Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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DÍA XII
DE LA SAGRADA ESCRITURA BROTA LA VIRTUD DE LA ESPERANZA

ISAÍAS

Isaías es el profeta más importante. Aunque no es el primero en el tiempo, figura en primer lugar en el canon de las Escrituras, digno de esta distinción por la altura de sus revelaciones y por su estilo.
Isaías nació y vivió en Jerusalén. Comenzó a profetizar desde muy joven. Su ministerio profético duró casi cincuenta años. Inició después de la muerte de Ozías y prosiguió con Jotán, luchando contra la corrupción de Israel. Bajo el impío Acaz aparece nuevamente la figura vigorosa de Isaías, que tiene un decisivo influjo en un momento en que los reinos de Siria e Israel hacen peligrar al de Judá, encrucijada que lleva a Acaz a llamar en su ayuda al poderoso rey de Asiria, Teglatfalasar. El influjo de Isaías es decisivo bajo el santo rey Ezequías, cuyo amigo y consejero era y a quien hizo profecías en su enfermedad, en la embajada de Babilonia y en la invasión de Senaquerib, rey de Asiria. Después de la invasión de Asiria, Isaías desaparece de la escena política, pero no del mundo. Se cree que vivió bajo el reinado del impío Manasés, quien tal vez, según la tradición, fue quien le hizo desaparecer para siempre el año 696.
Su actividad profética es sin duda mucho más extensa que su obra de escritor, pues sólo escribió un resumen de las cosas que predicó.
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LA PROFECÍA DE ISAÍAS

El libro se compone de discursos y vaticinios pronunciados y escritos durante casi cincuenta años. Aunque los temas son diversos, todas las partes tienden a un único fin, que el propio profeta expresa en el primer capítulo con estas palabras: Sión será redimida con el derecho y liberada con la justicia.
Isaías, enviado por Dios para llamar al pueblo a cumplir la ley, tuvo que reprender, consolar y animar. Lo que más abunda en su libro es la «consolación», hasta el punto de poder ser considerado el profeta de la misericordia divina. Amenaza a los hijos de Israel y a los gentiles, pero mientras el juicio y las penas se dirigen a los empedernidos, la salvación será para los que vuelvan al Señor, e incluso los pueblos paganos participarán un día de los beneficios del reino mesiánico, que durará eternamente. El centro del nuevo reino será Jerusalén y su rey saldrá de Judá.
Isaías es el profeta de estilo sublime e imágenes grandiosas, el profeta del Mesías. De él se puede decir que habla más como evangelista que como profeta.
La profecía de Isaías es el libro que más aconsejaban san Ambrosio y san Agustín.

REFLEXIÓN XII

De la sagrada Escritura brota la virtud de la esperanza


«Tus decretos son el objeto de mi canto
en mi mansión de peregrino»

(Sal 118/119,54)


La esperanza es la segunda virtud teologal. El catecismo la define así: La esperanza
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es la virtud sobrenatural que nos hace confiar en Dios y esperar de Él la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla aquí con las buenas obras.
Es la virtud que nos da fuerza en las dificultades de la vida. Es el bálsamo saludable que serena nuestro corazón atormentado por tantas pasiones y fortifica nuestra voluntad en la lucha contra todos nuestros enemigos.
¡Qué consolador es el pensamiento del cielo en los momentos de desánimo y de prueba!
¡Ningún sacrificio es excesivo para quien piensa con frecuencia en el cielo!
Como la fe, también la esperanza brota de la sagrada Escritura, cuya lectura la ayuda a crecer y fortalecerse.

* * *

El objeto de la esperanza es doble: el paraíso y las gracias necesarias para merecerlo.
Veamos pues cómo la Biblia conserva vivo en nosotros el pensamiento del cielo y acrecienta la confianza de recibir de Dios todos los medios necesarios para merecerlo.
Leemos en el libro I de los Macabeos que Judas, escribiendo a los romanos para establecer con ellos una alianza de fraternidad y amistad, les dice: «Ahora nosotros, sin sentir necesidad (de estas alianzas), pues gozamos de la consolación de los libros sagrados que tenemos en nuestras manos», renuevan -añade seguidamente- ese pacto de fraternidad y concordia no por sentirse necesitados de la ayuda de los romanos, ya que en recibir la ayuda del cielo radica su única esperanza, bien firme por estar fundada en las promesas divinas escritas en la Biblia.
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La esperanza,1 que comenzó a brillar en el ánimo de Adán y Eva cuando, después del pecado, Dios les prometió al Redentor, fue creciendo hasta la venida de Jesucristo. La esperanza del Mesías era muy viva no sólo entre los hebreos, sino también entre los paganos. Por considerarle el Príncipe de la paz, y por haber sido anunciado por Isaías, todos anhelaban su venida, deseando vivamente la paz.
Con Cristo se esperaba también el paraíso. Sería él quien volvería a abrir las puertas del cielo, cerradas por el pecado cometido por Adán y Eva. Nadie antes de Jesús, ni siquiera san José, pudo entrar en el cielo. Sólo después de la gloriosa resurrección quedaron abiertas de par en par las puertas de la ciudad eterna.
Es magnífico el ejemplo de esperanza de Job, quien, probado por Dios de mil maneras, nunca se desanimó ni se abatió. Sabía que su Dios era justo y que se compadecería de él.
En los momentos de mayor sufrimiento exclamaba: «Mas bien sé que mi defensor está vivo y que él, el último, sobre el polvo se alzará; y luego, de mi piel de nuevo revestido, desde mi carne a Dios tengo que ver. Aquel a quien veré ha de ser mío, no a un extraño contemplarán mis ojos; ¡y en mi interior se consumen mis entrañas!» (Job 19,25-27).
¡Qué fuerza imprime a nuestra esperanza la simple lectura de este acontecimiento bíblico!
Y si nuestra esperanza se anima tanto leyendo los libros del Antiguo Testamento, ¿qué decir si leemos los del Nuevo?
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¡Qué sublime ejemplo de esperanza nos dio la santísima Virgen cuando, invitada por las piadosas mujeres para que las acompañara al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús, declinó la invitación porque creía firmemente que su Hijo resucitaría, tal como había leído una y otra vez en los profetas!
Podríamos citar muchos otros ejemplos narrados por la Biblia para aumentar y afianzar nuestra esperanza en Jesús y en su paraíso, pues toda la Biblia viene a decir al hombre que no tiene en la tierra su destino, sino que ha sido creado para el cielo..., que su morada no está aquí, sino en el paraíso.
«Vosotros, hombres, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la vanidad y buscaréis la mentira?» (Sal 4,3). Buscad y amad las bellezas eternas para las que habéis sido creados.
La lectura de la Biblia no sólo despierta en nosotros la esperanza del cielo, sino que también aumenta la confianza de que Dios ha de concedernos todas las gracias para merecerlo.
Hasta 400 veces2 nos dice Dios en la Biblia que pidamos, que imploremos y supliquemos para conseguir de Él todo lo que necesitamos para ir al cielo. Citemos algunas: «Es necesario orar siempre sin desfallecer jamás» (Lc 18,1); «Dedicaos a la oración» (1Pe 4,7); «Nada impide que ores siempre» (Sir 18,22);3 «Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá, buscad y encontraréis» (Mt 7,7).
¿Y qué decir de tantos ejemplos descritos en la Biblia para nuestra edificación? Detengamos nuestra atención
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en la presencia de la Virgen María en las bodas de Caná cuando, al darse cuenta de que se ha agotado el vino, se acerca a Jesús y le dice sencillamente: «No tienen vino». Segura de ser escuchada, dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,1ss). Y Jesús hizo su primer milagro cambiando el agua en vino.
¡Qué hermosas las intervenciones en las que se nos describe a Jesús curando a cojos, leprosos, ciegos, sordos y mudos a ruegos de todos ellos!
Leed la sagrada Escritura y seréis consolados, pues encontraréis en ella todo lo que deseáis. Vuestro corazón se sentirá saciado de todos los bienes que anheláis; aprenderéis a orar y a conseguir el cielo.

* * *

Llegamos así a una gran conclusión: el libro de lectura espiritual preferido debe ser la Biblia. Muchas almas, sedientas de santidad, van por todas partes en busca de algún libro que nutra sus almas y nunca se satisfacen. Lo que deben hacer es tomar la Biblia, porque sólo en ella encontrarán alimento abundante y sustancial. La Imitación de Cristo dice que la Biblia es un banquete celestial preparado por Dios para nuestras almas.
«Pues conozco que tengo grandísima necesidad de dos cosas, sin las cuales no podría soportar esta vida miserable. Detenido en la cárcel de este cuerpo, confieso serme necesarias dos cosas, que son mantenimiento y luz. Dísteme, pues, como a enfermo tu sagrado Cuerpo para mantenimiento
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del alma y del cuerpo, y además me comunicaste tu divina Palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la Palabra de Dios es la luz de mi alma, y tu Sacramento, el pan que le da vida.
Estas se pueden llamar dos mesas colocadas a uno y otro lado en el tesoro de la santa Iglesia. Una es la mesa del sagrado altar, donde está el pan santificado; esto es, el precioso Cuerpo de Cristo. Otra es la de la ley divina, que contiene la doctrina sagrada, enseña la verdadera fe y nos conduce con seguridad hasta el Santo de los santos».4*

EJEMPLO. San Euplio5 da la vida por las sagradas Escrituras. El diácono Euplio fue llevado a dependencias del gobernador de Catania y lo primero que hizo fue gritar resueltamente ante el juez que él era cristiano.
En el momento de presentarse ante el gobernador llevaba el libro de los Evangelios en sus manos. «¿De dónde proceden esos libros? ¿Los traes de tu casa?», le preguntó el gobernador. «Yo no tengo casa», respondió Euplio, «este libro me acompañaba cuando me detuvieron». El juez le ordenó que leyera algunas líneas, a lo que él accedió para hacer oír estas palabras: Dichosos los perseguidos por ser justos, porque de ellos es el reino de los cielos.6 El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.7
Calvisiano ordenó que Euplio fuera llevado al potro, donde nuevamente le preguntó si persistía en su actitud. El joven diácono se santiguó en la frente y respondió: Ya te he dicho, y lo repito nuevamente, que soy cristiano y que leo las Escrituras divinas. Y añadió que si entregaba aquellos escritos ofendía a Dios, a quien amaba, por lo que prefería morir
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antes que cometer tal delito, y que su muerte le llevaría a una vida eternamente feliz.
El gobernador redobló los tormentos, pero en vano, y por más que exhortaba al mártir a adorar a los dioses para ser liberado, Euplio no sólo no cedía, sino que le respondió: «Yo adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; adoro a la santísima Trinidad. Ofrezco el sacrificio de mi vida a Jesucristo, mi Dios. Es inútil que insistas en hacerme cambiar: soy cristiano».
Vencido, Calvisiano leyó finalmente la sentencia capital. Euplio fue conducido al suplicio llevando en su cuello el libro de los Evangelios. Su sangre enrojeció la Escritura que había defendido y confesado hasta la muerte.
Era el 12 de agosto del año 304.

FLORECILLA. Procuraré llevar siempre conmigo por lo menos una página del santo Evangelio.

CÁNTICO [#]

Ahora, Señor,
puedes dejar morir en paz a tu siervo,
porque tu promesa se ha cumplido:
mis propios ojos han visto al Salvador
que has preparado ante todos los pueblos,
luz para iluminar a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel.

(Lc 2,29-32).


LECTURA

Esperanza en la resurrección

Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, así, por un hombre, la resurrección de los muertos. Y como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada uno por su turno: el primero, Cristo; luego, cuando Cristo vuelva, los que son de Cristo. Entonces vendrá el fin, cuando él destruya todo señorío, todo poder y toda fuerza y entregue el reino a Dios Padre. Pues es necesario que él reine hasta
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poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte; porque todo lo puso bajo sus pies. Pero cuando dice que todo le está sometido, está claro que exceptúa a Dios, que fue quien le sometió todas las cosas. Cuando todo le esté sometido, entonces también el Hijo se someterá al Padre, que le sometió todo a él para que Dios sea todo en todas las cosas.
Si no fuera así, ¿a qué bautizarse por los muertos? Si realmente los muertos no resucitan, ¿a qué bautizarse por ellos? ¿Y por qué exponernos nosotros al peligro a cada instante? Hermanos, os aseguro que todos los días estoy al borde de la muerte, y que vosotros sois mi gloria en Cristo Jesús, Señor nuestro. Si luché con las fieras en Éfeso con miras humanas, ¿de qué me sirvió? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos. No os dejéis engañar: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres». Entrad en razón y no pequéis, pues algunos tienen gran ignorancia de Dios. Os lo digo para vergüenza vuestra.

(1Cor 15,20-34).


ORACIÓN

Justicia, oh Dios, que mi conducta es intachable,
he confiado en el Señor sin vacilar.
Examíname, Señor, y ponme a prueba,
pasa por el crisol mi corazón y mis riñones;
tengo siempre tu lealtad ante mis ojos
y camino siempre en tu verdad.
No me he reunido nunca con los impostores,
ni he ido jamás con los hipócritas;
odio las bandas de los delincuentes,
no me junto nunca con los criminales.
Lavo mis manos en señal de inocencia,
para dar vueltas en torno a tu altar
proclamando en tu honor mi acción de gracias
y pregonando todas tus maravillas.
Señor, yo amo la casa donde tú resides,
el lugar donde tu gloria habita.
No unas mi suerte a la de los criminales,
ni me hagas solidario con los asesinos,
que tienen las manos cargadas de delitos
y su derecha repleta de sobornos.
Mi conducta, en cambio, es intachable;
absuélveme, Señor, y ten piedad de mí;
mi pie está firme en el camino recto,
en la asamblea bendeciré al Señor.

(Sal 25/26,1-12).


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1 Es uno de los mensajes y contenidos esenciales de la Escritura. Quien estudia la Biblia se convierte en persona de esperanza, incluso en la realización de su tarea, según las enseñanzas de la Iglesia. En la Providentissimus Deus de León XIII, citada varias veces en LS (pp. 17, 30, 109), se dice que debe proveerse a que «los jóvenes hagan estudios bíblicos convenientemente programados y dotados, para no defraudar su justa esperanza y para que -ello sería aún peor-, no corran incautamente el peligro de desviarse, cautivos de los engaños racionalistas y de una apariencia de erudición» (n. 6). El P. Alberione se refiere especialmente a la esperanza de la vida eterna y del paraíso.

2 Es difícil hacer cálculos como éstos en las concordancias de la Vulgata. En la “Nuovissima Versione” (ed. San Paolo) el resultado es éste: 29 formas (del verbo “pregare” [pedir], del sustantivo “preghiera” [plegaria] o bien “orazione” [oración]) están presentes en 360 versículos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con un total de 542 presencias. La oración es sin duda uno de los temas más importantes de la Biblia.

3 Puede haber algún error en la cita. En ese versículo leemos lo siguiente: «No dejes de cumplir a tiempo tus promesas, no esperes a hacerlo en la muerte». El original griego habla de “voto” u “obrar siempre”. El versículo siguiente (v. 23) sí se refiere a la oración: «Ante orationem præpara animam tuam et noli esse quasi homo qui tentat Deum». Nuestras traducciones reflejan el latín y lo especifican: «Antes de hacer una promesa piénsalo, no seas como hombre que tienta a Dios».

4* Imit. 1. IV, c. 11, n. 4.
[El “Santo de los Santos” en el templo de Salomón se llamaba debir, literalmente “el lugar más santo”. En realidad, la palabra debir significa “apartado” y, extensivamente, misterioso, “sagrado”, reservado. El debir, sala cúbica de unos 10 metros de lado, guardaba el Arca de la Alianza, y podía ser visitado solamente por el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, el día de la Expiación (Yom Kippur), celebrado por los hebreos el 10 de tishri (septiembre-octubre). El cronista llama al debir “celda del Santo de los Santos” (2Crón 3,8.10). Refiriéndose al verbo dabhar, “hablar”, Jerónimo traduce por oraculum, es decir, “(lugar de la) palabra” u “oráculo”].

5 Se trata de Euplio, mártir de Catania, torturado hasta morir porque había transgredido el edicto del emperador Diocleciano (febrero del 303), que ordenaba la entrega de los libros sagrados. Cf. Bibliotheca Sanctorum, V, p. 231.

6 Mt 5,10.

7 Mt 16,24 (Mc 8,34; Lc 9,23).