Beato Santiago Alberione

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CULTO A LA SAGRADA ESCRITURA

Consideramos1 útil para las almas transcribir aquí un precioso capítulo del libro El apostolado de la edición del Primer Maestro, P. Santiago Alberione, titulado

Culto a la sagrada Escritura

Al Evangelio, y a la Biblia en general,
debe darse un culto relativo de latría:
con la mente - con la voluntad - con el corazón


Con la mente


El culto de latría es el culto supremo, también llamado adoración, dirigido a Dios. Si es dirigido directamente al Señor se llama absoluto, mientras que si pasa a través de un objeto que le representa es relativo.
La sagrada Escritura representa a la santísima Trinidad mejor que un cuadro o una escultura, y el santo Evangelio representa a la Persona adorable de Jesucristo mejor que una pintura o un crucifijo de cualquier materia sensible. Culto
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pues de adoración, y por tanto de latría, pero relativo.
Es doctrina de fe definida por el concilio Constantinopolitano IV (VIII ecuménico).
El concilio II de Nicea, VII ecuménico (7ª ses., 13 oct. 787), citando el Símbolo y los seis precedentes concilios ecuménicos, decreta: «Definimos con toda exactitud y cuidado que de modo semejante a la imagen de la hermosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y en los cuadros, en las casas y en los caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra y santa Madre de Dios, de los ángeles y de todos los varones y santos venerables.
Por dichas imágenes quien las contempla se eleva a pensar en el original y a imitarlo. Por tanto es lícito prestarles, según el uso inmemorial, una cierta veneración con el beso, el saludo, la incensación, las luces, la inclinación y postración (prosku,nesin, proscúnesin), como se hace ante la imagen de la cruz, los Evangelios y otros objetos sagrados, aunque no ciertamente con la adoración propiamente dicha (latría), que concierne sólo a la naturaleza divina. A la imagen le incumbe sólo la veneración relativa, sabiendo que el honor a ella rendido pasa al original, es decir a la persona allí representada».2
Aquí hay ya un culto y un testimonio de que este culto refleja una costumbre antigua.
Y el concilio Constantinopolitano IV, VIII ecuménico (869-870),3 dice en el canon III: «Decretamos que la sagrada imagen de nuestro Señor Jesucristo, liberador y salvador de todos, sea adorada con honor al igual del libro de los sagrados Evangelios. Porque así como por el sentido de las sílabas que en el libro se ponen, todos conseguiremos
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la salvación; así por la operación de los colores de la imagen, todos, sabios e ignorantes, percibirán la utilidad de lo que está delante, pues lo que predica y recomienda el lenguaje con sus sílabas, eso mismo predica y recomienda la obra que consta de colores; y es digno que, según la conveniencia de la razón y la antiquísima tradición, puesto que el honor se refiere a los originales mismos, también derivadamente se honren y adoren las imágenes, del mismo modo que el sagrado libro de los santos Evangelios, y la figura de la preciosa cruz.
Si alguno, pues, no adora la imagen de Cristo Salvador, no vea su forma cuando venga a ser glorificado en la gloria paterna y a glorificar a sus santos (2Tes 1,10), sino sea ajeno a su comunión y claridad. Y los que así no sienten, sean anatema del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Aquí se encuentra el culto de adoración y se reconoce una tradición muy antigua.
Sagrada Escritura:
Dios hizo depositar las tablas de la Ley en el arca santa, donde estaba también el maná. En efecto, Moisés dice: «Yo bajé del monte, coloqué las tablas en el arca que había hecho, y allí quedaron depositadas, como el Señor me había ordenado» (Dt 10,5).
El libro de la Ley estaba situado al lado del arca, en el Santo de los Santos, como se infiere de la orden dada por Moisés a los sacerdotes: «Tomad este libro de la Ley y ponedlo al lado del arca de la alianza del Señor, vuestro Dios; que esté allí como testimonio contra ti» (Dt 31,26).
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Como se deduce de los textos citados, ya en el Antiguo Testamento Dios une en el honor y en el culto el maná, figura de la Eucaristía, Cristo-Vida, con las tablas y el libro de la Ley, parte de la Biblia y figura del Evangelio, Cristo-Verdad. Y si Dios dispone así con las figuras, tanto más debía hacerlo con la realidad. El libro de los Evangelios se puede pues honrar con igual culto que el tributado a Cristo.
Tradición: Los cánones de los citados concilios, el II de Nicea y el IV de Constantinopla, aluden el uno a la tradición antigua y el otro a una tradición antiquísima. Más aún, en ellos el culto dado al Evangelio está tomado como motivo para confirmar el culto a las imágenes del Salvador, signo evidente de que ya existía. Además, el concilio de Constantinopla, en el canon I contra Focio dice: «Queriendo caminar sin tropiezo por el recto y real camino de la justicia divina, debemos mantener, como lámparas siempre lucientes y que iluminan nuestros pasos según Dios, las definiciones y sentencias de los santos Padres». Por tanto, al profesar el culto al libro del santo Evangelio, se camina siguiendo las huellas de los santos Padres y de la Tradición cristiana.
En la liturgia actual se honra a la sagrada Escritura:
a) Elaborando con ella la mayor parte del Breviario y gran parte de la santa Misa, hasta el punto de poder decirse que la estructura de la Misa está constituida por fragmentos de la sagrada Escritura.
b) Con el beso del Evangelio, que hoy da el celebrante y antiguamente también los ministros y el pueblo (Mioni, Manuale di S. Liturgia, vol. I, pág. 235, nota; card. Mermillod).
c) Encendiendo luces e incensándolo antes de que sea cantado por el diácono en las Misas solemnes.
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Razón: También la razón tiene sus pruebas: a iguales motivos de excelencia corresponde el deber de igual culto. Ahora bien, el concilio Constantinopolitano IV, al decretar la adoración para la imagen del Salvador, se basa en la Tradición y también en la semejanza de los motivos entre el Crucifijo, el libro de los santos Evangelios y la imagen del Redentor. Así pues, la adoración del libro de los Evangelios, y por extensión de la sagrada Escritura, es santa y venerable. Por consiguiente, si se puede adorar una imagen del Salvador, por el mismo motivo se puede adorar la sagrada Escritura, que contiene la palabra de Dios (Cornely, Introduzione alla S. Scrittura, n. 1).

La fe en el Evangelio debe ser:

a) Católica, esto es, basada en el principio de que el Espíritu Santo ilumina infaliblemente a la Iglesia cuando interpreta las divinas Escrituras según la mente del divino Maestro. Por eso, antes de leerla hay que tener una instrucción religiosa suficiente, y al leerla contar con un comentario aprobado por la Iglesia.
b) Cristiana, que significa leer el Evangelio con el mismo amor y espíritu con que Jesucristo lo predicó a los hombres. Él solamente quería glorificar al Padre y enseñar a los hombres el camino de la paz espiritual, temporal y eterna. Tratemos pues de ser discípulos verdaderos y dóciles del Maestro divino. El Evangelio salió del corazón de Jesús, y por eso debemos interpretarlo con un corazón desbordante de amor.
c) Sencilla, ya que es el alma inocente y humilde la que entiende a Jesús y le sigue. Comprenden a Jesús los rectos y los sencillos de corazón. Los fariseos buscaron en su doctrina pretextos para condenarle
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y para que otros le condenaran. A la sagrada Escritura hay que acercarse con un corazón como el de la Madre de Jesús y el de los apóstoles.
d) Fuerte. La palabra divina convierte, pero hace falta coraje para proponerla a los desorientados y extraviados y para castigar nuestra pasiones y seguir a Jesucristo.

Con la voluntad


Dice Cornelio a Lápide4 (vol. III, 3-4): ¿Qué es el Evangelio? Es el libro de Cristo, la filosofía y la teología de Jesucristo, el jubiloso anuncio de la redención, de la gracia y de la salvación del género humano que él trajo del cielo y se concede a todos los creyentes. Porque Jesuscristo dijo con su propia voz verdades mucho más sublimes y divinas que las que Dios dijo por medio de Moisés y de los profetas.
Por eso, leer u oír el Evangelio es leer la misma voz del Hijo de Dios. Así pues, el Evangelio se debe escuchar con la misma reverencia que se escucharía a Jesucristo, que es como sabemos que hicieron san Antonio, san Basilio, san Francisco y muchos otros santos.
En el tratado XXX sobre San Juan dice san Agustín: Escuchamos el Evangelio como si estuviera presente el Señor, que se encuentra en el cielo pero también aquí como Verdad. Por eso en el templo, cuando se lee el Evangelio, todos (según dispusieron los Apóstoles) se ponen de pie como venerando así a Jesús y anhelando el cielo prometido en el mismo Evangelio. San Clemente afirma (lib. II, Constitut. Apost. capítulo 61): Cuando se lee el Evangelio, todos los sacerdotes, los diáconos y los laicos deben ponerse de pie silenciosamente.
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Existe también un decreto del papa Anastasio dirigido a todos los obispos de Alemania y Borgoña: «Nos habéis hecho saber que algunos permanecen sentados cuando se lee el Evangelio. Con nuestra autoridad apostólica ordenamos que de ningún modo se proceda así, pues cuando se lee en la iglesia el santo Evangelio, los sacerdotes y todos los demás fieles, no deben estar sentados, sino de pie e inclinados reverentemente ante el santo Evangelio, escuchando atentamente la palabra del Señor y adorándola fielmente» (Can. Apost. de Consecrat. dist. I).
La costumbre de ponerse de pie cuando se lee el Evangelio incluye a los obispos, como leemos en Isidoro de Pelusio5 (lib. I, epist. 136): «Cuando el verdadero pastor se acerca para abrir los adorables Evangelios, también el obispo se pone de pie y se descubre, para significar que allí está el Señor mismo, el Dios y dueño del arte pastoral».
Salamones6 condena (lib. 9 de la Storia Trip., c.7 39) el rito de los alejandrinos, entre quienes, contra el uso común, el obispo no se pone de pie cuando se lee el Evangelio.
Finalmente, el concilio Constantinopolitano IV, VIII ecuménico, ses. X, can. 3, establece que se debe tributar al Evangelio un honor igual que a la cruz de Jesucristo.
El sacerdote y el pueblo, al comienzo de la lectura del Evangelio en la santa Misa, hacen tres signos de cruz: en la frente, en la boca y en el pecho. De este modo se indica que en virtud de la cruz pedimos poder honrar el Evangelio con la mente, el corazón y la boca. Creemos en el Evangelio con la mente porque es la revelación misma,
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la propia palabra de Dios; con el corazón porque lo amamos como a nuestra redención y salvación y porque en él amamos a Jesús; con la boca porque confesamos firmemente nuestra fe delante del mundo.
Es la vida de los cristianos la que honra el Evangelio o lo deshonra. Los cristianos de los primeros tiempos eran conocidos entre los paganos por su amor, su austeridad, su laboriosidad y su valentía. Los buenos discípulos dan testimonio de la bondad de la doctrina y de la vida de su Maestro.

Con el corazón


Procesiones. Es una práctica muy conveniente llevar el Evangelio en procesión, siempre que lo permitan las leyes litúrgicas. A este propósito, en L'Osservatore Romano del 19-2-1933 se podía leer lo siguiente: «Sabemos por Cencio Camerario que existía el rito con el que los diáconos llevaban en procesión, acompañado con palmas, incensarios, candeleros encendidos y estandartes de las escuelas de las ciudades, un elegante y vistoso atril llamado Portatorium, para rendir al Evangelio un honor igual que el que recibe el mismo Jesucristo».
Esta costumbre es santa, venerable y digna de ser continuada.
Oraciones. Para ser liberados de las tentaciones y de las desgracias, es una gran ayuda llevar el Evangelio. «Los demonios sienten miedo ante el libro del santo Evangelio, porque provoca en ellos un horror sagrado». San Juan Crisóstomo (Hom. 51 sobre San Juan. Evang.) afirma que los demonios no osan entrar en el lugar donde hay un ejemplar del Evangelio. Conviene, pues, tenerlo en las casas y consigo mismos durante el día, y como libro de cabecera por la noche, en las enfermedades, en los hospitales, etc.
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Dios hace muchos milagros por esta devoción. Cuenta san Gregorio de Tours en las Vidas de los Padres, c. IV, que, mientras un incendio devorador devastaba la ciudad de Auvernia, san Gal entró en la iglesia y rezó largo tiempo ante el altar. Al levantarse, tomó el libro del Evangelio y avanzó con él hacia el fuego, que se apagó y no quedó huella de haber existido. San Marciano y Nicéforo cuentan otros hechos y milagros parecidos.
Novenas y triduos. Las novenas y los triduos ayudan mucho, si a lo largo de tres o nueve días se lee un capítulo del Evangelio.
Dice Cornelio a Lápide (vol. VIII, pág. 2) que siempre ha sido admirable la reverencia de los cristianos al Evangelio, como también su amor y su veneración. Nicéforo (en el libro 14 capítulo 3) refiere que en dos concilios de Nicea, en los de Calcedonia y de Éfeso, se puso en medio de la gran asamblea el texto del Evangelio para de que los Padres se dirigieran a él como a la persona de Jesucristo, como si Éste les dijera: «Haced una valoración justa». En el centro de la gran asamblea donde se celebró el concilio de Trento estaba colocada en un lugar de honor la sagrada Escritura.
Es una práctica recomendada también por el Derecho Canónico, al establecer que en el acto de los juramentos solemnes se ponga una mano sobre el Evangelio. Nosotros mismos afirmamos o negamos jurando sobre el Evangelio y decimos: «Con la ayuda de Dios y de estos santos Evangelios de Dios».
Del mismo modo que juramos por Dios juramos por los Evangelios, haciéndolo por su santa palabra. Y se pide la gracia de confesar la verdad o mantener fielmente cuanto se promete al Señor y la gracia de que nos ayuden los santos Evangelios, que son imagen de Dios.
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1 Quien aquí escribe y añade el capítulo es el compilador, B. Ghiglione, pero presumimos que lo hizo con la plena autorización y, tal vez, con la sugerencia del P. Alberione.

2 Hengenrother, Storia Universale, Vol. III, pág. 40.
[Joseph Hergenröther, teólogo e historiador de la Iglesia (Würzburg 1824 - Bregenz 1890). Estudió en su país y en Roma y se doctoró en teología en Munich en 1850. Desde 1852 enseñó historia eclesiástica y derecho canónico en Würzburg. Pío IX le invitó a ir a Roma en 1867 como consultor para el concilio Vaticano I, en la comisión “de ecclesiastica disciplina”. León XIII le nombró cardenal en 1879 y prefecto del Archivo Pontificio, que abrió a todos los estudiosos para estimular los estudios históricos]. La traducción española del texto niceno se toma en parte del Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Herder 1963, p. 111.

3 El concilio Constantinopolitano IV es considerado generalmente por los católicos como el octavo concilio general ecuménico. Afirmó el primado de jurisdicción de Roma; condenó la iconoclastia y trató de derrotar a los defensores de Focio (810-895 aproximadamente) que nuevamente sentado y depuesto como Patriarca de Constantinopla, es venerado como santo por los ortodoxos. En el canon 21 de dicho concilio, el papa Adrián II reconoció por primera vez la prioridad de Constantinopla sobre Alejandría.

4 Cornelius Cornelissen van den Steen (Limburg 1567 - Roma 1637), jesuita, fue un infatigable comentarista de la Biblia. Ordenado sacerdote en 1596, fue profesor de Sagrada Escritura en Lovaina entre 1596 y 1616, y a continuación en Roma, en el Colegio Romano, hasta su muerte. Comentó toda la Biblia a excepción de Job y los Salmos. Gran parte de su obra fue introducida por J.P. Migne en la colección Cursus S. Scripturae, vol. V-XX, París 1837-1845.

5 Pelusio es una ciudad de Egipto a orillas del Nilo, estratégicamente situada para el comercio y los militares egipcios. Aquí murió el general romano Pompeyo y aquí nació el astrónomo Claudio Tolomeo (que vivió en el segundo siglo d.C. y trabajó en la famosa biblioteca de Alejandría). En Pelusio se desarrolló el monacato. Fue aquí donde el monje Isidoro desplegó una amplia actividad, que no parece haber sido eficaz como apologeta de la ortodoxia de la fe, y sí en cambio como intérprete (de escuela antioquena) de la Escritura, conciliando el sentido histórico-literal con el espiritual (llamado teoria), pero concediendo quizá más campo a la interpretación alegórica.

6 Salamones Ernias, del siglo V, palestino nacido en Betelia, junto a Gaza, vivió en Constantinopla y fue historiador eclesiástico y jurista, pero no teólogo.

7 Tripartita, capítulo.