Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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EL PARAÍSO1

La presente meditación tiene la finalidad de reavivar nuestra fe en el paraíso, nuestra esperanza del paraíso, el deseo de trabajar constantemente por el paraíso.
Hoy, fiesta de la Inmaculada de Lourdes, la Iglesia nos recuerda cómo la santísima Virgen María bajó del paraíso a la tierra para invitar a los hombres a penitencia.
Ella es la Madre bajada del cielo en medio de sus hijos. Tenemos que recordar el paraíso, donde esta nuestra Madre nos aguarda. Todas sus misericordias miran a este fin: nuestra salvación eterna.
De mañanita todos nos reunimos aquí para pedir una gracia que incluye cualquiera otra: ir todos al paraíso. Pidamos también esta: la santidad, pues debemos merecer un paraíso especial.
El pensamiento del paraíso disuelve cualquier dificultad: Pero tengo esto, tengo aquello, decimos a veces; hay esta o aquella dificultad. Respondamos: ¡Pero está también el paraíso!. San Pablo nos amonesta: «Cúrrite ut comprehendatis!» (1Cor 9,24).2 ¡Ánimo! Camina bien, de modo que alcances el paraíso. Los que juegan, | [RSp p. 24] lhacen sacrificios para obtener una corona corruptible, ¿los hacemos nosotros para una incorruptible? [cf. 1Cor 9,24-25]. ¡Paraíso! Premio que satisface al hombre entero, a todas sus facultades y que dura eternamente.
¿De qué le sirve al hombre ser un gran científico, satisfacer todos sus deseos, ser estimado, si luego pierde el paraíso? [cf. Mc 8,36]. Para quienes se condenan, acaban los goces con la muerte; mientras que para los santos, con la muerte empieza todo.
El religioso que ha empleado toda su vida en el apostolado, que la ha ofrecido en unión al sacrificio de Jesucristo, tras haber recibido la indulgencia plenaria, oirá que Jesucristo le repite: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).
Pero el religioso debe tener un paraíso más hermoso, porque ha debido conseguir una santidad especial. A esto hemos
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de mirar, a la santidad, a la perfección; para esto hemos venido aquí.
Estamos aquí como acordonados en un recinto, en el que hay como un jardín, donde tienen que florecer azucenas, violetas, rosas de caridad. ¡Que el pecado no entre en este recinto y nunca salgamos de él sino para cumplir nuestros deberes!
Y aquí, en el centro, está la fuente de la gracia para regar todos los parterres del jardín. ¡Que haya pureza, santidad, inocencia!
¿No habéis oído nunca el deseo de san Pablo: «Cupio dissolvi et esse cum Christo»?3 ¡Ánimo!, levantad cada mañana la mirada al cielo. Allá arriba los santos nos aguardan, y desde allí los ángeles nos estimulan.
Es verdad que la senda que lleva al paraíso es estrecha; pero es la que conduce a la vida [cf. Mt 7,14]. Cuanto más trabajo y más fatiga hagamos en la lucha contra nosotros mismos, tanto mayor será el premio.
No son necios los religiosos, no son tontos, sino personas sensatas y entendidas.4
[RSp p. 25] Grábese bien en nosotros, en nuestras almas, la gran verdad: la vida eterna. ¡Creo en la vida eterna, espero la vida eterna!
Así pues, ¡al trabajo, al estudio, al apostolado, a la observancia de la pobreza, al trabajo interior, alegrándonos con el pensamiento del paraíso!5
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1 Meditación dictada el lunes 11 de febrero de 1952. - Del “Diario”: «...a la hora establecida dicta la meditación a toda la comunidad, no obstante la escasa voz».

2 «Corred así, para ganar».

3 Flp 1,23: «Deseo morirme y estar con Cristo».

4 Al respecto, cf. UPS, o.c., I, 55; 516-517.

5 El “Diario”, redactado por el P. A. Speciale, trae esta conclusión: «Después del pensamiento a Jesús Maestro, a la Reina de los Apóstoles, a san Pablo apóstol, nuestro pensamiento dominante debe ser el del paraíso. Decimos en el credo: “Creo en la vida eterna”. ¿Creemos de veras? ¿Estamos convencidos de que Dios nos aguarda en el paraíso? Cuando muere un religioso o una religiosa que en su vida han observado bien las Constituciones, ¿cómo no pensar que han merecido un hermoso paraíso? ¡Dios es fiel!».