Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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BÚSQUEDA AVANZADA

DÍA XVI
LA BIBLIA Y EL SACERDOCIO

LA PROFECÍA DE OSEAS

Oseas, hijo de Beerí, profetizó en tiempos Ozías, Yotán, Acaz y Ezequías, reyes de Judá, ejerciendo su ministerio en el reino del Norte poco después de Amós. En su larga vida pudo ver el triunfo de Israel bajo Jeroboán II, pero también la anarquía y la ruina. Profetizó la ruina de Israel y vio verificadas sus profecías. En medio de una espantosa corrupción, que él mismo describe, alza la voz para decir al pueblo que el castigo es justo y debe ser aceptado, y que después de la conversión vendrá la salvación; manifiesta la justicia de Dios cuando castiga a los pecadores obstinados, al igual que su misericordia cuando acoge a los arrepentidos. Su libro es una composición hecha al final de la vida del profeta para compendiar las profecías realizadas durante su ministerio.

LA PROFECÍA DE JOEL

Joel, hijo de Petuel, es con Abdías uno de los profetas más antiguos de quienes nos quedan obras escritas. Era del reino de Judá y fue allí donde ejerció su ministerio profético. Sus escritos le presentan en el período áureo de la literatura hebrea, quizá en los primeros años de Ozías. Joel es un
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gran profeta, claro, elegante y sublime. Fue imitado por los demás profetas, a los que supera en sublimidad, excepto a Isaías y Habacuc.1 La descripción de las langostas es una verdadera obra maestra.

LA PROFECÍA DE AMÓS

Amós era pastor y cultivaba sicómoros en Técoa cuando Dios le llamó al ministerio profético y le envió al reino cismático e idólatra del Norte, que en los últimos años de Jeroboán II estaba en el apogeo de su poder y su gloria, pero también de la corrupción. El lugar de la predicación de Amós fue Betel, uno de los santuarios del idólatra Israel. Tiene a este reino como objeto de su predicación, pero no se olvida de Judá, que bajo Ozías había triunfado de muchos enemigos. Después de aludir a la prosperidad actual de los dos reinos, amenaza con castigos y con la ruina de Israel, aunque en el fondo anima con la esperanza.

LA PROFECÍA DE ABDÍAS

Abdías, que en la Vulgata ocupa el cuarto lugar entre los profetas menores, es según algunos el profeta más antiguo que ha dejado obras escritas. Su nombre, Abdías, quiere decir siervo del Señor, y se puede afirmar que fue del reino de Judá por su apóstrofe contra Idumea, enemiga de Judá. La profecía de Abdías, de un solo capítulo con 21 versículos, es el escrito más breve del Antiguo Testamento, y en un solo vaticinio anuncia el juicio de Dios contra Edón, considerado una figura de los enemigos de Dios. Anuncia que Edón será completamente destruido por ser enemigo de Israel, que será exaltado.

LA PROFECÍA DE JONÁS

Jonás, el quinto profeta menor según el orden de la Vulgata, era de Get de Zabulón, por tanto del reino
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de Israel. Su libro no tiene oráculos, pero narra un hecho lleno de ellos. Jonás, ardiente patriota, odiaba a los gentiles, a quienes consideraba peligrosos para su pueblo. Pero Dios le hizo llegar un mandato para que fuera a predicar a Nínive, lo que significaba la conversión de los ninivitas y la vida de Asiria, que suponía la ruina de Israel. El ardiente patriota desobedece, huye a Jafa y se embarca en una nave fenicia. Una furiosa tempestad le obliga a confesar su delito. Arrojado al mar, tragado por un gran pez y devuelto tres días más tarde a una playa, canta el poder de Dios y se dirige a predicar a Nínive. Nínive se convierte, Dios retira el decreto de destrucción y responde a Jonás enviando un gusano que muerde la planta de ricino, que se seca y deja de darle sombra.

LA PROFECÍA DE MIQUEAS

Miqueas, de Moréset, en Gat de Judá, profetizó en tiempos de Jotán, Acaz y Ezequías, siendo por tanto contemporáneo de Isaías, al que se parece por la índole y los temas que trata. Miqueas amenaza alguna vez, pero sobre todo consuela, y lo hace con un estilo elevado, rico en imágenes y con algún que otro juego de palabras. Tiene grandes profecías: la invasión asiria, la destrucción de Samaría y de Jerusalén, la esclavitud de Babilonia, el retorno, el reino mesiánico y el nacimiento de Jesús en Belén.

REFLEXIÓN XVI

La Biblia y el sacerdocio


«Tus manos me han hecho y me han formado;
instrúyeme y aprenderé tus mandamientos»

(Sal 118/119,73)


Ayer considerábamos que el estado religioso brota de la Biblia; hoy, en cambio,
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veremos que también brota de ella el estado eclesiástico, o sea, que la Biblia dice a cada sacerdote cuáles son sus tareas, sus deberes y sus virtudes, así como el premio que recibirá en la vida futura.
¿Quién es el sacerdote?
El sacerdote es un hombre excepcional, «ex hominibus assumptus», elegido por Dios entre un pueblo de mil, dos mil o cinco mil personas y constituido ministro de Dios, dispensador de sus tesoros: «Ministros Christi, et dispensatores mysteriorum Dei».
El divino Maestro dirige su mirada de amor sobre ese jovencito y con llamadas íntimas y secretas lo atrae hacia sí, es decir, le aparta de sus compañeros y de mil maneras le aleja de su familia y le conduce a un lugar sagrado, el seminario, o a una casa religiosa, donde será instruido y recibirá la debida formación.
Durante este delicado tiempo de formación, Jesús sigue hablándole al corazón y hace que germinen en él la rosa de la caridad, el lirio de la pureza, la margarita de la obediencia; en una palabra, todas las virtudes necesarias para un sacerdote. Por medio de sus superiores y maestros forma e ilumina su mente y con gracias íntimas y continuas consolida y fortalece su voluntad. Cuando adquiere un grado de formación considerado conveniente, el obispo, en nombre de Dios, le invita a dar un paso adelante y le consagra ministro de Dios, dándole la potestad de celebrar el santo sacrificio de la Misa, de predicar y de administrar los santos sacramentos.
Esto es el sacerdote: un privilegiado, un preferido entre muchos otros, el dispensador de los bienes celestiales, el guardián del santo tabernáculo. En
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sus manos están las llaves del reino de los cielos, por lo que todo el que quiera salvarse debe recibir de ellas un documento místico, el del bautismo, sin el que no se puede entrar en el cielo.
El sacerdote es el secretario de Jesucristo, es otro Jesucristo: «Sacerdos alter Christus», y está llamado a ejercitar las virtudes mismas del Maestro divino, del que debe ser un copia fiel.
Es el «ex hominibus assumptus, et pro hominibus constituitur: elegido entre los hombres, es constituido en pro de los hombres» (Heb 5,1), lo que quiere decir que debe confesar para librar a las almas de sus pecados y elevarlas a la perfección.
«Pro hominibus constituitur». Vedle por la mañana dirigirse con paso lento y grave, con la cabeza inclinada y absorto porque sabe que se dirige al Calvario donde inmolará por el pueblo la víctima divina. Allí desagravia, da gracias y suplica a Dios omnipotente por sí mismo y por su pueblo.
Gracias a esa Misa las almas santas del purgatorio encontrarán su liberación y la alegría de ser bienaventuradas en el cielo.
¡El sacerdote es de veras un hombre sublime!
Buscadlo en la Biblia, porque es allí donde descubriréis su figura divina y donde conoceréis su ministerio, sus deberes y sus premios.
Pero para comprender quién es el sacerdote de la nueva Ley es necesario saber quién era el sacerdote de la Ley antigua, por ser éste el tipo del verdadero sacerdote.
Disponemos para ello de los libros Levítico y Números, que
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nos hablan casi exclusivamente del sublime ministerio de los levitas.
Vemos allí cómo debe ser la vida del sacerdote, qué virtudes deben adornarle y qué deberes ha de cumplir; de qué autoridad está revestido y el respeto que se le debe tener.
En el Levítico, por ejemplo en el capítulo 10, se lee que los levitas, es decir, Aarón y todos sus hijos, debían abstenerse de toda bebida embriagadora para poder distinguir siempre lo santo de lo profano, estar sanos y no tener ningún defecto físico: «Ninguno de tu estirpe... que tenga un defecto corporal se acercará a ofrecer el alimento a su Dios. No se acercará ningún defectuoso, sea ciego o cojo, mutilado o deforme, lisiado de pies o manos...» (Lev 21,17ss).
También las víctimas que los sacerdotes ofrecían debían estar libres de defecto corporal.
Sabemos asimismo que estaba absolutamente prohibido ofrecer víctimas y quemar el incienso al Señor a quien no fuera ministro, y que quien lo hacía era quemado vivo. Es terrorífico el caso de Coré y sus 250 seguidores, quienes, queriendo usurpar el ministerio de los sacerdotes, encendieron los incensarios y ofrecieron el incienso. Un fuego misterioso bajó del cielo y los quemó vivos a todos (cf. Núm 16).
Los que murmuraban contra los sacerdotes eran también castigados inmediatamente con la muerte, como se narra en el libro de los Números 16. Catorce mil setecientas personas ardieron vivas por haber murmurado contra Moisés y Aarón.
Penas muy severas sufrió también María, hermana de Moisés, por haber dicho algunas palabras en contra de su hermano.2
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Pero es especialmente en el santo Evangelio donde tenemos el tipo o modelo perfecto del sacerdote, Jesucristo, en quien podemos descubrir cómo debe ser la vida, qué celo debe animar y qué premios le esperan al ministro de Dios. Podríamos decir que quien no ha leído el Evangelio sigue sin entender quién es el sacerdote.

* * *

¿Qué relación hay entre la Biblia y el sacerdocio?
Una relación muy íntima, puesto que es en la Biblia donde el sacerdote conoce lo divino de su ministerio, así como sus deberes y obligaciones; es en ella donde, conociendo los premios que le aguardan, encuentra la energía y el coraje para el ejercicio de su ministerio.
El Evangelio nos permite conocer cuáles fueron las esmeradísimas atenciones del divino Maestro para formar a los apóstoles y cómo éstos recibieron del mismo Jesús el mandato de ir por todo el mundo a predicar la Buena Nueva a todas las criaturas.
En san Lucas leemos que Jesús, después de instituir el gran sacramento del Amor, dio a los apóstoles, y en ellos a todos sus sucesores, la potestad de hacer lo mismo hasta el fin de los siglos: «Hoc facite, in meam commemorationem» (Lc 22,19).3
Y es también en el Evangelio donde el sacerdote puede leer que la potestad que tiene de librar a las almas de sus pecados le viene directamente de Jesús, así como el gran premio que el Padre celestial tiene preparado para los sacerdotes fieles. Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros, los que me habéis seguido, en la
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nueva creación, cuando el hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, os sentaréis también sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28).
Se sigue de todo esto que el libro del Evangelio debería ser para el sacerdote, así como para todo aspirante a tan sublime estado, su mayor deseo, el libro más querido. Porque en él se encuentra su código, su ley y su regla, y de él debe sacar la energía y el coraje para recorrer el difícil camino de su vocación.

EJEMPLO. San Ignacio de Loyola. Entre los principales santos que en el siglo XVI opusieron a la falsa reforma luterana una obra de verdadera reforma católica y se convirtieron en baluarte contra la expansión del protestantismo, se encuentra san Ignacio de Loyola.
Recordemos solamente dos hechos especialmente relacionados con la sagrada Escritura.
Cuando Ignacio, después de la herida recibida en el asedio de Pamplona (1521), fue llevado al hospital, pidió libros para que el tiempo de permanencia obligada le resultara menos largo y aburrido. Él habría deseado libros de caballería y narraciones de aventuras heroicas, pero la Providencia dispuso que llegaran a sus manos la vida y las enseñanzas de Jesucristo y las vidas de los santos. Comenzó a reflexionar sobre su vida y se dio cuenta de la vanidad de aquel mundo en el que servía. A partir de ese momento comenzó su conversión. Decidió renunciar a la milicia terrena para ser el líder de una milicia más noble que sirviera no a un rey de la tierra, sino al mismo Jesucristo. Después de colgar la espada junto al altar de la Virgen de Monserrat, se retiró a Manresa para hacer un largo curso de ejercicios espirituales, en los que concibió la idea de fundar la Compañía de Jesús.
En París, donde se encontraba haciendo sus estudios, encontró a los primeros compañeros, entre los que se encontraban personajes tan ilustres como Salmerón, Laínez, Lefèvre. También se encontraba entonces en la Universidad de París un ilustre y todavía joven profesor a quien sonreían los honores y la gloria del mundo y de la ciencia: Francisco Javier. Ignacio le atrajo repitiéndole estas palabras: «¿Qué
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importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?», que poco a poco fueron haciendo mella en lo más íntimo de su corazón y maduraron su decisión de renunciar totalmente al mundo.
El 15 de agosto de 1534, en la iglesia de Montmartre de París, Ignacio emitía con sus compañeros los primeros votos religiosos. Se ponían así las bases de esta Compañía que ha dado a la Iglesia tantos santos y hombres eminentes por su doctrina, una Compañía que es el brazo derecho de la Iglesia y que ha realizado en el mundo un bien inmenso.

CÁNTICO [#]

Escuchad, cielos, que voy a hablar.
Oye, tierra, las palabras de mi boca.
Descienda como la lluvia mi enseñanza,
caiga como el rocío mi cantar,
como llovizna sobre el césped,
como chubasco sobre el verde.
Voy a invocar el nombre del Señor;
dad gloria a nuestro Dios.
Él es la roca, sus obras son perfectas,
todos sus caminos son la justicia misma;
el Dios fiel, en él no hay maldad;
es justo y recto.
Le han traicionado los hijos degenerados,
generación malvada y pervertida.
¿Así pagáis al Señor, pueblo insensato y necio?
¿No es él tu padre y tu creador?
¿No es él el que te hizo y te constituyó?
Recuerda los tiempos pasados,
considera los años de edad en edad.
Pregunta a tu padre, que te lo cuente;
a tus ancianos, que te lo digan.
Cuando el altísimo distribuyó
su herencia entre los pueblos,
cuando dividió a los hombres,
estableció las fronteras de los pueblos
según el número de los hijos de Israel.
La porción del Señor fue su pueblo;
Jacob, la parte de su herencia.

(Dt 32,1-9).


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LECTURA

Premio de quien sigue a Jesús

Entonces Pedro le dijo: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos espera?». Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros, los que me habéis seguido, en la nueva creación, cuando el hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, os sentaréis también sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo el que deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos o campos por mi causa recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Muchos primeros serán los últimos, y los últimos los primeros».

(Mt 19,27-30).


ORACIÓN DE SALOMÓNPARA OBTENER LA SABIDURÍA

Dios de los padres y Señor de las misericordias,
que con tu palabra hiciste todas las cosas
y con tu sabiduría formaste al hombre
para que dominase sobre las criaturas salidas de tus manos,
gobernase al mundo con santidad y justicia
y rectamente administrase justicia,
dame la sabiduría, que se asienta junto a tu trono,
y no me excluyas del número de tus hijos.
Porque yo soy esclavo tuyo e hijo de tu esclava,
hombre débil y de corta vida,
incapaz de comprender el derecho y las leyes.
Pues aunque alguno fuese perfecto entre los hijos de los hombres,
como le falte la sabiduría que de ti procede
será estimado en nada.
Tú me preferiste para rey de tu pueblo
y juez de tus hijos y tus hijas.
Tú me ordenaste edificar un templo en tu monte santo
y un altar en la ciudad de tu morada a imitación de la tienda santa,
que tú ya habías preparado desde el principio.
Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras,
que te asistió al hacer el mundo,
y sabe lo que es agradable a tus ojos
y lo que es recto según tus mandamientos.
Envíala desde los santos cielos
y desde el trono de tu gloria mándala,
para que asistiéndome en mis trabajos
conozca lo que a ti te agrada.
Ella que lo sabe y lo comprende todo
me guiará prudentemente en mis empresas
y me protegerá con su gloria.
Así serán mis obras de tu agrado,
yo juzgaré a tu pueblo con justicia
y seré digno del trono de mi padre.

(Sab 9,1-12).


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1 Esta es la grafía de la Vulgata. En LS aparece más como “Abacuc”.

2 En el original hay una construcción un tanto enrevesada, pero el sentido resulta claro.

3 «Haced esto en memoria mía».