Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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37. EL PARAÍSO

En estos días hemos considerado muchas cosas que hay que hacer en el apostolado eucarístico, sacerdotal, litúrgico. Es tan amplio, tan enorme vuestro campo, tan múltiples vuestras iniciativas, tan importantes vuestras obras, que bastaría uno solo de vuestros apostolados, para agotar la vida de un Instituto entero. Pero no basta y se necesita la otra parte del contrato: ¿estáis preocupadas vosotras por la paga? San Pablo nos avisa: No os canséis de hacer el bien, si no os cansáis recibiréis el premio1
La recompensa que le espera a la buena religiosa es el Paraíso.
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El Paraíso. Es, en primer lugar, la recompensa de la buena religiosa. Está preparado para todos, porque Jesús quiere que todos los hombres se salven2. Todos los buenos irán al cielo, pero éste es especialmente el premio de la religiosa. A ella le están reservadas promesas especiales. Ha renunciado en la tierra a una familia suya, a gozar de lo que hubiese podido disfrutar sin pecado. Renunció a todo para recibir un premio más grande, en vista del reino de los cielos. Hubo las cinco vírgenes prudentes y las cinco necias3. La religiosa se asemeja a las vírgenes prudentes que tuvieron la lámpara siempre provista y preparada para la llegada del esposo.
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Cada vez que Jesús pide una renuncia es para dar un premio: Y tendrás un tesoro en el cielo4.
Cuando Jesús invita a un alma para que le siga en el camino de la perfección, repite la promesa: Recibirás el céntuplo y poseerás la vida eterna5. La misma promesa se os hace a vosotras en la profesión. En la Congregación podéis hacer cien veces el mérito que si hubierais estado en el mundo, y sobre todo el paraíso centuplicado.
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El Paraíso es el premio preparado para todos los buenos, pero no es igual para todos. Será proporcionado al mérito de cada uno. Toda alma es libre de ganárselo como quiera. No se puede decir, pensando en el Paraíso: yo tengo poca inteligencia, poca salud, soy incomprendida, encuentro dificultades, tengo tentaciones, me vienen dudas, escrúpulos, turbaciones. No hay objeciones. Todos pueden ganar el Paraíso y cada uno es dueño de preparárselo como quiera. No importa el lugar y la situación en que se encuentre.
El Paraíso, lugar de la eterna recompensa, es proporcionado al trabajo que se realiza, al amor con que se cumple, a la generosidad con que se sirve a Dios. El mérito corresponde al esfuerzo personal. Cada uno recibirá de Dios su propia paga6.
Y la otra palabra de San Pablo: Una estrella se distingue de otra por su esplendor7.
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Uno no puede ganar méritos para otro, y nadie nos puede robar nuestros méritos. No se cede el fruto de las obras buenas, se podrá ceder el valor satisfactorio e impetratorio, pero el valor meritorio no se puede ceder, aún queriéndolo. Somos obra tuya, no te dejaremos8. Las obras buenas nos esperan en la puerta del cielo. Quien haya sembrado poco, poco recogerá; quien haya sembrado mucho, mucho podrá recoger9.
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El Paraíso requiere esfuerzo. Regnum Dei vim patitur10. Hacerse violencia, oponerse a la curiosidad, a las tendencias no buenas, a la soberbia, a la sensibilidad, a la facilidad de contentar la pereza; ¡violencia siempre! Violencia para hacer el examen, para rezar bien.
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Los Angeles nos preparan los tronos allá arriba, pero con el material que nosotros les ofrecemos desde la tierra, mediante nuestra conducta. En la casa del cielo hay muchos vasos de valor diverso. Adaptamos así el texto. Hay vasos de oro, de plata, de madera, de tierra, vasos frágiles11.
Vasos de oro: las Hermanas fervientes que buscan siempre y en todo a Dios. Hermanas como Santa Teresa, como Santa Catalina, ¡qué grandes Hermanas! Se encuentran también ahora en los conventos e Institutos religiosos.
Vasos de plata: Hermanas de virtud común, practicantes del deber, buenas.
Vasos de madera: Hermanas no buenas, que donde van siempre cometen imperfecciones voluntarias, dejan defectos.
Vasos de tierra: Hermanas no buenas, que tienen afecciones no buenas. Hermanas indisciplinadas, que molestan allí donde van.
Sed vasos de oro o por lo menos de plata. Ningún vaso de arcilla. Como seamos aquí abajo, así seremos en la eternidad.
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Con el último respiro cesa el tiempo de merecer y cesa el peligro de desmerecer. No se puede perder más la gracia, pero tampoco aumentar el mérito. El árbol donde cae allí queda. ¡Qué gran tesoro es el tiempo! El tiempo que prepara y vale la eternidad.
Santo Tomás vivió unos cincuenta años. También un hereje tuvo de Dios cincuenta años de existencia. Pero ¡cómo usaron de manera diferente el don de la vida! Santo Tomás se hizo santo, hizo un gran bien en la Iglesia, en cincuenta años mereció el cielo. El otro hizo mucho daño a las almas y en cincuenta años se hizo digno de la perdición eterna.
Allá habrá sólo dos condiciones: o eternamente salvados o eternamente condenados.
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Después de tantos sufrimientos San Juan de la Cruz, preguntado por el Señor sobre el premio que deseaba, contestó: Padecer y ser despreciado por ti. Padecer y ser despreciado por amor tuyo. ¡Qué heroísmo! Pero siempre con la mirada puesta en el reino de los cielos.
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Terminados ya los Ejercicios, dentro de un año, si Dios quiere, os reuniréis de nuevo. Una podrá llegar más santa, la otra tibia. ¿Cómo queréis pasar el año? ¿Qué disposición interior tenéis? ¿Qué empeño queréis poner? ¿Cómo queréis encontraros el año que viene? Haya un empeño grande, sí, pero no basta. Se necesita gran confianza. Gran confianza en la Hostia santa, en la consagración de la Misa, en los dones que Jesús concede en la Comunión. Los Santos tenían gran confianza. Nuestros méritos contarán, sí, pero en cuanto Jesús añade su gracia, su ayuda. Fe en la pasión de Jesús, mucha fe en la Misa. Si el Padre os da a Jesús, ¿no os dará con él todo bien?12.
Confianza en la presencia real; el Sagrario se abre para que nos sean comunicadas las gracias.
La confianza no cuesta mucha fatiga, pero es la que aumenta extraordinariamente los méritos.
Creer que Jesús quiere dar, que tiene más ganas él de comunicar sus méritos, de las que tengamos nosotros de recibirlos.
Creer que Jesús es bueno y que quiere haceros santas.
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1 Gál 6, 9.

2 Cf 1Tim 2, 4.

3 Cf Mt 25, 1-13.

4 Mt 19, 21.

5 Mt 19, 29.

6 Mt 16, 27.

7 1Cor 15, 41.

8 S. BERNARDO DE CHIARAVALLE, De cognitione humanae conditionis, cap. 2, n.5; PL 184, 488.

9 Cf 2Cor 9, 6.

10 Mt 11, 12.

11 Cf 2Tim 2, 20.

12 Cf Rom 8, 32.