Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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DÍA XXIV
LA BIBLIA EN LA FORMACIÓN CLERICAL

LAS EPÍSTOLAS MORALES

Iª CARTA A LOS CORINTIOS. Corinto fue evangelizada por san Pablo durante dieciocho meses en el año 52. El éxito de su predicación fue especialmente importante entre los paganos pobres. Poco después Pablo se dirigió a Éfeso, y los corintios, instruidos por otros, especialmente por Apolo, se dividieron en partidos. Cuando Pablo recibió en Éfeso noticias de la iglesia de Corinto, se apresuró a escribir esta larga carta -probablemente escrita en Éfeso el año 57- para eliminar los abusos y responder a algunas preguntas hechas por los corintios.
El cuerpo de la carta tiene dos partes. En la primera reprende a los corintios por haberse dividido en partidos, por los escándalos de ciertas conductas y por la escasa confianza mutua en los litigios. En la segunda responde sucesivamente a las cinco cuestiones que le presentan: matrimonio y celibato; carnes inmoladas a los ídolos; orden en las asambleas religiosas y decoro en la celebración de los misterios divinos; importancia, valor y uso de los dones sobrenaturales y resurrección futura.

IIª CARTA A LOS CORINTIOS. Escrita la primera carta, san Pablo envió a Corinto a Tito con otro discípulo para que le volvieran a informar sobre el estado de aquella iglesia. Se encontró con su discípulo probablemente en Filipos y oyó de sus labios muy complacido el gran afecto que le tenían en Corinto. Pero cuando se enteró de que había también algunos que le acusaban de inconstante, ambicioso y usurpador del nombre de apóstol, se apresuró a escribirles esta segunda carta, que es una larga apología -al principio velada y luego abierta- de su conducta y de su apostolado.
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Puede dividirse en tres partes:
Primera parte. Apología velada: confuta las calumnias demostrando que no fue superficial, inconstante, arrogante o soberbio y defiende su modo de comportarse.
Segunda parte. Digresión sobre la colecta para los pobres de Jerusalén.
Tercera parte. Apología rotunda: reivindica su dignidad de apóstol manifestándose no solamente como no inferior, sino como superior en todo a sus adversarios.
Esta carta fue escrita poco después de la anterior, probablemente en Filipos.

CARTA A LOS EFESIOS. Éfeso, capital del Asia proconsular, fue elegida por san Pablo como centro de predicación. Se dirigió allá hacia el final de su segundo viaje, pero estuvo poco tiempo. Durante el tercer viaje permaneció allí tres años y fundó numerosas comunidades cristianas. Apenas se fue, las herejías gnósticas comenzaron a pulular. Cuando el Apóstol, prisionero en Roma, se enteró del estado de las iglesias de Asia, especialmente de la de Colosas y Éfeso, escribió las cuatro cartas de la primera prisión: a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses y a Filemón.
La carta a los Efesios pone de relieve, en la parte dogmática, la grandeza de la obra de Jesucristo; afirma que todos, judíos y paganos, son llamados a ser hijos de Dios en la Iglesia, que está destinada a reunirlos a todos en su seno. En la parte moral expone la reglas para una vida cristiana y habla de los deberes en general y en particular.

CARTA A LOS FILIPENSES. Filipos fue la primera ciudad de Europa evangelizada por san Pablo. El Apóstol llegó a ella en su segundo viaje misionero y estuvo allí probablemente durante su última misión.
Esta carta es la manifestación del agradecimiento de san Pablo a los filipenses por el generoso donativo que Epafrodito, en su nombre, le llevó durante su primera prisión. No es pues propiamente doctrinal, sino fundamentalmente una carta con noticias, para Timoteo y a Epafrodito, sobre la prisión de san Pablo; tiene solamente alguna alusión a los judaizantes.
Fue escrita desde Roma ya al final de la prisión, es decir, al concluir el 62 o principios del 63.

CARTA A FILEMÓN. Filemón era un cristiano rico de Colosas, amigo de san Pablo. Tenía un esclavo, Onésimo, que, tras robarle, había huido a Roma con otros vagabundos. Convertido por
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san Pablo, le convence para que vuelva con Filemón, lo que acepta Onésimo acompañado con esta cartita del Apóstol.
En ella, tras un breve prólogo de agradecimiento y de elogio a Filemón, san Pablo pasa a exponer las razones para convencerle de que reciba con los brazos abiertos a Onésimo, rogándole que le perdone y prometiéndole que él mismo le devolverá el dinero robado.
Concluye con los saludos habituales y pide a Filemón hospitalidad para una próxima visita.

REFLEXIÓN XXIV

La Biblia en la formación clerical


«¿Cómo un joven podrá tener una conducta pura?
Guardando tu palabra»

(Sal 118/119,9)


Ya dijimos que la sagrada Escritura es el mejor libro de lectura espiritual, que sirve en todo tiempo y en todas las circunstancias de la vida y para toda clase de personas. Todos podemos encontrar en él alimento abundante y sano para nuestra alma.
Y si es así para todos los cristianos, más aún lo será para los llamados al sacerdocio.
La Biblia es especialmente para los jovencitos que tienden y aspiran a ser un día ministros de Dios. Es a ellos a quienes el Espíritu Santo les revela los secretos y las bellezas divinas de aquélla. Lo dijo Jesús: «Yo te alabo, Padre..., porque has escondido estas cosas a los
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sabios y a los entendidos, y se las has manifestado a los sencillos» (Lc 10,21; Mt 11,25).
Corresponde a los sacerdotes el deber de predicar a los fieles la palabra divina. Dice el obispo cuando ordena a un diácono: «Recibe la potestad de leer el Evangelio en la Iglesia de Dios». Estas palabras confieren al ordenando la potestad de instruir a los fieles en la fe.
San Pablo reprendía a los corintios porque algunos decían que eran de Apolo, otros de Cefas y otros de Pablo, según que hubieran recibido la luz del Evangelio de Apolo, de Cefas o de Pablo. El Apóstol quiere que todos digan que son de Cristo, porque todos han sido formados conforme a un único Evangelio.
El muchacho que se acostumbra a leer el Evangelio construye su casa sobre la roca viva, adquiere una formación segura y un espíritu suave y delicado.
Son muy hermosos los libros de santo Tomás, de san Bernardo, de san Alfonso y de otros insignes escritores, aunque no sean santos, como Manzoni, Dante, etc., pero la belleza del Evangelio es infinitamente superior; la lectura de este libro es más eficaz que ningún otro libro humano.
¡Cuántos jóvenes, leyendo u oyendo el Evangelio, han renunciado a todo para seguir a Jesús! Por tanto, jóvenes, la sagrada Escritura es especialmente para vosotros.
San Antonio abad,1 joven elegante de 18 años, habiendo oído leer estas palabras del Evangelio: «Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres», fue a su casa, lo vendió todo, entregó a los pobres el dinero obtenido y seguidamente se retiró al desierto, donde alcanzó una gran santidad y se hizo célebre por sus
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milagros y luchas contra el demonio, que se le aparecía visiblemente bajo formas horribles.
El apóstol san Pablo aconsejaba a su discípulo Timoteo que leyera la sagrada Escritura: «Aplícate a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza» (1Tim 4,13). Y a san Tito le decía que, entre las cualidades que debe tener un obispo, debe prevalecer el conocimiento de la sagrada Escritura. Y añadía que eligiera para ser ordenados sólo a quienes amaran intensamente las palabras de la verdad.
El propio san Pablo se gloriaba de haber aprendido la ley de Moisés y de los profetas en la escuela de Gamaliel.
San Jerónimo, doctor máximo de la sagrada Escritura, escribió cartas preciosas dirigidas a los clérigos para despertar su deseo de leerla. Al clérigo Nepuciano, por ejemplo, le dice: «Lee a menudo la sagrada Escritura, no dejes que se caigan de tus manos sus sagradas lecciones. Aprende en ella lo que debes enseñar». Este gran doctor estaba tan convencido de la necesidad de la sagrada Escritura en la formación de las almas de los jóvenes, que encontramos en él expresiones continuas y efusivas invitando a esta santa lectura.
Y en todas las cartas que este santo escribía a las vírgenes romanas, como Marcela, Paula, Algasia o Asela, les recomendaba que leyeran la Biblia, hasta el punto de que la castas esposas de Cristo estaban tan deseosas de su lectura que insistían con cartas al santo doctor para que les tradujera pronto otros libros y se los enviara.

* * *

Son siete las órdenes sagradas y en tres de ellas la
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Iglesia recomienda leer, practicar y enseñar la sagrada Escritura.
El obispo dice al lector en el momento de ordenarle: «La misión del Lector consiste en leer lo que debe comunicarse a los fieles... Lo que leéis con los labios debéis creerlo con el corazón y cumplirlo con las obras para que con la palabra y con el ejemplo podáis enseñar a quienes os escuchan».
Y al subdiácono: «Recibe el libro de las epístolas, con la potestad de leerlo en la santa Iglesia de Dios, tanto para los vivos como para los difuntos».
Y cuando entrega el libro del Evangelio al diácono le dice: «Recibe la potestad de leer en la iglesia el Evangelio, tanto para los vivos como para los difuntos».
En la ordenación episcopal se pone en las manos del obispo ordenando la sagrada Escritura completa y se le repiten las exhortaciones que san Pablo hacía al obispo san Tito.
Si la Iglesia recomienda tantas veces y con tanta solemnidad que se lea, practique y predique la sagrada Escritura, quiere decir que su lectura es sumamente importante. Quien es fiel y practica este mandato de la Iglesia, podrá quizá perder la vida, pero nadie le podrá vencer: «Sacerdos Dei Evangelium tenens et præcepta Dei custodiens, occidi potest vinci non potest», escribía san Epifanio.

* * *

Si queréis almas fervorosas, dadles el Evangelio y veréis qué transformación se verifica en sus almas.
El libro divino es eficacísimo para suscitar vocaciones. Es Jesús mismo quien por medio de esas palabras impresas llama e invita al alma a seguirle.
Cuando un muchacho entra en la Pía Sociedad de San Pablo, debe aprender lo antes posible a amar el Evangelio,
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a besarlo y leerlo con gusto, porque así adquiere el espíritu de la Congregación y avanza a grandes pasos en la santidad.
Pidamos confiadamente al Señor que nos conceda la gracia de formar nuestro corazón en conformidad con la sagrada Escritura y que todo llamado al sacerdocio aprenda cuanto antes a amar y leer la Biblia, para que de este modo pueda convertirse en nuevo Dios, en alter Christus. Y es que los sacerdotes, según escribe el apóstol san Pedro, son nuevos dioses: «Dii estis».2 Porque ¿de qué ha de hablar y escribir el sacerdote sino de la sagrada Escritura y de lo que ésta contiene?
Hablemos pues y escribamos en nuestro lenguaje, que es el bíblico.

EJEMPLO. Sueño misterioso de san Jerónimo.3 Nacido de una familia cristiana en el 342, a los doce años fue enviado a Roma para estudiar. Allí se apasionó de los estudios clásicos latinos y griegos, hasta el punto de que se le veía siempre con las obras de Virgilio, Terencio, Lucrecio, Séneca y otros insignes escritores, que se convirtieron para él en una pasión.
Él mismo llegó a escribir al respecto: «Fuera de mí, llegué a ayunar antes de leer a Cicerón. Después de noches de vigilia y cuando ya el recuerdo de mis pecados me había hecho derramar abundantes lágrimas, tomaba en mis manos a Plauto». Pero el Señor se acercó a él con una visión especial.
Así la describe Jerónimo: «Mientras la antigua serpiente se burlaba así de mí, hacia la mitad de la cuaresma (la cuaresma del 375, probablemente) me invadió un fuego interior que, al encontrar mi cuerpo postrado por falta de descanso, lo dejó tan extenuado que mis huesos a duras penas se mantenían trabados. Comenzaron a prepararse mis funerales. Mi cuerpo se enfriaba por momentos y sólo un resto de calor movía mi corazón. Improvisamente fui arrebatado en el espíritu y llevado al tribunal del Juez supremo. La luz era tan deslumbrante y los que le rodeaban desprendían un esplendor tan vivo que, de bruces en el suelo, no me atrevía a elevar los ojos. Me preguntaron
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quién era; respondí que era cristiano. Mientes, me dijo el Juez; tú eres ciceroniano, no cristiano, porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón.4 Silencioso y castigado con varas (porque el Juez había ordenado que me azotaran), especialmente acongojado por los amargos remordimientos, repetía dentro de mí este versículo del salmo: En el abismo ¿quién te puede alabar?5
Y exclamé llorando: Ten piedad de mí, Señor, ten piedad de mí. Mi grito era un eco entre los golpes. Finalmente, los presentes se echaron a los pies del Juez y le suplicaron que perdonara los pecados de mi juventud, que me concediera tiempo para hacer penitencia, y que me castigara severamente si volvía a leer libros paganos. Para sacarme de la miseria en que me encontraba, estaba dispuesto a prometer mucho más, y lo hice jurando bajo su nombre: Señor, si a partir de ahora conservo y leo libros profanos, que se me trate como si hubiera renegado de Vos. Tras este juramento me soltaron y volví al mundo. Todos se admiraban al verme abrir los ojos, y tantas lágrimas derramé que mi dolor persuadió incluso a los más incrédulos. No fue aquel uno de esos sueños que engañan: apelo al tribunal ante el que me había prosternado, apelo a la sentencia que me aterrorizó. Dios quiera que esa tortura no vuelva a sentirla nunca. Cuando me desperté, mi corazón todavía palpitaba y mis huesos estaban doloridos. Desde entonces he estudiado los libros sagrados con más entusiasmo que el que me animaba cuando leía libros paganos».
El Señor daba así a la Iglesia al doctor máximo de la sagrada Escritura, de cuya traducción y comentarios somos deudores.

FLORECILLA. Recitaré las letanías de los santos escritores (ver al final del libro) para que el santo Evangelio sea amado, leído y asimilado por todos los llamados al sacerdocio.

CÁNTICO DE ACCIÓN DE GRACIAS [#]

Tenemos una ciudad fortificada;
él ha puesto para protegernos murallas y defensas.
¡Abrid las puertas,
para que entre el pueblo justo,
que ha guardado la lealtad!
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Su ánimo es firme y mantiene la paz,
porque confía en ti.
Confiad en el Señor incesantemente,
porque el Señor es la roca eterna.
Sí, él ha humillado a los que habitaban en lo alto;
ha abatido la ciudadela escarpada,
la ha abatido a tierra,
la ha derribado en el polvo:
la pisotean los pies de los humildes,
los pasos de los pobres.
El camino del justo va todo derecho,
tú allanas el camino derecho del justo.
Sí, en el camino de tus juicios
esperamos en ti, Señor;
tu nombre y tu memoria son el anhelo del alma.
Mi alma te ansía por la noche,
y mi espíritu, en mi interior,
te espera a la mañana;
pues cuando tus juicios se ejecutan en la tierra,
aprenden justicia los habitantes del mundo.
Si se absuelve al delincuente,
no aprende justicia;
en la tierra de la rectitud
obrará inicuamente
y no verá la majestad del Señor.

(Is 26,1-10).


LECTURA

Requisitos del clero

Te dejé en Creta con el fin de que pusieses en toda regla lo que faltaba que ordenar y constituyeses presbíteros por las ciudades, conforme a las instrucciones que te he dado: que el candidato sea irreprochable; casado una sola vez; que tenga hijos creyentes, a los que no se les pueda inculpar de libertinaje o indisciplina. Es necesario que el obispo sea irreprochable, como administrador que es de la casa de Dios; no debe ser arrogante, ni colérico, ni borracho, ni amigo de peleas ni de negocios sucios; al contrario, debe ser hospitalario, amigo del bien, prudente, justo, religioso, con dominio de sí mismo, guardador fiel de la doctrina que se le enseñó, para que sea capaz de animar a otros y de refutar a los que contradicen.
Pues hay muchos insubordinados, charlatanes y embaucadores, sobre todo entre los judíos convertidos, a los que es preciso tapar la boca. Revuelven familias enteras enseñando lo que no deben, llevados por el ansia de ganancias sucias.
Ya dijo uno de ellos, su propio profeta: «Los cretenses son siempre mentirosos, malas bestias, glotones y gandules» ¡Y qué verdad es! Por eso, repréndelos con energía,
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para que se mantengan sanos en la fe y dejen de prestar oídos a fábulas judaicas y a preceptos de hombres que vuelven sus espaldas a la verdad. Todo es limpio para los limpios; pero para los contaminados y los que no tienen fe nada es puro, porque tienen contaminada su mente y su conciencia. Hacen profesión de conocer a Dios, pero le niegan con las obras, pues son odiosos y rebeldes, incapaces de hacer nada bueno.

(Tit 1,5-16).


ORACIÓN

Deseo de entrar en la casa del Señor

Hazme justicia, oh Dios,
y defiende mi causa contra esta mala gente,
líbrame del hombre falso y criminal.
Pues tú eres, oh Dios, mi fortaleza,
¿por qué me has rechazado?,
¿por qué he de andar yo triste,
bajo la opresión de mi enemigo?
Envía tu luz y tu verdad; ellas me guiarán,
me conducirán a tu montaña santa, a tus moradas.
Yo llegaré hasta el altar de Dios,
del Dios que es mi gozo y mi alegría;
te alabaré al son de la cítara, Señor, Dios mío.
¿Por qué te afliges, alma mía,
por qué te quejas?
Espera en Dios, que aún he de alabarlo,
salud de mi rostro, Dios mío.

(Sal 42/43,1-5).


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1 El ejemplo de este gran santo, transformado con la escucha y la lectura de la Biblia, aparece varias veces en LS: pp. 147, 155-157, 290, 311.

2 Sal 81/82,6; Is 41,23; Jn 10,34.

3 Alusiones a este doctor “máximo” de la Escritura y a sus opiniones se encuentran en las pp. 96, 152, 176n, 198, 203, 213, 245, 247, 297. Jerónimo (Hieronymus, del griego Ierónymos, “que tiene un nombre sagrado”) es el traductor principal de la Vulgata. Su perfil esencial lo tenemos en De viribus illustribus (n. 135), una obra de alrededor del año 393, del propio Jerónimo, y de su epistolario. Nacido en Estridón, Dalmacia, hacia el 347, en el 360 fue a Roma, donde recibió el bautismo en el 366. Se distinguen tres periodos en la vida de Jerónimo: el periodo oriental (372-381), el periodo romano (382-385) y el segundo periodo oriental. La muerte del papa san Dámaso (diciembre del 384) y las fuertes tensiones con el clero de Roma obligaron a Jerónimo a volver a Oriente. En agosto del 385 se estableció en Belén. Los años 386-393 fueron de una intensa actividad literaria especialmente en el campo de la traducción y de los comentarios de la Escritura. Murió el 30 de septiembre del 419 (o del 420), cuando estaba comentando el libro de Jeremías. Hacia el 570, un peregrino anónimo de Piacenza escribía que Jerónimo descansaba en la iglesia de la Natividad de Belén, junto a las tumbas de Paula y Eustaquio. El itinerario existencial de este doctor encontró en el amor y en el estudio de la Biblia las raíces de la santidad.

4 Mt 6,21; Lc 12,34.

5 Sal 6,6; cf. Is 38,18; Sir 17,22.