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LA MEDITACIÓN DE LOS MISTERIOS1
Consideramos ya el modo de rezar el santo rosario, y pusimos también un ejemplo, meditando el primer misterio doloroso. Hoy vamos a meditar el segundo misterio doloroso: Jesús atado a la columna y cruelmente azotado, pidiendo, por intercesión de nuestra Madre, Maestra y Reina de los Apóstoles, la gracia de saber mortificarnos: 1° en lo que sería ilícito; 2° en lo que, aun siendo lícito, alguna vez debemos moderarnos.
Es preciso dominar nuestras pasiones, hacer penitencia de nuestros pecados, y cumplir bien nuestros deberes. Las mortificaciones son especialmente tres, si queremos seguir al Maestro divino.
Está la mortificación que concierne al interior: la mente, la razón; luego la mortificación que afecta a la voluntad; en fin, la mortificación del corazón, de los sentimientos.
La mortificación de la mente implica quitar todo pensamiento contrario a la caridad, a la paciencia, a la fe, a la pureza; y sustituir con pensamientos elevados: pensamientos de fe, pensamientos que incumben a nuestras ocupaciones, nuestros estudios; pensamientos íntegros; sobre todo gran fe, una fe sentida. Hemos de pensar en lo que debemos hacer, en nuestros deberes.
La mortificación de la voluntad exige agilidad, energía, puntualidad, no sólo en lo concerniente a la marcha de la jornada, sino a todo cuanto es necesario para rechazar las tentaciones, para resistir al mal.
La mortificación del corazón entraña frenar las pasiones: | [RSp p. 64] el orgullo, la ira, la envidia, la pereza; frenar el corazón: recogimiento en la oración, oración siempre más elevada, unión habitual del alma con Dios.
Contemplemos a Jesús flagelado. Pilato, por una parte, estaba convencido de la inocencia de Jesús. Sabía que los sacerdotes se lo habían entregado por envidia, porque todo el pueblo le seguía; por otra parte, débil como era, por falsa estima y respeto humano, adopta una media medida: le hace azotar. Y ahí tenemos al inocente Jesús despojado de sus vestidos, atado a una
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columna y sometido a una tempestad de azotes [cf. Mt 27,18-26]. ¡Había quien sabía muy bien excitar los tormentos entre aquella gente llena de odio y de envidia!
Contemplamos al inocentísimo y mansísimo Jesús; contemplamos al Hijo de Dios encarnado para salvarnos, acusado y condenado por la crueldad de aquellos a quienes él viene a traer la salvación.
Consideremos a Dios, Padre de nuestras almas, golpeado por sus hijos; Jesús, amigo verdadero, flagelado y ultrajado por sus amigos, y maltratado por quienes son pecadores.
Al contemplar este misterio y ver a Jesús bajo la tempestad de los golpes, ¿qué sentimos en el corazón? ¿Qué pensamientos en la mente? ¿Entendemos la profunda humillación de Jesús presentado al pueblo, atado, afrentado como si hubiera sido un malhechor?
Su humildad nos ha redimido; en cambio, el orgullo nos ha arruinado; no sólo el orgullo de nuestros progenitores, sino también el de cada uno de nosotros. El orgullo es la causa de todos los males y se manifiesta o en una u otra pasión más violenta.
La virtud arranca siempre de la humildad. Todos serían dominados por la pasión, si no estuviera la humildad, que nos lleva a la oración, nos lleva a huir de las tentaciones, nos lleva a pedir consejos. Toda pasión podría ser dominada por una humildad verdadera. Y cabe decir que | [RSp p. 65] ningún pecado se comete que no esté acompañado del orgullo, de la soberbia, de la vanidad.
¡Afuera, pues, los malos pensamientos, las distracciones, y apliquémonos con recogimiento a la oración! Prestemos atención a las explicaciones. A veces quisiéramos hablar y no conviene; otras veces, en cambio, es necesario hablar, por ejemplo en la confesión, y quisiéramos callar.
Hay que vivir como hombres; sobre el hombre se edificará el cristiano, y cuando seamos cristianos perfectos, entonces se podrá construir la vocación verdadera del alma al servicio de Dios y al apostolado. Una vocación que es en definitiva una entrega más intensa, más perfecta al Señor; un amor más hondo a Dios, un deseo mayor de alcanzar la más elevada santidad.
Hemos de abstenernos de lo que no nos es conveniente ni como hombres ni como cristianos ni como religiosos; ciertas cosas no son propias ni de hombres ni de cristianos ni de religiosos;
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abandonar las prácticas de piedad no es ni de hombres ni de cristianos ni de religiosos.
En Cuaresma hemos de saber decir que no a ciertas cosas, tanto más cuanto son dañinas a nuestra vida, a nuestra salud, y nos procuran deshonor y desestima.
Jesús flagelado nos enseña la mortificación. Pidamos en este misterio la gracia de vencer nuestras pasiones y de saber abstenernos y mortificarnos con auténtica generosidad, con verdadero amor de Dios, con prontitud a cuanto el Señor nos pide.
Es hermoso pensar que ante este altar, noche y día, se reza continuamente. Por otra parte no debemos oponer resistencia a Dios, a su invitación, a sus gracias. ¿Por qué resistir a las gracias, a las invitaciones divinas?
El bien no nace propiamente de nosotros mismos, sino de la gracia de Dios; pero luego seremos nosotros quienes gozaremos de los frutos de gloria eterna.
Consideremos las bienaventuranzas: «Dichosos los que eligen ser pobres; dichosos los sometidos...», con mansedumbre que no es sólo una | [RSp p. 66] disposición natural; «dichosos los que sufren; dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia de Dios...» [cf. Mt 5,1-12].
Meditemos a menudo estas bienaventuranzas para elevarnos siempre más en los pensamientos, en los sentimientos, en las palabras, en la vida, en las aspiraciones: ¡elevarse, no rebajarse!
Ahora dirijámonos a María. Pensemos en el cielo, donde se encuentra el premio que nos aguarda. Entonemos el canto «Un día a verla iré».
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1 Meditación dictada el sábado 8 de marzo de 1952.