Beato Santiago Alberione

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DÍA XXII
EL EVANGELIO ES SALVACIÓN PARA NOSOTROS

SAN JUAN

Juan, hijo de Zebedeo y Salomé, hermano de Santiago el Mayor, nacido en Betsaida y pescador del lago de Genesaret, había sido discípulo del Bautista. Estaba con su padre y con su hermano recogiendo las redes cuando fue llamado por Jesús. Fue su discípulo predilecto e inclinó la cabeza sobre el pecho de Jesús. En el Calvario recibió la sublime misión de sustituir a Cristo en los deberes de hijo con María.
Después de la Ascensión estuvo con Pedro a la cabeza de la Iglesia de Jerusalén, con él fue a Samaría y residió habitualmente en Jerusalén, quizá para cuidar de la Virgen María. Cuando la Madre de Jesús murió, fue a Éfeso y dirigió las iglesias de Asia. Perseguido por Diocleciano, fue introducido en una caldera de aceite hirviendo en Roma, pero salió ileso de ella. Se le relegó a la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis. Muerto Domiciano, volvió a Éfeso, donde murió casi centenario.
Los Padres atribuyen unánimemente a san Juan tres cartas, el Apocalipsis y el cuarto Evangelio.
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EL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN

Los testimonios de los Padres afirman unánimemente que el apóstol san Juan escribió su Evangelio después de los otros tres, ya anciano, en los últimos años del siglo I, en Éfeso, contra los que negaban la divinidad de Cristo y para demostrar con hechos que Jesucristo es hijo de Dios y Mesías. Lo que afirman los Padres lo confirma el análisis del cuarto Evangelio con su armoniosa unidad al prescindir, para su tesis, de muchas cosas útiles dándolas por sabidas pues se encuentran en los sinópticos, a los que completa.
El cuarto Evangelio demuestra que su autor es un hebreo que ha vivido mucho tiempo en Palestina, ha formado parte del colegio apostólico y escribe para los gentiles y entre los gentiles, cuando el pueblo hebreo ya no es un pueblo; demuestra también que su autor es un testigo ocular. Y un testigo con todos los detalles a los que hemos aludido no puede ser otro que el apóstol san Juan Evangelista.
Esta es una afirmación de todos los Padres de la antigüedad, y hoy, después de un siglo de luchas, ningún crítico serio niega a san Juan la paternidad de este libro único en las literaturas del mundo, un Evangelio sublime, digna corona de los sinópticos, la más hermosa historia de Jesús, escrita con la pluma del amor. Sólo Juan podía escribir el cuarto Evangelio, «que supera las regiones de los ángeles y va derecho a Dios» (Agustín);1 sólo Juan, que sintió las palpitaciones del corazón de Jesús, que admiró la dulzura de la Virgen Madre y al que se le abrieron los arcanos celestiales, pudo escribir las maravillas del cuarto Evangelio. El apóstol que acercó su oído al corazón de Jesús y percibió sus palpitaciones, meditó durante muchos años las palabras del Maestro, y sus palabras divinas, después de tanto tiempo, brotaron enamoradas de su corazón y brillaron con todo su esplendor de luz y misterio. Así Juan, palpando la realidad espiritual de los hechos, se convirtió en el verdadero historiador de Cristo, dejando a los sinópticos la gloria de ser sus cronistas, mientras que él los acredita con el propio escrito, les sublima haciéndoles hablar divinamente, y por eso se le representa con el águila que vuela en los cielos...
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REFLEXIÓN XXII

El Evangelio es salvación para nosotros


«Señor, espero que me salves, pues tu ley hace mis delicias»
(Sal 118/119,174)


La Iglesia ordena que los sacerdotes reciten antes de la lectura del texto evangélico del Breviario esta hermosa oración: «Evangelica lectio sit nobis salus et protectio: La lectura del Evangelio sea para nosotros salud y protección». Estimulados por esto, nos disponemos a considerar de qué modo el Evangelio es nuestra salvación, y decimos que su lectura es salvación: 1º. Porque es en sí misma un gran mérito; 2º. Porque purifica nuestras intenciones; 3º. Porque nos ayuda en nuestro perfeccionamiento espiritual.
1º. Es un gran mérito. La lectura de la sagrada Biblia es un gran sacramental porque es parte de la revelación y de la encarnación del Verbo divino. Hay multitud de personas que desearían hacer muchas obras buenas, querrían hacer obras de caridad, pero no disponen de medios; quisieran oír muchas Misas, pero no tienen tiempo; hacer muchas cosas para aumentar sus méritos, pero les falta capacidad, salud, tiempo… ¡Lean la sagrada Escritura, pues su lectura suplirá todas las obras buenas que desearían hacer! Con ello
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tendrán en el cielo un gran mérito. Porque si es meritoria toda obra buena, más lo es la lectura de la palabra de Dios, que es uno de los primeros sacramentales, está siempre a nuestra disposición y su mérito sigue inmediatamente al de los sacramentos
2º. Purifica nuestras intenciones. Es un hecho que Biblia y pecado no congenian. Las Escrituras sagradas, sus palabras, los sublimes ejemplos que leemos en ellas, tienen una fuerza misteriosa que poco a poco alejan al alma de las cosas terrenas y la elevan hacia el cielo. Leamos, por ejemplo, estas palabras de Jesús: «Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará a otro, o bien despreciará a uno y se apegará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura».2
Leamos estas palabras de los Salmos: «Vosotros, hombres, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la vanidad y buscaréis la mentira? Reconoced que el Señor es Dios: él nos ha hecho y somos suyos, su pueblo, las ovejas que él guarda».3 «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!».4
El alma se siente elevada al cielo, gusta la belleza y la dulzura de su bienaventuranza final, para la que Dios nos ha creado; el hombre desterrado se alegra como un exiliado que tras largo camino comienza a saborear el regreso a la patria.
Quien lee la Escritura se entretiene con el Padre celestial, con los ángeles y con los santos, y tiene anhelos celestiales. Adquiere también el modo de pensar y de hablar de Dios y de los espíritus del cielo.
Es imposible leer la Biblia y continuar
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haciendo las obras del pecado, es decir, viviendo en enemistad con Dios.
3º. El santo Evangelio nos ayuda en el perfeccionamiento espiritual. Los discursos y los escritos de los hombres no sólo no suelen causar buenos efectos, sino que son nocivos. ¡Qué diversos son los frutos producidos por las palabras de Dios! ¡Cuántas veces se avisa a un pecador para que cambie y, en lugar de hacerlo, se obstina más en el vicio! En cambio, las palabras de Dios tienen un efecto admirable.
Un libro o un consejo tienen una fuerza proporcional a la santidad de quien da el consejo o escribe el libro. La fuerza de un libro es la que su autor sabe infundir en él. Es incalculable el fruto que encuentran las almas en la lectura de la Imitación de Cristo,5 de la Práctica de amar a Jesucristo,6 de la Filotea7 de san Francisco de Sales,8 etc.
¿Qué diríamos de un libro escrito no por un santo, sino por Dios mismo? Pues que ese libro debería contener la gracia más grande, por ser Dios la gracia misma. Pues bien, la Biblia es el libro de Dios, Él es su autor principal. Esto quiere decir que es el libro más adecuado y útil para la lectura espiritual y que todos los demás libros de piedad sólo son, comparados con la Biblia, como débiles luciérnagas frente al sol.
Quien se alimenta habitualmente de la Biblia tiene fácil el camino de la perfección, del mismo modo que uno siente facilitado un largo viaje cuando antes de partir se alimenta debidamente.
¡Qué diferente es la lectura de un libro cualquiera comparado con la de la sagrada Escritura! Existe entre ellos la misma distancia que la que separa el cielo de la tierra, el estado natural del sobrenatural, una comunión espiritual de una sacramental.
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Las palabras de la sagrada Escritura son el místico granito de mostaza del que habla Jesús en el Evangelio, un granito que germina y se transforma en planta majestuosa.
«Semen est verbum Dei: la semilla es la palabra de Dios».9 Puede caer a lo largo del camino, entre las piedras o entre las zarzas, pero si cae en buen terreno, el fruto será abundante. Dice el Evangelio: «Dio frutos; una parte ciento, otra sesenta, otra treinta».10
Esto quiere decir que cuando nuestra alma se muestra desanimada y abatida, cuando sentimos mayor necesidad de gracia y de luz, debemos recurrir al libro divino con fe y así conseguiremos lo que necesitamos.

EJEMPLO. San Andrés Avellino se convirtió leyendo la Biblia. Andrés Avellino, conocido antes por Ancellotto, nació en Castrenuovo, Lucania (Italia). Muy joven todavía, fue enviado a estudiar letras y pasó el periodo más delicado de su vida en ambientes estudiantiles liberales, donde su gran alma se encontraba a disgusto. Tras pasar luego un largo tiempo en ambiente clerical, se trasladó a Nápoles para estudiar derecho y se licenció en jurisprudencia, dedicándose seguidamente a defender causas en foro eclesiástico. Un día, tras escapársele un pequeña mentira en defensa de una causa y leer poco después en la sagrada Escritura las palabras: «Una boca mentirosa da muerte al alma»,11 sintió tal dolor y arrepentimiento de su culpa que decidió inmediatamente abandonar aquella forma de vida para consagrarse totalmente al culto divino. Pidió y obtuvo que se le admitiera entre los Clérigos regulares.
El tiempo libre que le dejaban sus reglas lo dedicaba a la oración y al estudio de la sagrada Escritura. Cuentan sus biógrafos que frecuentemente recitaba los salmos y que oía a los ángeles cantarlos. Murió cargado de méritos cuando se dirigía al altar pronunciando un versículo de la Biblia: «Me acercaré al altar de Dios».12 La Iglesia celebra su fiesta el 10 de noviembre.

FLORECILLA. Recitar diez gloriapatri en acción de gracias a Dios por habernos dado la sagrada Escritura.
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CÁNTICO A DIOS CREADOR [#]

Pueblos todos, batid palmas,
aclamad al Señor con gritos de alegría,
porque el Señor, el altísimo, es terrible,
un gran rey sobre toda la tierra.
Él somete a nuestro yugo las naciones
y pone a los pueblos bajo nuestros pies;
escoge para nosotros nuestra herencia,
orgullo de Jacob, su preferido.
Dios sube entre aclamaciones,
el Señor, al son de trompetas.
Cantad a Dios, cantad;
cantad a nuestro rey, cantad;
porque el rey de toda la tierra es Dios,
cantadle un buen cántico.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sacrosanto.
Los jefes de los pueblos se han reunido
con el pueblo del Dios de Abrahán;
pues de Dios son los escudos de la tierra
y él está por encima de todo.

(Sal 46/47,2-10).


LECTURA

La madre cananea

Jesús salió de allí y se fue a las regiones de Tiro y de Sidón. Entró en una casa, y no quería que se supiera; pero no pudo pasar inadvertido. Y una mujer cananea cuya hija tenía un espíritu inmundo, en cuanto oyó hablar de Jesús, salió de aquellos contornos y se puso a gritar: «¡Ten compasión de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está atormentada por un demonio». Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le dijeron: «Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros». Él respondió: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Pero ella se acercó, se puso de rodillas ante él y se postró a sus pies.
Esta mujer era pagana, sirofenicia de origen, y suplicaba a Jesús que echase de su hija al demonio, diciendo: «¡Señor, ayúdame!». Él respondió: «Deja que se harten antes los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perros». Ella dijo: «Cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas de los hijos que caen de la mesa de sus
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amos». Entonces Jesús le dijo: «¡Oh mujer, qué grande es tu fe! Que te suceda como quieres. Vete, pues por tus palabras ya ha salido de tu hija el demonio». Y desde aquel momento su hija quedó curada. Ella se fue a su casa, y encontró a la niña echada en la cama y que el demonio se había ido.

(Mt 15,21-28; Mc 7,24-30).


LA ORACIÓN DE JEREMÍAS

Tú lo sabes, Señor; acuérdate de mí, cuida de mí, véngame de mis perseguidores; que no muera yo por ser tú con ellos tan paciente, piensa que por tu causa soporto tanto ultraje. Cuando recibía tus palabras yo las devoraba; tus palabras eran mi delicia, la alegría de mi corazón, pues tu nombre se invocaba sobre mí, oh Señor Dios omnipotente. Jamás he ido a divertirme a una reunión de burlones; bajo el peso de tu mano he estado solitario, pues tú me habías llenado de tu ira. ¿Por qué mi dolor no tiene fin? ¿Por qué mi herida es incurable, indócil al remedio? ¿Vas a ser para mí como un arroyo engañador, de aguas caprichosas? Entonces me dijo el Señor: «Si vuelves, yo te haré volver y continuarás a mi servicio; y si separas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Ellos volverán a ti, no tú a ellos. Yo te constituiré para este pueblo, cual muralla de bronce inconmovible. Lucharán contra ti, mas no te vencerán, pues yo estaré contigo para salvarte y librarte -dice el Señor-. Te libraré de la mano de los malvados y te arrancaré de las garras de los violentos».

(Jer 15,15-21).


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1 De Agustín de Hipona se recuerda un importante comentario a san Juan. el Tractatus in Ioannem (124 homilías sobre este Evangelio y 10 sobre la primera carta), en parte pronunciado y en parte dictado a partir del 406 hasta después del 418. Otro comentario bíblico importante de Agustín son las Enarrationes in Psalmum (o in Psalmos), obra teológico-espiritual basada en el misterio de la unidad de Cristo con la Iglesia, voz orante del Christus totus, y en la unidad del Antiguo con el Nuevo Testamento.

2 Mt 6,24.33.

3 Sal 4,3; 99/100,3.

4 Sal 121/122,1.

5 La Imitación dei Cristo, obra de origen monástico, atribuida a Gersón de Vercelli (llamado también Gersone Giovanni da Cavaglià, benedictino, abad de Vercelli), o a Jehan de Gerson de París (teólogo y filósofo - Gerson, Champagne, 1363 - Lyón 1429), o al agustino Tomás de Kempis. Refleja el clima de la llamada devotio moderna.

6 Cf. ALFONSO M. DE LIGORIO, Práctica de amar a Jesucristo (incontables ediciones en multitud de lenguas).

7 Cuando apareció la tercera edición de Filotea. Introducción a la vida devota, su autor añadió unas palabras: «Este librito salió de mis manos en 1608... Cuando cito palabras de la Sagrada Escritura, no siempre es para explicarlas, sino más bien para explicarme por medio de ellas, por ser dignas de amor y respeto. Si Dios me escucha, tú te beneficiarás de ello y recibirás muchas bendiciones».

8 Francisco de Sales nació en el castillo de Thorens, en Saboya (Francia), de una familia de antigua nobleza, y murió en Lyón el 28 de diciembre de 1622. Estudió jurisprudencia en París y en Padua, en cuyo tiempo fue afianzándose en él un gran interés por los temas teológicos, hasta llevarle a optar por el sacerdocio. Fue obispo de Ginebra. Conoció en Dijon a Juana Francisca Frémiot de Chantal, y de la devota y afectuosa correspondencia con esta noble señora nació la fundación de la Orden de la Visitación. Canonizado en 1665, sería proclamado doctor de la Iglesia en 1877 y patrón de los periodistas católicos en 1923.

9 Lc 8,11.

10 Mt 13,8.23.

11 Sab 1,11.

12 Sal 42/43,4.