Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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INSTRUCCIÓN IX
LA VIDA COMUNITARIA

El Cuerpo místico de la Congregación

«Congregavit nos in unum Christi amor».1 Un mismo amor ha reunido nuestros corazones alrededor del corazón de Jesucristo. La expresión puede aplicarse a todos los Institutos religiosos. Y no desaparece con la muerte. La Congregación, por tanto, puede tener miembros en la Iglesia triunfante, en la purgante y en la militante. Todos unidos con el vínculo del amor.
Ya hemos recordado que nuestros hermanos de la Iglesia triunfante ayudan a los hermanos de la Iglesia purgante y a los de la militante. Los hermanos de la Iglesia purgante glorifican a los hermanos de la Iglesia triunfante, mientras (así se cree) oran por los hermanos de la Iglesia militante y esperan ayudas de los unos y los otros. Los hermanos de la Iglesia militante ofrecen sufragios por los hermanos de la Iglesia purgante y piden ayuda a los hermanos de la Iglesia triunfante y de la purgante. ¡Admirable intercambio de bienes! «Admirabile commercium»2 por la comunión de los santos en el Cuerpo místico, formado por una única Iglesia.
«Aun siendo muchos, formamos un único cuerpo en
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Cristo», dice san Pablo (Rom 12,5), somos miembros de otros miembros y miembros todos Mystici Corporis Christi.3
La Congregación se consolida y perfecciona con la muerte. Como hermanos en diferente situación, pero unidos todavía en el fin: la gloria de Dios y la paz de los hombres.

La experiencia del noviciado

La vida comunitaria se prepara especialmente en el noviciado.
Art. 49. Terminados debidamente los Ejercicios espirituales prescritos por el artículo 37, los candidatos comienzan el noviciado, observando el rito adoptado por la Sociedad. El tiempo del noviciado se computa desde el momento de su inscripción en el libro del noviciado.
Art. 50. Además de la falta de los impedimentos reseñados en el artículo 18, el noviciado, para que sea válido, debe hacerse después de cumplidos los quince años de edad, en la casa de noviciado canónicamente erigida, durante un año íntegro y continuo si se trata de novicios clérigos y durante dos años íntegros y continuos si se trata de novicios discípulos. Mas para la licitud, además de la falta de los impedimentos reseñados en el artículo 19, para los discípulos se requiere que el noviciado comience después de cumplidos los diecisiete años de edad: De esta prescripción puede dispensar en cada caso el Superior general con el consentimiento de su Consejo.

Art. 51. Para la integridad del noviciado, no se computa
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el día en que comienza; y el tiempo prescrito finaliza después de transcurrir el último día del mismo número; por esto, la primera profesión se puede emitir válidamente sólo al día siguiente.
Art. 52. El año del noviciado se interrumpe, de modo que hay necesidad de comenzarlo y completarlo de nuevo, si el novicio:
1. Despedido por su legítimo Superior, saliere de casa.
2. O dejare la casa sin debida licencia, para no volver.
3. O permaneciera fuera de la casa del noviciado, aun con intención de volver, más de treinta días continuos o interrumpidos por cualquier motivo, aun con permiso del Superior.
Art. 53. Si el novicio permaneciere más de quince días, pero no más de treinta incluso interrumpidos con permiso del Superior o forzado, fuera de la casa del noviciado, pero bajo la obediencia del Superior, es necesario y suficiente para la validez del noviciado, suplir los días pasados de esa forma; si no pasaren los días de quince, los Superiores pueden determinar la suplencia, pero no es necesaria para la validez.
Art. 54. El noviciado no se interrumpe, si el novicio es trasladado legítimamente a otra casa de noviciado, pero los días de camino se computan como días de ausencia, según la norma del artículo 52.3 y del 53.
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Unión y unidad

Un cometido importante de este curso de Ejercicios es la unión y la unidad: conocerla, sentirla y vivirla.
No hay verdadera vida común por el hecho de vivir juntos en un hotel, en un colegio, en un pensionado, en un asilo, en una cárcel, en un cuartel, etc.
En esos casos no hay unidad de fin, ni de pensamiento, ni de corazón. Cada cual se encuentra en esos sitios por una razón o necesidad especial, temporal, pasajera, o por un fin personal. No hay un deber de obediencia que se derive de los votos.
En cambio, la vida común, en sentido religioso, depende de la naturaleza de la sociedad, llámese Congregación, Instituto o Familia religiosa. Se trata siempre de una asociación de personas que quieren ayudarse a conseguir la santidad.
Hay, pues, un fin sobrenatural, que debe conseguirse con la ayuda mutua, bajo la guía de la autoridad, viribus unitis,4 conforme al orden establecido por las Constituciones, los horarios, ocupaciones, mansiones, etc., determinados por el Superior.
Hay unión de pensamientos, corazones, obras y oraciones.
Ello requiere empeño y emulación en el progreso espiritual.
Vida común que se manifiesta altamente con la asistencia a los ancianos, en las enfermedades, la muerte y los sufragios.
Es un organismo, no un mecanismo; uno por todos y todos por uno.
No se comprime la personalidad, sino que se la desarrolla y eleva por los nuevos elementos sociales y sobrenaturales.
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El estado de perfección exige una cierta vida común. Aquí se la considera, más que bajo todos los aspectos «comunitarios», en el sentido particular que se le da cuando se hace de ella un elemento constitutivo del estado de perfección. La Iglesia quiere así indicar públicamente la importancia de la comunidad para la obra de la santidad cristiana.

Nacida del apostolado y con vistas al apostolado

La «vida comunitaria» no tiene siempre el mismo significado profundo. Por ejemplo, en la abadía benedictina tiene un cometido muy amplio e importante e informa la vida cristiana misma de los miembros, tanto en la santificación personal como en la irradiación apostólica. En cambio, para muchos clérigos regulares, y también para nosotros, la «vida común» ha nacido del apostolado y con vistas al apostolado. Este carácter de sociedad caracterizada por un fin comprende también el bien común de los miembros, pero al mismo tiempo la observancia misma de la vida conventual tiene una organización que toma en cuenta esto: «estamos al servicio de las almas». Somos religiosos apóstoles y debemos dar lo que hemos adquirido a ejemplo del Maestro divino.
En los Institutos seculares, que son un estado auténtico de perfección, esta exigencia puede reducirse a lo que tiene de más formal.
La vida comunitaria en sentido formal es la incorporación y la inscripción de una persona a una sociedad o a un organismo para vivir su espíritu.
La vida comunitaria en sentido material, en cambio, es la vida vivida bajo el mismo techo, con las mismas personas, con los mismos ejercicios, con las mismas observancias, etc.
En los Institutos seculares se da esta incorporación de los miembros a la sociedad, y por tanto existe lo que constituye la esencia
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de la vida comunitaria. Falta solamente la vida comunitaria en sentido material, es decir, la habitación en la misma casa, las comidas en común, los mismos ejercicios juntos, etc.
Los Institutos seculares, no obstante, deben poseer una o más casas centrales y por tanto un elemento de la vida comunitaria en sentido material, lo que actualmente es suficiente para el estado de perfección. El resto depende del ideal peculiar de cada uno de los Institutos.
Hay finalmente en toda vida comunitaria un aspecto material y económico, del que se deriva una mejor organización de los bienes, una especialización de las tareas de orden material, una liberación oportuna de las energías para las ocupaciones directamente apostólicas y una reglamentación de las comidas y de los recreos con vistas a una edificación común.
Por lo demás, la vida comunitaria ha de estar atenta a las desviaciones y a las casi inevitables imperfecciones.

Peligros y fracasos

En primer lugar están los peligros generales y comunes: peligro de conservadurismo con hipertrofia de los pormenores; incapacidad de colaboración con los demás; mezquindad en el modo de combatir por un ideal; incomprensión del ideal y del apostolado de los otros, etc.
Se dan también fracasos parciales de la vida comunitaria en detrimento de la vida de santificación. Por ejemplo, un ambiente sin entusiasmo, una vida de comunidad poco generosa, una incomprensión continua y tal vez malévola de temperamentos opuestos y mezquinos puede desarmar a los más valientes e impedir, por lo menos a los ojos de los
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hombres, la irradiación plena de una santidad auténtica.
Tenemos entonces una vida deprimida, de descontentos, que viven de recuerdos, de pesimismo o de críticas inconcluyentes entre unos religiosos y otros, y tal vez hasta entre casa y casa.
Hay defectos incluso más graves, que vienen a ser una transposición al plano colectivo de tendencias menos virtuosas, de las que uno se ha liberado en la conducta privada e individual. Por ejemplo, humildad personal y orgullo o ambición en relación con la comunidad a la que se pertenece, pobreza y desprendimiento personales y esfuerzos y artificios para enriquecer a la institución, desinterés personal y propaganda exagerada de las realizaciones de la comunidad, y finalmente -y bajo cierto punto de vista- preocupación de obediencia general y esfuerzos para aumentar toda forma de exención personal.

Ventajas. Es fuente de muchos méritos por la constante negación de sí mismos, por ser comunes la alimentación, el vestido, la habitación y el horario.
La fidelidad continua a la oración para mantenerse fervorosos y para progresar; las lecturas, la predicación y las correcciones.
La asistencia de los Superiores, con lo que se evitan muchos peligros que se encuentran en la vida libre e independiente.
Crea una convivencia gozosa y serena entre buenos hermanos que tienen la misma finalidad.
El fin eucarístico en la Familia Paulina es fuente, alimento y
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seguridad en la unidad, con el sacrificio común y con el ágape eucarístico. Jesús viviente como miembro y cabeza de los miembros en comunidad por su presencia real siempre activa, en cuanto camino, verdad y vida.
Los estudios resultan más fáciles gracias al recogimiento, la enseñanza de calidad, las buenas bibliotecas, los libros de consulta y de especialización, etc.
El apostolado paulino exige un nutrido grupo de redactores, técnicos y propagandistas. Todos deben armonizarse, como se armonizan los artistas cuando presentan una buena obra. ¡Cuántas voluntades y energías desunidas, desorganizadas, se agotan en deseos, en tentativas, en desilusiones! Se necesita que todos, conjuntamente, se pongan a preparar el pan del espíritu y de la verdad.

Sociabilidad, no gregarismo

La vida comunitaria requiere sociabilidad. El hombre es social por naturaleza. Exceptuando el caso de una vocación especial y bastante rara, tendemos espontáneamente a encontrarnos, escucharnos y vivir unidos, y ello en todas las edades de la vida. El aislamiento suele temerse.
Pero ello sin gregarismo, o sea bebiendo los vientos por el ambiente y los compañeros, dejándose guiar ciegamente hasta perder la personalidad. Hay que saber acompañarse y al mismo tiempo segregarse; no dejarse absorber por la vida colectiva, las lecturas insustanciales, la radio, el cine, la televisión, llegando a una cierta estupidez, pasividad, esclavitud, falta de reflexión y de ideas propias y dominantes.
La vida comunitaria requiere obediencia. Al emitir el
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voto de obediencia nos hemos obligado a ser observantes. Si más tarde se comienza a cavilar sobre el poder de los Superiores, sobre las disposiciones que se dan, sobre las posibilidades de hacer esto o aquello, etc., ¿qué sucederá? Pues que nos tomaremos poco a poco lo que habíamos entregado a Dios, lo cual comporta injusticia. Al emitir los votos, el religioso firma un cheque en blanco. El Superior tendrá que rellenarlo y nosotros estamos obligados a pagar personalmente, sea cual fuere nuestro deseo.
¿También injusticia? Sí, pues cada cual debe contribuir, por ser miembro, a los bienes comunes, del mismo modo que puede participar de los beneficios comunes.

Caridad, no egoísmo

La vida comunitaria requiere caridad y el egoísmo es su enemigo, pues éste lleva paulatinamente a formarse un modus vivendi5 propio, individual, de tal modo que cada cual pretende de la Congregación el máximo beneficio y aporta el mínimo esfuerzo.
A veces se asiste a un espectáculo penoso: hermanos generosos sobrecargados de trabajo, mientras otros son meros espectadores que juzgan y sacan defectos. «Sic currite ut comprehendatis».6
En la vida comunitaria deben distribuirse las cargas como los empleos y bienes. Quizá tengan los Superiores el defecto de multiplicar las tareas sobre unos pocos que siempre están dispuestos. Otras veces sienten el rechazo no justificado de súbditos que encuentran el modo de evadirse de las cargas comunes. Con frecuencia son éstos los más exigentes en la alimentación, los vestidos,
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las fiestas, la comodidad y las exigencias mayores en la salud, el descanso, etc.
«Miremos los unos por los otros para estimularnos en el amor y en las obras buenas» (cf. Heb 10,24).
«Que el Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia de Cristo» (2Tes 3,5).
«Dios es amor; y el que está en el amor está en Dios, y Dios en él» (1Jn 4,16).
«Ayudaos unos a otros a llevar las cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2).
«No debáis nada a nadie, fuera del amor mutuo, pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).

Docilidad, no infantilismo

Hay en las comunidades tipos que manejan la barca, que se imponen, y otros tipos que los siguen y aplauden sin controlar ni controlarse. De este modo, bastará uno para rebajar el nivel moral.
Los Superiores deben enseñar a reflexionar, a guiarse según los principios; procuren formar personas dóciles, pero sin dejar a sus súbditos en el infantilismo. ¡Cuántos religiosos hay sometidos a influencias colectivas, exageradas y despersonalizadoras! Para una sana ascesis es necesario también saber aislarse, decidir y vivir como adultos. Decisión, energía, tenacidad y seguridad en los principios darán óptimos religiosos, educadores y guías de almas.
Saber crear un ambiente acogedor, alegre y sereno es una cualidad preciosa. Bromas, pero dignas; seriedad, pero
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a su debido tiempo; condescendencia, pero no debilidad; orden, pero sin manías; ductilidad, pero no por simpatías; respeto a muchas ideas y costumbres, pero manteniendo las propias cuando son sanas y seguras.

Obediencia, no divisiones

Hay que tener amor en la obediencia y obediencia en el amor. Las divisiones internas en un Instituto llevan a las más graves consecuencias: divisiones de pensamiento, de orientación, de carácter, de doctrina, de obras, etc. Destruyen en la base y en la vida el espíritu del Instituto. La unión es un bien tal que por él deben sacrificarse bienes y pareceres particulares.
Es pésima la división entre los Superiores mayores, el Consejo general y los Superiores provinciales. En cambio, un entendimiento cordial es de gran edificación.
Grave es también la división en los Consejos provinciales, mientras que la unión fraterna fortalece y consolida toda la vida religiosa y apostólica.
Menos grave, pero causa siempre de mucha pena, es la división en el Consejo local, mientras que la armonía alivia el esfuerzo cotidiano y conduce a una convivencia feliz.
Del mismo modo, la unión de espíritu y de fuerzas entre sacerdotes y discípulos de una misma casa favorece las vocaciones y el progreso en cada una de sus cuatro partes.
En las reuniones del Consejo, cada uno es libre y tiene el deber de expresar humildemente, al tiempo que claramente, su opinión, pero cuando se llega a las conclusiones, el parecer debe ser único y nadie puede contar fuera que en el Consejo ha defendido esta o aquella opinión.
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El unum sint,7 repetido cuatro veces por el divino Maestro en la oración sacerdotal, debe enseñarnos.
¿No ha sido el nacionalismo mal entendido, y no sigue siéndolo, causa de cismas, herejías, sinsabores e impedimentos al apostolado y al ministerio?
Jesús ruega en la oración sacerdotal por los apóstoles en estos términos: «Padre santo, guarda con tu palabra a los que me has confiado, para que sean, como nosotros, una sola cosa».
Y prosiguiendo en la misma oración, añade Jesús: «No ruego sólo por ellos, sino también por los que crean en mí a través de su palabra. Que todos sean una sola cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste para que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí. Padre, yo quiero que también los que me has confiado estén conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, que me has dado, porque antes de la creación del mundo ya me amabas. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo sí te he conocido; y ellos han reconocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos» (Jn 17,20-26).
Todos estamos para servir; ninguno es amo. Todos en busca de la perfección, ninguno es ya perfecto.
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1 «El amor de Cristo nos ha reunido» (del himno litúrgico Ubi caritas et amor...).

2 «Admirable intercambio» (de dones espirituales).

3 «Del Cuerpo místico de Cristo».

4 «Con las fuerzas unidas».

5 «Un modo de vivir» (un acomodamiento).

6 «Corred para ganar» (1Cor 9,24).

7 «Que sean una sola cosa» (Jn 17,11.21.22.23).