dios» [cf. Is 1,3]. ¡Hijos que no reconocieron al Padre!
La segunda parte se refiere a san Juan [Bautista]. El Hijo de Dios encarnado, antes de comenzar su vida pública, tuvo como un preanuncio en Juan, | [Pr 2 p. 23] que puede ser considerado como anillo de conjunción entre el Nuevo y el Antiguo Testamento. Juan no era la luz, pero vino para dar testimonio, es decir, para anunciar la próxima misión, el próximo ministerio público del Salvador.
En la tercera parte se considera al Hijo de Dios encarnado, pero no acogido por los hombres. «Era la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre llegando al mundo... Pero los suyos no la acogieron». Aquí tenemos otra ingratitud de los hombres: así como no habían querido reconocer al Padre, así no quieren reconocer al Hijo que viene a enseñarles. ¡Los suyos no le acogieron! Pero sí hubo una parte selecta de hombres que le acogieron. Y éstos se hicieron hijos de Dios, porque creyendo en él, siguiendo sus ejemplos y uniéndose a él por medio de la gracia, tuvieron una vida nueva, la vida sobrenatural, la vida eterna. A los creyentes en su nombre, la Palabra les dio la capacidad de ser partícipes de su naturaleza divina. El nacimiento de la sangre y por mero designio de hombre da sólo la vida natural, la vida humana.
En la cuarta parte el evangelio resume toda la misión pública del Salvador: «La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros». Y prosigue: «La ley se dio a los hombres por medio de Moisés; el amor y la lealtad han existido por medio de Jesucristo».
El comentario del misalito dice: «El evangelio de san Juan nos recuerda que Jesucristo es Dios, que se ha encarnado, que fue anunciado por el Bautista y que quienes lo reciben con fe y amor se hacen hijos de Dios, lo cual se da especialmente en la comunión».
Toda la tercera misa de Navidad recuerda | [Pr 2 p. 24] más o menos este pensamiento, particularmente la Carta de san Pablo a los Hebreos. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por un Hijo, al que nombró heredero
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de todo, lo mismo que por él había creado los mundos y las edades. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser; él sostiene el universo con la palabra potente de Dios; y después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de su Majestad en las alturas» [Heb 1,1-3].
La comunión es parte central de la gran fiesta de Navidad, constituida por la misa completa, perfeccionada por medio de una buena comunión.
Pidamos hoy esta gracia: mejorar nuestra comunión.
Pesebre y sagrario.
El sagrario es un misterio de fe: Dios-hombre, escondido bajo las apariencias de pan. El sagrario es misterio de amor: el Hijo de Dios encarnado dándose al hombre por alimento. El sagrario es misterio de gracia: la vida sobrenatural, comunicada en aquel momento a nuestra alma, se acrecienta cada día más.
Asimismo el pesebre es misterio de fe: los pastores y los Magos no veían sino un niño, pero teniendo el don de la fe, veían al Redentor, al Mesías esperado, al Salvador, al restaurador de la humanidad.
El pesebre es un misterio de amor: el Hijo de Dios se dignó unir en una sola persona la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es la unión más íntima, más estrecha; después de ella tenemos la unión que se establece entre Jesús y el alma en la santa comunión.
El pesebre es misterio de gracia: mientras el | [Pr 2 p. 25] Hijo de Dios asumía la naturaleza humana, elevaba al hombre a una dignidad inmensa: «Mirabíliter condidisti, et mirabilius reformasti».3
Hemos de mejorar la comunión. ¿Qué efectos debe producir en nosotros la comunión? Al respecto, es clarísimo el catecismo, clarísima la doctrina de la Iglesia: los sacramentos producen en el alma lo que se figura externamente por medio del signo sensible. El bautismo, administrado con el agua que lava el cuerpo, produce el lavado espiritual del alma.
La Eucaristía, que se nos da bajo especies de pan, es nutrimento para el alma. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo» [Jn 6,51]. Como el pan sustenta el cuerpo, así la Eucaristía sustenta
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el alma, repara nuestras debilidades, fortifica, alegra el espíritu, es verdadero alimento del alma. Es preciso, pues, que nos nutramos de este manjar.
Pero hay que insistir aún más en que la comunión se haga bien. ¿Qué sería una comunión fría o, peor, qué sería de un alma que comulgase sacrílegamente? ¡Se requiere una buena preparación porque la Eucaristía es el más santo de los alimentos! Si el estómago no está preparado a recibir la comida, ¿qué utilidad sacaría? Es preciso que el corazón esté bien preparado a recibir a Jesús. El grano sembrado en el campo podría no producir fruto alguno; de hecho, la parte de la simiente que, según la parábola, cayó entre espinas o en terreno pedregoso, no produjo fruto; pero la que cayó en terreno bien preparado produjo el treinta, el sesenta y el ciento por uno [cf. Mt 13,18-23].
Ahí tenemos las buenas comuniones de san Luis, al ciento por uno. En cambio, hay almas que después de muchas comuniones llegan a una cierta indiferencia e insensibilidad espiritual.
Hemos de preparar bien el corazón a la comunión. | [Pr 2 p. 26] La preparación más esencial es la confesión, porque se necesita el estado de gracia para acercarse a la comunión. Particularmente, al acercarse la Navidad, hay que hacer buenas confesiones.
Además es necesaria en nosotros la disposición de una fe viva en aquel que vamos a recibir; de un deseo ardiente de acercarnos a nuestro Dios; de un amor fervoroso a Jesús; de esperanza viva de las gracias; y confianza de poder un día contemplar en el paraíso a quien recibimos velado bajo la especie eucarística en la tierra.
Preparación remota: el día antecedente a la comunión, sobre todo la parte de la jornada desde mediodía a la noche, sea santa, con delicadeza de conciencia, para no preparar a Jesús un lecho de espinas mañana en la comunión. Y luego un digno agradecimiento: agradecimiento próximo, mientras se está en la iglesia, y agradecimiento remoto que dure toda la mañana.
Jesús, viniendo a nosotros, quiere producir sus frutos en el alma: frutos de santidad, frutos de obediencia, frutos de castidad, de buen espíritu, de pobreza.
Hay que acentuar que la comunión hecha diariamente con fervor produce un gran fruto, tesoro para la juventud: la pureza. Es fuente de pureza, porque mediante la comunión se calman
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las pasiones y nuestro corazón y querer quedan fortificados para combatir el mal.
Preguntémonos. ¿Estamos ya dispuestos y preparados a recibir festivamente al Hijo de Dios que baja del cielo? ¿Cómo hacemos nuestras comuniones? ¿Es de veras digna la preparación, con pureza de conciencia, modestia de la persona y mortificación de los sentidos?
Cuando estamos en la iglesia y se acerca el momento de la | [Pr 2 p. 27] comunión, ¿cuál es nuestro recogimiento? Cuando toda la familia se ha nutrido del pan común, el pan diario eucarístico, y cada cual se ha retirado a su banco, a su sitio, ¿siente toda la familia la unión con su Dios, con Jesús? ¿Entran, todos y cada uno, en la intimidad de las comunicaciones con Jesús? ¿Recordamos la comunión también después, durante los deberes de la jornada?
Hay quienes a lo largo del día hacen varias veces la comunión espiritual, que es como un agradecimiento por la comunión de la mañana y una preparación a la comunión del día siguiente.
Cantemos ahora el evangelio de la misa [el Prólogo de Juan], para obtener mejorar nuestras comuniones.
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LA HUMILDAD1

El tiempo que precede a la Septuagésima2 es muy adapto a los misterios de la infancia de Jesús, los misterios gozosos: la pérdida y el hallazgo de Jesús, cuando se quedó en el templo con los doctores para oír, interrogar y dar sus respuestas llenas de sabiduría [cf. Lc 2,47-50]. Por eso en este período, dado que la elección es libre, preferimos tratar de los misterios gozosos.
En el cuarto misterio gozoso contemplamos la purificación de María y la presentación del niño Jesús al templo. En este domingo leemos el evangelio que sigue a la purificación, recordándonos las palabras que en aquella ocasión | [Pr 2 p. 28] dijeron sobre Jesús Simeón y la profetisa Ana.
Nosotros en esta meditación vamos a pedir la humildad, o sea, imitar la humildad del niño. El cielo y la tierra se mueven para rendir homenaje a Dios que, hecho niño, había bajado entre los hombres, y mientras él vivía en la máxima humildad, la humildad del niño.
El evangelio dice: «En aquel tiempo, su padre y su madre estaban sorprendidos por lo que se decía del niño» [Lc 2,33]. En efecto había sido presentado al templo como un niño común y por él se había pagado el precio de rescate como por todos los otros primogénitos. El Hijo de Dios iba a enseñarnos la virtud fundamental en la vida, la humildad; y por eso, naciendo, comenzó con ella. Sin humildad no si construye nada; por el contrario, en la humildad estriba nuestra santificación y la propia fortuna humana. El orgulloso, aun en la vida presente, acabará encontrándose mal y teniendo fracasos que serán mortificantes para él. La humildad hace al hombre estimado de Dios y estimado de los hombres. La humildad es verdad.
Jesús enseñó ante todo la humildad. Un día dará una gran lección a los apóstoles: éstos habían discutido quién de ellos era el primero; Jesús les había dejado discutir libremente, pero al llegar
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a destino les llamó en torno a sí e hizo entrar con ellos a un niño. «Si no cambiáis y os hacéis como estos chiquillos -dijo- no entráis en el reino de Dios» [cf. Mt 18,1-3].
Quería que los apóstoles, llamados a iluminar el mundo y a ser príncipes de la Iglesia y en el reino celestial, comenzaran estableciendo profundamente en sus corazones la virtud de la humildad, haciéndose como niños, porque él mismo se hizo niño. Así lo | [Pr 2 p. 29] encontramos en la gruta de Belén. Se hizo niño para que ningún hombre, por grande que sea, halle razón de elevarse y enorgullecerse.
Cuando María y José habían ido a Belén para el censo según la prescripción del emperador, el Hijo de Dios venía del cielo entre los hombres y no le acogían en una casa habitada por hombres: ¡fue a nacer en una gruta!
Ponerse en el último puesto: ¿lo entendemos? ¡Humildad! «Baja hasta el último puesto» [Lc 14,10]. Lo predicaría, pero antes quiso dar el ejemplo, para que comprendiéramos.
Se movió el cielo glorificando al Niño; una multitud de ángeles cantó sobre aquel portal: «Gloria a Dios en lo alto, y paz en la tierra a los hombres de su agrado» [Lc 2,14], y él, Jesús, el Hijo de Dios, está recostado en un pesebre sobre un poco de paja. Faltaba allí lo que de ordinario tienen los niños al nacer, el conjunto de las cosas más necesarias que a todos se les reservan. Un ángel advierte a los pastores: «Os ha nacido un salvador». ¿Cuál será la señal para reconocerle? La señal será esta: «Encontraréis un niño [con su madre] envuelto en pañales y acostado en un pesebre» [cf. Lc 2,12]. Fueron y encontraron todo tal como les habían dicho.
La señal es la profunda humillación a la que se sometió el Hijo de Dios, el Mesías venido entre los hombres; sí, la señal es la humildad.
La señal de la santidad será siempre la humildad, para todos los hombres, pues la santidad es buscar la gloria de Dios; el orgulloso, en cambio, busca la propia. La santidad consiste en tender al mismo fin por el que Dios lo ha creado todo y distribuye sus dones, es decir su gloria. Un alma, pues, será de veras santa si busca y procura en todo | [Pr 2 p. 30] la gloria de Dios... «A Dios el honor, y a mí el desprecio».3 Honor a Dios, porque él es santísimo, perfectísimo, infinito, eterno. A nosotros el desprecio,
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porque estamos sujetos a tantas miserias y manchados de tantos pecados; porque cuanto tenemos, todo nos fue dado, todo. No hay ni un pelo del que podamos jactarnos diciendo: ¡esto es mío! Todo nos ha sido dado en uso y nos será reclamado.
Vienen del Oriente los Magos, se ha removido el cielo para llamar a los gentiles junto a la cuna del Niño. Parecería que, después de esta pompa y de un tan largo viaje, los Magos fueran a encontrar una cuna esplendorosa, un palacio, una residencia regia, una matrona, una reina como madre de este Rey recién nacido; en cambio ven una pobre habitación, y la madre es una pobre mujer común, sin nada que la distinga. Con todo, ellos se postran y adoran a ese niño. Iluminados por Dios, empezaron a entender que no son las grandezas y el fasto humano lo que nos eleva, sino la humildad. Comprendieron la lección del Niño: él les quería humildes, sencillos.
Cuando Herodes, enfurecido, ordenó la matanza de los niños de Belén y alrededores, el Niño no carecía de medios para defenderse: ¡era dueño de la vida y dueño de los hombres! ¿Por qué huir ante la ira de Herodes? ¿Por qué celebramos hoy la fiesta o el nacimiento de los niños muertos por odio a Jesús? El Hijo de Dios quiso mostrarse débil como un niño impotente y huyó, se sustrajo a la matanza yendo a Egipto. ¡La humildad!
Cuando después Jesús niño regresó a Palestina, porque habían muerto quienes amenazaban su vida, fue a vivir en Nazaret, pobre villorrio, y allí convivió con los nazarenos como un niño que nunca se distinguió de los demás. Vivió | [Pr 2 p. 31] la vida más sencilla, y con él María y José, que tenía un oficio humildísimo y luego se lo enseñaría al Niño. ¡La humildad!
Jesús lanzó una señal de su grandeza cuando en el templo discutió con los doctores de la ley; pero fue sólo un instante; toda la vida de Nazaret, hasta los 30 años, es la vida de la humildad y del escondimiento.
Ahí tenemos cómo se preparan los apóstoles, cómo se alcanza la verdadera santidad. El Maestro divino, hecho niño, nos da una lección bien fuerte. Lección para quien guía, para quien tiene autoridad, pues la autoridad es servicio, y el que «príor est in vobis, erit sicut ministrátor».4 Por su parte, quien es servido no
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debe exaltarse, porque uno y otro todo lo tienen de Dios, nada de sí mismos. Ante el pesebre hemos de decir un sincero acto de dolor, sintiéndolo de corazón.
Orgullo de mente, orgullo de palabras, orgullo en las obras, en las actitudes, orgullo de corazón.
Ese Niño dice ahora con los hechos: «Aprended de mí, que soy sencillo y humilde».5 Lo dirá luego también con las palabras, pero primero con los hechos. Acto de dolor.
Recemos el 3er misterio gozoso para obtener la humildad. En él se considera la humildad del Niño en la gruta de Belén.
Examen y propósito.
Humildad de pensamiento, humildad de palabras, humildad de actitud, humildad con los hermanos, humildad de corazón.
Cantemos un villancico para anunciar e invocar la humildad del Verbo de Dios encarnado y hecho niño por nosotros en la gruta.
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[Pr 2 p. 32]
Retiro mensual de fin de año
I. LA PASIÓN PREDOMINANTE1

La función de esta tarde-noche se caracteriza por el canto del Te Deum. «Te Deum laudamus, Te Dóminum confitemur».2 Confesamos tu misericordia, oh Señor; tus misericordias son sin número.
Pero la función de esta tarde también se caracteriza por el pensamiento de que otro año ha pasado, y ello significa un año menos en la vida. Podemos ahora hacernos casi un primer funeral. Si, por misericordia de Dios, se ha establecido que vamos a transcurrir un dado número de años en esta tierra, he aquí que ha pasado uno de ellos, cuya suma constituye la vida que se nos va.
Terminar un año es un aviso, no sólo porque nos deseamos «Año nuevo, vida nueva», sino porque nos avisa que pasa el tiempo y pasan los hombres. Solo Dios es eterno. Nosotros estamos mandados a la tierra por un tiempo y el Señor nos aguarda en su casa paterna, después que hayamos superado la prueba. Estamos llamados al cielo, orientados, encaminados al paraíso. ¡Dichoso quien adivina la senda, desgraciado el que la falla o la pierde o se desvía!
Lo que nos desvía del camino recto, del que conduce al paraíso, puede ser el mundo, puede ser el demonio, pueden ser nuestras pasiones. El mundo con su espíritu, con sus máximas, con sus malos ejemplos; el demonio, que siempre «círcuit quærens quem dévoret»3 y, perdido para siempre en el infierno, quisiera arrastrar allá, en las mismas | [Pr 2 p. 33] penas, a los hombres creados por Dios y destinados a ocupar los puestos que fueron abandonados y de los que fueron expulsados los ángeles rebeldes.
Entre los enemigos de nuestra alma debemos considerar las pasiones, y esta tarde hablaremos de la pasión predominante.
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Las pasiones podemos considerarlas en sentido filosófico y en sentido moral. De suyo las pasiones, en sentido filosófico, no son ni bien ni mal. Pueden ser fuerzas que nos empujan al mal y fuerzas que nos empujan al bien, a aumentar nuestros méritos.
Cuando se habla en sentido moral, generalmente se entiende hablar de las pasiones desordenadas, o sea de las pasiones no dominadas, no encaminadas o dirigidas al bien; pasiones de las que el alma queda como esclava, dejándose arrastrar al mal. Y así pueden considerarse pasiones los archiconocidos siete vicios capitales.
Siete son los vicios capitales, pero entre ellos cada persona tiene una pasión más fuerte que las otras y se llama predominante. Esta pasión debe ser dominada y convertida en fuerza potente para el bien. Así, san Francisco de Sales, jovencito, se dejaba someter por la ira, tenía sangre hirviente. Dominó su pasión y adquirió la virtud contraria, la mansedumbre, la dulzura. La ira podía traer pésimos efectos, pero él, combatiendo esta pasión y sustituyéndola con la suavidad, la mansedumbre, la dulzura, llegó a ser el pastor bueno, la imagen de la benignidad misma del divino Salvador. Esta su mansedumbre fue para él manantial de tantos méritos y un gran medio con el que conquistó muchas | [Pr 2 p. 34] almas para Jesucristo, convirtió muchos pecadores, especialmente tantos herejes. Con la mansedumbre se ganó la confianza, de modo que poco a poco ganaba para Jesucristo a quienes antes eran sus enemigos, y veían abrirse ante sus ojos la senda de Dios, la senda del cielo.
Es preciso pues que lleguemos a esto: a cambiar la pasión predominante en virtud principal, en virtud predominante: de la soberbia llegar a la humildad, de la avaricia llegar hasta la pobreza religiosa bien practicada, de la flojera al fervor, etc.
Estas pasiones predominantes pueden ser muchas, como los siete vicios capitales, pero generalmente se reducen a tres: la soberbia, que engendra también la envidia y frecuentemente la ira; la avaricia, que ata el corazón y en vez de tender a Dios tiende a los bienes de esta tierra, impidiendo así ver lo elevado, los bienes eternos. La lujuria, que lleva consigo otras dos hermanas: la gula y la pereza, pues generalmente estos tres vicios van en compañía.
El orgullo, la soberbia, es común entre los hombres, especialmente cuando se llega a una cierta edad, cuando se ha superado
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el período de formación; la lujuria, en cambio, es la tentación común en la edad juvenil.
Y bien, debemos procurar conocer, descubrir cuál es en nosotros la pasión predominante, para fijar ahí el propósito principal y para adquirir la virtud contraria.
[Es preciso] conocer estas pasiones, ver las consecuencias, detestarlas, combatirlas animosamente.
¿Cuál es la pasión predominante? ¿Cómo se | [Pr 2 p. 35] puede conocer la pasión predominante de una persona?
La pasión predominante es la que generalmente nos hace caer en el mayor número de pecados. Si examinándonos por la noche o al final de la semana para la confesión, o en el retiro mensual o en los ejercicios, encontramos que el mayor número de faltas cae sobre un determinado punto, ¡esa es la pasión predominante! A veces no se trata de las faltas más frecuentes, sino de las graves, que pueden ser menos numerosas pero alejan mayormente de Dios.
La pasión predominante, pues, es la que generalmente nos arrastra hacia la culpa, siendo su causa, y constituye ella misma el mayor número de los pecados o de los defectos; o bien, a veces, constituye los pecados más graves.
La pasión predominante es la que más fácilmente descubrimos en los otros. Quien es envidioso ve en todos la envidia; quien no observa la pobreza, ve en todos faltas contra la pobreza o contra el séptimo mandamiento. Quien es tibio, cree, piensa y juzga a los demás iguales a sí mismo, incluso trastornando razones y motivos. Tanto más aún, quien es orgulloso o quien es iracundo atribuye a estas pasiones cuanto ve en los demás, pues estamos hechos así y según las gafas que nos ponemos vemos a las personas y las cosas.
Así pues, la pasión predominante es la que fácilmente criticamos en los otros; es la pasión que más amamos y defendemos. Sucede como con los males físicos: quien tiene mal en una mano, si le tocan en las otras partes del cuerpo no se disgusta, no grita; pero cuando le tocan en esa | [Pr 2 p. 36] mano, entonces se irrita. ¡Ay de quienes quieren corregirnos, metiendo el dedo en la herida! Nos incomodamos, nos irritamos, nos disgustamos con quien nos corrige, y queremos desquitarnos criticando y descubriendo el mismo vicio en quien nos ha hecho la corrección.
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La pasión predominante la defendemos con mil excusas, mil razones, ocultándola, disimulándola; a veces quedamos tan cegados que ni siquiera logramos descubrirla.
Pasión predominante es la que guía al hombre, como un capitán que conduce un ejército, o un grupo de soldados. De ella manan multitud de defectos, imperfecciones, pecados.
A veces podemos conocer la pasión predominante mirando a los demás; pero sobre todo podemos conocerla preguntando al confesor: ¿qué propósito me aconseja? Y si el confesor aconseja la humildad, es señal de que ha descubierto en nosotros el orgullo; si nos aconseja el fervor, es señal de que ha descubierto en nosotros la flojera espiritual, que luego va unida con la lujuria y la gula.
Cuando empieza a dominar la carne, ésta cubre el espíritu, impide las aspiraciones nobles; todas las bajas pasiones arrastran al hombre hacia el mal y algunas veces hacia el abismo y el infierno. Mirad a Judas. Parecía fervoroso, parecía tomar la defensa de los pobres y de hacer limosnas4 y de ahorrar todo lo posible; pero el ahorro lo reducía para sí. Era avaricia, la suya, pues habiendo sido constituido ecónomo del colegio apostólico, abusaba de la confianza del Maestro divino para ventaja propia.
¡Pasiones que debemos combatir! La vida del hombre es un combate, no contra los hermanos sino contra el mal, contra nuestras | [Pr 2 p. 37] pasiones. «Militia est vita hóminis super terram».5
Hay que combatir el pecado, combatir las causas del pecado; combatir y huir las ocasiones de pecado, frenar la pasión que nos lleva al pecado. Y como esa pasión constituye una fuerza predominante, hay que hacerla ser la virtud predominante. Cuando uno tiene mucha facilidad de palabra, esta facilidad puede llevarle a infinitas faltas; pero si él la domina y la guía, puede llegar a realizar un bien inmenso en muchas circunstancias: animando, predicando, exhortando, avisando, sosteniendo a los débiles, indicando las sendas más perfectas, etc. Es como la pluma puesta en mano de san Francisco de Sales, en mano de santo Tomás de Aquino o de san Gregorio Magno: en las manos de los doctores ha sido el gran medio para
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hacer un bien inmenso; pero puesta en mano de Voltaire, por ejemplo, en mano de un enemigo de la Iglesia y de Jesús, esa pluma será un instrumento que mata las almas y ensancha la senda del infierno.
Por tanto, hay que combatir la pasión predominante: si se la deja predominar, turba la mente, arruina las ideas, hace ver las cosas al revés, juzgar bien lo que es mal y viceversa.
Esta pasión ejerce su influjo en toda la jornada, toda la semana, todo el año... A veces, basta una pasión predominante para hacer descarrilar una buena vocación, para hacer perder la vía del cielo incluso a otros, con los escándalos.
La pasión predominante desajusta la vida y particularmente pervierte el corazón. Ese corazón hecho para Dios, que debe suspirar por Dios, mirar hacia Dios, a veces se rebaja, se envilece, cae en el fango más ignominioso. Hablando de esto no estaría mal | [Pr 2 p. 38] recordar de vez en cuando lo que se narra de Leonardo da Vinci:6 cuando quiso pintar la cara de Jesús, y cuando quiso después pintar la cara de Judas.7
Hay que combatir la pasión predominante. ¡Somos hombres, no hemos nacido para vivir como los brutos!8 Así que ¡a combatir la lujuria, a combatir la avaricia!
Cuando una pasión predomina, se llega a los más raros razonamientos: lo que es hermoso se ve feo; lo que es feo se ve hermoso. Un moribundo estaba en las últimas, pero en vez de despegar el corazón de sus bienes y del dinero, todavía exhortaba a quien le estaba al lado acerca de cómo ganar más y enriquecerse aún. En lugar de apretar la bolsa que tenía bajo la almohada, podía distribuir las monedas para que le comprasen un trozo de tierra donde enterrarle... ¡pero ni se le ocurrió! No hay
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cosa más cegadora para un alma que una pasión; por ejemplo, un espíritu de venganza. ¡Qué terrible es esto!
Hay que combatir la pasión predominante, como cristianos: «Ábneget semetipsum».9 Renegar de nosotros mismos; negarnos en varias cosas, pero especialmente en ese punto determinado.
Cuando combatimos la pasión predominante, combatimos juntamente todas las demás pasiones. Al combatir la pasión predominante, se hace moralmente lo que hizo Judit: en lugar de pelear contra el ejército y los soldados, cercenó la cabeza a quien guiaba el ejército, al capitán Holofernes; y vencido Holofernes, el ejército quedó derrotado [cf. Jdt 13].
Asimismo, cuando adquirimos una virtud, pero en profundidad, por ejemplo la humildad, adquirimos también el fervor y muchas otras virtudes que, directa o indirectamente, van con ella unidas. Se comprende, pues, | [Pr 2 p. 39] cómo san Francisco de Sales se haya puesto decididamente a combatir la ira. Durante unos veinte años combatió esta pasión, y obtuvo la victoria plena, admirable.
Ahora algunas preguntas: ¿Conocemos nuestra pasión predominante? ¿Le hemos declarado guerra decididamente? ¿La combatimos con todos los medios? ¿Nos mantenemos firmes en nuestros propósitos?
Cada vez que hacemos el examen de conciencia, o por la noche o al final de la semana o en el retiro mensual, ¿volvemos sobre esa pasión? ¿Hasta dónde hemos logrado vencerla? ¿Cuántas son las victorias y cuántas las derrotas?
Los medios para salir airosos son tres: la vigilancia, la oración, el esfuerzo. Lo consideraremos mañana, si Dios quiere. Entre tanto nuestro propósito, en este retiro mensual, vaya dirigido especialmente al punto capital. ¡O vencer o seremos vencidos!
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II. CÓMO VENCER LA PASIÓN PREDOMINANTE1

Consideramos ayer la necesidad de combatir la pasión predominante, es decir aquella que en nosotros es la más fuerte, porque está enraizada en la mente y particularmente en el corazón. Ella, de consecuencia, arrolla el juicio, es causa de ruina espiritual, a veces hasta de la vocación y causa del fracaso mismo de la vida. Así aconteció a Judas, que se había dejado atrapar en el vicio de la avaricia, y llegó al extremo precipicio: vender a Jesucristo a sus enemigos y luego, en la desesperación, a colgarse de un árbol: «Melius erat si natus non fuisset».2
[Pr 2 p. 40] Si Lutero3 hubiera vencido su pasión principal, la lujuria, no hubiéramos tenido lo que la Iglesia llora todavía hoy, al cabo de varios siglos: la falsa reforma. Si Napoleón4 hubiera domado la ambición, hubiera podido desempeñar la misión que Dios le había confiado, sin sembrar tantas ruinas y muertos en Europa.
Y lo que puede suceder en grande, puede suceder también en pequeño. Parecería que la envidia nazca y viva escondida sólo en el corazón; en cambio tiene sus manifestaciones cuanto más penosas. No se sabe hasta dónde llegará el envidioso, cuando en el corazón siente surgir la rivalidad contra el envidiado.
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Caín mató al hermano, envidiando su piedad [cf. Gén 4,8]. Parecería absurdo, ¡tener envidia de su piedad! Y sin embargo, a menudo se habla mal y se interpreta siniestramente a quienes se distinguen por bondad, piedad, estudio, lanzando contra ellos críticas y murmuraciones: ¡es la envidia! Mucho mejor sería confesar nuestro defecto, que ir buscando los de los demás.
Hay que combatir la pasión predominante, combatirla sin parar porque ella guía las otras pasiones. Pero, en primer lugar, debemos conocernos; este es el primer paso. Cada uno, hoy, primer día del año, fije bien sus propósitos, dirija y ordene bien su lucha, para que al final pueda decir: «Bonum certamen certavi», he competido en noble lucha [2Tim 4,7].
Tenemos que conocer la pasión predominante, mediante la oración: que el Señor nos ilumine; conocerla mediante la reflexión, según los | [Pr 2 p. 41] signos que dimos ayer. Conocerla aconsejándose con el confesor y con el director espiritual.
¿Qué propósitos debo hacer? Si ya se insinúa en el corazón el orgullo, ahí está el propósito sobre la humildad; el trabajo sea en parte negativo: reprimir el orgullo, y en parte positivo, es decir adquirir la virtud contraria, que es la santa humildad. Cuando nos percatamos de que en nosotros nacen ciertos pensamientos, sentimientos, deseos vagos, pero que no quisiéramos llevarlos a la comunión ni que alguien los descubriera, ¡vigilemos! ¡Lucha a la pasión predominante, que va adquiriendo vigor y enraizándose en el corazón!
La primera disposición para la lucha es una firme voluntad de combatir la propia pasión, al menos indirectamente; porque la pasión de la lujuria, como las de la pereza y de la gula, se vencen particularmente usando un modo indirecto. Es decir, entrando de corazón en el estudio con ganas de progresar; entrando en el apostolado a la busca de buenos resultados; poniéndose bajo la guía del director espiritual, secundándolo; comprometiéndose con decisión: quiero llegar a hacerme santo.
Muchas veces la bondad o la piedad son mal entendidas, pues hay también modos de educar que no forman al auténtico cristiano. Hoy particularmente se ha difundido un método de educación que no sirve para producir cristianos y religiosos de temple. Se cree que para ser buenos baste la comunión, la oración, y todo se reduzca a un poco de piedad. No, la comunión,
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la confesión, la oración son medios, no el fin; medios para enmendarnos, medios para vencer. La oración nos obtiene la luz de Dios, la fuerza de Dios, pero | [Pr 2 p. 42] ella sola no nos hace santos: la piedad sola no hace santo al hombre. Es necesario usarla como medio para vencerse a sí mismos.
¿Qué medios hemos de utilizar para vencer la pasión predominante?
Primer medio, tras haberla conocido, es declararle guerra. Recordemos a los 900 jóvenes y su juramento: «O vencer o morir!».5
Esta pasión, si la domino, será para mí ocasión de grandes méritos, pues toda pasión puede ser ocasión de pecado o de muchos méritos. Si la pasión es más fuerte, el peligro de caer es mayor; pero si la pasión más fuerte se vence, el mérito es también mayor. Amando más la lucha que no la pacífica posesión de la virtud, nos enriqueceremos de méritos, haremos grandes progresos. ¡Hay que declarar esa guerra, absolutamente!
Pero yo no aguanto esas humillaciones; no me siento con fuerzas para resistir a la carne; no logro dedicar con energía todo mí mismo a los deberes; aún noto siempre las ganas de descansar más, de no moverme, de dejar que el mundo se deslice.... Pues aunque algo te sea tan querido como el ojo -ha dicho Jesús-, si tu ojo te pone en peligro, sácatelo; más te conviene ir al paraíso con un ojo solo que con dos recorrer el camino del infierno y precipitarte en aquel lugar de tormento [cf. Mt 5,29-30]. Nuestra época ha producido y nos ha dado tantas personas y tanta juventud sin carácter; pero quien ansía adquirir la auténtica grandeza, incluso aquí en la tierra, y sobre todo quien debe hacerse santo, tiene que ser un hombre enérgico, tiene que declarar guerra a su defecto predominante y tender resueltamente a la virtud opuesta.
[Pr 2 p. 43] Segundo medio: instruirse acerca de la virtud que queremos adquirir. Si, por ejemplo, deseamos vencer el orgullo, la soberbia,
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conviene instruirse bien, leer un tratado -hay varios- sobre la humildad, sobre los peligros provenientes del orgullo y sobre la malicia de este pecado: cómo va directamente contra Dios, al ir completamente contra el fin que Dios mismo se propuso al crearnos y hacernos abundar en dones y gracias. ¡Qué ingratitud y temeridad es, por ejemplo, usar el don de la inteligencia para jactarse, complacerse, ensoberbecerse! Eso es usar el don de Dios contra Dios, poniéndonos nosotros en el centro, mientras es Dios quien debe reinar en nosotros. Aquí está precisamente el trabajo: sustituir el yo con Dios; que éste sea enteramente dueño de nuestro corazón, amo de nuestra inteligencia y de todo nuestro ser. Hay que instruirse, pues cuando tengamos una idea clara de la malicia del defecto, lo consideraremos como un enemigo capital que está siempre asediándonos.
Tercer medio: la oración. Sí, la oración es la que nos salva; nos salvará del infierno, pues nos librará de las ruinas que puede ocasionar en nosotros la pasión predominante. Oración asidua: en los Ejercicios espirituales, con buenos exámenes de conciencia al respecto; igualmente en el retiro mensual; en cada confesión, aquel debe ser el primer pecado de que acusarnos; y por la mañana, antes de la comunión, poner la intención: recibiré a Jesús mi fuerza, mi consuelo, mi vida, porque quiero sustituir en mí el orgullo con la santa humildad del Corazón sacratísimo de Jesús. Y cuando las comuniones frecuentes son fervorosas, orientadas constantemente a este punto, | [Pr 2 p. 44] con esta intención, habrá que seguir trabajando y combatiendo, pero se vencerá. Dios es nuestra victoria, porque si Dios está a favor nuestro, ¿qué fuerza podrá vencernos? «Si Deus pro nobis, quis contra nos?».6 Y en los rosarios y en las visitas, hay que volver siempre sobre lo mismo, pues se trata de hacernos santos o de dejarnos arrastrar por un camino peligroso; se trata de vencer o de ser vencidos.
Último medio: el esfuerzo. Progresarás tanto cuanto te hagas fuerza, cuanto te comportes con energía, porque la pasión predominante se presenta bajo aspectos, a veces, muy atractivos. Mirad en Judas: se presentó bajo el aspecto de la caridad. «¿Por qué esta mujer despilfarra un ungüento precioso para ungir los pies del Salvador? Podía venderse y dar lo obtenido a los pobres»
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[cf. Jn 12,5-6]. Pero el evangelista añade: «No le importaban los pobres, le importaba guardar algo para sí».
La pasión predominante se presenta siempre bajo la vitola de un bien mayor, con algún pretexto que, considerado superficialmente, parecería persuasivo. Eva, curiosa, cuando oyó que, comiendo el fruto prohibido, habría conocido el bien y el mal, ya no se retuvo [cf. Gén 3]: quería conocer también el mal; y esta es la causa por la que tantas personas pierden la inocencia: quieren conocer también el mal. Pero el mal, una vez conocido, se vuelve atractivo con cada vez más fuerza. La pasión primero pide, más aún, ruega; luego exige y por fin arrastra hasta el punto en que ya no se siente ninguna satisfacción del pecado, pero se sigue pecando; porque cuando la pasión se vuelve costumbre, la mente está como enceguecida y el corazón endurecido; y cuando ya no se ve adónde se camina... ¡Cuántos | [Pr 2 p. 45] muertos, estos días pasados, en Londres, por la niebla: no veían dónde se dirigían, y los choques se multiplicaban, con cantidad de muertos!
Hay que combatir con esfuerzo, mirar que cada noche podamos al menos registrar una victoria, varias victorias; vayamos contando estas victorias, para que la virtud se establezca bien. Y no pensar que baste una semana o un mes o un año, pues vencer totalmente la pasión predominante no significa destruirla sino dominarla y volverla al bien; lo cual es trabajo de mucho tiempo.
¡Ninguna prisa en cambiar fácilmente el propósito, no! Más bien téngase prisa en vencer y en adquirir la virtud contraria. Tendremos una gran consolación en el momento de morir; mejor, en la vida misma. Quien sepa vivir como auténtico cristiano, como hombre de carácter, como verdadero religioso, ése percibirá en su vida que es un alma fuerte, que es digno del nombre que lleva, y se verá enseñoreando las pasiones y a sí mismo, sin fallos, caminando derecho hacia el cielo.
Hágase ahora el examen de conciencia y el propósito, recábese el mayor fruto de este retiro, pues las consideraciones hechas son de carácter fundamental.
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[Pr 2 p. 50]
FIESTA DEL SMO. NOMBRE DE JESÚS1

Quienes pronuncian devotamente el nombre de Jesús adquieren 300 días de indulgencia. Invoquemos el nombre de Jesús en la lucha que hemos | [Pr 2 p. 51] de sostener para vencernos a nosotros mismos y para sustituir nuestro yo con la vida de Jesucristo.
El nombre de Jesús es potentísimo y ante él se inclinan los ángeles del cielo, los hombres de la tierra y los condenados del infierno: «Omne genu flectatur».2
El nombre de Jesús nos recuerda cuatro cosas:
1. Estudiar a Jesús: «Summum studium nostrum sit in vita Christi meditari».3
2. Vivir como Jesús: nuestro mayor esfuerzo sea vivir en Jesucristo.
3. Imitar a Jesús: nuestro mayor esfuerzo sea imitar a Jesucristo.
4. Conocer a Jesús: nuestro mayor esfuerzo sea dar a conocer a Jesucristo por medio del apostolado; predicar a Jesús.
Dice el evangelio de hoy: «En aquel tiempo, al cumplirse los ocho días, cuando tocaba circuncidar al niño, le pusieron de nombre Jesús, como le había llamado el ángel antes de su concepción» (Lc 2,21).
Jesús quiere decir salvador. No es un nombre impuesto por un ángel o por un hombre, sino que le viene de su naturaleza: «Salvátor hóminum».4 En la epístola, san Pedro hace resaltar el poder del nombre de Jesús. Después que Juan y Pedro habían curado milagrosamente al lisiado ante la puerta del templo, el pueblo acudió corriendo a su alrededor, lleno de estupor por el gran prodigio, queriendo una explicación.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles: «Entonces Pedro se llenó de Espíritu Santo y les respondió: Jefes del pueblo y senadores,
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dado que nuestro interrogatorio de hoy versa sobre el beneficio hecho a un enfermo, para averiguar por obra de quién está curado este hombre, enteraos bien todos vosotros y todo el | [Pr 2 p. 52] pueblo de Israel que ha sido por obra de Jesús Mesías, el Nazoreo, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de la muerte; por obra suya tenéis aquí a éste sano ante vosotros. Este Jesús es la piedra que desechasteis vosotros los constructores y que se ha convertido en piedra angular. La salvación no está en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre al que tengamos que invocar para salvarnos» (He 4,8-12).
Nosotros debemos estudiar a este Jesús, imitar a este Jesús, vivir a este Jesús y predicar este Jesús, particularmente con el apostolado. En estas cuatro nuestras tareas, para lograrlas, tenemos que desalojar de nosotros el yo, es decir quitar nuestro amor propio, nuestro orgullo, nuestras pasiones.
Conocer a Jesús, imitar a Jesús, predicar este Jesús, vivir de Jesús es el gran trabajo que hemos de cumplir en la tierra, y para ello quitar lo que hay de mal en nosotros sustituyéndolo con el bien, que es Jesús, el todo: «Camino, Verdad y Vida» [Jn 14,6].
Con el primer acto de religión que realizamos presentándonos de niños a la Iglesia, en el bautismo, fuimos lavados del pecado, del mal, y recibimos la infusión de la gracia, que es la vida de Jesucristo en nosotros. Pero aquel acto de religión es el primero y tiene que continuar con otros; toda la vida es un trabajo encaminado a quitar el mal e introducir la vida de Jesucristo en nosotros: sustituir con Dios, con Jesucristo nuestro yo.
Se trata de un trabajo espiritual, interior, que, justo por ser interior, se ve menos; pero se conoce siempre por los signos: «ex frúctibus cognoscetis eos».5 El que vence la soberbia dará frutos de humilde: tendremos un hablar humilde, un comportamiento humilde, | [Pr 2 p. 53] obediencia sincera, sumisión, caridad con los hermanos, bondad con todos, pequeños y pobres; ahí está la humildad. Por los frutos se conoce el trabajo interior, que es el primero y principal. Cada año, un pequeño programa; al empezar la escuela, se presenta un programa que desarrollar; cuando se hacen los Ejercicios espirituales, comienza el año espiritual y se empieza el trabajo interior.
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Este año, por ejemplo, quitaré un poco de mi orgullo y seré más humilde al hablar. Hay quienes escriben el propio yo con letras mayúsculas, y pronuncian el nombre de Dios maquinalmente, cuando dicen una oración; pero Dios no ocupa su corazón, no ocupa su vida, no es lo que domina su vida.
Poco a poco hay que ir borrando el yo, porque como hemos dicho, vencer la pasión predominante significa: 1) conocerla; 2) combatirla; 3) sustituirla, cambiarla y dirigirla al bien. Es como si tuviéramos un torrente: si no se le acota dentro de las orillas, se extiende por los campos y, al hacerse impetuoso, ocasiona ruina, inundaciones, destrucción de las cosechas. Si en cambio el agua de un gran torrente es encauzada, se la puede conducir a formar una central eléctrica, y entonces se cambia en fuerza, en energía eléctrica, en luz que llega a las ciudades para iluminar las calles, plazas y casas. ¡Hay que saber guiar nuestras fuerzas!
El orgullo, la primera pasión, es un deseo de estima, de grandeza. ¿Pero quién es grande? La estima de los hombres es falsa: llaman hermoso a lo que es feo; se engañan y engañan. La estima puede ser un vano espejismo, una tontería. Quien es grande se acerca a Dios, que es grandísimo, altísimo. Acercarse a Dios significa participar de sus bienes. Somos | [Pr 2 p. 54] tan grandes cuanto participamos de Dios, de sus bienes.
¿Deseamos la estima? ¡Busquemos la de Dios! Soberbios, pero del modo justo. Busquemos adquirir los dones de Dios, su gracia, la santidad, la vida eterna.
El soberbio Lucifer, que estaba junto a Dios, se ha ido al lugar más lejano a causa de su orgullo. ¿Y los condenados? «Apartaos de mí» [Mt 25,41]. ¡Infeliz el orgulloso! San Miguel, humilde, ha quedado junto a Dios, fue enriquecido con bienes aún mayores, guía a los elegidos y lucha contra el demonio. Al final, el humilde, por haber estado cercano a Dios, será invitado así: «Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» [Mt 25,34].
¡Cuántos errores en nuestra cabeza! A veces el orgullo lleva a hincharse de necedades y a despreciar a los demás. Nos lleva a usar los dones de Dios para nuestra estimación, para adquirir alabanza y aprecio ante los hombres. La soberbia es un gran error, un gran desorden, una gran injusticia; nos hace pequeños, nos priva de bienes. En cambio, la humildad nos acerca a Dios,
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nos trae la paz del corazón, nos hace partícipes de los dones de Dios y nos lleva a ganar el paraíso.
«Quien se ensalza será humillado... Quien se humilla será ensalzado» [Lc 14,11]. ¡Hemos de mirar a esta exaltación!
No tenemos tiempo para considerar los otros vicios capitales. Hemos visto sólo un ejemplo: el orgullo es el vicio que constituye la fuente y manantial de otros muchos.
Vueltos ahora al Niño, le pedimos | [Pr 2 p. 55] la humildad. Pensemos que el medio para conocer bien a Jesús, para imitarle, vivir de él y darle a conocer, está aquí: un trabajo interior intenso, con la oración, los exámenes de conciencia, la confesión, la vigilancia y el esfuerzo.
Renovemos el propósito del retiro mensual: ¡lucha contra el defecto predominante, esfuerzo por adquirir la virtud contraria! Y como conclusión pidamos al Señor Jesús la gracia de un gran celo en hacer que se le conozca, ame y siga. Pidamos particularmente el amor al apostolado, amor a la redacción, que es la primera parte del apostolado.
Cantamos las Letanías de los Escritores para que se formen bien los nuestros.
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SANTIFICACIÓN DE LA MENTE1

Epifanía del Señor, manifestación del Hijo de Dios encarnado al pueblo gentil. La primera manifestación de Dios fue en la creación, la segunda en la revelación y la tercera será en la gloria, cuando se verá a Dios cara a cara. El oremus de la misa pide al Señor que así como hemos recibido todos de él la luz de la razón, así podamos tener todos fe, acoger la revelación del Hijo y, mediante esta fe, llegar a la última revelación, cuando podremos contemplarle «sícuti est», como él es, en el cielo, no ya trámite las criaturas ni por medio de la fe, sino por la visión eterna: «O Padre, tú que en este día | [Pr 2 p. 56] revelaste a tu Hijo unigénito a los gentiles, por medio de una estrella, concede a los que ya te conocemos por la fe poder contemplar un día cara a cara la hermosura infinita de tu gloria».
Vamos a pedir aumento de fe y, por otra parte, someter toda nuestra mente al Hijo de Dios, Jesucristo, sabiduría eterna; someterle enteramente nuestra voluntad; someterle enteramente nuestro corazón.
De hecho, en el don del oro que se le ofrece al niño Jesús, muchos ven simbolizada la fe; en el don de la mirra ven simbolizado el don de la voluntad; y en el don del incienso ven simbolizada la oración, la ofrenda del corazón. Sí, hemos de dar el corazón a Dios de manera que todo nuestro ser sea suyo, y que tendamos a él con todo nuestro ser: con la inteligencia, la voluntad, el corazón, con todo el ser, para | [Pr 2 p. 57] servir a Jesús enteramente.
En el relato del Evangelio (Mt 2,1-12),2 los Magos vinieron a buscar con sinceridad de corazón al recién nacido Rey, al Hijo de Dios que había bajado del cielo, al Mesías prometido, al reparador. Su homenaje fue completo: creyeron en él, tuvieron fe viva, fe sincera. Y no sólo creyeron, sino que en la vida sucesiva practicaron tal virtud hasta llegar a la santidad. Los dones externos manifestaron lo que había en su ánimo.
Consideramos, en días pasados, que el impedimento para servir a Dios y santificarse es la pasión predominante, y vimos
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también que esta pasión predominante puede llegar a ser la fuerza predominante, la virtud predominante. Los medios recordados son: tener una idea justa, o sea conocer bien la pasión predominante; poner el esfuerzo para vencerla; y tercero, la oración. Pero es necesario que usemos todos los medios humanos.
Particularmente: ideas justas, pensamientos santos, | [Pr 2 p. 58] fe viva. Hay tres principios naturales, psicológicos, que es preciso usar para una santa táctica de vencernos a nosotros mismos. Estos tres principios psicológicos son:
1) La idea tiende al acto.
2) Una idea fuerte desaloja otra.
3) Hay que anclarse en algún principio, en alguna idea directriz de la vida y constantemente dirigirse hacia una meta.
Cuando se quiere evitar el pecado, no es una buena táctica intentar sólo domar la lengua, las palabras, o sólo las acciones; es necesario domar los pensamientos. El pecado ante todo depende de la mente; el mérito, la obra buena, ante todo depende de la mente. Lo que se piensa, tarde o temprano se hará acción.
Quien siembra buen grano recogerá grano; pero quien siembra ortigas recogerá ortigas. Y bien, las semillas de las acciones son precisamente los pensamientos. Cuando la mente o la fantasía se paran por algún tiempo en pensamientos malos, fantasmas3 malos, se excita el corazón, se excitan los sentidos, y entonces decimos que nos llega la tentación; pero en parte nos tentamos nosotros mismos al detenernos en aquellos pensamientos o fantasías o relatos o hechos o imágenes.
Además, los pensamientos son tan fuertes, tan potentes, que actúan sobre el corazón y sobre todas las pasiones de manera verdaderamente fuerte; a veces parece que ya no se puede resistir, que no se puedan ahuyentar, que no se puedan combatir ciertas pasiones o tentaciones. Si, en cambio, la mente se dirige a otras cosas, si se aplica a un buen estudio, a pensamientos positivos, por ejemplo al apostolado, entonces la tentación se calma.
Somos nosotros quienes nos tentamos, por lo general. Cuando nos percatamos o de caídas o de fuertes | [Pr 2 p. 59] tentaciones, hagamos el examen sobre nosotros mismos: ¿Cuáles son mis pensamientos, qué hay en mi memoria, en mi fantasía?
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Guiar la mente es como dirigir el timón de la nave, es como sentarse en la dirección del avión; pero si el timón se abandona, ¿qué sucederá, a qué parte irá la nave? Tenemos que guiarnos con energía: ¡fuera los malos pensamientos, sustituyéndolos con pensamientos santos!
Tenemos que crear en nosotros ideas fuertes, potentes, que acaben influyendo en todas las pasiones, y especialmente en la voluntad.
Cuando san Juan Bosco pensaba en los muchachos, que tantas veces pierden la inocencia aun antes de haberla conocido, enrolándose desgraciadamente por malos caminos, se encendía de santo celo; toda su mente se dirigía a buscar medios para salvar aquellas almas inocentes, o para avisar a quienes se habían desviado. ¡Cuántos medios, cuántas industrias inventó; cuántas plegarias salieron de sus labios; cuántas personas puso en movimiento!
Cuando hay una idea fuerte en la mente, ahuyenta todos los otros pensamientos. Si nos concentramos en un programa, en una idea directriz, tenemos ya orientada la vida.
El hombre pasional se deja arrastrar en su mente, en su corazón, en su conducta. El hombre recto, el buen cristiano, el santo que quiere amar a Dios, todo lo dirige ahí. Mirad a san Francisco de Asís: estaba como perdido de amor a Jesucristo; éste debía vivir en él; y él, para vivir según Jesucristo, empezó a meditar en el pesebre, donde Jesús nació tan pobre. Así surgió la primera representación del pesebre. Luego se dio a imitar, en toda su vida, a Jesús en la pobreza, con un amor encendidísimo a | [Pr 2 p. 60] Jesús. Diríamos que se pasó de raya. Al momento de morir, se dice que haya tenido que pedir perdón a su cuerpo, por haberlo tratado demasiado duramente. Y podemos pensar que Jesucristo, en premio de su amor encendidísimo le concediera ser semejante a él incluso en el cuerpo, dándole las estigmas, allá en el monte [de la Verna], después del gran ayuno y la aparición del arcángel san Miguel.
También nosotros debemos anclarnos en ideas directrices: «¡Quiero el paraíso! ¡Quiero hacerme santo! Deus meus et omnia; Ad maiorem Dei gloriam».4 ¡Cuántos santos han elegido una máxima, un programa que dirigiera su vida! Dedicaron a
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ello y concentraron allí todos sus pensamientos, aspiraciones, energías, industrias, fuerzas, palabras, actos y sacrificios.
La idea se hace fuerza. Quien, aun siendo orgulloso, se pone a meditar en la humildad de Jesús; quien, aun siendo irascible, considera la amabilidad de Jesús; quien considera la pasión del Salvador, sus sufrimientos internos y externos, ¿cómo no se sentirá llevado a la mortificación de sí mismo, a la negación de sí y quizás hasta a imponerse ciertas penitencias?
¿Tenemos pensado un programa? ¿Nos hemos fijado una meta, o vamos a la deriva, haciendo una cosa u otra, sin saber prácticamente a dónde orientar el camino de nuestra vida?
Hay muchos que tienen la razón pero parece que no la usan. Se dice que han llegado al uso de razón, ¿pero de veras la emplean? Nosotros, ¿tenemos en nuestra mente ideas santas? ¿Nos fijamos un ideal digno de un cristiano, de un religioso?
[Pr 2 p. 61] Cuando Don Bosco, saludando a sus primeros misioneros, les dijo: «Da mihi ánimas, cœtera tolle:5 esta sea la guía de vuestros pasos, vuestra continua aspiración», ellos se sintieron dirigidos hacia una finalidad: ¡las almas que salvar! ¡Y cómo trabajaron, qué frutos recabaron!
Así pues, tres principios psicológicos:
1) La idea tiende al acto.
2) Una idea fuerte desaloja otra. Cuando hay una idea mala y estamos como obsesionados con ella, se pierde hasta la fe, no se ve ya nada y lo que antes parecía mal, ahora se presenta como bien y casi como deber.
3) Hay que establecer en nosotros una máxima, principios directivos, ideas directrices de la vida.
Examen de conciencia: ¿Usamos bien la razón? ¿Leemos sólo cosas santas? Nuestros pensamientos ¿son buenos, siempre? ¿Combatimos las tentaciones apenas se presentan a la mente? ¿Cortamos el mal de raíz y alimentamos en cambio la raíz del bien, con pensamientos inspirados en la fe? ¿Tenemos fijado en nuestra mente un programa de vida y tendemos a él con todas las fuerzas, no obstante las dificultades que se presentan? Y si a veces hemos sufrido alguna derrota, ¿nos hemos levantado? Aunque hayamos caído, ¿sabemos reemprender el
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camino más humildemente, más decididamente? «Sed personas -nos dice el poeta-, y no ovejas locas».6 ¡Santifiquemos la mente!7
Acto de dolor.
«Jesús Maestro, acepta el pacto...».8
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[Pr 2 p. 45]
LA CORONITA A JESÚS MAESTRO1

Estos días pasados hemos escuchado la invitación de la Iglesia: «Adeste fideles... venite in |[Pr 2 p. 46] Bétlem».2 Hemos ido a la cuna del Niño, inscribiéndonos en la escuela que él ha abierto en la gruta.
Ahí tenemos al Maestro divino. El mes de enero está dedicado particularmente a meditar sus enseñanzas, a acercarnos siempre más a él y a seguir los ejemplos que nos ha dado. Este mes tiene, pues, por finalidad principal el honrar, aprender, unirnos al Maestro divino. Y también el fin de obtener, para todos los hombres, la gracia de considerar a la Iglesia como maestra de la humanidad: maestra de fe, maestra de moral, maestra de oración. ¡Ojalá todos los hombres se hagan dóciles hijos de esta Iglesia, que es Jesucristo viviente visiblemente en medio nuestro, el Cuerpo místico de Jesucristo!
Queremos asimismo pedir la gracia de que los maestros enseñen bien en las clases; que los alumnos sean dóciles y atentos; que todos tengan en consideración la escuela y la enseñanza dada por medio de la predicación, de las exhortaciones, de los ejemplos. Consideren todos esto como una gracia de Dios, como un don del Maestro divino, convencidos de que «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; quien os rechaza a vosotros, me rechaza a mí; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» [Lc 10,16].
Para obtener estas gracias, durante el mes de enero, rezaremos más frecuentemente la coronita al Maestro divino.
La coronita está dividida en cinco puntos.
El primer punto, para honrar a Jesús, sabiduría eterna, y pedir para nosotros el don de la fe, el aumento de fe. El segundo para amar a Jesús santísimo, objeto de las complacencias del Padre, y pedir para nosotros la gracia de imitarle. | [Pr 2 p. 47] El tercero para honrar a Jesús, vida nuestra, y pedirle que conquistemos esta vida eterna, que vivamos en gracia cada vez más abundantemente. El cuarto para agradecer a Jesús la institución de la Iglesia católica, y pedir la gracia de ser verdaderos hijos de ella,
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y que todos los hombres se hagan hijos y discípulos de esta madre y maestra. El quinto para agradecer al Señor el habernos llamado al apostolado, es decir habernos llamado a difundir, como él, las verdades que salvan; y de consecuencia, pedir el corresponder a la vocación, solicitando también al Señor muchas vocaciones que continúen el ministerio, la enseñanza, el magisterio de Cristo: «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros» [Jn 20,21].
1. Primera parte, pues, honrar a Jesús, sabiduría eterna. Él es esplendor de la gloria del Padre, es la misma Verdad. Él ilumina a todo hombre, y nosotros le agradecemos el habernos dado la luz de la razón. Él ha revelado verdades divinas, enseñando a los hombres durante la vida pública, y nosotros pedimos la gracia de tener fe y de meditar bien su palabra. Él iluminará en el cielo a sus elegidos, a quienes habiendo creído en él, han llegado a ser hijos de Dios; pedimos, pues, la luz de la gloria. Pedimos esta gracia y condenamos todos los errores que se propalan y se enseñan contra la doctrina de la Iglesia. Pedimos al Señor la gracia de aprender el catecismo, de aprender la teología, de aprender la ascética y la moral cristiana; en sustancia, que en nosotros viva realmente Jesucristo Verdad. En el estudio estaremos recogidos, | [Pr 2 p. 48] aprendiendo las verdades, teniendo ante nosotros el pensamiento del Maestro divino y la imagen de María, nuestra Maestra, a través de la cual el Verbo divino se hizo carne y enseñó a los hombres.
2. En segundo lugar consideramos la santidad de Jesús. El Padre celeste ha declarado: «Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi favor» [Mt 3,17]. Jesucristo es el camino para llegar al Padre; es modelo de altísima perfección y santidad. Sus virtudes en la vida doméstica las consideramos particularmente en la fiesta de la sagrada Familia. Las virtudes de la vida pública las consideramos particularmente en el tiempo de Cuaresma; las virtudes ejercitadas en la vida dolorosa las consideramos en Semana santa: he ahí lo que debemos aprender e imitar en Jesucristo. Que él con su amabilidad nos atraiga para que deseemos sólo su voluntad. Brille en nosotros siempre la esperanza cristiana; actuemos resueltamente en fuerza del pensamiento del paraíso, santamente cada día, tanto en las cosas más importantes como en las mínimas: ¡santos, santos! [Sigamos]
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las virtudes de Jesús niño, las virtudes de Jesús adolescente, las virtudes de Jesús joven.
3. Además de la vida natural, Jesús Maestro quiere infundir en toda alma la vida sobrenatural; para eso vino al mundo. «Veni ut vitam hábeant et abundántius hábeant».3 Él nos mereció esta vida, nos la infunde en el bautismo y nos la alimenta en la Eucaristía. Sí, invitemos a Jesús a vivir en nosotros, mediante la efusión del Espíritu Santo, excitando en nosotros un gran amor a él. Que le amemos con toda la mente, con todas las fuerzas, con todo el corazón; que crezca en nosotros la caridad: la | [Pr 2 p. 49] caridad hacia Dios, la caridad hacia los hombres. Esta vida eterna, que está como escondida en nuestros corazones, un día la gozaremos perfectamente en el cielo. Ojalá hagamos buenas comuniones y que cada día crezca en nosotros el amor a Jesús. Pidamos siempre que cada comunión nos aporte aumento de caridad y nos establezca siempre mejor en la unión con el Maestro divino, de modo que seamos con él una cosa sola. «Qui mánet in me, et ego in eo».4
4. Luego agradecemos a Jesús el haber instituido la Iglesia, que es su Cuerpo místico y nuestra única arca de salvación. Sí, agradezcamos a Jesús el haber constituido esta Iglesia infalible, indefectible: «Portæ ínferi non prævalébunt»;5 el haber infundido en ella un espíritu de expansión y haberle dado la misión de acoger en sí a todo el género humano. Pidamos que todos los hombres se dirijan a este faro de luz inextinguible; que todos escuchen a la Iglesia y estén a ella unidos, para formar como un solo rebaño bajo un solo pastor [cf. Jn 10,16]. Vuelvan a ella los errantes, los herejes, los cismáticos. Entren los hombres en este santo aprisco de paz y de caridad; y que la Iglesia, encontrando dóciles a los hombres, pueda guiarles a la salvación, y un día se reconstituya eterna en el cielo, como victoria de Jesucristo, muerto por la Iglesia, es decir por nosotros. Sí, que toda la Iglesia sea de veras santa, feliz, y dé eternamente gloria a la Sma. Trinidad en Cristo Jesús, Maestro divino.
5. Por fin, adoramos a Jesús, junto con los ángeles que se agolparon en la gruta de Belén y cantaron gloria a Dios y deseo
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de paz a los hombres [cf. Lc 2,14]. Jesús vino con este programa a la tierra, y nos lo ha | [Pr 2 p. 50] pasado a nosotros: glorificar a Dios y llevar paz a los hombres, es decir llevarles la verdad, la justicia, la gracia: esto significa ser apóstoles. ¿Y cuándo somos apóstoles? Cuando vivimos de Jesucristo, cuando podemos decir: «Vivit vero in me Christus»,6 ¡entonces se irradia a Jesucristo! Se le irradia con las palabras en la predicación; se le irradia en la vida con los ejemplos; se le irradia en las oraciones con la súplica al Señor; se le irradia con las obras mediante las ediciones, el trabajo por la salvación de las almas. «Manda buenos obreros a tu mies» [cf. Mt 9,38], nos ha enseñado Jesús a pedir.
En la octava de la Epifanía se celebra un gran octavario en la iglesia [romana] de San Andrés de la Valle, para considerar las varias partes que constituyen la Iglesia. Pidamos al Señor que esta Iglesia, por medio de los buenos sacerdotes y los buenos religiosos y religiosas, conquiste progresivamente la humanidad. ¡Que haya muchas vocaciones, sobre todo muchas vocaciones bien formadas! Vocaciones que honren de veras a la Iglesia y sean ventajosas para la humanidad. No estamos llamados a vivir sobre las ramas de la Iglesia, sino a producir, en esos ramos de la Iglesia, frutos abundantes. «Fructus véster máneat».7
Cantamos ahora el segundo himno del divino Maestro.8
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[Pr 2 p. 62]
CONMEMORACIÓN DEL MAESTRO GIACCARDO1

Hoy es el aniversario de la muerte del P. Giaccardo, acaecida el mismo día de su onomástico.2 Mientras celebramos esta función de sufragio por su alma, debemos también recordar algo de su vida, de los ejemplos que él nos ha dejado. Todo puede encerrarse en esta frase: «Gratia eius in me vácua non fuit»: La gracia de Dios en mí no ha sido vana [1Cor 15,10]. En el P. Giaccardo la gracia de Dios no fue vacía, vana, pues él correspondió. Por cuanto podemos intuir, correspondió de manera digna, según sus fuerzas.
En nuestro Instituto, en la Familia Paulina, se da una providencia amplísima de gracias, que se manifiesta en la concesión de las vocaciones y en la correspondencia de éstas, en la formación.
En la Familia Paulina los medios de santificación son abundantísimos, no sólo por las prácticas de piedad, sino por el espíritu particular que debe guiarnos en estas prácticas, especialmente en la piedad hacia el Maestro divino, la Reina de los Apóstoles y el apóstol Pablo.
Se da una providencia abundantísima respecto al estudio. Quien se aplica y se pone en las justas disposiciones de confianza en Dios, poco a la vez, creciendo cada día, llegará a poseer la seguridad necesaria para el ejercicio de nuestra misión. No le faltará nada.
La providencia, en la Familia Paulina, es abundantísima también por lo que | [Pr 2 p. 63] concierne al apostolado. Vemos que nuestro apostolado cuenta con medios eficaces, amplísimos y modernos,
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pues se tiende a utilizar los resultados de la ciencia y ponerlos al servicio del Evangelio, del Maestro divino.
Se da además una providencia también en las cosas materiales, en medios de vida y de apostolado. Éste se hace cada día más exigente, porque los adversarios del bien, los adversarios de la Iglesia de Jesucristo, se multiplican y están dotados de grandes medios para el mal. De consecuencia, es preciso que se multipliquen los medios del bien y, a la vez, que nos hagamos siempre más inteligentes en usarlos.
El P. Giaccardo, en la Sociedad de San Pablo, halló esta amplia providencia de medios de gracia, de dones, tanto para el espíritu como para el apostolado y cuanto es necesario a la vida y a nuestra actividad. Y él correspondió dilatadamente, podríamos decir plenamente. ¡Qué trabajo interior el suyo! ¡Qué espíritu de oración! ¡Cuánta atención para que el Señor no fuera ofendido y que todos siguieran la propia vocación, siendo delicados, fervorosos, observantes de los santos votos! A su alrededor florecían de veras los lirios, las rosas y las violetas.3
Además se aprovechó de la providencia en cuanto a los estudios, a la ciencia: los libros de texto usados por él en las clases están plagados de notas, porque prestaba la máxima atención y sabía sacar mucho fruto de cualquier observación para aumentar sus conocimientos. No fue sólo un gran corazón, fue también una mente abierta. Cuando entró en la Sociedad de San Pablo y se le dio, además del título ordinario, el de Maestro, se orientó hacia el divino Maestro y entendió cuál debía ser la parte que debía desempeñar | [Pr 2 p. 64] en la Sociedad de San Pablo; y la desempeñó fielmente. También la escultura-icono, que hay en la iglesia de San Pablo en Alba,4 muestra cuál era su inteligencia, cuáles eran su aspiraciones.
Correspondió ampliamente a la providencia respecto al apostolado. Sería muy edificante leer los artículos que escribió para la Gazzetta d'Alba,5 de la que durante algún tiempo fue director; sus
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observaciones eran agudísimas, en aquel entonces cuando muchas cosas aún no estaban claras en varios puntos. Él supo mantener la senda justa, sin depresiones ni excesivos entusiasmos, equili-brado.
Correspondió a la providencia en cuanto a las cosas materiales, con una atención casi escrupulosa para tener en cuenta los retazos de tiempo y las mínimas cosas que debían servir al Instituto y al apostolado. Fue por algún tiempo administrador, gozando de la máxima confianza por su precisión, puntualidad y exactitud, dentro y fuera del Instituto, tanto que encontrándose éste, por aquel tiempo, en particulares dificultades, llegó a constituir una Caja Rural, un Pequeño Crédito. Y supo inspirar tanta confianza a ese medio, que el Instituto contó enseguida con recursos para desarrollarse. Todos sabían que era preciso al máximo en presentar las cuentas: podían fiarse de él, y en efecto se fiaban. El Pequeño Crédito siguió en pie mientras fue necesario. Una vez cumplida su misión, el P. Giaccardo correspondió plenamente a las necesidades e intereses de los acreedores, y hasta hubo una función de agradecimiento a la Providencia, que se había servido de tantos buenos Cooperadores; y también éstos quisieron agradecer y dar una demostración de afecto y reconocimiento al P. Giaccardo.
Ahora [ofrecemos] nuestros sufragios por su alma | [Pr 2 p. 65] bendita. Bien sabéis cuánto amaba él a sus hermanos, cómo amaba santamente a las religiosas. Creemos que su deseo, en la eternidad, sea el de la santificación de cada uno de nosotros correspondiendo a las gracias y al abundante aprovisionamiento de medios que tenemos en la Familia Paulina, justo para la santificación y para el apostolado.
Ciertamente él, desde la eternidad, ruega con afecto por todos los hermanos y hermanas, es decir, por nosotros. Esta misa y esta función de sufragio queremos que sea, además de por su alma, también por todos nuestros hermanos y hermanas pasados ya a la otra vida. Pedimos que todos se reúnan en el paraíso; que todos desde allí rueguen por nosotros; que todos intercedan para que sea alejado el pecado y cada uno corresponda a la propia vocación.
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CONVERSIÓN DEL DEFECTO PREDOMINANTE1

El último oremus de la misa de hoy2 dice así: «Santificados por este salvífico sacrificio, te rogamos, Señor, que no nos falte la oración de aquel a cuyo patrocinio nos concediste estar encomendados». Hoy pedimos particularmente a san Pablo, pues nos ha sido dado como protector, que siga asistiéndonos y socorriéndonos con su oración.
La Conversión de san Pablo es una auténtica conversión, no en el sentido de que él haya pasado del | [Pr 2 p. 66] pecado a la virtud, sino en cuanto ha pasado de la teología del Antiguo Testamento a la del Nuevo Testamento. Mentalidad cristiana: en la medida en que antes odiaba a Jesucristo, creyéndole un impostor, después se dio a él y vivió de él, queriendo que Cristo viviera en él: «Vivit in me Christus»,3 «Mihi vívere Christus est»;4 cuanto antes perseguía a los cristianos, y en ellos al propio Jesucristo, después lo transmutó en fervor para ganar a los gentiles para el cristianismo, y para conducir los pueblos al amor, al seguimiento y al conocimiento de Jesucristo. ¡Conversión de veras total!
Pero esta mañana vamos a recordar también el evangelio de la misa, que nos narra la curación del leproso y del siervo del centurión (Mt 8,1-13).5
[Pr 2 p. 67] Jesús había concluido el discurso de la montaña, y ahora cumple dos prodigios para que su palabra sea creída, para que se le reconozca por Hijo de Dios. Los dos milagros de Jesús prueban su divinidad y dejan ver lo que él ha hecho por los judíos y conjuntamente por los gentiles: por los judíos, curando al leproso, por los gentiles, curando al siervo del centurión.
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¡Dichosos quienes crean en Jesús, judíos o gentiles, pues serán curados por él!
Jesús obra dos curaciones, de dos enfermedades que podían llevar a la muerte; pero eran sólo enfermedades físicas.
Hay que combatir las enfermedades espirituales, es decir los pecados veniales; ellas representan las pasiones cuando éstas son desarregladas y dominan la mente, el corazón, el hombre entero. Estas pasiones, ya sean el orgullo o la | [Pr 2 p. 68] sensualidad, la envidia o la avaricia o la pereza, cuando logran dominar a un hombre le hacen esclavo... hasta el punto de que, aun sin satisfacción, las sigue. Decía un tal no acostumbrado a gobernarse a sí mismo, a dominar sus pasiones: «Sé bien que esto me lleva a la ruina, en el cuerpo y en el alma (pues su pasión ya le había procurado una enfermedad inexorable), y sin embargo no tengo fuerza para detenerme».
Hay vicios que, secundados, se agrandan en exigencias y en poder, acompañando al hombre hasta el sepulcro, sin cesar incluso cuando ya el cuerpo se vuelve inerte, inanimado.
Es preciso combatir a tiempo los vicios, las pasiones, cercenándoles la raíz. La palabra del Señor es clara: «El hacha está tocando ya la base de los árboles» [cf. Mt 3,10; Lc 13,7]. Hay que cortar la raíz del orgullo, la raíz de la envidia, la raíz de la pereza, la raíz de la sensualidad. No basta con despuntar sólo los ramos de la planta, no basta con sacudir sólo las hojas y ni siquiera con seccionar una parte del tronco: es preciso aplicar el hacha a la raíz; es necesario excavar, ir a buscar incluso los últimos raigones de la grama, sacarlos al sol, quemarlo todo.
Contentarse con tapar la pasión, es lisonjearse. Es lisonjearse pensar que no levantará ya cabeza, es cosa inútil: pasado cierto tiempo, cuando el joven se haya hecho robusto, la pasión se habrá robustecido también ella; y cuando el joven llegue a la mayoría de edad y se cree formado, no lo estará. En el momento en que disponga de una cierta libertad, y ya no tenga el mandato y la asistencia para usar los medios de comprimir la pasión, que ha sido tapada | [Pr 2 p. 69] y no desarraigada, ésta levantará la cabeza y exigirá, a veces con prepotencia, como si quisiera rehacerse de haber estado tanto tiempo achantada, tenida como esclava, impotente. Se ven entonces cosas que parecía imposible imaginar.
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Hemos de tener presentes los ejemplos que se ven: los ejemplos de los santos y también los de quienes no han vencido la pasión, no la han desarraigado. En las Constituciones tenemos escrito: «Durante el noviciado hay que desarraigar los vicios».6 Es necesario hacerlo mientras éstos son débiles. Así es: el hacha aplicada a la raíz, «radícitus»;7 desarraigar los vicios mientras son débiles; resistir al principio. Pues luego la medicina se aplicaría quizás tardíamente, cuando el enfermo esté ya demasiado grave y la dolencia avanzada se ha hecho incurable. Tenemos que hacer una buena indagación para eliminar los defectos: «studium pulchritúdinis habentes»,8 aun cuando los defectos sean pequeños y no causen impresión, o no se descubran o aparentemente se dejen dominar.
Las almas celantes y fervorosas, quienes tienen una seria voluntad de hacerse santos, se portan bien diversamente: en los exámenes de conciencia captan los pensamientos y sentimientos contrarios a la virtud. Luego captan las palabras y los actos, aunque algunas veces parezcan defectos casi insignificantes.
Mirad el leproso: la lepra es símbolo del pecado venial. Cuando luego produce la muerte, entonces tenemos en ella la figura del pecado grave. Pero los defectos no combatidos acabarán por llegar al pecado grave.
Miremos una plantita: es pequeña, va creciendo y el tronco se eleva y las ramas se extienden y | [Pr 2 p. 70] con el pasar del tiempo tenéis ya una gran planta, que producirá sus frutos. Frutos que tal vez no se querían… ¡se debía haber desarraigado la plantita, mientras era aún pequeña! No hay ninguna dificultad en arrancar una planta pequeña, cuando es todavía una hierba. Pero si el defecto crece, ya no será tan fácil la cosa.
Mirad cómo fueron a Jesucristo el leproso y el centurión: con humildad. Cuando vamos a confesarnos, hay que hacerlo con humildad: decir claramente lo que hemos cometido; decirlo con humildad, acusarlo con sinceridad, nunca taparlo. Tapar quiere decir defender el defecto, alimentarlo... y así se hará robusto.
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Y no sólo se requiere sinceridad, sino particularmente gran arrepentimiento, dolor, voluntad sincera de combatir.
Hay a veces confesiones hechas sólo externamente, como un acto cualquiera de piedad, sin reflexiones, sin examen, casi sin propósito, porque falta también el dolor. Estas confesiones no están hechas bien. Hemos de confesar cándidamente a Dios nuestro pecado, después acusarlo sinceramente en el confesionario. «Señor, con una palabra tuya se curará mi alma» [cf. Lc 7,6]. A veces en el confesionario se miran muchas cosas y no se va a lo que más importa: el hacha puesta a la raíz.
Pidamos a san Pablo la gracia de hacer buenos exámenes de conciencia y buenas confesiones, particularmente en lo que toca a nuestro defecto predominante.
Recemos: «Corazón divino de Jesús, que has dicho: en verdad...», etc.9 Y en un momento de silencio, cada uno de nosotros dé nombre a su defecto predominante.
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[Pr 2 p. 78]
SAN JOSÉ1

Comenzamos el mes dedicado a san José. La dignidad de san José es la primera, después de la divina Maternidad, así como la santidad de san José es la más alta después de la de María Sma. Él, san José, tiene ante el Señor un poder grande, universal; un poder que viene enseguida después del que tiene la Virgen bendita; un poder de intercesión. Se explica, pues, lo amplio que es el culto, el amor, la confianza de los fieles en san José.
Para celebrar santamente este mes, vamos a meditar esta mañana las gracias que debemos pedir a este santo. Cada uno tiene que pedirle gracias particulares, y aunque | [Pr 2 p. 79] ahora indiquemos las gracias generales, cada cual puede poner, en primera o segunda línea, sus necesidades especiales.
Primeramente consideremos a san José como cooperador en la redención de los hombres. El Señor destinó a María y a san José a ser cooperadores directos, inmediatos, los más cercanos a Jesús redentor; y así José y María, uniendo su obra, cada uno según su posición, prepararon la humanidad del Maestro divino, la hostia víctima de los pecados de los hombres, el sacerdote eterno, Jesucristo. La humanidad entera debería postrarse y agradecer a María y José, elegidos a tan alto oficio, los beneficios grandísimos e inefables que a través de ellos nos llegaron.
¡Oh, sí, en el cielo cuán agradecidos son y cuánta admiración muestran y cuánta alabanza dan a María y a san José todos los demás santos del paraíso! Si están en el cielo, lo deben a los instrumentos docilísimos de los que se ha servido la Providencia para dar a Jesús a los hombres. Solo Jesús es quien ha abierto el cielo con sus méritos, pero María y José prepararon la humanidad de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.
También nosotros hemos de tender a contribuir a la redención del mundo; también nosotros somos cooperadores de Jesucristo. Hemos de dar a Jesucristo al mundo, predicando las verdades que él predicó, rezando por la salvación de todos, ofreciendo para ello oblación y alabanza. Y al mismo tiempo tenemos que mostrar a los hombres cuál es el camino del cielo, qué
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deben hacer para alcanzar su fin. Hay hombres que olvidan muy fácilmente haber sido creados para el paraíso; más aún, que niegan cuanto sabe a sobrenatural, reduciendo la vida | [Pr 2 p. 80] humana a una consideración bien mísera. Son hombres a quienes es necesario mostrarles el cielo y la senda para llegar a él.
Pidamos, pues, la gracia de amar el apostolado, agradeciendo al Señor el habernos elegido para esto. No es que hagamos, digamos así, un favor a Dios ejercitando el apostolado: es, al contrario, un privilegio que nos ha concedido el Señor. Otros están llamados a diversos trabajos, nosotros al trabajo apostólico. Cada uno pida al Señor, por intercesión de san José, ser un buen cooperador en la cristianización del mundo, en la evangelización del mundo. Luego, cada cual debe prometer cumplir fiel y generosamente el propio apostolado.
San José -aquí está la segunda gracia que pedir- se hizo digno de su misión mediante el ejercicio de la virtud. La palabra del Evangelio, «Joseph cum esset justus»,2 se recuerda ordinariamente para indicar que él poseía todo el conjunto de las virtudes. El hombre plenamente justo es el plenamente virtuoso, el santo. «Joseph cum esset justus»: en el silencio, en la humildad, en la oración, él fue creciendo de virtud en virtud. Y cuando comenzó a entrar en el ejercicio de su misión, de su vocación, estaba preparado, como María cuando recibió al anuncio de la divina maternidad.
Hay que prepararse al apostolado, a la vocación, al ministerio, a la misión; prepararse trabajando interiormente en la adquisición de las virtudes, en el aumento de las virtudes teologales, de las virtudes cardinales, de las virtudes religiosas; en el aumento especialmente de la obediencia, de la humildad, de la docilidad. Y cada cual tiene, luego, la propia virtud que | [Pr 2 p. 81] cultivar, la que más necesita. En el mes de san José pediremos la gracia de crecer en esta virtud, renovando por nuestra parte cada día el propósito.
San José es el modelo de los trabajadores, como nos indica León XIII; es el amigo de los pobres, el padre de todos los necesitados; el santo de la Providencia. Pidámosle, por tanto, la gracia de apreciar el trabajo. Él fue carpintero y maestro de Jesús en el ejercicio de esta humilde profesión.
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San José es quien protege a los emigrantes. Él sufrió las penas de la emigración, teniendo que dejar la tierra de Palestina, poco después de nacer Jesús, para ir exiliado a Egipto.
San José ganó el pan con el trabajo, y la casa de Nazaret era una casa de trabajo. ¡Que nuestras casas no se llenen de palabrería sino de apostolado, de trabajo! Esta gracia debemos también pedir.
El trabajo en las manos de san José, como en las de Jesús, era un trabajo que contribuía a la salvación del mundo. Hay que elevar el trabajo; que no sea sólo un medio de vida sino de santificación, un medio de apostolado en nuestras manos.
Tenemos que pedir también gracias para los pobres. ¡Cuántos son los afligidos, o por necesidades materiales o por necesidades espirituales. Para todos hay que pedir la protección de san José. «San José, provee tú; san José, ampáranos».3
Las almas que tienen confianza en san José recurren a él en cualquier necesidad. Y pronto notan su protección, su oración.
Pidamos a san José todavía otra gracia: | [Pr 2 p. 82] la intimidad con Jesús. La vida de san José fue una vida de recogimiento habitual, incluso cuando era joven; pero luego, cuando nació Jesús, su vida se hizo más íntima con su Dios, aquel Dios que él veía en su casita, el Dios encarnado: como las intimidades que hay entre un padre bueno y un niño querido, un muchacho santo, un joven dócil. Ciertamente no podremos descubrir toda la suavidad que gozó san José conviviendo con Jesús.
Dice el himno que habéis cantado: «Después de la muerte, los santos son admitidos a ver a Dios, a contemplarle en el cielo y entretenerse con él».4 San José tuvo esta gracia incluso en esta tierra, anticipando la dulzura, la consolación de entretenerse familiarmente con su Dios. Sí, pidamos la gracia de amar a Jesús íntimamente, de modo particular la devoción a la
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Eucaristía. ¡Con cuánto respeto y afecto y admiración se entretenía Jesús con José y éste, desde su posición, con Jesús! Para nosotros, intimidad en las comuniones, en las misas, en las visitas al Smo. Sacramento.
Pidamos además la gracia de amar a la Sma. Virgen. Después de Jesús, quien más amó a la Sma. Virgen fue san José. Él era el guardián, como un ángel tutelar. Él era el nutricio, el defensor. Dios, que había unido estas dos personas, les comunicaba gracias particulares, y ellas vivían como en una comunión de trabajo y de oración, a porfía en cuanto a virtud y méritos. Pidamos la gracia de la devoción a María, de conocerla e imitarla y rezarla siempre más.
San José tiene además dos oficios particulares: | [Pr 2 p. 83] es protector de los moribundos y patrono de la Iglesia universal. En este mes hay que recitar de modo especial la jaculatoria: «Oh san José, padre putativo de Jesús y verdadero esposo de María Virgen, ruega por nosotros y por los agonizantes de este día», custodia a los moribundos de esta jornada, o de esta noche. Él, que tuvo la muerte más santa después de las de Jesús y María, nos obtenga la gracia de recibir bien los sacramentos en punto de muerte. Y nos obtenga la gracia de prepararnos a una buena muerte con una santa vida.
Finalmente, san José ha sido proclamado protector de la Iglesia universal. En el mes, ya desde ahora, queremos pedir que san José proteja al Papa, al episcopado, al clero, a los religiosos, a todos los cristianos, dando a cada uno fortaleza para vivir santamente e imitar a Jesús. Estamos en la Iglesia militante, y es necesario combatir contra el mal y el pecado. Así un día mereceremos ser coronados en la Iglesia triunfante.
He aquí, pues, las gracias que pedir especialmente en este mes: 1. Ser dignos cooperadores en la redención del mundo. 2. Tender cada día con empeño a la santidad. 3. La intimidad con Jesús. 4. La intimidad con María. 5. El amor a los pobres y el amor al trabajo. 6. La gracia de una santa muerte. 7. La protección de san José sobre toda la Iglesia.5
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«San José, provee; san José, ampáranos»: son dos jaculatorias que están bien en nuestros labios, y sin duda hay almas que las repiten frecuentemente.
[Pr 2 p. 84] Y ahora, alegrémonos con san José por su eminente santidad, cantando: «A san José, al ínclito...», etc.6
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LAS TENTACIONES DE JESÚS Y LAS NUESTRAS1

El fin de esta meditación es fortificarnos contra las tentaciones: tentaciones generales y tentaciones particulares. «No nos dejes ceder a la tentación, sino líbranos del Malo» [Mt 6,13]. Señor, no permitas que seamos tentados y concédenos que en las tentaciones salgamos siempre victoriosos. Líbranos del mal pasado con el perdón, del mal presente preservándonos de las caídas, y de todo mal futuro, o sea, especialmente de la condenación eterna, de la eterna esclavitud.
La devoción típica de la Cuaresma es la devoción a Jesús crucificado; en modo especial hay que contemplar al Salvador herido en sus manos, en sus pies, en su cabeza, en su costado. «Foderunt manus meas et pedes meos; dinumeraverunt omnia ossa mea».2 La meditación más practicada sea sobre el Evangelio, en modo particular los relatos que conciernen a la pasión y a la preparación de la misma. Jesús desde la cruz nos infunda odio al pecado; nos haga comprender que éste es el mayor mal, el único mal en el mundo. Mal respecto a Dios y mal respecto a nosotros. Que podamos, pues, detestar y huir el pecado; huirlo y guardarnos de cuanto nos conduce al pecado, particularmente las tentaciones.
[Pr 2 p. 85] En el evangelio de hoy se habla de las tentaciones de Jesús [cf. Mt 4,1-11].3
El demonio tienta a Jesús con la tentación de la carne, con la concupiscencia de los ojos y con la concupiscencia del orgullo. Jesús quiso ser tentado para amaestrarnos a nosotros.
Las tentaciones son pruebas, y en la vida hay tentaciones generales y tentaciones particulares. La vida misma es toda ella una prueba. ¿Para qué fuimos creados? ¿Para qué estamos en esta tierra? Para soportar la prueba, o sea para demostrar si de veras creemos en Dios, amamos a Dios, escuchamos a Dios, | [Pr 2 p. 86] o por el contrario nos inclinamos a las fábulas del mundo. Si escuchamos las tentaciones, seguimos la carne, seguimos la ambición.
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Toda la vida es una tentación. Hay quienes salen victoriosos, y son santos, y hay quienes quedan vencidos, y su sitio está allá abajo: un lugar de ignominia, porque no supieron combatir. Se dan las tentaciones particulares, y todas juntas forman la gran tentación de la vida.
Están las tentaciones internas: pensamientos, sentimientos, las pasiones del orgullo, de la avaricia, de la carne. Y están las tentaciones externas: el demonio, enemigo de Dios y de las almas, a las que siempre trata de arruinar, y el mundo con sus atractivos, con sus diversiones, con sus malos ejemplos, con las lecturas, los espectáculos, las amistades; en fin, las tentaciones que vienen de las personas o de las cosas del mundo, y actúan tanto sobre el alma y sobre la misma mente que corrompen los pensamientos, hacen olvidar los principios de la fe.
Pero más frecuentemente, son los hombres quienes se tientan a sí mismos, porque se meten en las ocasiones, o con amistades o con libertades que no deberían permitirse, o con conversaciones o con lecturas o con espectáculos. En fin, se buscan las tentaciones. Y quien voluntariamente se mete en ellas, ¿puede esperar la gracia particular necesaria para vencer? Así sucede tantas veces que uno hace caer al otro, y se ve un juego parecido al de los ladrillos: cayendo uno a tierra, toda la pila de ladrillos se viene abajo.
Está después quien se tienta por sí solo de otro modo: con el ocio, con la pereza, con la fantasía, con la pérdida de tiempo, permitiéndose cualquier pensamiento, abundando en la satisfacción de la gula. Y cuando el orgullo cobra ventaja, y cuando la ira domina a la persona, y | [Pr 2 p. 87] cuando la carne se hace prepotente, ¿se vencerá?
Es necesario que escuchemos la invitación de Jesús: «Manteneos despiertos y pedid no ceder a la tentación» [Mt 26,41]. Hay que orar y vigilar.
1. Oración. Todas las partes de la misa están hoy orientadas a hacernos considerar que la ayuda que necesitamos nos debe venir de Dios. Nadie se crea fuerte, invencible. Es un gran error confiar en nosotros mismos; un error fatal, pues quien confía en sí está apoyándose en una caña cascada. Recordemos siempre que cayeron Adán y Eva, aun teniendo tantos dones de Dios, tanta gracia. El demonio es astuto; las pasiones vuelven cada día al asalto y el mundo nos rodea de modo que, si no vigilamos, acaba entrando en el espíritu y en el corazón.
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Cuando explota la gripe, es mucho más fácil que la enfermedad se difunda. Pues mucho más los corazones, incluso de los religiosos, pueden quedar cubiertos con el polvo del mundo.
Mirad los textos de la liturgia. El introito dice: «Me invocará y le escucharé; le defenderé, le glorificaré; le saciaré de largos días. Quien habita al amparo del Altísimo, vivirá a la sombra del Omnipotente». Y el gradual: «A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra». Y en el tracto: «Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, | [Pr 2 p. 88] di al Señor: Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti...».4
¡Hemos de recurrir todos al Señor, orar! Pero en nosotros hay tanto orgullo, tanta soberbia, que, cegados, no sentimos la necesidad de Dios; por eso no rezamos con suficiente humildad de mañanita. Y entonces, si empezamos la jornada tan flojos, sin pertrecharnos de la ayuda de Dios, sin la persuasión de que debemos vigilar, puede darse que antes de la tarde ya hayamos tropezado. Una jornada comenzada tan mal hace temer. Es como empezar el viaje sin las provisiones, sin el alimento.
La vida es un viaje difícil; todos sufrimos insidias. En los más falta el temor de Dios, o sea la persuasión de que podemos salvarnos o condenarnos; de que dentro de no muchos años nuestra suerte eterna será el cielo o | [Pr 2 p. 89] el infierno. Y entonces se va adelante tranquilos, ciegamente, y algunas veces, casi de golpe, he aquí que el alma se ve en el precipicio, la jornada está vacía de méritos, si ya no es que se mancha de pecado.
De mañanita, humildemente, inclinada la cabeza, hay que invocar ayuda, luz, piedad. ¿No veis cómo la Iglesia hace empezar la misa? Postrándonos ante Dios, confesando nuestras culpas pasadas: «Yo confieso...», por eso invoco la ayuda de Dios, invoco la ayuda de la Virgen, de los santos, para no caer de nuevo.
Humildad, por la mañana, y oración.

2. Vigilancia. El enemigo principal está en nosotros; es la carne, que siempre nos acompaña noche y día. ¡Atentos, pues, a los pensamientos de orgullo, a los que pueden ser contrarios a
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las otras virtudes: caridad, pureza! Y además, vigilancia sobre el corazón, que es un nido de pasiones, que pueden servirnos para la santificación, pero pueden también ser ocasión de ruina, si no resistimos; a veces basta una curiosidad. Vigilancia asimismo sobre las palabras que se dicen, las miradas que se lanzan, las cosas que se oyen y el modo de gobernar nuestro cuerpo, nuestra lengua.
Hay que vigilar con quién se va, pues vale el dicho: «Dime con quién andas y te diré quién eres»; o bien «Dime qué lees y te diré quién eres»; y se puede también añadir: «Dime qué miras, de qué espectáculos y amistades te deleitas, y te diré quién eres».
¿Tenemos aún necesidad de experiencias para convencernos de nuestra debilidad? ¡No hagamos otras dolorosas experiencias! Sabemos que luego deberemos llorar mucho. Miremos al crucifijo, pues, e invoquemos ayuda: «Qui hábitat | [Pr 2 p. 90] in adiutorio Altíssimi, in protectione Dei cœli commorábitur».5
¿Vigilamos sobre las tentaciones? ¿Sobre nosotros mismos? ¿Sobre nuestro interior? ¿Sobre los peligros externos? ¿Y rezamos humildemente? ¿Sentimos nuestra fragilidad?
¡Cuántas tentaciones puede insinuar en el ánimo el demonio, especialmente con principios o ideas torcidas! Así, pues, invoquemos la ayuda de Dios.
Vamos a cantar el De profundis.6
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[Pr 2 p. 71]
Retiro mensual
LA MORTIFICACIÓN1

En estos días recitamos a menudo la antífona: «Advenerunt nobis dies pœnitentiæ», han llegado para nosotros los días de penitencia. La Cuaresma recuerda el ayuno de Jesucristo.
La Cuaresma debe llevarnos a la imitación de Jesucristo. En este retiro, pediremos al Crucificado especialmente la gracia de entender qué es la mortificación, cuán necesaria es y cómo se practica entre nosotros, regularmente.
Es preciso pedir enseguida la gracia de entender bien los dos primeros puntos, es decir:
1) qué es la mortificación; 2) cuánto es necesaria.
Tiempo de Cuaresma. Quienes no están obligados al ayuno, sí lo están a hacer otras penitencias. «Si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis» [Lc 13,3]. Esta es la primera predicación hecha, casi con las mismas palabras, por Juan Bautista y el Mesías, cuando comenzó su ministerio público.
Cuando se habla de penitencia, muchos piensan en cilicios, ayunos y flagelaciones; ciertamente hay penitencias de consejo, pero antes están las de absoluta obligación. «Omnes simíliter períbitis», si no hacemos esas penitencias seguramente obligatorias.
¿Qué es, pues, la mortificación? La mortificación es domar nuestras pasiones, domar nuestras malas inclinaciones. En nuestros días se quisiera, a veces, seguir un cierto espíritu mundano: contentar, | [Pr 2 p. 72] dejar máxima libertad para hacer lo que la naturaleza pide. Esto constituye un grave error, cuando significa libertad de sentimiento, libertad de miradas, libertad de estudiar o no estudiar, libertad de contentar esta pasión o aquella otra. «Omnes simíliter períbitis», si no mortificamos las pasiones.
Hay que domar las pasiones: «mortuum fácere», sujetar talmente nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestra voluntad que se les pueda guiar; como si se tratara de un caballo joven e inquieto. Dice Santiago: si le metemos el freno en la boca y usamos
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los ramales, guiamos al caballo por el camino justo [cf. Sant 3,3]. El caballo podría llevarnos al retortero, podría llevarnos al precipicio: es preciso frenarlo. Pues igual hay que frenarnos a nosotros mismos, ¡con la mortificación!
Hemos de tener sujeta la voluntad, sujeto el corazón, sujeto el cuerpo, sujetos los ojos y la lengua. No se debe permitir al cuerpo, al espíritu, a los sentidos lo que lleva a la ruina, sino frenarlos y, en cambio, impulsar nuestro corazón hacia Dios, empujar nuestra persona, todo nuestro ser hacia el deber, al estudio, la oración, el apostolado.
Al caballo no se le frena sólo para detenerlo, sino para que no haga locuras; y, mientras, se le impulsa adelante para que recorra el camino y haga el servicio apropiado. Los ojos quisieran mirar lo que no deberían, y no mirar lo que deberían; pero lo justo es que no deben mirar lo que es peligroso, y sí, en cambio, leer la gramática, la historia, los libros que nos toca estudiar. Igualmente hay que guiar la lengua, guiar todos los sentidos y particularmente nuestras potencias interiores. Eso es la mortificación.
[Pr 2 p. 73] Hay cosas de consejo: dar una moneda como limosna puede ser de consejo; pero escuchar la misa el domingo no es de consejo, sino de precepto grave. Y así muchas mortificaciones son de consejo, pero otras tantas están impuestas bajo pena de pecado, incluso grave. ¿Podrían tenerse ciertas conversaciones que llevan a excitar las pasiones? No, pues hay una prohibición grave, el alma podría mancharse de pecado grave que conduce al infierno. ¡No estamos ante cosa de consejo!
Digamos enseguida una cosa genérica, para entender la necesidad de la mortificación. Ningún bien puede obtenerse en el mundo sin sacrificio, sin mortificación. Si uno quiere hacerse sabio, tiene que frenar su inquietud y ponerse a estudiar. Si se quiere hacer bien el apostolado, es preciso dominar nuestros sentidos y aplicarse con las energías, la fuerza y la inteligencia que tenemos.
Aun para vivir como hombres honrados es necesario mortificarse. Quien holgazanea nunca gozará de buena estima; quien no frena la lengua y suelta mentiras a troche y moche, no tendrá el aprecio de los hombres. Hasta quienes en esta tierra quieren ganar sólo dinero, ¡cuánto se fatigan, cuánto piensan, cuántas preocupaciones tienen! Ningún bien se puede obtener en la tierra, ni siquiera los bienes naturales, sin la mortificación.
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¡Cuánto menos podrá obtenerse la santidad; cuánto menos se podrá seguir la vocación; cuánto menos se podrá llegar al sacerdocio, al estado religioso o aun sólo a vivir como buen cristiano, sin mortificación! Quien quiere llevar la vida del buen cristiano, debe evitar los vicios capitales y los demás pecados que van contra uno u otro mandamiento. Y bien, la naturaleza | [Pr 2 p. 74] empuja hacia el mal; es prepotente la inclinación al orgullo, a la carne, a la pereza, a los bienes de este mundo. Hay quien tiene una inclinación y quien tiene otra; y si no se las mortifica, ciertamente no se vive la vida del cristiano.
Algunos creen que la mortificación esta sólo dentro de los muros del Instituto, mientras fuera se dan todas las libertades, todas las satisfacciones. ¡Pobre gente sin cabeza, que no entiende nada! La mortificación, el trabajo y las preocupaciones empiezan en la otra parte. ¡No seamos necios! ¡Cuántas veces, si se viera el trajín interno, quienes nos dan envidia nos moverían a compasión!2
La vida cristiana está trazada por Jesucristo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo» [Lc 9,23]. Reniegue a la pereza, a la gula, a la envidia.
Pero ¿se podría prescindir de la mortificación para ser un hombre digno de este nombre? Se dice que Alejandro Magno,3 una vez, respondiendo a un amigo que le hacía propuestas vergonzosas, prorrumpió con estas palabras: «¿Tú crees que yo tenga un espíritu de animal? No quiero envilecerme y caer tan bajo». ¡Así que resistencia a las pasiones!
Hay personas que no viven como tales y -dice la Escritura- se parangonan a los animales. Puede suceder que en un momento de enmienda, de meditación, de reflexión sobre sí mismo, ese individuo confiese: «¡Yo no vivo como hombre! No soy racional, me dominan los sentidos, me guía la materia».
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Decía un escritor muy nombrado: «Hay quienes fatigan toda la vida por los honores y son mártires del humo, pues se azacanan por una cosa vana que se pierde. Otros son mártires de la tierra, porque se desloman toda la vida | [Pr 2 p. 75] para enriquecerse. Otros son mártires de cosas aun más bajas, son siervos de cosas ruines, se ponen a la altura de los seres inferiores». ¡Tenemos que vivir como hombres; vivir como cristianos!
¿Cómo vivió Jesucristo, desde el pesebre a la cruz? ¿Cómo fue en el pesebre? ¿Cómo en el destierro de Egipto, cómo en la casita de Nazaret, en la vida pública y en la vida dolorosa?
La mortificación se requiere máximamente si uno quiere corresponder a la vocación. Hay que distinguir entre lo que es malo y lo que es bueno; entre lo que quiere la naturaleza y lo que quiere la gracia, la fe. La vocación exige desapego, aplicación al estudio, entrega de nuestras fuerzas a determinados deberes, requiere la obediencia, la pobreza y la pureza. Y todo esto ¿se obtiene sin mortificación? ¡Imposible! Hay personas que no se atreven a confesárselo a sí mismas, sienten que les falta la valentía de resistir a las pasiones. ¿Por qué? Porque no rezan. Sólo el hombre valiente, el hombre que se vence a sí mismo, sabe elevarse a un estado tan grande y tan hermoso como el de la vida religiosa y sacerdotal. Nos causan impresión los capitanes que han vencido las grandes batallas, las grandes guerras; pero quien se vence a sí mismo es más grande de quien triunfa en las guerras. Y de todos modos, nunca se lograría ser grandes hombres sin someterse a la fatiga, al deber.
Esta tarde miremos al crucifijo. ¿Cuáles son los ejemplos de Jesús, sus ejemplos desde el pesebre al calvario? Nace pobre, vive pobremente; en la casita de Nazaret se dedica al trabajo, ¡nada de mundanidad! En la vida pública fatiga; en la vida dolorosa sufre toda clase de penas | [Pr 2 p. 76] internas y externas. ¡Cuántos están dispuestos a recibir las consolaciones de Jesús, incluso a hacer la comunión, pero no lo están a llevar la cruz detrás de él!
Hemos de seguir a Jesús al Calvario. ¡Pero cuántas veces no tenemos ánimo ni para seguirle en los primeros pasos! Y le dejamos subir solo al Calvario. Quisiéramos una vida que fuera una garantía para el cielo, para la eternidad, y al mismo tiempo no disturbara ni impidiera las satisfacciones en la tierra. ¡Pero no cabe poner juntas luz y tinieblas, virtud y vicio, amor a Jesús
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y abandono de Jesús, vida santa y vida tibia, de satisfacción, de libertad. Dice la Imitación de Cristo que Jesús tiene muchos compañeros de mesa, pero pocos que le lleven la cruz.
Vengamos a algo práctico: ¿cómo mortificarnos?
Un alma pedía con insistencia a Jesús que la enseñase cómo mortificarse: «¿Qué debo dejar, qué debo hacer, en qué debo negarme a mí mismo?» Jesús le hizo sentir una inspiración: «Semper et in ómnibus».4 Deberás negarte siempre y en todo. Siempre: de mañanita, para levantarse; en el estudio, para aplicarse; en clase, para prestar atención; en el trato con los compañeros, para tener caridad; en el curso de la jornada, para la obediencia, para observar los horarios; en la iglesia, para alejar las distracciones; en el apostolado, para cumplir el deber. En casa, fuera de casa, en familia, con tal persona, con tal otra.
A lo largo del día nosotros debemos siempre dejar lo que es malo y hacer lo que es bueno. Y dejar lo que es malo implica mortificación, y hacer lo que es bueno implica mortificación. | [Pr 2 p. 77] Concretemos algunos aspectos: la mente no puede pensar en cualquier cosa, sino en lo que es bueno; el corazón debemos dominarlo y no dejarlo caer ni a derecha ni a izquierda; igualmente dominar las intenciones y las aspiraciones. ¡Cuántas veces necesitamos poner el corazón en su sitio! Mortificar la voluntad especialmente con la obediencia, someterse en las pequeñas cosas y en las grandes: «in ómnibus».
Mortificación externa: controlar los ojos. No se puede ir viéndolo todo, mirándolo todo, fijándose en todo, leer todo, etc.; sino que hay que mirar lo que se debe mirar. Si levantas la vista y miras la Hostia santa, si usas los ojos para estudiar, si los empleas para los usos comunes de la vida humana, civil y social esto significa utilizar santamente los ojos. Mortificación del oído: no se puede oírlo todo, pero sí escuchar muchas cosas: la meditación, las lecciones, los avisos, tanto los recibidos privadamente, en el confesionario, como en público a toda la familia. Mortificación de la lengua. ¡Ah!, esta lengua ¿se usa mal o fuera de tiempo? ¡Cuántas veces no cumple todo el cometido para el cual se nos ha dado! ¿Mortificamos nuestra lengua? ¿Sabemos mortificar el tacto, que es el sentido más extendido en el
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cuerpo? Si tomamos un crucifijo en las manos y miramos esa cabeza traspasada por las espinas, esas manos y esos pies taladrados por los clavos, el costado abierto, el cuerpo santo llagado por los azotes, ¿no sentimos un reproche? A una persona que seguía mucho las cosas del mundo, la aconsejó su confesor mirar a menudo el crucifijo y decirse a sí misma: «Jesús está en la cruz, y yo busco toda la comodidad; Jesús es humillado, escarnecido, y yo me | [Pr 2 p. 78] ofendo por cualquier palabra contraria; Jesús es pobre, y yo en cambio non quiero privarme de nada. ¿Soy cristiano yo? Percibo que Jesús desde la cruz me responde que no». Estas breves meditaciones, estos coloquios íntimos entre el alma y Jesús procuraron una buena conversión, una conversión decisiva.
Quiero ser un buen cristiano, quiero mostrar que amo a Jesús. Por eso esta tarde y luego en todo el retiro pidamos a Jesús la gracia de saber mortificarnos bien. Tratemos de entender qué es la mortificación, y luego detenernos especialmente en las mortificaciones conectadas con nuestra vida, con la profesión de cristiano, con los deberes diarios. Y después hagamos buenos propósitos.
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[Pr 2 p. 90]
«AB OMNI PECCATO...»1

Solemos repetir siempre la invocación «Ab omni peccato, líbera nos, Dómine».2 Pedimos que el pecado, aunque sea venial, no sea aceptado, no sea cometido por ninguno, no se esconda o se infiltre en nuestras casas. Entre el pecado mortal y el pecado venial hay una distancia infinita; sin embargo, el venial es como una enfermedad.
Si un joven estuviera enfermo, no gravemente, pero un poco en todo el organismo: en los ojos, en el oído, en la lengua, en los pies, en las manos, en el corazón, ¿cabría decir que tiene buena salud? No; está vivo, sí, pero su salud ciertamente no es buena. Y bien, si uno falta un poco con los pensamientos, con las miradas, con la lengua, con detenerse a escuchar lo que no se debe escuchar (por ejemplo las murmuraciones), yendo con quien no debería ir, realizando obras no tan perfectas como tendrían que ser, etc., no estará aún en pecado grave, pero puede decirse que está enfermo en todos sus sentidos.
Imaginaos a Job, cuando fue sorprendido por aquel cúmulo de males y su cuerpo se pudría en todos los miembros, tanto que le sacaron fuera de casa y le dejaron encima de un poco de paja... | [Pr 2 p. 91] ¡qué estado miserable! [cf. Job 2,8]. Pues bien, hay almas que están enfermas un poco en todo; hay almas que, aun estando todavía unidas a Dios, tienen con éste una enorme responsabilidad, pues no corresponden a las gracias, no corresponden a las comunicaciones de Dios. Son almas que pierden los méritos por todas partes; de la mañana a la noche, su jornada está marcada por imperfecciones, por pequeñas faltas, a las que dan poca importancia.
¡Ah, el pecado venial! Hay quien lo detesta, lo rehuye y se muestra más diligente en quitarlo de su alma que de limpiar la propia ropa. Y hay en cambio quien lleva en su alma muchas manchas: tal vez lleve el vestido intacto, pero en realidad uno así no es presentable.
El pecado venial acarrea consigo muchos daños, el primero de todos la fealdad del alma ante Dios. En la vida hemos de estar
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acompañados del santo temor de Dios, que es lo que nos mantiene vigilantes: temor de ofender, de disgustar al Padre celeste; temor de no ir con el alma suficientemente pura a la comunión; temor de perder las gracias; temor de perder los méritos; temor de malgastar la vida, al menos en parte; temor de que las faltas veniales al final nos lleven al pecado grave; temor de que las enfermedades espirituales vayan agravándose y traigan al alma la muerte. «Señor, infúndeme el santo temor, el temor al pecado, de ofenderte a ti».
El temor de Dios hace vigilar sobre los pensamientos, los sentimientos y las palabras que se dicen. Quien no es timorato de Dios, interiormente piensa en cualquier cosa; en sus conversaciones dice | [Pr 2 p. 92] cualquier cosa; por doquier cae en cantidad de defectos, que forman como una cadena y hacen el día triste, vacío: se priva de gran número de gracias ante Dios.
El pecado venial fácilmente oscurece la inteligencia: ya no se entiende, no se tiene una idea clara respecto a nuestros deberes. ¿Podrá así resultar que, a fin de año, los estudios hayan ido bien, que la piedad haya crecido, que las virtudes hayan aumentado?
Cuando no hay este temor de Dios, se llega incluso al punto de no dar importancia alguna al pecado, y la vida se arrastra entre innumerables imperfecciones. Con el pretexto de que son cosas veniales, el alma va acercándose a cosas más graves. Además, cuando de jóvenes se ha contraído la costumbre a las faltas veniales, en toda la vida, en todos los cargos, en todo cuanto se haga, en todas las relaciones, doquier uno se mostrará cual es; y, ya más adelante en los años, resulta incorregible; a veces se da este espectáculo mísero: con el crecer de los años, crecen también los defectos.
¿Qué será entonces la muerte? Moribundos que siguen aún cometiendo faltas y cayendo en los defectos que les han acompañado toda la vida: impaciencias, desvelos por las cosas materiales, ansiedad sólo por la salud, ¡descontentadizos!
Además, el pecado venial es causa de muchas penas o en esta tierra o en la otra vida. Cuando un alma comete muchas venialidades deliberadas, Dios la priva de muchas gracias y por tanto ya no se siente aquella fuerza, aquel ardor, aquel | [Pr 2 p. 93] fervor que experimentan los santos en trabajar en la propia santificación. El alma acaba sintiéndose un poco incapaz e insuficiente en todo.
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Es preciso corregirse a tiempo. El santo temor de Dios hace desaparecer poco a poco el pecado venial. Hay personas en las que, conforme pasan los días, se ve crecer la virtud: de un año a otro son más fuertes, más amantes de la pobreza, de la obediencia, del estudio, de los deberes. Y otras, en cambio, con una trayectoria opuesta, pues van desmereciendo, perdiendo cada día más la luz de la mente, la fuerza de voluntad y la generosidad con el Señor.
El pecado venial merece no el infierno, pero sí el purgatorio, que no siempre es temido como se merece. El purgatorio está reservado a las almas que se han abandonado a las faltas veniales y no se han enmendado, no han hecho esfuerzos para corregirse. El purgatorio -se dice- no es eterno, sino temporal. Es verdad, ¿pero sabemos qué significa una hora de purgatorio, una hora sola? ¿Nos parece poco sufrimiento, un sufrimiento desdeñable estar una hora entre las llamas? Y la pena del sentido no es la principal; la principal es la privación de la vista de Dios, de la visión de Dios, de la contemplación de Dios, estar lejos de Dios.
Hay almas descuidadas en la comunión; almas descuidadas en la oración en general; almas descuidadas en la visita; almas sin verdadero amor a Dios. De ahí que sean privadas de la vista de Dios, por un tiempo más o menos largo. Son almas que no fueron generosas con el Señor; almas que no se esforzaron en hacerse hermosas, agradables a Dios. ¿Y queréis que después de la muerte se las acoja enseguida en el cielo?
Personas que llevan hasta la muerte orgullo, desobediencia, faltas de pobreza, indelicadezas, fácil abandono al jolgorio | [Pr 2 p. 94] desenfrenado o a la tristeza y el desaliento; personas que se han propasado demasiado en la pereza, en la gula, en los sentimientos del propio corazón, en el exceso de los afectos; o bien que han faltado en la caridad, cultivando antipatías o simpatías. ¿Posible que tras la muerte entren enseguida en el cielo?
Las indulgencias requieren ciertas disposiciones; y, en el momento de la muerte, si no se dan esas disposiciones, ¿puede esperarse que las indulgencias sean aplicadas al alma? Hay que tener odio a los defectos, luchar contra ellos. Escuchemos, pues, lo que nos dice hoy san Pablo en la epístola: «Sic cúrrite ut comprehendatis».3 Es preciso trabajar, combatir nuestras malas inclinaciones.
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Sólo quien vigila y ora puede enmendarse, mostrando de veras detestar sus malas inclinaciones, detestar el pecado venial. Pero ¿qué será de las almas que abandonan la lucha, que no resisten a sus pasiones, que no vigilan sus sentidos?
Una serie infinita de venialidades. ¡Ah, si algunas almas pudieran verse, pudieran conocerse bien a sí mismas! Aquella santa había pedido al Señor que le hiciera ver la propia alma hasta el fondo, cómo se encontraba ante Dios; y a pesar de que había hecho mucho trabajo, cuando se vio en aquella luz que Dios le concedió, tuvo como horror de sí misma al divisarse manchada de venialidades, de imperfecciones que la hacían deforme.4
A veces se temen los fallos externos, se teme hacer mala figura ante los hombres; se tiene miedo de una mancha en la cara, ¿y respecto al alma? ¡Cuántos cuidan más su estima ante los hombres, cuidan más su salud que no el ser bellos y agradables a Dios!
[Pr 2 p. 95] ¿Podría el alma manchada entrar allá en el cielo, donde todo es blanco y cándido? Nada de manchado puede entrar allí.
Así pues, hoy examinémonos. Tratemos de penetrar, de conocernos a nosotros mismos; digamos al Señor que nos envíe su luz, su gracia, para que podamos descubrir los defectos cotidianos, las imperfecciones, y podamos concebir un verdadero dolor del pecado venial, de las pequeñas ofensas a Dios. Ciertamente, quien está lejos del pecado venial, lo estará también del pecado grave. Y para no caer en pecado grave, no hay mayor seguridad que odiar el pecado venial.
Vamos a pedir a María inmaculada, a María Madre íntegra, Madre purísima, la gracia de odiar toda mancha y de limpiar continuamente nuestra alma, en los exámenes de conciencia y en la confesión.
Quien va por un camino, fácilmente se llena de polvo: es necesario que al fin del viaje se limpie; es necesario que por la noche,
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antes de ir a la cama, hayamos limpiado nuestra alma con el arrepentimiento. Cada semana y particularmente en el retiro mensual, hagamos una limpieza general de nuestra alma. Entremos en nosotros mismos. Veamos lo que ya hemos obtenido y lo que aún nos falta. Conozcamos los defectos internos y los externos, particularmente ahora, en la misa.
El ángel custodio, que nos ha visto caer en estas venialidades, nos ilumine, nos obtenga la gracia de conocernos. Y luego logre de Dios la gracia de un propósito firme: propósito de trabajar toda la vida en enmendarnos.
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[Pr 2 p. 96]
EL PECADO VENIAL1

El pecado venial es un mal respecto a Dios; es un mal respecto a nosotros mismos; es un mal también respecto al prójimo.
Respecto a Dios es una ofensa hecha a nuestro buen Padre celeste; es un disgusto causado a su corazón. El pecado venial no es una injuria grave, pero sí es desconocer, en cosas ligeras si se quiere, la voluntad de Dios sobre nosotros; es considerar en poco la ley de Dios. Por ello, el pecado venial visto respecto a Dios es un mal tan serio que no es lícito cometerlo por evitar cualquier pena, cualquier disgusto. Entre los males que pueden afectar a la humanidad, ese es el más grave.
Sobre esto encontramos expresiones fuertes en los libros espirituales. A veces hay almas que, no teniendo mucha sensibilidad espiritual o tanto conocimiento de las cosas espirituales, consideran exagerados ciertos libros o ciertas predicaciones; pero son ellas las que exageran, no conociendo suficientemente qué quiere decir ofender a Dios, disgustarle.
Se dice: «Pero es una culpa venial, no impide la comunión; al máximo deberé sufrir alguna pena en el purgatorio; es venial, luego no me hace perder la gracia». Es verdad: el pecado venial no es mortal; lo ligero no es grave; pero el pecado venial, considerado en sí mismo, es un mal muy grave, porque ofende a Dios. Hemos de ver el pecado mortal como una locura; pero también el pecado venial es en sí mismo un | [Pr 2 p. 97] gran mal, y sólo el que no sabe recapacitar puede permitirse el cometerlo con ligereza; hasta el punto que puede darse lo que se dice en algún libro: «Beben las venialidades como un vaso de agua, sin indagar y, por tanto, casi en la imposibilidad de corregirse».
El pecado venial, es asimismo un gran mal respecto a nosotros. En primer lugar impide la caridad, el fervor de la caridad, la unión íntima con Dios. No rompe la caridad; no destruye la unión con Dios, pero enfría la caridad. Un alma, dada a cometer durante el día tantas faltas veniales, un poco en el estudio, un poco en la iglesia, un poco con los superiores, un poco con los inferiores, un poco por desobediencia, ¿creéis que al día siguiente
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hará una comunión muy fervorosa? ¿Creéis que tendrá hacia la santísima Virgen una devoción íntima, sensible, filial? ¿Creéis que pueda relacionarse fácilmente o al menos con suficiente espontaneidad con su ángel custodio?
Esta disminución de caridad es, para los llamados a la vida religiosa, un mal que debe destacarse muy particularmente. La vida religiosa es fruto de fervor, de verdadero amor de Dios; quien, en cambio, se habitúa tan fácilmente a las venialidades, poco a poco va enfriándose y de consecuencia ya no sentirá aquella llamada íntima que viene de Dios: «¡Te quiero santo, sé mío enteramente!». Cuando un padre no se siente correspondido por un hijo, ¿puede tener con él las confidencias que un buen padre usa con un hijo bueno? Ciertamente que Dios es el mejor de los padres y está dispuesto, apenas nos dirijamos a él, a abrirnos su corazón para darnos abundantemente sus gracias y misericordias. Pero si nosotros no hacemos ningún caso | [Pr 2 p. 98] del pecado venial, es decir de disgustarle continuamente, ¿qué pasará? ¿Pretenderemos aún que el Señor extienda sus manos y sea con nosotros pródigo en misericordia y confianza? ¡Almas que ya no sienten la voz de Dios! Podéis razonar con ellas, aducir los argumentos más fuertes: ¡su ánimo está ya un poco cerrado, no tienen ya sensibilidad espiritual!
Además es el caso de pensar que, incluso aquí en la tierra, puede que no tengamos todas las bendiciones de Dios. ¡Ah, si hubiéramos desplegado mayor fervor en la oración; si no nos hubiéramos acercado al pecado mortal mediante muchas faltas veniales, quizás seríamos bien diversos! ¡Cuántos más méritos hallaríamos ahora en nuestra alma!
El Señor priva de muchos consuelos a las almas que son medio sordas a sus invitaciones y que tienen poco en cuenta las ofensas contra él, ¡porque se trata de ofensas ligeras! A veces la aridez espiritual es una prueba de Dios, pero otras es un castigo, porque estas almas voluntariamente están distraídas, porque hacen poco caso de las meditaciones, de la palabra de Dios: la oyen distraídamente, no concluyen con buenos propósitos, su trabajo ha sido escaso si ya no nulo.
Cuando un joven es fervoroso en el alma, en su espíritu, puede estar segurísimo de tener una particular protección de María en su vida; tendrá particular asistencia del ángel custodio;
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tendrá particular asistencia del ángel custodio; tendrá particulares comunicaciones de parte de Jesús. Su mente será más iluminada, su voluntad será más fuerte, su corazón se inclinará más hacia Dios; amará más a los pobres e infelices; será más comprensivo | [Pr 2 p. 99] su corazón.
Hay corazones que se vuelven duros y se llenan de orgullo, de envidias y de mundanidad, porque las faltas veniales se han abierto ancho camino en ellos. ¡Y qué diferencia entre un alma fervorosa y otra que casi no hace caso de las venialidades!
Se dirá que el pecado mortal renueva la crucifixión de Jesús, mientras el pecado venial no. Pero, mientras, es una espina que se clava en su corazón; es un disgusto que se le da. Y el corazón de Jesús, manifestándose a santa Margarita María Alacoque,2 ¿no se quejaba precisamente de las personas devotas? ¡Almas consagradas a él, almas llamadas a una vida de piedad particular, y que en cambio se mostraban indiferentes, insensibles a su amor, a su bondad, a sus gracias particulares!
El pecado venial, además, dispone al pecado grave, sea porque priva de gracias, sea porque el alma, poco a poco, se endurece y pasa de una culpa venial más ligera a otra más grave. Si Judas, al principio, hubiera resistido a la avaricia, no hubiera llegado al horrible delito de vender al Salvador. Si Caín, al principio, hubiera resistido a la pasión de la envidia, no hubiera llegado a matar a su hermano Abel.
Cuando con facilidad se escuchan cosas mundanas; cuando se quiere curiosear, y se quita la valla alrededor del alma, no cabe maravillarse de que, quitada la cerca, las bestias invadan la viña, es decir, que el demonio y el mundo, con todo su séquito, entren en esa alma. Antes había sólo cosas veniales: curiosidades un tanto atrevidas, pero luego el paso es fácil: bajando los peldaños uno cada vez, se llegará al fondo, donde no se pensaba poder llegar.
[Pr 2 p. 100] Particularmente, hay que detenerse en tres puntos: obediencia, pobreza y castidad. En estos tres asuntos, quien empieza a
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bajar ignora si logrará pararse, tal vez no. Ciertamente el pecado venial dispone al mortal, «qui spérnit módica paulátim decídet»3 dice el Epíritu Santo.
Hay que decir además una cosa concerniente a nosotros en particular. Vivimos en comunidad, y he aquí lo que sucede: si hay uno que empieza a perder tiempo en el estudio, y se vuelve a derecha e izquierda, buscando entablar conversación; si en la iglesia hay quien se muestra distraído o no reza, e incluso manifiesta no esforzarse en estar recogido, entonces se produce el efecto de la mancha de aceite: se expande. A veces basta una persona, para introducir el desorden en todo el grupo; basta uno que en la pobreza, obediencia o castidad busque siempre expandir la mancha, porque hace el bravucón, porque cree ser más moderno, porque piensa que ya llegó al uso de la razón y hay que emplearla... Justo porque se tiene el uso de la razón, hay que usarla bien y razonar así: «No quiero hacerme mal a mí mismo y no quiero ser de escándalo a los demás».
Hay que ser razonables, ser delicados. Si se introduce el uso de hablar en todas partes, se hablará hasta que uno caiga dormido por la noche. ¿Y se cierra así bien la jornada? La jornada no se cierra bien y no hace prever una buena comunión la mañana siguiente.
La costumbre de romper el silencio; la costumbre del desorden; la costumbre de juzgar mal, de criticar: ¡manchas de aceite que se expanden! Y quien introduce estas malas costumbres tiene su responsabilidad ante Dios, y tendrá que | [Pr 2 p. 101] rendir cuentas también del mal cometido por los demás.
Los superiores y los maestros se fatigan para introducir un poco de bien, y se les hace difícil. En cambio, introducir el mal, los abusos y el desorden, se hace pronto; la naturaleza ya está inclinada a ello. Pero oponerse así al trabajo de los superiores, de los predicadores, de los confesores, de los maestros y de cuantos llevan la responsabilidad de la comunidad, ¿puede parecer cosa baladí? ¿Cabe poder decir ante a Dios -ahora que lo exponemos solemnemente- «ínnocens ego sum»?4
¡Quién sabe cuántos males hayamos introducido nosotros mismos, por falta de delicadeza! Por tanto, ante nuestro Señor,
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que nos oye, inclinemos todos nuestra cabeza y hagamos el examen de conciencia.
Los pecados veniales pueden ser contra cualquier virtud, pero vamos a recordar particularmente los pecados veniales de orgullo, de desobediencia; pecados veniales contra la pobreza, la delicadeza; pecados veniales por las pérdidas de tiempo; pecados veniales por la frialdad e indiferencia con que vamos quizás a la comunión; altercados, pecados de ira y más en particular aún los que nacen del defecto predominante.
Jesús lee hasta en el fondo del alma. Tratemos de leer también nosotros hasta el fondo de nuestra alma.
«Señor, danos tu luz, tu gracia; Señor, que yo no lleve estas venialidades a tu juicio; que yo empiece a detestar, combatir y eliminar todo pecado y defecto voluntario».
Cantemos el «Parce, Dómine».5
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[Pr 2 p. 102]
EL DON DE LA INTELIGENCIA1

Siempre hay que repetir la invocación «Sacrum septenarium!»2 para que el Espíritu Santo nos infunda sus siete dones. En los días de la octava la liturgia señala una misa en la que siempre se recuerda la obra del Espíritu Santo en nosotros y en la Iglesia.
Hoy, de modo particular, la Iglesia nos hace pedir el don de la inteligencia, que nos ilumina esparciendo una luz viva, penetrante, extraordinaria acerca del significado de las verdades reveladas y dándonos la certeza del verdadero sentido de la palabra de Dios. Esto significa que a menudo necesitamos un mayor conocimiento de la palabra de Dios; no un conocimiento superficial, saber sólo recitar de memoria una fórmula como sería el credo, sino entender, por cuanto le es dado a nuestra pobre naturaleza aquí en la tierra, el significado de los dogmas.
Luego sucesivamente, al considerar los otros dones, pediremos la gracia de amar la verdad, defenderla y ser sus cooperadores: «Ut cooperatores simus veritatis»,3 para que seamos cooperadores con Cristo. En efecto, él nos ha dicho: «Ego sum lux mundi».4 Está aquí, Jesús, en el sagrario: «Ego sum lux mundi»; oigámoslo de sus labios con veneración y humildad. Y oigamos lo que añade: «Vos estis lux mundi»;5 por vuestra parte, sois la luz del mundo, como sois la sal de la tierra y la ciudad situada en lo alto de un monte. «Vos estis lux mundi».
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Sí, Jesús es la luz; nosotros debemos ser los reflectores | [Pr 2 p. 103] que la acogen y la reverberan sobre la humanidad. Pidamos, pues, el don de la inteligencia de la verdad. Cae muy bien leer lo que está escrito en la epístola de la misa de hoy: «En aquel tiempo Pedro dijo: Hermanos, el Señor nos mandó predicar al pueblo dando solemne testimonio de que Dios le ha nombrado juez de vivos y muertos. Sobre esto el testimonio de los profetas es unánime; todo el que le da su adhesión obtiene el perdón de los pecados» [He 10,42-43].
Más adelante se lee que el Espíritu Santo bajó impetuosamente sobre los gentiles que se habían acercado y escuchado a Pedro. Los fieles circuncisos, que estaban con Pedro, quedaron desconcertados, porque oían también a los paganos hablar en lenguas y alabar a Dios. Entonces Pedro dijo: «¿Se puede acaso negar el agua del bautismo a éstos, que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» [He 10,47].
¡El Espíritu Santo iluminaba a los gentiles!
El evangelio nos presenta el pasaje de Nicodemo, que va de noche a visitar a Jesús. Él tenía cierta fe, pero estaba lleno de respeto humano, y por eso, no atreviéndose a mostrarse en público como discípulo de Jesús, iba donde él de noche. Y he aquí la respuesta: «Dijo Jesús a Nicodemo: Dios demostró su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca. Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve. El que le presta adhesión no está sujeto a sentencia: el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión. Ahora bien, esta es la sentencia: que la luz ha venido al mundo y los hombres | [Pr 2 p. 104] han preferido las tinieblas a la luz, porque su modo de obrar era perverso. Todo el que obra con bajeza, odia la luz y no se acerca a la luz, para que no se le eche en cara su modo de obrar. En cambio, el que practica la lealtad se acerca a la luz, y así se manifiesta su modo de obrar, realizado en unión con Dios» [Jn 3,16-21].
Si no hubiera venido la luz, no tendríamos razón de condena: si quienes están en los países católicos, que reciben una santa educación, no hubieran tenido estas gracias, no tendrían razón de condena; pero como vino la luz, si no se acoge la verdad, si no se practica lo que el Evangelio nos ha enseñado, entonces sí
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hay razón de condena. Quien no cree ya está condenado, dice Jesús. Pidamos el don de la inteligencia.
Si preguntáramos ahora a cada uno, incluso a los más pequeños: «¿Quién te ha creado? ¿Para qué fin te ha creado Dios? ¿Qué será de los buenos? ¿Qué les pasará a los malos?», todos responderían mereciéndose una buena nota.
Cuando pedimos el don de la inteligencia, don del Espíritu Santo, pedimos penetrar estas verdades, tener una luz sobrenatural. Por ejemplo: ¿somos creados para Dios? Pues ordenemos la vida a Dios; ¿estamos creados para el cielo? ¡Pues ordenemos la vida al cielo! ¿Dónde acabarán los malos? Pues tengamos el santo temor de Dios, porque yo no quiero ir a parar allí. Y para no acabar allí, en el tremendo suplicio, voy a seguir la senda que es estrecha, sí, pero conduce a Dios. Yo detesto todo mal, yo quiero absolutamente quitarme del camino que lleva al infierno, aunque vea que muchos van por él.
Es necesario que el Evangelio y el catecismo penetren | [Pr 2 p. 105] en el alma, tanto que se sientan prácticamente estas verdades sobrenaturales. Mirad lo que dijo Jesús a Nicodemo, oíd de nuevo lo que decía san Pedro a los fieles provenientes de la circuncisión, hablando de quienes llegaban a la fe desde la gentilidad.
Es necesario un cambio de vida; es preciso que nosotros, con alegría pero con generosidad, sigamos de veras lo que hemos conocido. ¡Es como para asustarse un poco! Yo, con toda la abundancia de luz: predicaciones, consejos, meditaciones, lecturas santas, estoy quizás cargándome de responsabilidad para cuando me presente al tribunal de Dios. ¿Qué excusa podremos aducir, con tanta abundancia de luz y de gracia?
Sucede que, a veces, repitiéndose las mismas cosas, los mismos avisos; acostumbrándose a leer y hasta a recitar las palabras del catecismo y del Evangelio, se llega a la indiferencia. ¡Es un estado de ánimo muy penoso y peligroso, hacerse indiferentes! De la indiferencia puede seguirse cualquier mal, incluso extremo, porque una vez abierta la puerta y la vereda, no se sabe dónde se detendrá el alma.
Así pues, vamos a pedir la inteligencia sobrenatural, la gracia de comprender, de sentir y de informar6 nuestra vida.
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¿Cómo escuchamos la palabra de Dios? ¿Cómo se estudia el catecismo? ¿Imitamos quizás a Nicodemo, que decía a Jesús: «Sabemos que has venido de parte de Dios, pues nadie puede realizar las señales que tú estás realizando si Dios no está con él», y luego tenía respeto humano y miedo, e iba donde Jesús sólo de noche? Pero él, por lo menos, al final, cuando Jesús ya había expirado en la cruz, se armó de valor. ¿Qué resoluciones tomamos de las meditaciones y exhortaciones? Los | [Pr 2 p. 106] consejos del confesor ¿los mantenemos presentes? ¿Amamos el Evangelio como primer libro y la instrucción cristiana como la primera y principal ciencia?
Pidamos hoy el don de la inteligencia. «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (3 veces). Procuremos repetir durante la jornada la invocación: «Da tuis fidélibus, in te confidéntibus, sacrum Septenarium»: da a tus fieles que confían en ti tus siete dones.
Propósitos, ofreciéndoselos a María, Regina Apostolorum, para que se los presente a Jesús. Mientras, pidamos el aumento de gracia, para que en esta semana podamos comprender y obtener estos siete dones.
«Jesús Maestro, acepta el pacto...».7
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EL DON DEL CONSEJO1

En esta meditación pedimos, por medio de María, el don del consejo. María es también Madre del buen consejo, «Mater boni consilii».
El don del consejo es una luz del Espíritu Santo con la cual la inteligencia práctica ve y guía en los casos particulares lo que es necesario hacer y los medios a usar. Por tanto, el don del consejo es parte de la virtud de la prudencia y está íntimamente unido a esta virtud. Como máxima que recordar, tenemos las palabras de la Escritura: «Fili, sine consilio nihil agas», Hijo, no pierdas de vista la sensatez, conserva el tino y la reflexión [cf. Prov 3,21].
Hoy está difundiéndose un grande error: | [Pr 2 p. 107] un espíritu de independencia, que se extiende incluso a las cosas más necesarias, más íntimas, las cosas espirituales. Dice León XIII: «Es preciso no dejarse engañar: Dios es nuestro supremo dueño, y es él quien dispone de cada uno, es él quien confiere la vocación; a él tenemos que rendir cuentas; y según que hayamos cumplido su voluntad o no, tendremos el premio o la reprobación».
Y bien, Dios Padre está representado en la tierra por los padres espirituales, los confesores, los maestros, etc., que personifican la paternidad divina, como, valga el ejemplo, san José representaba la paternidad divina respecto a Jesús. Debemos dejarnos guiar. El confesor y el maestro, al representar esta paternidad divina, son intérpretes de la divina voluntad sobre nosotros.
Ha entrado en las almas, particularmente hoy, un espíritu de independencia, en sentido muy amplio: se piensa poder disponer de nosotros como queremos. ¡Hay libertad!, se dice. Pero la libertad debe estar dentro del orden. Tenemos libertad en cumplir la voluntad divina, pero no el arbitrio; tenemos la libertad que nos hace hijos de Dios, esa es verdaderamente la libertad digna del cristiano y del hombre.
A veces nos fabricamos un complejo de persuasiones e ideas, resultado, en definitiva, de cosas oídas, de consejos habidos, de impresiones recibidas de compañeros, etc., que nos llevan a decir: «¡Me gusta esto!»; «¡No me gusta esto!», como si el gusto pudiera para nosotros convertirse en deber. Y esto sucede
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tanto respecto a la vocación, cuanto respecto al modo de corresponder y de cumplir lo que la vocación entraña.
¡Nos dejamos dominar demasiado por la impresión! | [Pr 2 p. 108] Un día, todo es entusiasmo y fuego; al siguiente, andamos por tierra.
Estos días, en el prefacio de la misa, decimos: «Quaprópter profusis gáudiis, totus in orbe terrarum mundus exsúltat». Por estas cosas, abierto el paso del gozo, el mundo todo exulta. Hay que sentir este gozo en cumplir el deber, y no la satisfacción buscando ante todo el placer, queriendo después, tal vez con subterfugios y falsos principios, elevar el placer a deber, tratando de darle la apariencia y el color del deber. ¡No nos engañe la pasión, pidamos siempre el don del consejo!
Este don del consejo en las cosas prácticas, día tras día, nos debe iluminar a elegir lo que agrada a Dios y a dejar lo que le desagrada. Ese don debe formar o, mejor, ayudar a la conciencia a formarse el juicio práctico. ¿Puedo leer esto? ¿Puedo ir con aquella persona? ¿Puedo tener esta conversación? ¿Qué debo hacer en esta hora de estudio?
¡Que nos asista siempre la Madre del buen consejo, María Reina de los Apóstoles! Con su intercesión nos obtenga que en cada momento estemos guiados, no por la voz de la pasión, del placer, de la libertad, sino por la voz de Dios, por el deber. Diversamente podría suceder que uno en toda la vida haga su gusto, ¿y después?
Cuando estemos ante el tribunal de Dios, un rayo de luz sobre nuestra conciencia nos desvelará el curso de la vida, y veremos entonces si hemos seguido la voluntad de Dios, o si en cambio hemos hecho nuestro capricho. Quien haya seguido el querer de Dios tendrá el premio, la recompensa; pero quien no cumple el querer de Dios, sino el propio, ¿cómo querrá que le paguen? ¿En qué y por qué | [Pr 2 p. 109] querrá uno ser pagado por Dios? Dios paga lo que se ha hecho según su orden, según su voluntad.
Notemos que esto es muy profundo y debe recordarse especialmente en la juventud.
Conviene leer estos días los Hechos de los Apóstoles, donde se releva este hecho: san Pablo nos da un gran ejemplo de docilidad, dejándose guiar, en el desarrollo de la misión y en su apostolado, por el consejo de otros. Cuando cayó a tierra en el
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camino de Damasco y preguntó: «¿Qué debo hacer?» se dirigió a Jesucristo; pero éste le envió a preguntárselo a sus ministros: «Entra en la ciudad y allí te dirán lo que tienes que hacer». En efecto, el Señor advirtió a Ananías, le mandó donde Saulo, que ya en Damasco, desde hacía tres días ayunaba y oraba. Ananías le invitó a recibir el bautismo y se lo administró. Saulo se hizo cristiano, pasó a ser el vaso de elección.
Entonces entendió, al menos en general, su misión. Obró según el consejo de Ananías; se retiró al desierto de Arabia, pasó allí años de trabajo, oración, mortificación, lecturas y meditación. Luego se retiró de nuevo a Tarso, su patria, y estuvo allí viviendo como buen cristiano. Llegó Bernabé, inspirado por Dios, le invitó a Antioquía para participar en la predicación que por entonces recogía tantos secuaces de Jesucristo. Y Saulo se dejó conducir por el consejo. Bernabé era muy apreciado por su prudencia y por su piedad [cf. He 9,20-30].
Pablo pasó algún tiempo con los sacerdotes | [Pr 2 p. 110] que dirigían aquella Iglesia: él no salía al proscenio, no pedía qué le tocaba hacer; pero llegó el consejo de arriba: «Apartadme a Bernabé y Saulo... para la obra a que los tengo llamados» [He 13,2]. El Espíritu Santo se dejó oír; y Pablo, dócil, después de ayunar y orar, fue ordenado. Y entonces parte para su misión.
San Pablo es un ejemplo de docilidad a la gracia; es el ejemplo de quien se deja conducir por quienes representan a Dios. ¡Quién sabe cuántos deseos había, en aquel corazón tan ardiente, cuántos proyectos, cuánta ansia de predicar a Jesucristo! Lo había demostrado ya en Damasco, después de la conversión; pero se muestra dócil y actúa según el consejo que le dan.
«Hijo, no pierdas de vista [la sensatez], no hagas nada sin consejo, [conserva el tino y la reflexión]» [cf. Prov 3,21]; y entonces, después del consejo, no tendrás que arrepentirte.
¿Sigo la dirección espiritual, primeramente en el confesionario, y en segundo lugar por medio del maestro y el guía del sector? ¿Confío el alma, confío la voluntad en manos de quien guía? Este es nuestro cometido. Y rezar por quien el Señor nos ha puesto delante como guía en el confesionario o fuera; rezar, invocar luces y aguardar el consejo para seguirlo fielmente.
Hay que manifestarse sinceramente, decirlo todo; decirlo todo y confiarse en manos del guía: rezar por él, venerarle como
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representante de Dios, sabiendo que cuando hayamos hecho nuestra parte y estemos dispuestos a recibir bien el consejo que se nos dé, no fallaremos. Y aun fallando, después de haber cumplido bien nuestra parte, el Señor proveerá; | [Pr 2 p. 111] al final no fallaremos, y tendremos el premio.
No nos creamos independientes de Dios: ¡somos sus hijos!
¿De qué valdría estar bautizados, si luego hiciéramos nuestra voluntad? ¿De qué valdría decir «Padre nuestro que estás en el cielo»? ¿Eres tú hijo de Dios? ¿Quieres hacer su querer o más bien el tuyo?
A veces, cuando nos comuniquen el querer de Dios, sentiremos repugnancia o rebelión interior, llegando quizás a algunas lagrimitas... Y, con todo, si nos confiamos al Señor, «Non mea sed tua voluntas fiat!»,2 tendremos su bendición, pues cuando él nos guía por una senda, siembra en ella sus gracias.
La voluntad de Dios va siempre acompañada de su ayuda, de sus bendiciones. Donde vayamos por capricho, por nuestra voluntad, encontraremos muchas espinas, sin consolaciones; pero cuando vayamos adelante en el querer de Dios, hallaremos ciertamente espinas (como Jesús que fue coronado de ellas), pero tendremos consuelos íntimos, y saldremos a flote.
«A la vera del río, en sus dos riberas, crecerá toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos de acabarán» [cf. Ez 47,12].
¡Seamos sensatos, y que el Espíritu Santo nos ilumine!
Hace algunos años no era costumbre la comunión frecuente, menos aún la diaria. En la octava de Pentecostés nuestro superior nos predicó sobre los siete dones del Espíritu Santo. Y llegando al final de esta meditación sobre el don del consejo, nos dijo: «Mirad, para crecer hay que comer. Y bien, yo quisiera que el fruto de la octava de Pentecostés fuera este: | [Pr 2 p. 112] cambiar idea acerca de comulgar y romper la tradición de hacerlo raramente; ¡tenéis demasiada necesidad de nutrimento espiritual!». En aquella octava cambiamos totalmente idea acerca de la comunión frecuente, y para finales de junio todos nosotros hicimos una colecta y compramos un gran copón y se lo ofrecimos como agradecimiento al superior.
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Ahora no tenemos esta necesidad, pero yo sí sugeriría hacer un propósito firme para cambiar en ciertas cosas: pensamientos y modo de hacer, de comportamiento, de orientación; quisiera casi decir: cambiar de vida. Bueno, mejor decirlo: cambiar de vida en muchas cosas.
Seamos dóciles hijos de Dios, que está representado en la tierra por los padres espirituales: ¡confiémonos a ellos! ¿Para qué llamar padres a los sacerdotes, si luego no somos hijos dóciles de Dios, ni hijos de quienes le representan? «Erat súbditus illis»,3 se dice de Jesús. Estaba sujeto a José, que representaba para él al Padre celeste.
Examen. ¿Cuáles son nuestras ideas a este respecto? ¿No hay nada que corregir o que remediar en nosotros? Como excusa a veces decimos: «Yo tengo mi conciencia». Pero la conciencia puede ser falsa. ¿Soy un hijo dócil en las manos de Dios y de quien me representa a Dios? ¿O más bien tengo mis caprichos que me guían? En el fondo ¿busco el placer o el deber? ¿Trato de agradarme a mí mismo, o busco agradar a Dios? En el deber, ¿estoy persuadido de que hallaré también el placer, o sea la consolación que viene de Dios Padre para sus hijos?
Propósito.
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[Pr 2 p. 113]
EL DON DE LA FORTALEZA1

Los dones del Espíritu Santo son siete: los cuatro primeros se refieren especialmente a la mente, la inteligencia, mientras los tres últimos conciernen más a la voluntad, el corazón.
Seguimos haciendo la misma petición en esta octava: «Sacrum septenarium, da tuis fidélibus».2 Pero introduzcamos este matiz de confianza: queremos obtener los dones del Espíritu Santo por intercesión de María, Regina Apostolorum.
El don de la fortaleza es una virtud permanente que el Espíritu Santo comunica a nuestra voluntad, para vencer los obstáculos que nos alejarían de la práctica de las virtudes. Es un don, pues, que se resuelve en la virtud cardinal de la fortaleza, y afecta a la voluntad robusteciéndola para obrar el bien. Dos serían particularmente las manifestaciones: «magna pati», sufrir grandes cosas, y «fortia fácere», hacer cosas fuertes.
El joven que, dedicándose a los estudios, los cultiva con empeño, hasta lograr un buen resultado a coronación de sus fatigas, se muestra fuerte. El joven que se propone alcanzar la santidad y, no obstante todas las tentaciones, las dificultades externas y quizás también las debilidades y caídas, siempre se recobra y cada día dice «hoy empiezo», es fuerte. Quienes se dedican al apostolado y no miran ni a derecha ni a izquierda los obstáculos que se interponen, sino que caminan, son fuertes.
En Filipinas me presentaron | [Pr 2 p. 114] el balance de la visita a las familias de 470 parroquias, esparcidas en las varias islas que forman aquella nación. Las Hermanas se adentraron hasta los lugares más difíciles por comunicación y lejanía. He aquí el fortia fácere.
Y bien, esta fortaleza debemos pedírsela al Espíritu Santo. Hay caracteres más volitivos por naturaleza, más firmes, y ello es ya una disposición natural que constituye un buen fundamento para el don de la fortaleza. «¡Quiero el bien!». Pero luego, cuando se trata de hacerlo, «me agarro a lo peor».3
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¡Somos tan débiles e inclinados al mal! Acerquémonos al Maestro divino. Él en Getsemaní confesaba su debilidad: «Spíritus promptus... caro infirma».4 ¿No sentimos todos así? ¡Hacemos tantos propósitos! Confesando nuestra debilidad, nos hacemos fuertes por la gracia de Dios.
¡Miremos quién nos guía! Fijémonos en nuestros capitanes: Jesucristo, que sufrió grandes penas; Pablo, que desgasta cada día de su vida por Jesucristo y narra él mismo las penas sufridas; Pedro, que muere crucificado.
Miremos al Papa: ¿hay quizás una dinastía que haya sido tan ilustre como el Pontificado romano? Unos noventa de estos papas son o santos o beatos. Y de otros está siguiéndose la causa de canonización. Estos son nuestros capitanes. Miremos a los santos: «Per multas passiones et tentationes transiérunt et profecérunt».5
Por otra parte, hay gente que quisiera hacerse santa, pero sin tentaciones, con el cielo siempre sereno, alabada por todos, aprobada a derecha e izquierda, haciendo lo que pide la naturaleza: ¡dormir bien a gusto y darse satisfacción en todo! «Christus non sibi plácuit».6 ¿Qué seguidores somos? ¡Cuántas veces | [Pr 2 p. 115] Jesucristo, mirando atrás mientras lleva la cruz, puede ver lo que vio ya en el camino del Calvario! ¿Quién le seguía? La mujer fuerte, María; ¿y los demás? Tenemos que pedir este don.
Nuestra fortaleza está en confesar la debilidad y, haciéndolo así, nos volvemos potentes en la oración. El niño y la mujer que rezan, a veces son más fuertes que el soldado armado, porque confiesan la debilidad y suplican, y la oración suple la fortaleza que no tienen.
Es útil recordar qué efecto produjo el Espíritu Santo en los apóstoles, cuando bajó sobre ellos en el Cenáculo. Una vez descendido, los apóstoles hablaban varias lenguas, y había quien les admiraba y quien les tachaba de borrachos. Pero Pedro, que durante la pasión se había mostrado débil frente a una mujerzuela, ahora, lleno de Espíritu Santo, ardiente de celo, soltó un discurso manifestando todo su amor a Jesucristo, sin temer nada, desafiando
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los peligros... | [Pr 2 p. 116] Después de haber defendido a sí mismo y a sus compañeros, pasó a acusar a los judíos y a exhortarles a reconocer en Jesucristo al verdadero Mesías [cf. He 2,1-24].7
Es asimismo muy útil considerar la fortaleza en san Pablo. Su fortaleza se manifiesta en toda la vida, pero vamos a recordar sólo este episodio: Pablo estaba de viaje hacia Jerusalén; llegado a Mileto, mandó llamar a los ancianos de la Iglesia de Éfeso. Y cuando vinieron, estando reunidos, les dijo: «Sabéis cómo me he portado con vosotros todo este tiempo, desde el día que por primera vez puse el pie en Asia: he servido al Señor con toda humildad entre las penas y pruebas que me han procurado las conjuras de los judíos. Sabéis que en nada que fuera útil me he retraído de predicaros y enseñaros en público y en privado, instando lo mismo a judíos y a griegos al arrepentimiento que lleva a Dios y a dar la adhesión a nuestro Señor Jesús. Y ahora, mirad, atado yo por mi propia decisión voy camino de Jerusalén, sin saber lo que allí me espera. | [Pr 2 p. 117] Sólo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me declara que me aguardan prisiones y conflictos. Pero la vida para mí no cuenta, al lado de dar remate a mi carrera y al servicio que me confió el Señor Jesús: dar testimonio de la buena noticia del favor de Dios.
»Y ahora, mirad, yo sé que ninguno de vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino, volverá a verme. Por eso os declaro en el día de hoy que no soy responsable de la suerte de nadie, porque no me he retraído de anunciaros enteramente el plan de Dios. Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes, para que veléis como pastores por la comunidad del Señor, que él adquirió con su propia sangre. Ya sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces que no perdonarán al rebaño, e incluso de entre vosotros mismos saldrán algunos que propondrán doctrinas perversas para arrastrar tras ellos a los discípulos a seguirles Por eso, estad alerta: recordad que durante tres años, día y noche, no he cesado de amonestar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular.
»Ahora os dejo en manos de Dios y del mensaje de su gracia, que tiene fuerza para construir y para daros la herencia con
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todos los consagrados. No he deseado plata, oro ni ropa de nadie; sabéis por experiencia que estas manos han atendido a mis necesidades y a las de mis compañeros. Os hice ver en todo que hay que trabajar así para socorrer a los necesitados, acordándoos de aquellas palabras del Señor Jesús cuando dijo: Hay más dicha en dar que en recibir.
»Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas con todos ellos y oró. Todos rompieron a llorar y, echándose al cuello de Pablo, le besaban, apenados sobre todo por lo que | [Pr 2 p. 118] había dicho de que no volverían a verle. Luego le acompañaron hasta nave» [He 20,18-38].
Pablo sabía que iba a Jerusalén y conocía por el Espíritu Santo que allí le aguardaban grandes penas. ¿Acaso se detuvo? ¿Evitó entrar en Jerusalén? ¡Al contrario! A ejemplo de Jesucristo, que cuando se acercaba la pasión caminaba más apresuradamente hacia Jerusalén, lugar de su martirio, de su sacrificio.
Y bien, ¿de quien somos hijos? Los primeros cristianos, mirando a quienes habían pasado ya al descanso, decían: «¡Somos hijos de mártires!». ¡Cuánta gente hay hoy sin carácter! Faltan los caracteres, caracteres cristianos. Hay gente que un día quiere y mañana anda por tierra; a cada momento es preciso ir con la toalla a secarles las lágrimas y reanimarles...
¿De quién somos hijos? ¿Para qué trabajamos, para la vida o para la eternidad? «¡Quiero estudiar!», y después no estudian. «¡Quiero hacerme santo!», y después caen en chiquilladas. Mandan cartas en las que prometen ir a por la luna y meterla en un saco, ¡y luego van sólo a mirarla!... ¡Pobres exámenes, a veces! Y, claro, al llegar la noche, se está poco satisfechos del día.
En Allahabad, India, pregunté al superior que había terminado la iglesia a la Reina de los Apóstoles -una hermosa iglesia de estilo oriental, no muy grande, pero capaz y suficiente para las necesidades del grupo- con qué intenciones la había construido. «Para obtener -me respondió- que en estos jóvenes, en estas vocaciones, haya más constancia, más firmeza y decisión, que no se abatan ante cualquier tentación».
Es la misma petición que hacemos nosotros hoy por intercesión de María. «Sacrum septenarium». ¡La fortaleza! ¿Hay que sufrir algo? | [Pr 2 p. 119] Por el paraíso. ¿No es un bien suficientemente grande para animarnos? «Tanto es el bien que espero, que toda
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pena me da consuelo», decía san Francisco de Asís. Domingo Savio, jovencito pero ya dotado de fortaleza, decía: «La muerte, pero no el pecado».
Cuando san Francisco de Sales fue a estudiar a París y se encontró entre jóvenes muy pervertidos, tomó como propósito estas palabras: «Non éxcidet!»8 Llevaba a París la estola bautismal: «No la dejaré caer en el fango: non éxcidet». Y conservó la inocencia hasta la muerte.
Examen. ¿Somos personas débiles o fuertes: en la piedad, en los propósitos, en el estudio, en la disciplina, en la vida religiosa?
Propósitos.
«Refugium peccatorum...»; «Regina Apostolorum...»; «Regina in cœlum Assumpta...»;9 «Jesús Maestro, acepta...».10
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EL DON DE LA CIENCIA1

Los dones del Espíritu Santo obran en nosotros de un modo parecido a las virtudes: las virtudes en modo humano, los dones del Espíritu Santo en modo sobrenatural. Son movimientos del Espíritu Santo que nos empujan a practicar el bien, a cumplir nuestros deberes; nos empujan hacia la santificación. Los dones del Espíritu Santo, pues, hacen más fácil lo que de suyo sería difícil; más fácil la práctica de las virtudes teologales, de las virtudes cardinales, | [Pr 2 p. 120] de las virtudes morales, de las virtudes religiosas: más fácil la piedad; más fácil el cumplimiento de nuestros deberes, de nuestras tareas. Invoquemos siempre al Espíritu Santo y sus dones. Cuando viene el Espíritu Santo se crea una vida nueva en el alma: «Emítte Spíritum tuum et creabuntur».2 Y si el Espíritu Santo efunde mayormente sus dones, entonces se camina con ánimo jovial, generoso, en la senda de la santidad; casi no se siente el peso, aunque en realidad el peso y las dificultades nos acompañen siempre.
El profeta Isaías anunció que sobre Jesucristo bajaría el Espíritu Santo. «Requiéscet super illum spíritus sapientiæ et intellectus, spíritus scientiæ et consílii, fortitúdinis, pietatis, timoris Dei».3
Como sobre Jesucristo, también debe bajar sobre nosotros, para que vivamos como Jesucristo, y Jesucristo viva en nosotros, aunque los dones respecto a nosotros actúen en otro orden.
Esta mañana vamos a pedir al Señor el don de la ciencia. No pensemos enseguida en las matemáticas o la historia, o por lo general en las ciencias naturales.
¿Qué se entiende aquí con el nombre de ciencia?
El don de la ciencia es una luz sobrenatural del Espíritu Santo, que nos muestra cómo la verdad de fe es digna de creerse, de ser aceptada incluso por motivos deducidos del orden natural, y nos lleva a elevarnos de las cosas de la tierra hacia Dios, al cielo.
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Cuando el salmista dice: «Dómine, Dóminus noster, quam admirábile nomen tuum in universa terra»,4 se eleva de la tierra al Creador. «Qué admirable es tu nombre» o sea: «¡qué grandes son tus obras!» Los cielos cantan tu | [Pr 2 p. 121] poder; el orden de la creación, más, las mismas cosas creadas nos muestran que tú lo has hecho todo, que todo viene de ti y todo lo has dispuesto en número y peso y medida, y todo lo has ordenado a un solo fin: que las criaturas te conozcan, te alaben y, alabándote, alcancen su felicidad.
Las criaturas, aun siendo mudas, hablan a quien tiene el don de la ciencia. La florecilla que se abre por la mañana, el pájaro que canta, el mar inmenso, las montañas imponentes y todo lo que se desarrolla y se ha desarrollado en la historia: todo nos habla de Dios, de ese Dios sapientísimo que se ha propuesto, creando, manifestar lo que él es, pues la creación es una revelación, ¡y feliz quien sabe leer en ese libro!
Pero hay quienes miran sólo a la tierra y no saben elevarse, no saben glorificar a Dios, no saben darse cuenta de las causas, ¡como si carecieran de razón!
Comen a diario el pan de la Providencia, que es siempre materna con los hijos buenos y también con los que son díscolos, y no saben decir: Señor, te agradecemos el alimento que nos has dado. Se sientan a la mesa y no piensan que el pan ha sido preparado por el Padre celeste, y se levantan casi murmurando por no sentirse satisfechos del todo.
San Francisco de Asís, que entendía el gran libro de la naturaleza, de las cosas de la creación, elevaba sus himnos y actos de amor a Dios. ¿Cómo puede, quien reflexiona y tiene el don de la ciencia, ver las cosas y no adorar a Dios? La Escritura dice: «Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre del dueño; Israel [el hombre] no conoce, mi pueblo no recapacita» [cf. Is 1,3].
Hemos de adorar a Dios ante los espectáculos maravillosos | [Pr 2 p. 122] de la naturaleza. Y esto es mucho más fácil cuando consideramos una noche del mes de mayo, por ejemplo, cuyo cielo estrellado parece decirnos que esas luces son como un símbolo y recuerdan que por encima de ellas los ángeles del cielo están cantando
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las alabanzas a su Creador. Esas estrellas, hechas por Dios, son como lámparas encendidas por él mismo, pues todo debe concurrir y dirigirse a Dios alabándole. «Universa propter semetipsum operatus est Dóminus».5 ¿Cómo se puede recibir tantos beneficios en la jornada: la existencia, el ser cristianos por don de Dios, el haber sido conservados en vida y traídos a los pastos saludables de la Congregación, sin elevarnos al amor de Dios?
Hay quien se lamenta de no tener suficiente predicación; pero me parece que no hayan reflexionado bastante. Todas estas voces que se elevan a nuestro alrededor y luego las que proceden del Espíritu Santo que habla a nuestro corazón, ¿no nos dicen nada?
¡Somos gente sorda y muda! Sordos que no comprendemos las voces de Dios, y mudos que no sabemos referir a Dios lo que de él hemos recibido. Digamos, pues, de corazón: «Te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano, conservado durante la noche, y por haberme llamado a esta Congregación...».6
¿Cuándo sabremos usar rectamente el don inmenso que Dios nos ha hecho dándonos la razón? ¡Cuánto aturdimiento! La razón la tenemos, pero no siempre su uso. Y sin embargo Dios dijo: «Faciamus hóminem ad imáginem et similitúdinem nostram».7 Hagamos al hombre no ya como las otras creaturas, sino a semejanza nuestra. Dios había creado el cielo, la tierra, las plantas, los peces, las flores, la luz, las estrellas; pero cuando se | [Pr 2 p. 123] trata de crear al hombre parece que la Sma. Trinidad se haya reunido en consejo. Y de ese consejo salió el decreto: «Faciamus hóminem ad imáginem et similitúdinem nostram». Y bien, estos hombres, que se rebajan y no saben elevarse de las cosas circundantes a las causas, a los principios, están hechos, sí, a imagen de Dios, tienen el uso de la razón, ¡pero cuántas veces la emplean contra Dios o vanamente!
La providencia de Dios ha de llevarnos al reconocimiento; ella nos sigue en todo momento, en el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia.
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Pidamos perdón al Señor de no haber sido suficientemente agradecidos por los beneficios recibidos. Y sabiendo que todo bien procede de Dios, sigamos invocando su misericordia.
Ahora vamos a detenernos sobre algún punto en particular para concretar el fruto de la meditación; reflexionemos: de cuanto acaece de alegre y de triste, ¿sabemos elevarnos al Señor?
Tenemos tantos dones: las clases, el estudio, el apostolado, el pan eucarístico, el pan de la divina palabra, la asistencia, la ayuda diaria de quien enseña, de quien guía, los sacramentos. ¡Debemos reconocimiento y amor a Dios, en correspondencia a todas estas gracias!
Se corresponde a la gracia de la Eucaristía viviendo bien la misa, haciendo bien la comunión y la visita. Asimismo, se corresponde a la instrucción y a las clases que tenemos la suerte de frecuentar, con el estudio, con la atención, con la aplicación, con retener en la memoria. ¡Correspondencia a la gracia!
Y puesto que en nuestra vida el Señor ha sido bueno con nosotros, elevémonos a amarle más. Hay personas que cuando | [Pr 2 p. 124] gozan de buena salud, caminan altivas; cuando les pasa algo próspero, sienten una satisfacción sólo humana. ¡Pero todo viene de Dios! Reconocimiento, pues, y todo nos empuje a amarle.
Invitemos también a las creaturas: el sol, el agua, las estrellas, a alabar y bendecir al Señor, porque Dios es el creador de todo. ¡Cuántos deberían recordar mucho más el gran bien de haber nacido en la Iglesia católica, en una buena familia, de haber recibido en casa y en la parroquia una educación sensata, cristiana, piadosa!
Normalmente nos sentimos inclinados a agradecer y amar a cualquiera que nos hace un pequeño beneficio; pues bien, estamos circundados de los beneficios de Dios, más que el pez por el agua. Y si llegan a entender esto incluso personas no iluminadas aún por la revelación del Evangelio, ¡cuánto más deberíamos entenderlo nosotros!
Hasta de nuestros propios pecados podemos recabar el bien: si la historia es maestra de los pueblos, nuestra vida, nuestra experiencia personal, es maestra de cada uno.
Recibimos siempre enseñanzas. Puede decirse que un año da escuela al otro, si estamos atentos. Cuando recordamos haber ofendido a Dios, caminamos con mayor humildad, rezamos más,
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vigilamos sobre nosotros mismos, sobre las personas que pueden inducirnos al mal y sobre los peligros encontrados. ¡Vigilancia!
Por otra parte, pensando que el Señor nos ha soportado hasta ahora, amémosle más y comprometámonos a servirle más fielmente. Y si cada mañana, mirando al calendario, nos percatamos de que se nos ha ido otra jornada, pensemos: La vida pasa, «solum mihi súperest | [Pr 2 p. 125] sepulcrum».8 ¿Me queda sólo el sepulcro? No, me queda también el paraíso, y ahora quiero trabajar para él, la jornada de hoy debe ser santa. ¡Y ninguna ofensa al Señor, ninguna falta voluntaria, sino empeño! El diario cumplimiento de nuestros deberes es un continuo himno de amor que elevamos a la Sma. Trinidad.
Interroguémonos. ¿Sabemos leer el libro de la creación? ¿Habría que hacer larguísimas meditaciones sobre esto! ¿Usamos bien la razón? ¿Invocamos bien al Espíritu Santo para que nos infunda el don de la sabiduría?9 ¿Somos agradecidos a la Providencia? Los sentimientos de adoración, agradecimiento, humildad y súplica, ¿son espontáneos en nosotros?
¿Recabamos de la vida esas lecciones y experiencias que en el orden de Dios debíamos recabar? Y el bien ¿nos empuja a un más grande amor de Dios? ¿Y el mal cometido a una mayor humildad, vigilancia y oración?
Acto de dolor.
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EL DON DE LA PIEDAD1

En esta meditación vamos a pedir, por intercesión de María, el don de la piedad.
El don de la piedad introduce en nuestra alma la inclinación y la facilidad de honrar y amar a Dios, como Padre nuestro, y a poner en él toda nuestra confianza filial.
Así que el don de la piedad es algo más que la simple virtud de la religión: viene a ser como | [Pr 2 p. 126] el alma de la misma religión y de las prácticas de devoción que debemos hacer.
En la piedad amamos al Señor como Padre nuestro y amamos a los hijos de Dios como hermanos nuestros. «Dedit eis potestatem filios Dei fíeri».2
Hemos de sentir la bondad del Padre, sentirnos hijos dóciles, prendados de este Padre.
No tiene el mismo valor un cántico a Dios hecho con piedad filial y un canto ejecutado sólo materialmente. En la piedad hay amor, y las palabras adquieren gran sentido. Cuando falta el espíritu de piedad, se puede interpretar bien un canto, pero sin sentimiento; si en cambio hay piedad, entonces se siente lo que se dice, lo que se canta a Dios. Algunas veces especialmente, oyendo los cantos aquí en la Cripta, se nota que salen del alma.
San Gregorio [Magno], que compuso el canto conocido por su nombre (gregoriano), era un alma de fino sentimiento.
El pasado domingo, por ej., mientras escuchaba yo el «Exultate»3 después de vísperas, pensé que sólo el Espíritu Santo podía haber inspirado los sentimientos de gozo y de amor expresados en ese canto conmovedor. Y creo que cada cual, comprendiéndolo, se haya sentido conmovido y llevado a Dios.
A veces se puede ejecutar sólo la parte técnica, y para alguno, una vez ejecutada la parte, puede parecerle casi lo mismo cantar el Te Deum o cantar el Miserere.
Hay que sentir y este sentir viene del Espíritu Santo. Quien tiene el don de la piedad, en el canto ve el arte, pero al mismo
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tiempo ve el amor a Dios, el espíritu. Oíd estas dos expresiones. San Pedro se presenta a Jesús | [Pr 2 p. 127] que acaba de anunciar la institución de la santísima Eucaristía, y dice con gran sentimiento: «Señor, ¿con quién nos vamos a ir? Tú dices palabras de vida eterna» [cf. Jn 6,68]. Palabras que corresponden a aquel otro acto de fe sincera: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» [Mt 16,16].
Se presentan a Jesús, en otra ocasión, los fariseos y le dicen: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios con verdad» [Mt 22,16]. Ambas expresiones, la de Pedro y la de los fariseos, materialmente nos parecerían iguales; ¡pero qué diferencia de espíritu! Pedro manifestaba una fe sentida, desahogaba su corazón lleno de amor a Jesús; en cambio los fariseos eran hipócritas y fingían exteriormente un afecto, una sincera fe en Jesús, pero su corazón estaba lleno de engaño y de falsedad. Se merecieron, pues, la respuesta de Jesús: «Hipócritas, enseñadme la moneda», para distinguir si el tributo se le debía o no a César [cf. Mt 22,18-19].
Cuando se tiene el don de la piedad, la comunión, la misa, la visita adquieren un sentido especial. Cuando se tiene el verdadero espíritu de piedad, se ama a la Virgen santísima como madre, se tiene intimidad con Jesús. Las vidas de santos que leemos tienen a veces expresiones que nos parecen casi exageradas, pero les salían del alma, del corazón. El don de la piedad les hacía hablar así.
Cuando se tiene verdadera piedad, ¡qué devoción y amistad con el ángel custodio! ¡Qué sentimiento de compasión y de afecto por las almas del purgatorio, y por eso cuánto es sentida esta devoción!
Una vez participé en el funeral de una | [Pr 2 p. 128] persona que en la ciudad había ocupado un puesto distinguido y por ello había un acompañamiento muy numeroso. Detrás de mí, iban personas que caminaban con la cabeza cubierta y discutían de política y de negocios. ¿Tenían piedad? Delante, en cambio, había personas de verdadero espíritu, gente que sentía la pérdida de aquella persona querida, bienhechora; sentían la necesidad de aplicarle sufragios y meditaban las lecciones de bondad del difunto. Cuando el párroco tuvo el discurso fúnebre en la iglesia, ¡cuántas lágrimas corrieron! En cambio, quienes acompañaban al difunto sólo por miras humanas, se habían quedado fuera de la iglesia,
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iglesia, aguardando sólo a que el rito terminara para acompañar aún el cadáver al camposanto.
Cuando hay piedad, el trabajo de tipografía es apostolado, expresión de amor a las almas, trabajo para su salvación. Cuando no hay piedad, es un simple trabajo manual, un trabajo común, y así hoy se imprime el Evangelio y mañana se está dispuestos a imprimir cualquiera otra cosa, pues es siempre trabajo, ¡con tal que lo paguen! Quien tiene el don de la piedad, siente la vocación; para quien no lo tiene, la vocación es como una casualidad: el camino emprendido es el resultado de un conjunto de hechos contingentes, bajo el signo del capricho y de las circunstancias; para ellos no es la mano de Dios la que ha actuado, guiado, acompañado y sostenido.
Cabe hacer las cosas más sagradas sin sentimiento. Puede suceder que uno deba dejar un día las prácticas de piedad, porque le es imposible ir a la iglesia estando de viaje o enfermo; pero mientras, desde el lecho o en el tren dirige a Dios | [Pr 2 p. 129] sentimientos de fe, de amor y, no pudiendo hacer la visita, reza muchas oraciones, ocupa la hora de una manera que, a veces, resulta muy fructuosa. Cuando hay piedad, aunque las circunstancias externas, por ej. visitas a los familiares, viajes, etc., llevan a variar el horario, las prácticas se hacen, incluso con más sacrificio, con más mérito. Pero cuando falta la piedad, al no estar guiados por el horario o por la regla o por la mirada del superior, una cosa se omite y otra se hace mal.
¿Tenemos convicción, tenemos verdadero amor de Dios, genuina devoción a María? ¿Hay en nosotros afecto a las almas del purgatorio? ¿Tenemos confianza en san José y la convicción de que san Pablo debe guiar e iluminar nuestro apostolado?
¡Ah, cuánto afecto el del Corazón de Jesús por nosotros! «Venite ad me omnes qui onerati estis».4 Venid todos a mí, los que estáis cansados y gemís bajo el peso de los pecados: ¡yo os aliviaré! «Vos amici mei estis», vosotros sois mis amigos porque os lo he confiado todo. ¡Aquí está el corazón que tanto ha amado a los hombres! He aquí que, cuando se tiene este don de la piedad, la vida y las prácticas de piedad son más consoladoras, se entienden bien y todo se hace con fruto y gozo.
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Ahora debemos de preguntarnos: ¿Amamos a Dios de veras como Padre? ¿Tenemos verdadera confianza en él? Hemos de amar a Dios como Padre; amar a Jesús, su Corazón sacratísimo.
¿Cómo es nuestra devoción a María santísima? ¿Cómo van las otras prácticas de piedad que hacemos? Cuando se tiene la verdadera piedad, se teme ofender a Dios, porque se le ama como Padre y no se admite el pecado venial, porque disgusta a Dios, porque es una espina que se clava en el Corazón sacratísimo de Jesús; se es delicados, se siente | [Pr 2 p. 130] el deber de la reparación de nuestra vida pasada y de las ofensas que se cometen contra Jesucristo, su Iglesia, sus ministros.
¿Cómo estamos? Cuando hay piedad, se siente pena si Jesús es blasfemado y si el domingo los cristianos no cumplen su deber de ir a misa y guardar el descanso festivo. Si se producen escándalos para los pequeños o hay desorientación en las almas, el corazón se conmueve. «Miséreor super turbam»5 decía Jesús: ¡siento compasión de este pueblo!
Tiene lugar entonces el celo como cosa espontánea. Se siente compasión de las almas y se las quisiera socorrer de todas las maneras posibles. Si uno ya no puede trabajar, tiene aún el apostolado de la oración, y lo aprecia. El «Corazón divino de Jesús»6 adquiere un sentido nuevo en los labios. Cuando hay verdadero amor a los hermanos, entonces se comprende el apostolado del sufrimiento, el apostolado del ejemplo. Tres apostolados siempre posibles en toda circunstancia en que nos encontremos, en todas las condiciones de vida.
«Miséreor super turbam!». ¡Cuántas almas que están en camino de la perdición, mueven a lástima! Resuena entonces la frase: «Da mihi ánimas; cætera tolle»,7 expresión de los santos, parecida a las que brotaron de los benditos labios de Jesús.
Oí años atrás dos expresiones. Un tal, disgustado por una pequeña ofensa, exclamó: «¡Me la pagarás!». Falta de amor fraterno, de piedad fraterna. En cambio, otro, en las mismas
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condiciones, dijo: «Rezaré más por él y trataré de ganarlo con afecto | [Pr 2 p. 131] y con los favores que podré hacerle». Piedad fraterna, esta.
Examen. Acto de dolor.8
Ahora recitemos el Pacto para pedir al Señor la gracia de cumplir nuestro apostolado con amor fraterno y de asimilar las prácticas devotas con espíritu de amor filial a Dios.
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EL DON DEL TEMOR DE DIOS1

Pediremos esta mañana al Espíritu Santo el don del temor de Dios. Este don es el último en la lista, pero constituye la base para obtener los demás dones.
El temor de Dios sirve de fundamento a los otros dones. Nos aleja el pecado y nos inclina a respetar la justicia de Dios, su majestad y bondad; a comprender y practicar su voluntad con espíritu sobrenatural. Ayer meditamos que el don de la piedad nos lleva a amar la sagrada liturgia. Quien tiene el don de la piedad, en las ceremonias no ve sólo unos movimientos; en el canto no oye sólo unas palabras cantadas con las notas; en toda la liturgia no ve solamente un culto externo, sino que en todo ve y actúa con espíritu de fe. Son actos externos que proceden de la fe interior, del íntimo amor de Dios, y que la sagrada liturgia llena de espíritu sobrenatural. Por eso es necesario que se haga con este espíritu sobrenatural, que proceda de espíritu sobrenatural, y también que lo aumente. La liturgia, cuando se la entiende bien, llena de gozo las almas.
[Pr 2 p. 132] Ahora pedimos en cambio el don del temor de Dios, que nos aleja del pecado y nos abre el acceso a la divina majestad, a la divina bondad: nos abre la puerta para acercarnos a Jesús y a María, nuestra Madre.
La Iglesia, el pasado sábado, vigilia de Pentecostés, nos ha dado a ver cómo los nuevos bautizados han llegado a ser hijos de Dios; y ahora, en el sábado de las cuatro témporas,2 se nos muestra cómo la Iglesia prepara las almas de los padres, los sacerdotes. Ellos deben alejar el pecado, combatirlo. El Evangelio nos recuerda el milagro de Jesús cuando en Carfanaún curó a la suegra de Pedro. Ahora el breviario comenta: Si Jesús curó de la fiebre a aquella mujer, «Febris nostra avaritia est, febris nostra luxuria est, febris nostra superbia est»;3 es decir: vayamos a Jesús
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para que nos cure del mal de la lujuria, de la soberbia, de la avaricia. Esta es la fiebre de la que debemos pedir ser sanados.
Dado que hoy termina la octava de Pentecostés, nosotros debemos insistir ante María pidiendo: «Con tu omnipotencia suplicante obtén para los llamados al apostolado un nuevo Pentecostés: enciende, ilumina, santifica a estos llamados al apostolado, a fin de que puedan combatir el mal y extender en el mundo el bien».4
En Oriente el canto más repetid es este: «Laudate Dóminum omnes gentes, laudate eum omnes pópuli».5 Es el grito de corazones inflamados en el mismo amor de que estaba encendido el Corazón sacratísimo de Jesús. ¡Que el pecado sea alejado! El orador6 decía con fuerza: «Mirad cuántos templos están erigidos al diablo. | [Pr 2 p. 133] Es Satanás quien domina; él ha dicho a los hombres: os lo daré todo, si arrodillados me adoráis».
Jesucristo le rechazó, pero los hombres no. Jesucristo le respondió: «Vade retro, Sátana», vete, Satanás [Mt 4,10].
Ya es tiempo de que apóstoles inflamados de amor de Dios resistan al diablo: vade retro! Desgraciadamente demasiados se han arrodillado ya, adorándole; pero está escrito: «Adorarás a un solo Dios».
¡Alejar el pecado de la tierra! Jesucristo, el Hijo de Dios, se encarnó para borrar la iniquidad.
Para borrar de la tierra el pecado, es preciso que estos apóstoles se inflamen con el fuego del amor divino, con el mismo fuego de que estuvieron repletos los apóstoles y María, orando en el Cenáculo. Pidamos todos humildemente a María que renueve este divino Pentecostés. Jesucristo prometió el Espíritu Santo: «Cuando yo me vaya, os lo enviaré desde el Padre. Él tomará de lo mío para daros la interpretación» [cf. Jn 16,9.15].
«María inmaculada...».7
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El temor de Dios podemos considerarlo en relación a los pecados de la vida pasada y respecto al futuro.
El Espíritu Santo, respecto a la vida pasada, nos infunde el arrepentimiento, el dolor de los pecados. Dolor no sólo natural, sino sobrenatural, que puede ser perfecto o imperfecto, y lo expresamos en el acto de arrepentimiento: «porque pecando he merecido tus castigos» (dolor imperfecto); éste unido a la confesión nos obtiene la misericordia, el perdón. «Y más aún porque te he ofendido a ti, infinitamente bueno» (dolor perfecto). Este dolor es capaz de obtenernos el perdón de Dios incluso | [Pr 2 p. 134] antes de la confesión, aunque permanezca siempre la obligación de acusarnos ante el confesor.
El dolor es un don de Dios. Hay quien se afana en buscar culpas y mira sobre todo al momento de la acusación. Está bien, es un deber, una condición para confesarnos bien, pues en primer lugar es necesario el examen de conciencia. Pero ante todo hay que buscar el arrepentimiento. Por una parte, pedirlo al Señor como don del Espíritu Santo; por otra, excitarse a él, considerando el gran mal que es el pecado. ¡Y pensar que a veces somos tan necios que nos reímos y bromeamos después de haber ofendido al Señor, mientras se tendría motivo de llorar!
Hay que cuidar el arrepentimiento en la confesión, pedírselo al Espíritu Santo, y llegar al dolor perfecto; las almas devotas no deberían encontrarlo difícil. ¿Cómo amaremos a Jesús, nuestro amigo, nuestro alimento, si no llegamos al dolor perfecto? Sería un dolor inicial; pero cualquier alma que ame de veras, profundamente, al Señor va más allá. Mirad a san Agustín en sus Confesiones, ¡qué actos de acusación y, sobre todo, qué actos de arrepentimiento y de proposición! ¡Y cómo cambió su vida, cuánto bien hizo en la Iglesia y en las almas después de su conversión!
En segundo lugar, el temor de Dios tiene que alejarnos del pecado en el porvenir, separándonos del pecado mediante una firme voluntad de no volver a pecar, proponiéndonos adoptar los medios adecuados. Vale poco decir: «propongo no ofenderte más». Hay que añadir: «y huir de las ocasiones de pecado».
No bromeemos, no nos engañemos: si no se usan los medios, los buenos deseos | [Pr 2 p. 135] serán ineficaces. Si no hay un buen propósito, que va siempre unido al arrepentimiento, ¿podremos estar
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seguros de tener un dolor suficiente para la confesión? En cambio, cuando se tiene una voluntad firme, resuelta, de huir el pecado, de repararlo con una vida fervorosa, entonces sí se está seguros de que hubo arrepentimiento.
Sí, hay que huir del pecado, evitar las ocasiones de pecado, según la advertencia de Jesucristo: «Vigilate et orate».8
«Vigilancia y oración». Vigilancia en los ojos, la lengua, el corazón, en todos los sentidos internos y externos. Vigilancia para huir de las ocasiones, y oración, porque ya conocemos demasiado nuestra debilidad y no hace falta probarla de nuevo. Cada cual tiene experiencia de sí mismo, ¡debe haber entendido que somos demasiado débiles! En Bombay bendije la primera piedra de nuestra casa: la primera piedra puesta debajo del lugar donde irá el sagrario. Quien hizo el discurso del acto dijo: «Está bien aquí Jesús; desde aquí nos iluminará. Para merecernos esta casa, debemos prometer que la santificaremos y, sobre todo, que nunca mancharemos de pecado los muros ni los locales. Estas paredes, en el día del juicio, hablarán de las virtudes practicadas en esta casa, de la vida religiosa que hayamos vivido en ella, del apostolado que hayamos desempeñado en ella».
Hemos de santificar las casas, alejando el pecado.
«Ab omni peccato...» (tres veces).9
¿Pedimos alguna vez el santo temor de Dios? ¿Tenemos siempre dolor de los pecados pasados? «Cor pœnitens tenete!»10 En las confesiones, ¿tenemos un arrepentimiento tal que nos asegure la | [Pr 2 p. 136] remisión de los pecados? ¿Tememos el pecado de cara al futuro? ¿Huimos de las ocasiones, rezamos? ¿O vamos a meternos en mundanidades que abren el camino a la ofensa a Dios?
Propósito.
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EL JUICIO PARTICULAR1
Retiro espiritual

Vamos a considerar el juicio de Dios y tratar de obtener de él el don del santo temor.
«Timore tuo confige carnes meas»:2 ¡que nuestro corazón tema el juicio de Dios, pero sobre todo temamos el pecado! «Deum time, sed magis peccatum time».3 Teme al Señor, teme sus juicios, pero teme más aún el pecado, que sólo puede llevarte a una sentencia penosa, a una condena.
«Deum time, sed magis peccatum time».
El juicio de Dios se cumple en un instante.
El alma se verá sola ante Dios, sola con sus obras. En el juicio de Dios puede decirse que hay abiertos dos libros: el primero es el libro de nuestra conciencia; el segundo es el libro de las gracias de Dios. Tenemos que responder de esas gracias recibidas en nuestra vida, especialmente de la vocación, que comprende el servicio perfecto a Dios, por toda la vida. Después, hay que responder de todos los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, de los dones naturales, de las buenas inspiraciones, de todas las ocasiones de bien y de todos los días que el Señor nos ha concedido vivir en esta tierra.
[Pr 2 p. 137] «Líber scriptus proferetur in quo totum continetur».4 Un libro donde está escrito, podemos decir, en la página de la izquierda las gracias que el Señor nos ha concedido y en la página de la derecha nuestra correspondencia.
Diverso será el juicio que el Señor hará de un pagano que no conoció a Jesucristo, del juicio que hará de un cristiano que sí
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conoció a Jesucristo, sus sacramentos, la Iglesia, y que recibió una buena instrucción. Diverso será el juicio de un cristiano que, por circunstancias especiales, tuvo pocos medios para conocer a Jesucristo y el camino de la santidad, del juicio de un religioso, que no podrá aducir excusas. ¿Quién tuvo más medios de luz, más instrucción, más medios de santificación? La observancia de la clausura, el uso de los sacramentos, la frecuencia a la misa, el examen de conciencia, la meditación son otras tantas gracias para el religioso; él ha recibido cien veces más respecto a un cristiano.
Sería útil que cada uno de nosotros leyera el artículo aparecido en L'Osservatore Romano: «Retorno a Pedro»,5 para comprender mejor la responsabilidad ante tantas gracias, de las que el Señor misericordioso nos ha colmado sin medida. De veras, cuando decimos «Deus cuius misericordiæ non est númerus...»,6 es como para bajar siempre la cabeza.
«Señor, conmigo no has medido tus gracias, como tampoco mediste los sufrimientos | [Pr 2 p. 138] soportados por mi redención, derramando tu sangre hasta lo último; de veras no has ahorrado en mí las señales de tu misericordia, más bien has añadido gracia a gracia, misericordia a misericordia».
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Cada gracia recibida nos debe producir dos sentimientos: reconocimiento amoroso y temor santo. Si no hemos obrado el bien, ¿qué excusa podremos alegar? Pero si lo hemos obrado, el Señor añadirá la gracia extrema: «Veni, sponsa Christi!».7 Será la gracia que corone todas las demás y ponga el sello eterno a la misericordia de Dios con nosotros.
En el juicio de Dios serán recordados en primer lugar los pecados graves: de pensamientos y deseos malos, de palabras deshonestas, de lecturas no permitidas, y los actos, las acciones... Entonces algunas almas verán aparecer cosas que habían olvidado, o callado en confesión, o que con esfuerzo insano habían intentado excusar, diciendo o que no había habido suficiente consentimiento o que la tentación era demasiado fuerte.
Ciertos pretextos no nos excusan ante el tribunal de Dios, que cumplirá un examen diligentísimo: «Omnia nuda et aperta sunt».8 Tratemos de examinarnos con escrúpulo. Cada uno debe creer en el artículo de fe: «Creo en la remisión de los pecados»; pero cuando la conciencia se ensancha, cuando con vanas excusas se cubre lo inmundo..., ante Dios no queda cubierto.
Dios escruta el corazón, penetra con su mirada hasta el fondo. Serán recordados los pecados veniales de lengua, las hipocresías más o menos graves, los pecados internos, las faltas contra la caridad; se recordarán los pecados veniales de acción, las obras que no eran santas ante Dios, y el tiempo perdido.
También se examinará | [Pr 2 p. 139] el bien hecho: las comuniones ¿se hicieron bastante bien? Las confesiones ¿estuvieron bien preparadas? ¿Bien dichas las oraciones? «Justitias judicabo»: juzgaré incluso el bien [cf. Sal 75/74,3]. Con todo, el alma que se presenta a Dios tras una vida santa, no sólo estará ante él con confianza, sino que el propio Señor le recordará el bien cumplido en cada momento: los sacrificios, los actos de obediencia, la observancia de la pobreza cada día de la vida, la caridad recíproca, el fervor de las oraciones, los deseos santos de bien, de perfección, cosas que a veces olvidamos nosotros. Hay almas que día a día acumulan el bien y añaden méritos a méritos. ¡Aquel día, todo se desvelará, y vaya premio!
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Pensemos en las excusas que trataría de dar el alma al presentarse a Dios en estado de pecado. Pero antes hemos de recordar las acusaciones.
El Señor no tiene necesidad de acusaciones, no arguye más allá de cuanto el alma lleve de mal con ella; no incrimina de lo que no se ha cometido: podría hacerlo el ángel custodio, que tantas veces ha dado inspiraciones y sugerencias, sin haber sido escuchado. Podrían acusar los confesores, los padres, los predicadores: «Nos hemos fatigado con esta alma, pero inútilmente, pues ha sido rebelde».
El alma presentará sus excusas: «Las pasiones eran demasiado fuertes». ¡Pero allí estaba la oración, y con ella podías obtener fuerza! «Recibí malos ejemplos». ¡También los tuviste buenos! Cierto, tus maestros no debían ser esas personas tibias o hasta malas; pero ¿y Jesucristo, y los santos? «Encontré tantas ocasiones para el mal». Sí, el mundo está lleno de ellas, y cuanto más iréis conociendo al mundo | [Pr 2 p. 140] más veréis que todo él está dominado por el maligno. Pero las ocasiones se podían evitar; y si no se podía porque eran ocasiones necesarias, sí podías hacerlas remotas con la oración y la vigilancia. ¿Y no tenías buenos confesores con quienes aconsejarte? ¿Y no oíste palabras santas, de buena orientación, de dirección espiritual? El inicuo se sentirá tapar la boca, pues Jesús no pide cuentas de lo que no ha dado, sino sólo de lo que el alma es responsable.
Cuando sea el caso del juicio de un alma santa, el Señor le recordará las gracias, los beneficios, los signos de preferencia, de benevolencia, y el alma probará un sentimiento de gratitud a Dios por haber tenido la fuerza de corresponder a sus misericordias. ¿Quién podría imaginar jamás el gozo, el consuelo de un alma que se presenta a Dios o inocente o purificada por la penitencia? Pensad cómo se presentó a Dios aquel santo joven, Luis Gonzaga; pensad cómo se presentó al Señor san Agustín tras una vida de penitencia.
Pensemos cómo se presentó a Jesucristo Pablo, después de haber desgastado por él todas las fuerzas hasta el final, después de haber tenido todas aquellas luces, aquellas inspiraciones, aquellas comunicaciones del Espíritu Santo. Sin duda, se presentó como un soldado que había fatigado tanto y había salido victorioso. Victoria doble: sobre sí mismo, porque también
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él había notado tantas veces los estímulos de la carne; victoria sobre el demonio y sobre el mundo, pues había reunido alrededor de Jesucristo tantas almas, obteniendo que entraran en la Iglesia.
Los lugares donde había desarrollado su | [Pr 2 p. 141] apostolado, y donde había fundado Iglesias, eran otros tantos puntos desde los que se alzaban voces a Dios y a Jesucristo: «Él ha trabajado por nosotros; ha sido nuestra luz, nuestro ejemplo, Señor; ¡le corresponde el premio del apóstol fiel!».
Y llegará la sentencia, infalible, conmensurada por la justicia y atemperada por la misericordia.
¿Qué sentencia habrá para el siervo bueno? ¿Qué sentencia habrá para el obstinado, que no quiso rendirse a las gracias del Señor? Casi no nos atrevemos a repetirla. Es la que Jesucristo predicó y preanunció: «Habéis buscado a Dios, venid, pues, al reino de mi Padre»; o al contrario: «No habéis querido que Jesucristo reinara en vuestro corazón, id, pues, lejos de mí» [cf. Mt 25,34.41].
Si no se ha querido la bendición, se tendrá la maldición eterna, que entrará en esa alma y la acompañará por toda la eternidad: «Vermis eorum non móritur».9 Pero quien busca de corazón al Señor, quien busca su gracia, quien trata de cumplir su voluntad, y de perfeccionarse día a día, recuerde la sentencia que le aguarda: «Porque has sido fiel en una breve vida (en el poco), supra multa te constítuam».10 Serás eternamente feliz. ¡Una eternidad de gozo! Sí, el trabajo que hemos de cumplir en esta tierra es poco, breve; y no hay comparación entre la fatiga que sostenemos y el premio que nos aguarda [cf. Rom 8,18].
¡Ánimo, pues!
Llega el día del examen final, el de Jesucristo. ¡Dichosos los siervos fieles! En ese tribunal todos podemos ser promovidos, y promovidos del destierro a la patria eterna.
Saquemos, pues, buen fruto de este | [Pr 2 p. 142] retiro mensual, y no sea un fruto momentáneo, sino duradero. Multipliquemos las oraciones, si nos falta la fuerza. El Señor no faltará con su gracia. Gran consolación debe anidarse ciertamente en el corazón de
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quienes son fieles a sus votos, a sus promesas. Cuando el Señor nos recibió de niños, a las puertas de la iglesia, nos preguntó: «¿Qué pides a la Iglesia?». Y respondimos por medio de los padrinos: «Pedimos la fe». «¿Y para qué te sirve la fe, qué te producirá, qué te traerá?». «Vitam æternam».11
Hay que llevar, pues, la estola bautismal incontaminada, o bien lavarla en la sangre del Cordero, para que sea de nuevo pura.
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MUERTE Y VIDA SOBRENATURAL1

La liturgia de este domingo, en la misa, nos pone delante la doctrina del Maestro divino acerca de la gracia. Nos hace considerar la muerte y la vida: la muerte, causada por el pecado; la vida, traída por la infusión del Espíritu Santo trámite el bautismo y la confesión; y los frutos de la vida. Efectivamente en el evangelio leemos la resurrección del hijo de la viuda de Naín y en la epístola consideramos los frutos de la vida, o sea los frutos del Espíritu cuando habita en nosotros; y, al contrario, los daños que nos trae la muerte espiritual, es decir la privación de la gracia.
[Pr 2 p. 143] La liturgia nos sugiere dirigirnos al Señor para pedir que en nosotros el espíritu domine siempre la mente, el corazón y el cuerpo, para que vivamos del Espíritu y no según los sentidos.
El evangelio, tantas veces oído, es de san Lucas: «En aquel tiempo Jesús fue a una ciudad llamada Naín... y resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda... El Señor se conmovió y le dijo: No llores. Acercándose, tocó el ataúd... y dijo: ¡Joven, a ti te hablo, levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre...» (Lc 7,11-16).
San Agustín dice que si aquella mujer lloraba a su único hijo muerto, la Iglesia llora a muchos hijos que han muerto en el alma. Se lloraba visiblemente la muerte visible del primero, pero nadie se ocupaba, ni se percataba de la muerte invisible de muchos. El que conocía estos muertos se ocupó de ellos, y sólo les
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conocía quien podía darles nueva vida. ¿Es que Jesús no dijo al joven: Yo te lo mando, levántate? ¿Es que no se lo devolvió a su madre? Igualmente quien ha cometido el pecado, si le toca y le espolea la palabra de vida y verdad, resucita a la voz de Cristo y se le restituye la vida. Quien se reconoce en este muerto, o sea quien se reconoce muerto por la privación de la vida sobrenatural, | [Pr 2 p. 144] constituida por la gracia, haga de manera que resucite prontamente.
San Pablo en la carta a los Gálatas dice a los compañeros de fe: «Hermanos, si el Espíritu nos da vida, sigamos también los pasos del Espíritu. No seamos vanidosos... Incluso si a un individuo se le sorprendiera en algún desliz, vosotros, los hombres de espíritu, recuperad a ese tal con mucha suavidad; estando tú sobre aviso, no vayas a ser tentado también tú...»2 (Gál 5,25-26; 6,1-10).
Así pues, debemos pedir siempre al Señor vivir de esta vida sobrenatural, para producir con nuestras obras frutos de vida eterna. ¡Infeliz el pecador! Parece ser rico; parece estar lleno de vida: «Nomen habes quod vivas et mortuus es»: te consideran vivo, te consideran lleno de vigor, en realidad estás muerto [cf. Ap 3,1].
¡Cuántas personas, débiles, enfermizas, están llenas | [Pr 2 p. 145] de vida sobrenatural, y producen frutos de vida que no caerán nunca, porque son frutos de vida eterna! ¡Y, en cambio, cuántas personas que trafican, que trabajan, que transportan pesos, tienen muerta el alma! Sus obras privadas de la gracia no les darán ninguna ventaja. «El que cultiva los bajos instintos, de ellos cosechará corrupción» [Gál 6,8]. Tenemos que pedir siempre la gracia y el aumento de gracia.
Consideremos el introito de la misa: «Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado; protege mi vida, que soy un fiel tuyo, salva a tu siervo que confía en ti; tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día» [Sal 86/85,1-3].
Señor, tu gracia pedimos; el aumento cotidiano de gracia, y los frutos del Espíritu, los frutos de la gracia; lo que dice san Pablo: «No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo, cosecharemos... Trabajemos por el bien de todos, especialmente por el de la familia de la fe» [Gál 6,9-10].
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Vamos a insistir en las palabras: «Señor, te estoy llamando todo el día»; sálvame del pecado, oh Señor, y haz que en mí viva siempre el Espíritu.
Si vivimos según el espíritu, caminemos también según el espíritu. Quien está en gracia, hace las obras de la gracia, es decir produce los frutos de aquel que es la Vida. Si Jesucristo vive en nosotros, nuestras obras serán frutos de vida eterna. Nosotros y Jesucristo juntos podemos producir frutos admirables, frutos dulcísimos ya en la tierra, y frutos de gloria eterna en el cielo. Frutos que no caerán nunca, porque no se marchitarán nunca, mientras que quien siembra en la carne, de la carne cosechará corrupción.
[Pr 2 p. 146] ¿Cómo resurgirán, al fin del mundo, quienes parecían vivos, pero, por estar privados de la gracia, estaban muertos en el alma? Resurgirán con el cuerpo marcado por sus pecados y llevarán su ignominia a la vista de todos, especialmente de Dios, de los ángeles, de los santos, de quienes eran sus compañeros en la vida y que actuaban con ellos.
Vivamos según la fe; no miremos sólo a la salud externa; no miremos solamente a la presencia material, no miremos sólo a la actividad: vivamos según la fe y estimemos los bienes sobrenaturales, que son, en primer lugar, la unión habitual con Dios mediante la fe, mediante la gracia. Luego, la fe viva, la esperanza firme, la caridad ardiente, activa, las virtudes cardinales, las virtudes religiosas: esta es la vida del espíritu.
Vivamos según la fe y no juzguemos según las apariencias. No nos engañemos. Infeliz quien cierra los ojos sobre sí mismo, se contenta de apariencias y, mientras busca crecer en salud, no cuida crecer también en gracia. Hay que crecer en edad, sí, pero juntamente en sabiduría y en gracia.
Nuestra meditación debe llevarnos al examen de conciencia. Puesto ante Dios, ¿reconozco estimar sobre todo su gracia, o los bienes externos, la salud? ¿La vida sobrenatural, o la fuerza, la robustez y belleza del cuerpo?
¿Soy acaso de quienes merecen el reproche: «Nominalmente vives, pero estás muerto»? ¿Estimo toda la doctrina de la gracia, que en teología forma un tratado preciosísimo? ¿Busco esta gracia y la considero como el mejor tesoro que un hombre pueda poseer? La gracia que hemos recibido en la
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fuente | [Pr 2 p. 147] bautismal, ¿la hemos aumentado en nosotros viviendo según el espíritu?
Hay períodos de desaliento, y todos estamos sometidos a ellos; hay tentaciones, y a todos pueden afectar; pero san Pablo nos advierte: «¡No dejéis de hacer el bien..., no os canséis!». No seamos tentación para nosotros mismos. Pensad que también vosotros podéis ser tentados como los demás; y por tanto tened compasión y amplitud de corazón con los que caen, pero sin seguirles en la caída.
Tenemos que obrar según el espíritu, para el bien. Que la jornada de hoy esté llena de méritos. Ofrezcamos al Señor todo según las intenciones con las que Jesús se inmola cada día en los altares. Todas nuestras palabras, todos nuestros pensamientos y todas nuestras acciones sean según Dios, es decir según el espíritu, de modo que cada día cosechemos frutos de vida eterna.
El necio pasa su vida inútilmente, sin ordenarla a la vida eterna; pero quien es prudente y sensato recoge a cada hora y a cada momento méritos, obrando según el espíritu, produciendo los frutos que Jesucristo quiere producir en nosotros, pues él vive en nosotros por medio de la comunión y de la unión cada vez más estrecha e íntima que cada alma debe tener siempre con él.
¿Qué nos proponemos para esta jornada? Los propósitos del examen de conciencia, los propósitos de la confesión o del retiro mensual, renovémoslos en este momento. Renovémoslos en nuestro corazón, y cada cual los pronuncie de nuevo con la lengua que acaba de tocar la carne inmaculada de Jesucristo.
E invoquemos a María, nuestra Madre, y Madre de la divina gracia.
[Pr 2 p. 148] Si la conciencia nos remuerde, recordemos las palabras de Jesús al joven que había muerto: ¡Joven, a ti te hablo, levántate!.
¡Hay que levantarse de aquella tibieza, levantarse de aquella muerte espiritual, y vivir en Cristo!
Renovemos nuestro Pacto con el Señor, para que nos hagamos cada vez más sensatos y estimemos el gran tesoro de la gracia, de modo que este gran talento pueda producir en nosotros abundantísimos frutos para la vida eterna.
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HUMILDAD Y EXALTACIÓN1

Antes de empezar a predicar se acostumbra decir un avemaría. ¿Por qué se prefiere esta oración antes de meditar y escuchar la palabra de Dios?
María no sólo nos dio a su Hijo en modo físico, sino que lo da a toda alma. La comunicación de Jesús a cada alma acaece, particularmente, por el conocimiento y la fe en el Hijo de Dios encarnado, fe en su Evangelio. María es quien debe hacernos conocer al Hijo y comunicarlo al alma por medio de la fe y del amor. Ser verdaderamente de Dios, amar al Señor, significa sobre todo unirnos a Jesús por medio de la mente y del corazón, para estar luego unidos en la vida. María hace que conozcamos a su Hijo. Como decía san Epifanio:2 Ella nos da a leer el | [Pr 2 p. 149] libro eterno, que es el Verbo de Dios, el Hijo de Dios encarnado.3
Invoquemos a María especialmente ahora cuando tratamos de comprender una verdad algo más difícil, con la que se cierra el paso evangélico propuesto hoy por la Iglesia. «Quien se ensalza será humillado, quien se humilla será ensalzado» (Lc 14,1-11).
Si de veras nos amamos, debemos humillarnos; si nos odiamos, entonces nos abandonaremos al orgullo, al capricho, a nuestros antojos.
La humillación está justo en esto: ser privados del sumo bien que es Dios. Cuando el Señor deja que un alma caiga en la ignorancia de Dios, en la obstinación, en la ceguera de la mente y en la dureza del corazón, es cuando el alma queda profundamente humillada, porque está privada de Dios, de la vida sobrenatural y, consiguientemente, puede temer en serio la perdición eterna.
Mirad cómo son castigados estos orgullosos fariseos y estos doctores de la ley, que pretendían dictar a todos lo que debían hacer, creyéndose los únicos intérpretes de la palabra de Dios. Se oponían a Jesús, considerándole un nuevo doctor, un doctor
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joven que pretendía traer una ley nueva; y no sabían captar ni lo que acaecía ni lo que experimentaban, o sea ni los prodigios de Jesús ni la sabiduría de su palabra, que confirmaba la ley antigua y venía a cumplir cuanto en ésta se había prometido.4
[Pr 2 p. 150] Le miraban siempre de reojo, para ver si de alguna manera podían acusarle. Agudizaban continuamente sus oídos para ver si en sus palabras podían encontrar una sílaba no perfectamente conforme con la Escritura.
No le quitaban ojo porque era sábado, y querían ver si osaba transgredirlo en algo... Aquellos fariseos, aquellos doctores de la ley afirmaban que el sábado era día de descanso, y condenaban, por el sábado, incluso las obras de caridad. Luego, ellos, en práctica, actuaban muy diversamente de como enseñaban... Aun en sábado | [Pr 2 p. 151] ponían en acto todos los medios para sacar al asno o el buey del pozo o cisterna donde hubiera caído. A eso no podían replicarle, para no autocondenarse.
Entonces Jesús pasó a fustigar directamente su orgullo y, observando cómo los convidados elegían los primeros puestos, empezó a decirles: «Cuando alguien te convide a una boda, no te sientes en el primer puesto... a revés, ve a sentarte en el último puesto» [cf. Lc 14,8.10].
Elegían los primeros puestos, los querían; y eso sucedía justo aquel día de sábado. Pero Jesús dijo: «Ve a sentarte en el último puesto, pues quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado».
[Pr 2 p. 152] La exaltación está especialmente en esto: acrecer nuestra fe, acrecer nuestro amor a Dios; así se posee el sumo bien, y con el sumo bien la paz de espíritu, los méritos para la vida eterna, una vida serena en la tierra, una muerte acompañada de gran confianza y la exaltación definitiva, eterna, en el paraíso.
Jesús se humilló hasta la muerte de cruz; por eso Dios le exaltó: en el cielo está sentado a la derecha del Padre [cf. Flp 2,8-9].
Y tal es la historia de toda alma que ama de veras a Dios y se mantiene humilde. Cuando nosotros nos encumbramos, el Señor se encarga de abajarnos, y si bien no nos mandará humillaciones positivas, nosotros mismos nos volveremos pobres, míseros, porque a quien le falta Dios ¿no es el más pobre? Y quien tiene a Dios, ¿no es el más rico?
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Los fariseos se exaltaban y quedaron sin la luz; no reconocieron a Jesucristo, y el Señor los abandonó a su ceguera: después de tantas invitaciones y de tantos prodigios como había obrado ante ellos. «Aunque no me creáis a mí, creed a las obras» [Jn 10,38]. ¿Quién más infeliz que ellos? En cambio, los pescadores, los campesinos, aquella gente humilde que corría en pos de Jesús, escuchando su palabra y admirando los signos, obtuvo la redención: «Dedit eis potestatem filios Dei fíeri».5 Pasan a ser hijos de Dios, o sea herederos de la eternidad, coherederos de Jesucristo.
La ceguera de la mente y la dureza del corazón son la más grande humillación. Pero cuando uno llega a la ceguera de la mente y a la dureza del corazón, se cree más sabio que los demás, y los desprecia. Desprecia en especial a los buenos, a los sencillos que aman a Dios, obedecen con gusto y están henchidos de caridad. Cuando uno es duro | [Pr 2 p. 153] de corazón, no se encuentra ni motivo ni medio de llamarle la atención, no hay ya un punto de apoyo para reconducir el alma al buen camino y auparla de su postración. ¡Infelices! Hay que rezar por ellos.
Quien busca, en cambio, el último puesto, es encumbrado por Dios. Pero no nos quedemos en una consideración demasiado abstracta: hay que decir que quien es humilde es caritativo con todos; quien es humilde es también obediente. Vamos, con todo, a indicar un solo punto: la humildad en la oración.
La humildad y la confianza son los dos elementos que esencialmente constituyen la oración, los dos pies en que la oración se apoya. El orgulloso no reza bien; el orgulloso no piensa en sus necesidades, no está persuadido de tenerlas. El humilde es como la santísima Virgen, omnipotente: una omnipotencia suplicante, orante. Los que son de veras humildes son poderosos, porque su reconocida debilidad les hace potentes ante el corazón de Dios. El propio Dios se inclinará y les exaltará dando fruto a su vida y apostolado. Y cuando hayan pasado una vida bendecida por Dios y repleta de méritos, se sentirán decir: «Veni, sponsa Christi»; «Euge, serve bone et fidelis, intra in gaudium Domini tui».6 Porque
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has sido fiel por poco tiempo y en cosas pequeñas, aquí tienes un gran premio, un premio eterno.
En la eternidad veremos recluidos en los abismos profundos del infierno a los ángeles rebeldes, orgullosos: Lucifer, que pretendía ser igual a Dios, y con él todos los orgullosos, que no se inclinaron a Cristo, a la verdad, y no supieron orar porque estaban llenos de sí mismos. Y quien se exalta y se cree algo «cum nihil sit, ipse se seducit», siendo nada, se engaña.
[Pr 2 p. 154] La humildad lleva a rezar con devoción, inclinando la cabeza, invocando luz, fuerza, los dones del Espíritu Santo: la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la piedad, el temor de Dios.
El humilde obtiene siempre un aumento de las virtudes teologales y de las virtudes cardinales, más un crecimiento de los dones del Espíritu Santo. Atesora en vida. Puede ser un pobrecito descalzo, puede ser un analfabeto, puede estar enfermo o incluso abandonado de todos; pero él posee a Dios y es el más rico de todos. Dios pensará en exaltarle.
Veamos si tenemos el verdadero espíritu de oración, si estamos convencidos de nuestras necesidades. Si uno tiene algún don, debe estar convencido de ser deudor ante Dios, a quien hemos de servir tanto mejor cuanto más numerosos sean los talentos de los que tendremos que rendirle cuentas.
Uno de los mejores clérigos que he conocido en mi vida, el primer día, regresando de las vacaciones al Instituto dijo: «Me he alegrado esta tarde y he adquirido confianza, porque hemos comenzado el año con el primer misterio gozoso, el misterio de la humildad de María; humildad que le mereció la exaltación de ser Madre de Dios. Misterio de la humildad del Verbo, que se hizo carne, cuando María dijo: Ecce ancilla Dómini. El Hijo de Dios, haciéndose carne, sufrió las mayores humillaciones, seguidas luego de otras humillaciones más visibles, más claras, externas, por las cuales recibió la exaltación que ahora tiene en el cielo». Aquel clérigo tenía razón. Han pasado al menos cincuenta años, pero lo recuerdo como si fuera ahora, y sus palabras me sirvieron de meditación para muchos días.7
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[Pr 2 p. 155] ¿Oramos con humildad? ¿Nos reconocemos una nada, pecadores, débiles y por tanto continuamente necesitados de la fuerza de Dios, de su luz, de sus consuelos, de los dones del Espíritu Santo?
Propósito. Consideremos cómo oraba María, con qué humildad. Consideremos a Jesús en el huerto de Getsemaní, con la cabeza inclinada hasta la tierra, ante la majestad de Dios.
Vamos a pedir la gracia de rezar con humildad. ¡Qué gran gracia!
«Jesús Maestro, acepta el pacto...».8
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Retiro mensual
LA INMACULADA

1ª Meditación
LA NECEDAD DEL PECADO1

Pongamos este retiro mensual bajo la protección de María inmaculada: ella nos ilumine, conforte, asista y prepare a celebrar bien la Navidad.
En 1854, el 8 de diciembre, Pío IX2 en presencia de muchos cardenales y obispos definía solemnemente: «Es doctrina revelada por Dios, que María santísima, por los méritos previstos de Jesucristo, fue preservada del pecado original». Esta definición llenó de gozo al mundo, y María mostró complacerse del acto del Vicario de Jesucristo, porque, cuatro años después, aparecía en Lourdes y, a santa Bernardita3 que quería conocer el nombre de la aparición, le respondió abriendo las manos y juntándolas hacia el cielo: «Yo soy la Inmaculada Concepción».
[Pr 2 p. 156] El Papa4 nos invita a celebrar el gran acontecimiento de la definición con especiales oraciones y especiales prácticas a lo largo de todo el año que va del 8 de diciembre de 1953 al 8 de diciembre de 1954, el llamado «Año Mariano».
Qué es un Año Mariano se entiende fácilmente si se considera lo que es el mes de mayo, que cada año dedicamos a María. El Año Mariano es como un año en el que se repite doce veces el mes de mayo; o sea que son doce meses en los cuales realizamos los actos, obsequios y prácticas que, en los años ordinarios, realizábamos en honor de María santísima en mayo.
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¡María toda hermosa y toda inmaculada! «Tota pulchra es, María, et mácula originalis non est in te!».5
Esta alabanza dice dos cosas: que María es la sin culpa, o sea sin pecado, ni siquiera el pecado original, con el que todos nacemos, siendo necesario para borrarlo el santo bautismo, que hemos recibido al principio de la vida, cuando no conocíamos aún el beneficio que Dios estaba concediéndonos, haciéndonos sus hijos, herederos del paraíso, adornados de la gracia, provistos de dones sobrenaturales.
María no tuvo necesidad de este sacramento, porque ella, desde el primer momento de su existencia, estuvo inmune de culpa: entre todos los hijos de Adán y Eva, ella es la única creatura con esta exención. Si la humanidad toda naufragó en la culpa, María fue la nave que flotó sobre las ondas del mar, sin que éstas pudieran sumergirla. ¡Cuánta razón hay para cantarle a María las más bellas alabanzas, y cómo cabe entender las palabras que le dijeron: «Bendita tú entre las mujeres»! [Lc 1,42].
Bendita entre todas las creaturas, | [Pr 2 p. 157] concebida sin pecado original. ¿Y por cuál motivo? Porque María debía ser como el sacro copón donde iba a habitar el Hijo de Dios encarnándose: «Ut dignum Filii tui habitáculum éffici mererétur».6 El Hijo de Dios no quería nacer de una madre sobre la que, aunque fuera sólo por pocos instantes, el demonio hubiera tenido algún dominio, como sobre todos cuantos nacen con la culpa original.
El primer obsequio a María será este: odio al pecado. El primer obsequio para celebrar bien el Año Mariano será este: honrar a la Inmaculada, conservándonos inmaculados, limpios de culpa.
Para que María pudiera recibir a Jesús en su seno, fue preservada de la culpa; y nosotros, para ser acogidos por esta Madre y bendecidos en este Año Mariano, debemos alejar la culpa. Y para ser conducidos a Jesús y bendecidos por él, debemos, de nuevo, alejar el pecado.
¡El pecado! ¿Qué es el pecado? Es una rebelión contra Dios. El pecado es una ingratitud a tan grande bienhechor; pero quizás
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entendamos mejor esto: el pecado es una locura, una ruina para nosotros.
Es un mal, el verdadero mal que nos puede caer en la vida. El pecado es una locura, pues ¿qué pierde quien comete el pecado? ¿Qué se merece quien cae en pecado? ¿Cuáles son las consecuencias del pecado? El pecador con su acto de necedad pierde, ante todo, a Dios, se separa de él, le vuelve la espalda, da la espalda al paraíso. Dios es el supremo bien, es la eterna felicidad, y el pecador, por una satisfacción de nada, renuncia al cielo, al paraíso que nos aguarda. ¡Qué hermoso puesto nos aguarda! | [Pr 2 p. 158] Allí los ángeles vestidos cándidamente, los mártires, los confesores, los apóstoles y los vírgenes alaban a María, cantan a Jesús. Pero el pecador con su acto insano se cierra el cielo, renuncia a él. ¡Esta es la patria a la que renuncias; esta es la felicidad que te aguarda y a la que tú has abdicado! Si dejas a Dios, sumo bien, ¿qué tendrás? Serás un pobretón, un miserable y un infeliz.
El pecado, además, hace perder los méritos de la vida pasada. Dice la Escritura que, si el justo se aleja del camino de la justicia, de la santidad, y peca, todo el bien que había hecho antes no se tendrá en cuenta: «Non recordabuntur omnes justitiæ quas fécerat».7 En efecto, si esa alma, al comparecer ante el tribunal de Dios, es condenada al infierno, ¿podrá allá abajo gozar de algún modo del fruto de las obras pasadas? En vuestra juventud, en los años transcurridos, habéis acumulado ya muchos méritos: oraciones rezadas, sacramentos frecuentados, deberes cumplidos, oficios de toda clase; pero aun cuando tuviéramos los méritos de un san Luis, si después pecamos, no se tendrán en cuenta.
¡Qué necedad es el pecado! Suele repetirse la palabra de aquel hermano infeliz, que por un plato de lentejas se privó de los grandes derechos de la primogenitura [cf. Gén 25,29-34]. Renunciando a ser hijo de Dios, te haces hijo de Satanás y sufrirás su propia suerte, si no piensas rehacerte como hizo el hijo pródigo y como Jesús te ofrece la ocasión por medio de la santa confesión.
El pecador se vuelve asimismo incapaz de merecer; aunque fueran muchas las obras buenas y grandes los sacrificios hechos para rezar, para cumplir los deberes de la jornada, todo ello nada merecería; incluso estando en misa, mientras hay pecado en
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el alma, no se ganan méritos. Es necesario quitarlo, recuperar la amistad de Dios. | [Pr 2 p. 159] Porque el ramo seco, separado del árbol vital, no puede ya dar frutos.
El pecado, en fin, hace perder la paz del alma. Con Dios se está bien; pero sin Dios, ¡cuántos pesares!
Caín es un ejemplo. Hace poco tiempo leíamos en el periódico que un hombre, en un acto de cólera, había matado a un niño, que le había hecho un desaire de nada: la ira le cegó y disparó contra el niño. No le descubrieron, pero él sentía en sí tal remordimiento y tal pena que, al cabo de algunos meses, para acabar con la desazón fue a entregarse a los policías, diciendo que si había cometido un gran delito, quería pagar la pena y poner en paz su alma.
Yendo a la cama en pecado, ¿hay paz? Una voz te grita: «¿Y si murieras así, si esta noche pasaras de la cama a la eternidad, qué eternidad te encontrarías, el paraíso o el infierno?». Cuando aquel señor de la parábola evangélica, habiendo hecho una cosecha abundante, se decía: «tengo los graneros llenos, las bodegas repletas, mucho dinero, puedo estar en paz y gozar de estos bienes», en el silencio de la noche se dejó oír una voz potente: «Insensato, esta misma noche morirás. Lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser?» [cf. Lc 12,16-21].
El pecador es un necio, un hombre sin conciencia: se condena al infierno. Esa condena la ha firmado él, la ha querido, la ha escogido en conciencia, sabiendo lo que hacía.
Y si no se ejecuta enseguida la condena, es porque el Padre celestial usa misericordia con su hijo, espera que entre en sí mismo y reemprenda la senda que le conduce a la casa paterna. Pero entre tanto, este pecador camina sobre el borde del infierno. Basta una desgracia, una enfermedad, tal vez una muerte improvisa, ¿y qué será de él?
[Pr 2 p. 160] Cuando se está a la muerte, el pecado es como una serpiente que muerde el corazón. Hemos de pensar en ese momento, cuando pasaremos de esta vida a la otra. ¿Qué recuerdos tendremos entonces? Quien ha obrado rectamente recordará el bien cumplido; ¿pero cómo se encontrará el pecador? Él espera: «Me confesaré». Pero ¿y si no tienes tiempo? Justo esta mañana leíamos en el periódico que treinta personas perecieron en la caída de un avión.
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Si la muerte llega improvisa, y aunque no sea así, ¿merece el pecador que el Señor le tenga misericordia, cuando él la ha rechazado tantas veces? Cierto, la misericordia de Dios nos acompaña hasta el último suspiro; pero la vida de ese tal ¿ha merecido para sí la misericordia de Dios? «Me confesaré», ¡pero se requiere el dolor! Y quien ha amado el pecado, ¿se arrepentirá entonces tan fácilmente?
El pecador bromea al borde del precipicio entre salvación y perdición eterna. Si preguntáramos a quienes ya se han perdido y están allí llorando desesperados cómo se perdieron, si al menos en esta tierra gozaron de paz y alegría, qué bienes les reportó el pecado, o si, en fin de cuentas, sufrieron más pecando que haciendo el bien, ¿qué responderían? Lo dice san Bernardo repitiendo, casi a la letra, las palabras de san Agustín: «Baja frecuentemente con el pensamiento al infierno mientras estás vivo, para no bajar después de tu muerte».
Acerquémonos a la inmaculada Madre de Dios, y decidamos dos cosas en este retiro mensual:
1) aversión del pecado, si ya lo hemos cometido;
2) propósito de pasar un año sin pecado.
Y empecemos el año vestidos cándidamente. Así es como podemos acercarnos a la inmaculada Madre de Dios y Madre nuestra, María.
[Pr 2 p. 161] Buen examen de conciencia, vivo dolor, firme propósito; luego comencemos el Año Mariano con buenos rosarios, con súplicas a María nuestra Madre, para que al menos este año, que debemos pasar de modo especial cerca de ella, sea blanco, sea el año de la inocencia, merecedor de especiales bendiciones sobre las vocaciones y sobre nuestra vida.
Ahora invoquemos la bendición de Dios y pidamos al Señor llegar a ser sensatos.
El pecado es el gran mal, el verdadero mal; por tanto demos de detestarlo y huirlo para siempre, evitando las ocasiones y orando. Al mismo tiempo pidamos a María que ninguno de los Hijos e Hijas de San Pablo caiga en culpa durante el año. ¡Que seamos inmaculados todo el año!
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2ª Meditación
UN AÑO CON LA INMACULADA1

Uno de los actos más simpáticos que ha realizado el papa reinante Pío XII es el haber proclamado, con la encíclica «Fulgens corona», este Año Mariano. Se ha producido un despertar de obras e iniciativas en todo el mundo. De un cabo al otro de la tierra se cantan alabanzas a María. Parece que este año, más aún que en los años ordinarios, María puede decir: «Me felicitarán todas las generaciones» [Lc 1,48]. Sí, todas las generaciones, hasta el final de los siglos. En uno de los cantos decimos: «Tota pulchra es, María».2 María no fue manchada por la culpa actual y ni siquiera por la culpa original. Nosotros hemos tenido la desgracia de nacer con la culpa original: ¡al menos no vayamos, en lo sucesivo, cometiendo pecados personales voluntarios! | [Pr 2 p. 162] ¡Antes la muerte que el pecado! Y quien quiere acceder a María, purifíquese.
«Tota pulchra es, María»: María es toda hermosa, porque en su inmaculada concepción no sólo estuvo exenta de la culpa, sino también adornada de todas las virtudes. Éstas, aun quedando de momento escondidas, se desarrollaron gradualmente en su corazón, y su vida fue como un día siempre creciente de luz y de calor, como nota el Papa, hasta llegar a un ocaso maravilloso, fulgurante, de una luz eterna. María, asunta en cuerpo y alma al cielo, tuvo el privilegio de la triple corona recibida de la Sma. Trinidad.
La inmaculada Concepción es como el alba radiante, y la Asunción corporal de María al cielo es como el ocaso triunfal, eterno. Allá en el cielo el Hijo se sienta a la derecha del Padre y María está a la derecha del Hijo, en triunfo eterno. Su alma en el primer instante de la existencia quedó penetrada por la gracia de Dios; una gracia plena, en vista del oficio a que estaba destinada: Madre de Dios y Madre de los hombres.
Durante la existencia de María no hubo ni un instante en que el demonio haya prevalecido sobre ella. El demonio intentó acercársele,
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pero ella le aplastó la cabeza: «Ipsa cónteret caput tuum».3 Y en esto María adquirió un derecho o, si queremos decir así, una misión para preservar siempre del pecado, para aplastar siempre la cabeza a Satanás cuando éste ronda a sus devotos. «María, eres la salvación del alma mía», es el grito que debe brotar de nuestro corazón en toda tentación. «¡Haznos santos!».
El alma de María estuvo repleta de fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza y templanza; todas las virtudes morales adornaban su corazón. Si en Lourdes declaró: «Yo soy | [Pr 2 p. 163] la inmaculada Concepción», en Fátima precisó, casi, su definición, invitando a orar a su Corazón inmaculado. Corazón inmaculado, sin mancha; corazón humildísimo, fervorosísimo, mansísimo, ardentísimo.
En el último viaje que he tenido que hacer, semanas atrás,4 con un breve desvío fui a celebrar la misa a Lourdes, ante María santísima inmaculada; e igualmente desde Oporto a Lisboa, desviándose un poco, se llega a Fátima. Recé y dije la misa por todos vosotros, por toda la Familia Paulina. ¡Sed inmaculados este año, inmaculados siempre, pero especialmente este año!
María posee toda virtud. Pero las madres se muestran ufanas y altamente complacidas cuando ven sus propios rasgos reproducidos en el rostro de sus hijos. Pues así María se complace cuando ve en nuestra alma rasgos de su alma, es decir, cuando ve reproducidos en nuestra mente sus pensamientos altísimos, santísimos. «Santa en la mente, en la voluntad, en el corazón». Por eso el Papa dice: ¡Imitad a María!
Seamos semejantes a ella, y María mirará siempre con particular agrado a niños, jóvenes y adultos que reproducen en sí sus rasgos espirituales.
Yendo a detalles, notaremos dos puntos:
El primero nos lo ha puesto delante el Papa en la encíclica «Fulgens corona».
En Caná de Galilea, a mitad del banquete, faltó el vino. Y María, siempre atenta a todo y, por razones especiales, particularmente
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en aquel momento, se dirigió a Jesús y le hizo una petición [cf. Jn 2,1-5]. El corazón de Jesús y el corazón de María se comprendían muy | [Pr 2 p. 164] fácilmente: «Vinum non habent».5 La respuesta fue altísima. María comprendió cómo Jesús la escuchaba, cuando se dirigió a los sirvientes y les dijo: «Cualquier cosa que os diga, hacedla». Ahora, dice el Papa, parece que María nos repite lo mismo. «Haced lo que os digan»: lo que quiere Jesús y quieren vuestros superiores. ¿Y qué quiere Jesús, y qué quieren vuestros superiores, si no vuestra santificación, es decir, que aquí en la tierra cada cual siga los ejemplos de María, y los ejemplos de Jesús, y llegar después a la patria dichosa donde todos estamos llamados? En primer lugar, lo que Jesús desea de nosotros es lo que en nombre de Dios nos enseñan los superiores, los maestros, tanto si concierne al espíritu como al estudio o al apostolado o a la buena educación o al orden; en fin, todo cuanto enseñan.
Tratemos pues de examinarnos sobre las consecuencias que dependen de este principio, y sobre las aplicaciones del mismo.
¿Secundamos a los superiores y a los maestros? ¿Se aceptan las cosas que enseñan, y se aceptan bien? ¿Se acepta bien lo tocante al espíritu, las virtudes, la vida religiosa? ¿Se acepta bien lo relativo al estudio? ¡Hay que avanzar en el saber y en la escuela!
¿Se sigue de buena gana lo que el maestro dice, dependiendo gustosamente de él? ¿Se acepta y se sigue de buena gana lo concerniente al apostolado? ¿E igualmente lo tocante a la buena educación, la formación natural y sobrenatural? Queda englobado todo: «Cualquier cosa que os diga, hacedla». Es el consejo de María.
Segunda aplicación: está bien que este año adornemos la estatua y los cuadros de María con flores; pero bien sabemos que a ella | [Pr 2 p. 165] le agradan particularmente las flores espirituales. Por tanto, este año vamos a entretejer esas flores que siempre pedimos: que María haga florecer en nuestras Congregaciones la rosa, el lirio, la violeta, de modo que nuestros corazones, alrededor del altar de Jesús y de María, sean como flores, y que le
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ofrezcamos cada una de ellas todas las mañanas. ¡Que en nuestro corazón vayan juntas la azucena, la rosa y la violeta!
¡Oh!, el hermoso lirio que es María, el lirio que alegra a la Sma. Trinidad, el lirio que perfuma el paraíso, el lirio entre las espinas: cuantos se acercan a ella sienten la fragancia y quedan edificados. El lirio de la pureza, que hace noble al hombre asemejándole a los ángeles. El lirio que asegura una vida gozosa; un corazón siempre virgen y siempre enérgico. Un lirio que es el honor de la juventud y consuelo y fortaleza en la virilidad, porque crece entre las espinas.
Hay que estar vigilantes en los ojos, los compañeros, las lecturas y la fantasía, pero antes aún en los pensamientos y el corazón. Pensamientos y corazón van en primer lugar, porque las obras seguirán a los pensamientos y los sentimientos, acabando con manifestarse en los hechos.
Luego, hemos de ofrecer a María y rogarle que haga florecer rosas de caridad: amor a Dios, comuniones fervorosas, buenas visitas al Smo. Sacramento, amor al prójimo, delicadeza, espíritu de sociabilidad, corazón amplio que dé espacio a todos los hombres, un corazón modelado sobre los Corazones santísimos de Jesús y de María. Quien no ama, quien es egoísta, ¿cómo podría agradar al corazón de Jesús y al corazón de María? Pidamos que crezca siempre en nosotros la caridad.
Ofrezcamos a María la violeta que simboliza la humildad, manifestada en la dependencia y la obediencia. Pero que sea humildad interior: | [Pr 2 p. 166] «Aprended de mí que soy sencillo y humilde» [Mt 11,29].
Este año, pues, entrelacemos estas tres hermosas flores agradables a María; ofrezcámoselas siempre a ella. Todas las mañanas, al entrar en la iglesia, hemos de poder presentar con sinceridad nuestros corazones a María: «Aquí los tienes, están marcados con el lirio, con la rosa, con la violeta». Supliquemos a la santísima Virgen para que cada día podamos repetir esto con sinceridad. ¡Lejos Satanás, lejos el pecado, florezca la virtud!
Ahora nos recogemos ante María haciendo el acto de consagración a ella. Sí, el acto de consagración de la mente, del corazón, de la voluntad y de la vida entera; y por medio de María nos consagramos a Jesús.
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3ª Meditación
SANTIFICAR EL AÑO MARIANO1

Hoy es la gran vigilia en preparación al día solemne en que recordamos las grandezas de la inmaculada Concepción. Sobre nuestro altar está esculpida la imagen de María como la ideó la Sabiduría de Dios; como Reina de la creación, la creatura «hermosa».2
En el introito de la misa de hoy se dice: «Cuantos teméis a Dios, escuchad: voy a contar las cosas que él ha hecho por mí». Y la humanidad responde: «Aclamad al Señor, tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria» [cf. Sal 66/65,1-2]. Mañana leeremos en la misa: | [Pr 2 p. 167] «Exaltabo te, Dómine, quoniam suscepisti me, nec delectasti inimicos meos super me»: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí [Sal 30/29,2].
Los enemigos, es decir el demonio y el pecado, no pudieron obtener victoria sobre María y no pudieron alegrarse. La misa nos ofrece, luego, la epístola tomada del libro de la Sabiduría: «Como vid hermosa di frutos de suave olor, y mis flores dan frutos de gloria y de riqueza...» [Si 24,17-21].3 Los elogios aplicados aquí a la Sabiduría se refieren a María.
Esta mañana vamos a considerar dos puntos: 1) Las gracias que hemos de pedir a María este año; 2) los obsequios que hemos de hacer a María durante el Año Mariano.
El santo padre Pío XII da una larga lista de gracias que pedir a la Virgen. El Papa quiere que se ruegue:
- En primer lugar, por la Iglesia: «semper pro libertate et exaltatione sanctæ Matris Ecclesiæ»,4 como decimos en el oremus después de la misa. Tenemos que orar por la Iglesia, que sufre en tantas partes, y orar por cuantos sufren por el nombre santo de Dios y por su unión con la Iglesia católica: los cardenales,
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los obispos, | [Pr 2 p. 168] todos los sacerdotes perseguidos, para que den testimonio a Jesucristo y a su Vicario.
- Por la paz del mundo, obstaculizada de tantas maneras. ¡Hay demasiados intereses contrastantes! Los hombres no saben saborear y gustar los frutos de la paz, esos frutos y esa paz que Jesucristo, él, el Rex pacíficus,5 ha traído al mundo. «Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ésos les va a llamar Dios hijos suyos» [Mt 5,9]. ¿Y los demás? Roguemos por ellos para que sienten la cabeza y estén todos concordes en el trabajo por la paz: una paz que no nos lleve a buscar sólo el goce de los bienes terrenos, sino una paz en la cual, con tranquila conciencia, sirvamos mejor a Dios. Frecuentemente, en los largos períodos de paz, los hombres se han abandonado a desórdenes. Es una historia larga, ésta, y la historia del pueblo hebreo nos la recuerda.
- Por la conversión de los pecadores; por la juventud, para que conserve la inocencia; por los adultos, para que sean fuertes en el servicio de Dios. Por los viejos, para que se alegren y puedan hacerlo con razón en fuerza de una vida bien empleada.
- Por la unión de las Iglesias. ¡Cuántos son los cismáticos y cuántos los herejes que se han alejado de la casa paterna o, mejor, de la casa materna, la Iglesia!
- Por nuestras necesidades particulares, para que en cualquier parte donde María tiene hijos, éstos sean un jardín de lirios, de rosas y de violetas, de quienes el Maestro divino pueda siempre complacerse y de quienes la santísima Virgen sea cultivadora, como celeste jardinera.
- Por cada uno de nosotros. Por el estudio, para que florezca cada vez más. Por el trabajo interior de todos: trabajo de santificación, de corrección y de conquista de las virtudes. Por el apostolado, para que esté siempre mejor a | [Pr 2 p. 169] servicio de la Iglesia, a servicio de las almas, pues somos deudores a todo el mundo. Hay que rezar para que todos, de los más pequeños a los mayores, secunden la buena formación que se les da; para que todos comprendamos que la vida paulina consiste en vivir el cristianismo más integralmente, vivirlo como lo predicó el Maestro divino Jesucristo, vivirlo según el ejemplo de la santísima Virgen, imbuirlo del espíritu de san Pablo.
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¿Qué haremos para santificar el Año Mariano?
Son necesarias particularmente cuatro cosas:
1. Conocer cada vez mejor a María. En numerosos lugares ya se estudia el Catecismo Mariano,6 entre los pequeños, para que durante este año se conozca mejor a la Virgen. Luego, después del Catecismo Mariano, A la Escuela de María,7 y todos los otros libros sobre la santísima Virgen que estábamos acostumbrados a leer, especialmente en el mes de mayo. Una vez, cuando se iba al salón de estudio, cada cual sacaba del pupitre Las Glorias de María8 y leía una página o página y media. En un año se lograba leer enteramente los dos volúmenes. ¡Y cuánto bien he visto que producía esto! Conviene instruirse siempre más sobre María, particularmente los días en que se celebra una fiesta suya. No cabría llamar Año Mariano si en la jornada no hubiera algún minuto para recurrir de modo especial a María.
2. Imitar a María. Cada uno practique sus propósitos a ejemplo de María. A ejemplo de María la humildad; a ejemplo de María la obediencia; a ejemplo de María la piedad; el propósito principal practicarlo a ejemplo de María.
Ciertamente la imitación más profunda la hacen | [Pr 2 p. 170] quienes viven la vida de unión con María. Esta es la forma más elevada y más santificante de nuestra devoción a María: vida de unión; unidos a María para vivir enteramente de Jesús. El bonito libro que se publicó hace unos años y que ahora se ha traducido en diversas lenguas, puede ser muy instructivo.9
3. Rezar a María. Nosotros disponemos de la hermosa coronita del sábado a María,10 tenemos las oraciones «María inmaculada» y «Acto de consagración a María»;11 en el Libro de las
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las Oraciones se han recogido los más hermosos cantos a María, basta escoger uno de ellos. Está siempre bien, en el Año Mariano, cuando toda la familia se reúne aquí y se empieza todos juntos la jornada con la oración más social de todas, la santa misa, dirigir nuestro primer saludo a María con un canto, particularmente de los que la saludan como Inmaculada o Reina de los Apóstoles.
Para rezar a María decir bien el ángelus, mejorar los rosarios, sentir el gozo de esta devoción el sábado, en particular el primero del mes. Y luego, penetrar en el espíritu de la Iglesia, cuando se celebran fiestas marianas, casi una veintena en el curso del año extendidas a toda la Iglesia más otra veintena pro alíquibus locis.12 E invocar a María en nuestras jaculatorias durante el apostolado, en el tiempo de estudio, cuando nos recogemos un instante y a lo largo de toda la jornada. Hay jóvenes acostumbrados ya a santas industrias para recordar a María en el curso del día.
Pensemos en las personas que son para nosotros maestras y ejemplares en esta devoción.
4. Dar a conocer a María. Es muy bueno el propósito | [Pr 2 p. 171] que hicieron en los Ejercicios las propagandistas: llevar cada día por lo menos un libro sobre la Virgen y distribuirlo, ofrecerlo. Es un obsequio precioso.
Y si en el transcurso del año tenéis que componer algún libro sobre María, pensad que cada carácter tipográfico, cada pase de la máquina, cualquier trabajo en la encuadernación o en la propaganda es un obsequio ofrecido a María: ¡haced apostolado mariano!, pues «qui elúcidant me vitam æternam possidebunt».13
Hay que estudiar bajo la protección de María, levantando la mirada de vez en cuando a su imagen; asimismo el apostolado, repitiendo cada tanto jaculatorias a su nombre. Y ofrecer a María el trabajo de piedad y el trabajo interior: toda la jornada pase «sub tuum præsidium confúgimus»,14 bajo el manto de María.
Ella, este año, se acerca más a nosotros, a nuestro modo de entender las cosas, repitiéndonos: «Yo soy tu Madre», y preguntándonos:
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«Tú ¿eres mi hijo? Sé un hijo agradecido, amante, devoto; sé un hijo que piensa a menudo en mí; sé un hijo que promueve mi honor. Yo te acogeré como hijo cuando partas de esta vida a la otra».
Este año debe marcar un fortalecimiento de vida mariana; ojalá nos traiga un aumento de confianza y de gracias, consolide bien nuestra alma en María, para que todos los días de la vida estén iluminados por su luz, protegidos por su gracia y, al momento de la muerte, tengan su asistencia. ¡Que podamos «llamar a María y luego morir»!15 «Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte». Hemos de estar con María en la vida, para poder estar con ella en la muerte, para gozar por siempre allá arriba, en el paraíso, con María.
Concluimos ahora con uno de esos bellos cantos a María.
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[Pr 2 p. 172]
MARÍA, REINA DE TODOS LOS SANTOS1

En las letanías invocamos a la Virgen como Reina de todos los santos. Primero la invocamos como Reina de los profetas, porque ella dominó el pensamiento de los profetas; Reina de los patriarcas, porque su esperanza fue más viva que la de ellos. Luego la invocamos como Reina de los apóstoles, pues ella ejerció el máximo apostolado; Reina de los mártires, porque sufrió más que todos ellos; Reina de los confesores, pues ejercitó mayores virtudes que ellos; Reina de los vírgenes, porque su pureza y su azucena son las más blancas de todas. Y finalmente, con una invocación global, la invocamos: Regina sanctorum omnium, Reina de todos los santos, ruega por nosotros.
Esta es la petición de todas las noches a la Virgen, con la que empieza también la jornada de mañanita: «¡Haznos santos!». En esto se condensa toda la meditación, pues ¿no es esta la finalidad de la vida, hacernos santos, conquistar el paraíso? Vamos así a la raíz de toda consideración. ¿Para qué vivo?, ¿qué estoy haciendo en esta tierra?, ¿para qué he abrazado esta vocación? «Hæc est voluntas Dei: sanctificatio vestra».2
Este es el fin de la creación y de todas las gracias que se nos han dado, desde el bautismo hasta hoy: ¡que nos santifiquemos!
Hemos de considerar que María es Reina de los santos, porque tuvo una mayor efusión de gracia. Y nosotros pidamos esta efusión, si no nos bastan las gracias ordinarias | [Pr 2 p. 173] que el Señor nos comunica cada día. María es Reina de los santos, porque practicó mejor las virtudes, y nosotros supliquemos al Señor ejercer las virtudes propias de nuestro estado: espíritu de pobreza, delicadeza de conciencia y obediencia. María es la más santa de los santos, porque ganó más méritos, sus obras fueron siempre perfectas: en la oración, en el trabajo, en el recogimiento, en la fe.
Ella es la Reina de los santos porque en el cielo tiene un trono más sublime. Fue exaltada sobre los coros de todos los ángeles y sobre todos los santos. Allá arriba, además de una gloria más grande, tiene también una potencia que supera la de los santos. Potencia de intercesión más grande porque ante Jesús
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tiene derechos especiales, que le han sido dados por Dios, por tener una misión particular y porque Dios la ha hecho mediadora de gracia.
Así pues, la Virgen es más santa: 1) por las mayores efusiones de gracia; 2) por las mayores virtudes; 3) por los mayores méritos, habiendo correspondido a la gracia; y 4) porque en el cielo está por encima de todos los santos, y tiene, más que ellos, poder de intercesión para todas las gracias.
¡Admirable creatura!, de veras más grande que cualquier otra, pues ha entrado íntimamente en la parentela de la Sma. Trinidad, por su vocación y por su misión. Parentela con el Padre, del que fue hija predilecta; parentela con el Hijo Jesús, porque fue su madre; parentela con el Espíritu Santo, pues es la esposa.
«Et Spíritus Sanctus descendet in te, et virtus Altíssimi...»,3 la fuerza, la potencia del Padre | [Pr 2 p. 174] intervino, y tenemos como fruto «Verbum caro factum est».4 El Verbo se hizo hombre en su regazo. ¡Hay razón para elevar de un cabo al otro del mundo una alabanza universal a María! Es bello el cántico que oí en algún lugar: «Laudate Dóminam omnes gentes, laudate eam omnes pópuli. Quoniam confirmata est super nos misericordia eius et bónitas eius manet in æternum».5
Viene espontánea una reflexión. Dice san Bernardo: «La Virgen se halló en la plenitud de los santos y por encima de ellos, porque a ella no le faltó ni la pureza de los ángeles, ni la fe de los patriarcas, ni la esperanza de los profetas, ni el celo de los apóstoles, ni la constancia de los mártires, ni la sobriedad y virtud de los confesores, ni el candor de las vírgenes, ni la fecundidad de los desposados». Y añade san Alberto Magno:6 «El mérito de María excede cualquier otro mérito».
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Aplicación práctica: María es perfecta en todas sus acciones; para la santidad es preciso que santifiquemos las acciones. Tenemos, pues, que:
- santificar el levantarnos: es siempre acertado comenzar bien la jornada, con un cielo sereno en el alma, orientándonos al paraíso hacia el que estamos encaminados; pues, cuando se hace un viaje, aunque dure varios días, por la mañana recordamos enseguida dónde queremos llegar;
- santificar la misa, que ya es de por sí santa, muy santa, santísima; pero debe serlo también por parte nuestra, es decir siguiéndola bien. Para ello, hay que entrar en el espíritu de la Iglesia, acompañados de María al pie de la cruz, cuando ofrecía a su divino Hijo al Padre, para gloria del mismo y paz de los hombres. ¿Participamos bien en la misa?;
[Pr 2 p. 175] - santificar la comunión con las mejores disposiciones para entrar en la intimidad de unión con Jesús, hablándole de nosotros, escuchando las dulces palabras que él insinúa en nuestro ánimo, en nuestro corazón, llegando a una acción de gracias que concluya con santos propósitos;
- santificar la meditación; que no sea una mera instrucción, sino un refuerzo de la voluntad: sentir más entrega, más generosidad, y santificar el corazón con buenos propósitos;
- santificar el estudio: la atención en clase es un gran mérito. Este año debe ser más atenta la aplicación al estudio, no perdiendo nada del precioso don del tiempo que el Señor nos da. ¿No significa esto acercarnos más a Dios? ¿No es el saber, después de la virtud, el mayor ornato del hombre?;
- santificar los recreos, pasándolos en alegría y amabilidad, no dejándose arrastrar por la animosidad en el juego, dominándonos siempre a nosotros mismos en todo, pues la razón ha de estar por encima del sentido y el espíritu por encima de la carne.
- santificar las conversaciones y hasta las bromas, para que el recreo sea reparador, sano y nos deje mejor preparados al estudio y la oración;
- santificar el alimento, recordando el fin para el que lo tomamos: «para mantenernos en tu santo servicio». Por la noche reposamos, y en la mesa nos nutrimos «para mantenernos en el santo servicio de Dios», no por el mero gusto o solamente por satisfacer una necesidad -si bien hay que hacerlo y está en
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las intenciones de Dios- sino todo «para mantenernos en el santo servicio»; y después de alimentarnos, trabajar, porque, como sabemos, hemos de ganarnos | [Pr 2 p. 176] el pan -es ley natural- con el sudor de la frente. No siempre se suda materialmente, pero quien estudia, por ej., se fatiga de veras;
- santificar asimismo todas las otras obras de piedad: el rosario, la visita, el examen de conciencia, haciéndolas bien.
María es la creatura que cumplió perfectamente todas sus cosas. Hay muchos santos que hicieron el voto de cumplir cada vez más perfectamente sus deberes, sus acciones, escogiendo siempre lo mejor. No es aconsejable que hagáis ahora este voto, por lo menos en público; pero sí que tendáis siempre a lo mejor. Si consideramos que Domingo Savio, entrado a 12 años con Don Bosco, a los 15 era ya santo, nos preguntamos: ¿Cómo así en tres años? Sencillamente, santificó todas sus cosas, todas las acciones de la jornada.
Interroguémonos, pues: las acciones de nuestra jornada, las acciones sucesivas desde la mañana hasta la noche ¿las santificamos? ¿Santificamos el apostolado? ¿Lo hacemos con el espíritu de san Pablo, como cuando él pergeñaba sus cartas y las dictaba? Estas cartas le salían del corazón, tan amante de Jesús y de las almas. ¿Cómo es nuestro apostolado?
Dirijámonos a María, y veamos si brotan del corazón estas peticiones: «Hazme santo - Hazme santo enseguida - Hazme un gran santo» ¿De veras nos salen del corazón, del alma? ¿Y nos llevan a la práctica?
Santifiquemos hoy, en lo posible, cada una de nuestras acciones y palabras.
«Virgen María, Madre de Jesús, haznos santos» (3 veces).
Pidamos mayor efusión de gracia, mayores virtudes, méritos más grandes.
«Jesús Maestro, acepta el pacto, etc.».
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[Pr 2 p. 177]
MARÍA MEDIADORA DE TODAS LAS GRACIAS1

Ayer por la mañana, como fruto de la meditación, pedimos a María: «Virgen María, Madre de Jesús, haznos santos». Y luego dijimos otra jaculatoria: «Reina de todos los santos, danos santos», santos para el mundo, santos para la Congregación.
María es Reina de todos los santos también por otra razón: porque ella hace santos, es decir, distribuye las gracias a los santos, es mediadora universal de gracia. Esta fiesta se celebra el 31 de mayo. El oremus de la misa dice: «Tú [Cristo Jesús] eres nuestro Mediador ante el Padre y te has dignado constituir a la bienaventurada Virgen, tu Madre y Madre nuestra, como mediadora ante ti; concede propicio que quien se te acerque para obtener beneficios, por medio de ella se alegre de haberlos obtenido, oh Señor Jesucristo, que vives con Dios Padre...».
Ciertamente, mediador necesario de gracia ante Dios es Jesucristo, pero junto con él es mediadora María; mediadora en dependencia de Jesús y con Jesús, de modo que todas las gracias que llegan a los hombres vienen a través de María. ¿Quiere esto decir quizás que no podemos pedir gracias a Jesús y al Padre directamente? No, quiere decir sólo que todas las gracias que parten de Dios nos vienen a través de María. Cuando recibimos de la divina misericordia, por ejemplo, el don de la sabiduría, tres son las voluntades entrelazadas para concedernos | [Pr 2 p. 178] esta gracia: el Padre celeste, Jesucristo y María, que presta su mano, une su intercesión, acoge la gracia y la hace llegar a nosotros. La fiesta de María mediadora de gracia es relativamente reciente.
El cardenal Mercier,2 un santo, defensor de Bélgica, hombre doctísimo, había pedido al Papa, en nombre de muchos obispos, que se instituyera la fiesta de María Mediadora universal de gracia, y Benedicto XV le escuchó gustosamente, auspiciando que los avatares de la primera guerra mundial concluyeran cuanto antes, en beneficio de toda la humanidad.
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Se formuló entonces el oficio litúrgico. En el invitatorio se dice: «Christum Dóminum, qui totum nos habere voluit per Maríam, venite adoremus».3 Esto lo había ya expresado León XIII en una de las encíclicas sobre el rosario, repitiendo casi las mismas palabras de san Bernardo: «Sic Deo volente, porque así lo quiso Dios, nosotros lo recibimos todo de María». Y Pío X4 en su primera encíclica sobre la Virgen,5 cuando invitaba a celebrar el cincuentenario de la definición de la inmaculada Concepción, dice que al modo como María acompañó al Hijo en la redención del mundo, así recibió del Hijo el oficio de distribuir los frutos de la redención, o sea las gracias. Y esto consta claramente o, al menos, puede deducirse de que cuando Jesús estaba para entregar su espíritu en las manos del Padre, dijo a María: «Mujer, mira a tu hijo». E indicó al discípulo predilecto, Juan; así pues, Jesús constituyó a María madre de los hombres.
¿Y qué significa madre de los hombres? ¿Qué hace la madre? La madre da la vida al hijo; la madre nutre al hijo; la madre | [Pr 2 p. 179] defiende al hijo, le viste y le procura cuanto él no es todavía capaz de procurarse. Aquí tenemos el oficio de la Virgen, el oficio de nuestra Madre santísima: nos procura todo lo que no podemos procurarnos, o sea todas las gracias divinas.
La teología aporta tres razones:
1) Jesucristo es la fuente de las gracias, y es María quien nos ha dado esa fuente. Y bien, quien da la fuente, da también el agua a todos los arroyuelos mediante los cuales el agua llegará a regar los campos, por ejemplo. Es como si en una ciudad el agua proviniera toda de una fuente: quien da la fuente, quien excava la fuente, da el agua a todos los grifos, es decir a cada uno de los que irán a saciarse de aquella agua.
2) María en su vida desempeñó ya este oficio, y donde aparecía ella, aparecía la serenidad y la gracia. Así sucedió cuando fue a visitar a santa Isabel: ésta se llenó de Espíritu Santo, y Juan Bautista, en aquella casa, recibió la santificación; y Zacarías, lleno también él de Espíritu Santo, readquiriendo la palabra,
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compuso el cántico «Benedictus» [cf. Lc 1,39-45]. Lo mismo acaeció en las bodas de Caná, dando principio a la predicación y a la misión pública de Jesucristo.
3) María en el cielo intercede ante Dios por nosotros. Su cometido es oír nuestras súplicas y presentarlas a Dios, tomar de Dios la gracia y distribuirla a sus hijos. ¡Oh, cuánto nos ayuda esta Madre! ¡Cuánto piensa en nosotros! Se leen cosas bellísimas en el oficio litúrgico de María mediadora de gracia. A nosotros nos basta con hacer esta oración, acompañándola con el corazón: «O Señora mía santísima y Madre de Dios, llena de gracia, mar inagotable de los misteriosos dones de Dios, dispensadora de todo bien: tú eres, después | [Pr 2 p. 180] de la Sma. Trinidad, Reina del universo; después del Paráclito, nuestra primera consoladora; después del Mediador, la mediadora del mundo. Mira, pues, mi fe y mis peticiones divinamente inspiradas. Oh Madre de Dios, tú eres quien ha colmado a toda creatura de toda especie de bendición, eres quien ha aportado la alegría a los bienaventurados y la salvación a cuantos viven en la tierra!».
Así pues, cuando queramos gracias, dirijámonos a María. Habéis estudiado el terceto de Dante:

«Mujer, eres tan grande y tanto vales
que quien gracia desea y a ti acude
ve cumplir sus deseos inmortales».6

Resumimos.
Agradezcamos a Jesús crucificado, imaginándonoslo allá en el Calvario, a punto de inclinar la cabeza y espirar. Justo entonces nos dio como mediadora de gracia a su madre [cf. Jn 19,25-27].
Amemos a María, porque es nuestra gran bienhechora. Miremos atrás: lo que tenemos nos ha venido por sus manos. Miremos luego adelante: todo cuanto esperamos, por medio de María lo recibiremos, de sus manos. Amemos a esta Madre, y recémosla. En el Libro de las Oraciones se han recogido las mejores peticiones que cada uno de nosotros debe hacer a María. Hay que decir despacio, devotamente, esas oraciones y repetirlas, pues en ellas está cuanto nos es necesario.
«Mater divinæ gratiæ, ora pro nobis»7 (3 veces).
Ahora cantemos el «Magníficat ánima mea Maríam».
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1 Meditación dictada el domingo 30 de noviembre de 1952. - Del “Diario”: «Las Hijas de San Pablo han registrado toda la meditación».

2 Cf. Imitación de Cristo, l. I, cap. I, 1.

3 Is 45,8: «Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación, y con ella germine la justicia».

4 Esta expresión “conjunto de las leyes...” traduce la visión canónica y rubricista de la liturgia, propia del tiempo preconciliar. Tal visión fue corregida e integrada por la constitución “Sacrosanctum Concilium” del Vaticano II.

5 Jn 1,29: «Mirad el cordero de Dios».

6 Rom 8,28: «Reproducir los rasgos de su Hijo».

1 Cf. Tit 2,12: «Vivamos con equilibrio, rectitud y piedad...». - Meditación dictada el lunes 22 de diciembre de 1952. El amplio intervalo entre la precedente meditación y la presente se debe a diversas causas: en las tres primeras semanas de diciembre el P. Alberione, no obstante sus indisposiciones de salud y graves angustias, hizo numerosos viajes: del 1 al 7 dic. en Europa (Milán, Lugano, Alba, París) y, del 8 al 19, en los Estados Unidos (junto a Maestra Tecla), visitando en pocas fechas ocho ciudades useñas.

2 En el original el texto evangélico se transcribe entero.

3 «Para que el hombre se hiciera Dios» (San Ireneo).

4 Bar 3,38: «...Y vivió entre los hombres».

5 «Mañana quedará borrada la iniquidad de la tierra».

6 Heb 1,2: «En esta etapa final nos ha hablado por un Hijo».

7 Sal 2,7: «Yo te he engendrado hoy».

8 Cf. Mt 16,24: «El que quiera venirse conmigo...».

9 Jn 15,13: «Nadie tiene amor más grande».

10 Es conocido el lema del P. Patrick Peyton para la campaña del rosario en familia: «The family praying together lives together»: la familia que reza unida vive unida.

11 De tal meditación, como de otras a las que alude el “Diario” (por ej. la del 8 de diciembre), no nos ha llegado el texto.

12 Sal 96/95,11: «Alégrese el cielo, goce la tierra».

1 Meditación dictada el martes 23 de diciembre de 1952.

2 La visita eucarística, según el P. Alberione, se divide en tres puntos, conforme al trinomio Verdad, Camino, Vida. Por tanto, lectura espiritual, examen de conciencia, oración (rosario...).

1 Meditación dictada el miércoles 24 de diciembre de 1952.

2 Jn 1,1-17: «Al principio ya existía la Palabra».

3 De la oración del ofertorio: «Oh Dios, que admirablemente creaste y más admirablemente aún reformaste la noble naturaleza humana...».

1 Meditación dictada el domingo 28 de diciembre de 1952, fiesta de los santos Inocentes.

2 Es el tiempo llamado ahora “ordinario”, cuya primera parte va de la Epifanía a la Cuaresma. La Septuagésima precedía de dos semanas el primer domingo de Cuaresma.

3 Imitación de Cristo, l. III, cap. XLI, 3.

4 Lc 22,26: «Entre vosotros, el que dirige, iguálese al que sirve».

5 Mt 11,29.

1 Meditación dictada la tarde del miércoles 31 de diciembre de 1952. Por la mañana y al comienzo de esa misma tarde el P. Alberione había predicado otras meditaciones para el retiro de los sacerdotes.

2 «A ti, oh Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos».

3 1Pe 5,8: «Ronda buscando a quien tragarse».

4 Se entiende: parecía insistir en el deber de hacer la caridad...

5 Job 7,1: «El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio».

6 Leonardo (1423-1519) da Vinci, nació en Toscana (Italia), murió en Francia; artista y científico, genio multiforme: célebre pintor, escenógrafo e investigador en el campo de la física y de la mecánica.

7 Según la leyenda, el artista se habría inspirado en la misma persona, pero en dos momentos diversos: antes y después del efecto devastador de la pasión. Tema desarrollado por Óscar Wilde (1854-1900, escritor y dramaturgo escocés) en la novela El retrato de Dorian Gray (1891).

8 Cf. DANTE ALIGHIERI: «No fuimos hechos a vivir cual brutos / sino a seguir virtud e inteligencia», palabras puestas en boca de Ulises durante su viaje hacia lo ignoto (La Divina Comedia, “Infierno”, XXVI, 119-120).

9 Lc 9,23: «Niéguese a sí mismo».

1 Meditación dictada el jueves 1 de enero de 1953. - Del “Diario”: «Celebra en la Cripta muy pronto, y luego aguarda que llegue la comunidad para dictar la meditación final del retiro... El tiempo es desapacible, durante la meditación cayó una fuerte granizada».

2 Mt 26,24: «Más le valdría a ese hombre no haber nacido».

3 Martín Lutero (1483-1546), monje agustino y teólogo alemán, dotado de genio artístico y de fuertes pasiones; es conocido sobre todo por su protesta contra la doctrina católica sobre las indulgencias y sobre la naturaleza de la Iglesia, que le llevó a la ruptura con Roma y a desencadenar la Reforma protestante. Expresión inmediata de su actitud en el plano moral fue el rechazo del celibato, casándose con la ex monja Katharina von Bora, de la que tuvo seis hijos.

4 Napoleón Bonaparte (1769-1821), emperador de Francia, desaprensivo jefe militar, cuyo sueño de conquistar todos los países mediterráneos y Europa entera hasta los Urales, chocó con la potencia inglesa y la ruinosa campaña de Rusia. Encarceló a dos papas (Pío VI y Pío VII), pero a su vez fue recluido por los ingleses y llevado a Santa Elena, una isla en el océano Atlántico, donde murió.

5 Alude probablemente a los 300 patriotas, que guiados por Carlo Pisacane desembarcaron en Sapri (Salerno) en 1857, para tumbar el Reino de las Dos Sicilias. Exterminados por el ejército napolitano, fueron inmortalizados por la romanza de L. Mercantini (1821-1872), La Espigadora de Sapri, con el célebre estribillo: «Eran trescientos, eran jóvenes y fuertes, y murieron».

6 Rom 8,31: «Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra?».

1 Meditación dictada el domingo 4 de enero de 1953.

2 Flp 2,10: «...al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo».

3 «Nuestro sumo esfuerzo sea meditar sobre la vida de Cristo» (Imitación de Cristo, l. I, cap. I, 1). Recuérdese que desde los comienzos el P. Alberione había visto en esta máxima el punto de partida para la conformación de toda la persona en Jesús-Camino, modelo de toda virtud (Donec formétur Christus in vobis, n. 41; ed. 2001, p. 210).

4 «El salvador de los hombres».

5 Mt 7,16: «Por sus frutos los conoceréis».

1 Meditación dictada el martes 6 de enero de 1953.

2 En el original el texto evangélico se transcribe entero.

3 Fantasmas está por “imágenes” de la fantasía.

4 «Mi Dios y mi todo. A mayor gloria de Dios».

5 Cf. Gén 14,21: «Dame la gente, quédate con las posesiones».

6 DANTE ALIGHIERI, La Divina Comedia, “Purgatorio”, XXIX, 129.

7 Este tema fue desarrollado más difusamente en el opúsculo «Amarás al Señor con toda tu mente» (San Paolo, septiembre de 1954 - mayo de 1955), repropuesto junto con otros opúsculos en el volumen Alma y cuerpo para el Evangelio, San Paolo, Cinisello Bálsamo 2005 [traducción española en fase de impresión].

8 Oración del “Pacto” o “Secreto del éxito”.

1 Meditación dictada el miércoles 7 de enero de 1953. En el opúsculo original iba ubicada erróneamente el 1° de enero.

2 «Fieles acudid, id a Belén».

3 Jn 10,10: «Yo he venido para que tengan vida y les rebose».

4 Jn 15,5: «El que sigue conmigo y yo con él [produce mucho fruto]».

5 Mt 16,18: «El poder de la muerte no la derrotará».

6 Gál 2,20: «Vive en mí Cristo».

7 Jn 15,16: «Os destiné a que os pongáis en camino, produzcáis fruto y vuestro fruto dure».

8 Himno Unus est Magíster vester: «Oh Cristo, eterno esplendor».
Interesante nota de crónica, tomada del “Diario” (7 de enero): «A las 17,30 vamos al dentista Dr. Carlos Jorge Seidel, un alemán que no usa mucha finura... Lo tiene bajo el torno casi 40 minutos y al final no puede dejar de decirnos: “Vuestro Superior general es muy paciente; otros, cuando les hago un trabajo semejante, chillan; en cambio, él ha permanecido tranquilo hasta el final”. Vuelto a casa, mandó avisar al P. Lamera que se preparara para dar, el día 24, una meditación a la comunidad, con motivo del 5° aniversario de la muerte del P. Timoteo Giaccardo».

1 Meditación dictada el sábado 24 de enero de 1953. - Del “Diario” conocemos que, en las dos semanas precedentes, el P. Alberione había realizado un viaje al Norte de Italia y, en Roma, había predicado a menudo la meditación al grupo de sacerdotes, en la capilla de la Casa general. El 18 de enero de 1953, domingo, dictó la meditación a la comunidad comentando el evangelio del día; pero esa meditación no nos ha sido conservada. En cambio, del 24 leemos: «Hoy el Primer Maestro manda cantar la misa de requiem... y tiene para la circunstancia el sermón (que debería haber tenido el P. Lamera). Inaugura además el nuevo púlpito de la Cripta, en madera de nogal».

2 Por entonces, el 24 de enero se celebraba la memoria de san Timoteo.

3 Lirios [o azucenas], rosas, violetas... eran tradicionalmente símbolos de virtudes (pureza, caridad, humildad), como se expone en el opúsculo juvenil de S. Alberione Ramo de flores a María santísima, publicado por el P. G. Barbero (1981

2 ). Eran símbolos ya familiares para san Agustín.

4 Se refiere al conjunto marmóreo de la “gloria” [de san Pablo], en el altar mayor del templo.

5 Este periódico semanal de la diócesis de Alba, fundado por el obispo Lorenzo Pampurio en 1882, lo confió mons. Re a la dirección del P. Alberione en octubre de 1913, y al año siguiente se lo cedió en propiedad. El P. Giaccardo fue director desde 1921 a 1926, año de su traslado a Roma para fundar la primera Casa filial.

1 Meditación dictada el domingo 25 de enero de 1953. En el opúsculo original se titulaba “Domingo III después de Epifanía: curación del leproso y del siervo del centurión”.

2 Este “último oremus” es la segunda postcomunión, dedicada a san Pablo: oración que según las rúbricas de entonces se añadía a la propia de la liturgia dominical (III después de Epifanía).

3 Gál 2,20: «Vive en mí Cristo».

4 Flp 1,21: «Para mí vivir es Cristo».

5 En el original el texto evangélico se transcribe entero.

6 Cf. Constituciones de la Pía Sociedad de San Pablo, art. 55.

7 En el texto latino: «radícitus extirpanda»: estirpar (los vicios) de raíz (cf. ib).

8 Cf. S. AGUSTÍN, De Trinitate, lib. X: «Quienes tienen la pasión de la belleza».

9 Oración «Para vencer el defecto predominante», cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, p. 25; ed. esp. 1993, p. 25.

1 Meditación dictada el jueves 19 de febrero de 1953.

2 Mt 1,19: «José, que era hombre justo».

3 Invocación popular, inspirada en el concepto de «José ecónomo de la sagrada Familia» y adoptada también en las comunidades paulinas, sobre todo en los momentos de dificultades económicas.

4 Traducción libre de la cuarta estrofa del himno “Te, Joseph, célebrent”.

5 En estos siete puntos-resumen encontramos el compendio de la coronita a san José, compuesta por el propio P. Alberione, en sustitución de la precedente, tomada de Máximas eternas.

6 Otro himno a san José (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, pp. 259-260).

1 Meditación dictada el domingo 22 de febrero de 1953, I de Cuaresma.

2 Sal 22/21,17-18: «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos».

3 En el original el texto evangélico se transcribe entero.

4 Son versículos del salmo 91/90, citado casi completo.

5 Sal 91/90,1: «Tú que habitas al amparo del Altísimo, tú que vives a la sombra del Omnipotente».

6 Sal 130/129: «Desde lo hondo (a ti grito, Señor)».

1 Meditación dictada la tarde del sábado 28 de febrero de 1953. En el opúsculo original se la colocó erróneamente el 28 de enero.

2 Referencia evidente a una estrofa de Pietro Metastasio (1698-1782): «Si a uno el interno afán / se le leyera en la frente, / ¡cuántos de quienes le envidian / le serían indulgentes!».

3 Alejandro de Macedonia (356-322 a.C.), hijo de Filipo, educado por el filósofo Aristóteles (384-322 a.C.), fue uno de los mayores conquistadores de la antigüedad. De él toma nombre la civilización mediterránea basada en la cultura griega, en el período entre los siglos IV y II antes de Cristo.

4 «Siempre y en todo».

1 Meditación dictada el sábado 28 de febrero de 1953, como segunda plática del retiro.

2 «De todo pecado líbranos, Señor».

3 1Cor 9,24: «Corred así, para ganar [el premio]».

4 En otra ocasión el P. Alberione había citado el ejemplo de santa Margarita Alacoque, según cuanto el joven Timoteo Giaccardo anotó en sus apuntes personales, el 26 de enero de 1919, refiriendo las palabras del Fundador: «La beata Margarita Alacoque, que era ya una serafina y había ya recibido tantas apariciones del sagrado Corazón, una vez que Dios le hizo ver su alma, se desmayó...».

1 Meditación dictada el domingo 1 de marzo de 1953. Conclusión del retiro.

2 Margarita María Alacoque (santa): (1647-1690) francesa; entró en las Visitandinas (o Salesas) de Paray-le-Monial, ciudad al sur de Dijón. Se le concedieron extraordinarias gracias místicas. Apóstol de la devoción al sagrado Corazón de Jesús, promovió la fiesta en reparación de los pecados y la práctica de los nueve primeros viernes para la perseverancia final. Fue canonizada en 1920.

3 Si 19,1: «Quien desprecia lo pequeño, se irá arruinando».

4 He 18,6: «Yo no tengo culpa».

5 «Perdona, Señor...»: canto penitencial inspirado en Jl 2,17.

1 Meditación dictada el lunes 25 de mayo de 1953. - Del “Diario” sabemos que, desde primeros de marzo hasta el 12 de abril, el P. Alberione predicó a las comunidades diez meditaciones (algunas breves, otras más extensas), que no quedaron registradas. Casi diariamente solía entretener a los sacerdotes con temas apropiados. Del 12 de abril al 22 de mayo, junto con la Maestra Tecla FSP y la Madre Lucía PD, hizo un difícil viaje a Oriente: Japón, Filipinas e India, del que volvió «en condiciones lastimosas», con manos y pies vendados, por una infección contraída. Permaneció en su habitación, cuidado por una hermana PD, pero la tarde del 24 (domingo de Pentecostés) dictó en la Cripta una meditación sobre el “don de la sabiduría”. Texto no registrado.

2 «Los santos siete dones»: verso de la secuencia de Pentecostés (Veni, Sancte Spíritus).

3 3Jn 8: «[Es deber nuestro] hacernos cooperadores de la verdad».

4 Jn 8,12: «Yo soy la luz del mundo».

5 Mt 5,14: «Vosotros sois la luz del mundo».

6 En el sentido de “dar forma”, conformar.

7 Oración del “Pacto” o “Secreto del éxito”.

1 Meditación dictada el martes 26 de mayo de 1953.

2 Lc 22,42: «Que no se realice mi designio, sino el tuyo».

3 Lc 2,51: «Siguió bajo su autoridad».

1 Meditación dictada el miércoles 27 de mayo de 1953.

2 «Da a tus fieles tus santos siete dones».

3 Cf. F. Petrarca (poeta, 1304-1374): «Veo lo mejor y a lo peor me agarro»; tomado de U. Fóscolo (poeta, 1778-1827): «Tan esclavo de mí, de otros y de la suerte, / conozco lo mejor y a lo peor me agarro» (de los Sonetos).

4 Mt 26,41: «El espíritu es animoso, pero la carne es débil».

5 «Pasaron por muchos sufrimientos y tentaciones, y progresaron» (Imitación de Cristo, l. I, cap. XIII, 2).

6 Rom 15,3: «Tampoco Cristo buscó su propia satisfacción».

7 En el original el discurso se transcribe entero.

8 Cf. Si 14,2: «No se verá defraudado [no caerá]».

9 “Refugio de pecadores...”, “Reina de los Apóstoles...”, “Reina asunta al cielo...”: letanías lauretanas.

10 Oración del “Pacto” o “Secreto del éxito”.

1 Meditación dictada el jueves 28 de mayo de 1953.

2 Cf. Sal 104/103,30: «Envías tu aliento y los creas».

3 Is 11,2: «Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sensatez e inteligencia, espíritu de valor y de prudencia, espíritu de conocimiento y respeto del Señor».

4 Sal 8,2: «¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!».

5 Cf. Prov 16,4: «El Señor da a cada obra su destino». El “para sí mismo” es una adaptación escolástica.

6 Oración para el ofrecimiento del día (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, pp. 18-19; pág. 18 en la ed. esp. 1993).

7 Gén 1,26: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza».

8 Job 17,1: «Me espera el sepulcro».

9 Así en el original. Pero el contexto sugiere “don de la ciencia”.

1 Meditación dictada el viernes 29 de mayo de 1953.

2 Jn 1,12: «Les ha hecho capaces de hacerse hijos de Dios».

3 «Aclamad, justos, al Señor»: comienzo del salmo 33/32, musicado por Ludovico Viadana (hacia 1560-1627).

4 Mt 11,28: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos...».

5 Mc 8,2: «Me conmueve esta multitud».

6 Otra oración de ofrecimiento (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, pp. 17-18; pág 17 en la ed. esp. de 1993).

7 Gén 14,21: «Dame la gente, quédate con las posesiones».

8 Del “Diario”: «Después de la meditación a la comunidad, permanece en la Cripta una horita escuchando las misas que se celebran y aprovecha la presencia del confesor externo para confesarse también él».

1 Meditación dictada el sábado 30 de mayo de 1953.

2 Hasta el concilio Vaticano II se celebraban, en las diversas estaciones del año litúrgico, especiales días penitenciales, las “cuatro témporas (=tiempos)”, durante los cuales se procedía también a conferir las sagradas órdenes.

3 «Nuestra fiebre es la avaricia, la lujuria y la soberbia» (S. Agustín, Tract. in Ep. Jo.).

4 Expresiones libremente tomadas de la oración “María inmaculada” (ver más abajo).

5 Sal 117/116,1: «Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos».

6 No es fácil saber a qué orador alude.

7 Oración a María, Reina de los Apóstoles (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, pp. 32-33; “Consagración de la humanidad”, págs. 230-231, ed. esp. de 1993).

8 Mt 26,41: «Manteneos despiertos y pedid no ceder a la tentación».

9 Invocación litánica: «De todo pecado líbranos, Señor».

10 «Tened dolor de los pecados [caminad en continua conversión]»: palabras del divino Maestro al P. Alberione (cf. AD, nn. 152, 158).

1 Meditación dictada la tarde del sábado 4 de julio de 1953. - Se notará, una vez más, el intervalo de un mes largo desde la última meditación. Ese período estuvo marcado por numerosos viajes: Alba, Bari-Calabria-Salerno, Módena-Vicenza; por un curso de Ejercicios espirituales y, algo más fastidioso, por el reagudizarse de la infección en manos y pies, que ocupó al P. Alberione muchas horas para las curas y vendajes, condicionando varias de sus actividades.

2 «Con tu temor traspasas mi carne».

3 «Teme a Dios, pero teme más al pecado».

4 «Traerán el libro en el que todo está registrado»: de la secuencia Dies iræ usada en la misa de difuntos.

5 Cf. L'Osservatore Romano, 5 de julio de 1953, p. 1-2. Se trata de un amplio comentario a la peripecia de un “apóstata del Altar”, que causó sensación en la primera mitad del siglo XX. E. Boyd Barret sj, nacido en Dublín en 1883, doctorado en psicología por Lovaina, había abandonado la Compañía y la Iglesia en el 1925. En 1948 había “retornado a Pedro”, publicando un libro de éxito: Pastores en la niebla, traducido al italiano por la editorial Borla en 1953. El artículo, que se abre con la constatación: «¡Qué triste es la situación de un pastor que ha dejado el aprisco!», entabla un discurso sobre la condición humana y espiritual de los sacerdotes que han abandonado el sacerdocio, resaltando la función salvífica de los fieles, que desde dentro del redil salvan a sus pastores.

6 «Deus, cuius misericordiæ non est númerus, et bonitatis infinitus est thesaurus, piíssimæ majestati tuæ pro collatis donis gratias ágimus, tuam semper clementiam exorantes; ut qui peténtibus postulata concedis, eosdem non déserens, ad præmia futura disponas. Per Christum Dominum nostrum: Oh Dios, de misericordia sin límites y tesoro infinito de bondad, damos gracias a tu bondadosísima majestad por los dones recibidos, y suplicamos siempre tu clemencia para que, mientras concedes a quienes te imploran lo que piden, no les abandones sino que, al contrario, les dispongas a los bienes futuros. Por Cristo...».

7 «Ven, esposa de Cristo»: antífona para la liturgia de las vírgenes.

8 Heb 4,13: «Todo está desnudo y vulnerable a sus ojos».

9 Is 66,24: «Su gusano no muere».

10 Cf. Mt 25,21: «Te pondré al frente de mucho».

11 «La vida eterna»: del rito del bautismo.

1 Título original: Domingo XV de Pentecostés: El hijo de la viuda de Naín. - Meditación dictada el domingo 6 de septiembre de 1953. - En los dos meses de intervalo desde la precedente meditación, el Primer Maestro hizo una serie de viajes: en Italia septentrional, luego en ambas Américas (del 19 de julio al 2 de septiembre, en compañía de la Maestra Tecla FSP y la Madre Lucía PD): Estados Unidos, Canadá, nuevamente Estados Unidos, luego México, Cuba, Colombia, Ecuador, Chile, Argentina y Brasil. Es notable una nota de crónica en el “Diario”: «Encontramos al Primer Maestro de mejor aspecto que cuando partió. Deo gratias! Tras los primeros saludos, nos cuentan que el avión [un cuatrimotor de Air France] en el que tenían que regresar ayer, se ha caído. No embarcaron en él por un retraso debido a huelgas. En verdad, en varias comunidades se rezaba por un “buen regreso”, y en particular se rezaba en la Cripta del Santuario Regina Apostolorum».

2 En el original el texto se transcribe entero.

1 Meditación dictada el domingo 13 de septiembre de 1953. Título original: Domingo XVI de Pentecostés: El hidrópico curado en sábado.

2 Epifanio (hacia 315-403), metropolitano de Chipre y obispo de Salamina, combatió la herejía arriana. Se le venera como padre de la Iglesia griega.

3 Este pensamiento, en su formulación latina («Ave, María, liber incomprehensus, quæ Verbum et Filium Patris mundo legendum exhibuisti»), lo puso el P. Alberione como lema del boletín interno San Paolo.

4 Aquí en el original se transcribe entero el texto evangélico.

5 Jn 1,12: «Les ha hecho capaces de hacerse hijos de Dios».

6 «Ven, esposa de Cristo» (antífona vespertina del común de vírgenes); «¡Muy bien, empleado bueno y fiel! Pasa a la fiesta de tu señor» (Mt 25,21).

7 Se refiere probablemente al clérigo Agustín Borello, su compañero de estudios en el seminario de Alba, muerto en 1902 (cf. Abundantes divitiæ, n. 22). El joven Alberione pronunció el elogio fúnebre en el cementerio de Canove di Covone: puede leerse el texto en Sono creato per amare, pp. 77ss.

8 Oración del “Pacto” o “Secreto del éxito”. - Después de esta meditación siguen dos meses de intervalo, durante los cuales el P. Alberione reemprende sus viajes: Italia, Francia, Inglaterra, España, Portugal (fuera de Italia va con la Maestra Tecla y la Madre Lucía). Visita también los santuarios marianos de Lourdes y Fátima. Predica numerosos cursos de Ejercicios y retiros, y, cuando está en Roma, casi diariamente dicta la meditación a los sacerdotes en la capilla de la Casa general.

1 Meditación dictada la tarde del domingo 6 de diciembre de 1953.

2 Pío IX (1792-1878), Giovanni Mastai Ferretti, beatificado en el 2000 por Juan Pablo II.

3 Bernardita Soubirous (1844-1879). En Lourdes, el año 1858, se le apareció repetidamente la Virgen y le reveló que era la “Inmaculada Concepción”.

4 Pío XII había publicado hacía poco la encíclica “Fulgens corona” (cf. L'Osservatore Romano, 27 de septiembre de 1953).

5 «Toda hermosa eres, María, y en ti no hay mancha original»: antífona de la liturgia de la Inmaculada Concepción (cf. Cant 4,7).

6 «Para que tu Hijo tuviera una digna morada» (cf. oremus después de la antífona Salve Regina, al final de las Horas).

7 Ez 18,24: «No se tendrá en cuenta la justicia que hizo».

1 Meditación dictada la tarde del domingo 6 de diciembre de 1953.

2 «Eres toda hermosa, María».

3 Gén 3,15: «Ella [él] te herirá la cabeza».

4 Viaje en automóvil, del 31 de octubre al 18 de noviembre, con la Maestra Tecla FSP y la Madre Lucía PD.

5 «No tienen vino».

1 Meditación dictada el lunes 7 de diciembre de 1953.

2 Se alude al frontal del altar, en mármol, de la Cripta, con sus simbólicos bajorrelieves.

3 En el original el texto bíblico se transcribe entero.

4 «Siempre por la libertad y exaltación de la santa Madre Iglesia».

5 “Rey de la paz”.

6 Librito del P. GABRIEL M. ROSCHINI, ¿Quién es María? Catecismo Mariano, Società Apostolato Stampa, Roma 1944.

7 Escrito por A. DAMINO, ed. Pía Sociedad de San Pablo, Alba 1941.

8 Célebre comentario a la Salve, de S. ALFONSO DE LIGORIO, reimpreso varias veces en Ediciones Paulinas.

9 Cf. E. NEUBERT, Vida de unión con María, publicado en la colección “Stella Maris” de Catania.

10 Es la coronita a la Reina de los Apóstoles, compuesta en 1922.

11 Además de la breve fórmula montfortiana «Yo soy todo tuyo...», en las Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo hay dos oraciones de consagración: “Consagración del apostolado a María” y “Consagración [de sí mismo] a la Reina de los Apóstoles” («Recíbeme, madre...»).

12 “Para determinados lugares”, donde se vive la devoción con particulares títulos marianos.

13 Cf. Si 24,31 (Vulgata): «Quienes me esclarecen, tendrán la vida eterna»; dicho de la Sabiduría pero aplicado traslaticiamente a María.

14 «Bajo tu amparo nos acogemos».

15 Último verso de un canto popular mariano.

1 Meditación dictada el sábado 12 de diciembre de 1953.

2 1Tes 4,3: «Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos».

3 Lc 1,35: «El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra».

4 Jn 1,14: «La Palabra se hizo hombre».

5 Tal vez aluda a alguna composición polifónica del salmo 117/116: «Alabad al Señor todas las naciones, aclamadle, todos los pueblos: firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre».

6 Alberto Magno (1200-1280), dominico bávaro, obispo y doctor de la Iglesia. Enseñó filosofía en París y Colonia, donde tuvo entre sus alumnos a Tomás de Aquino. Canonizado en 1931; es patrono de quienes estudian las Ciencias naturales.

1 Meditación dictada el domingo 13 de diciembre de 1953.

2 Désiré Mercier (1851-1926), cardenal, teólogo y filósofo belga, promotor del neo-tomismo con su célebre Curso de Filosofía de santo Tomás de Aquino (1892-99).

3 «Venid, adoremos a Cristo Señor, que quiso que todo lo tuviéramos por María».

4 Pío X (José Sarto, 1835-1914), sucesor de León XIII, fue elegido papa el 4 de agosto de 1903 y guió la Iglesia hasta que murió el 20 de agosto de 1914.

5 Encíclica. Ad díem illum, 2 de febrero de 1904.

6 DANTE ALIGHIERI, La Divina Comedia, “Paraíso”, XXXIII, 13-15.

7 «Madre de la divina gracia, ruega por nosotros».