CAPÍTULO II
NORMAS PARA EL CLERO EN GENERAL
SOBRE LA CURA DE ALMAS
I. Conciliar celo y prudencia. Actualmente la prudencia se ha convertido en la excusa de todos los inertes, y el celo en la excusa de toda imprudencia. Así se expresaba, aunque con cierta exageración, un sacerdote. Pero no le faltaba del todo la razón. Frecuentemente, expresiones como: ahora conocemos el mundo..., no se consigue nada..., te refieres a uno todavía muy joven, acaba de nacer..., quiere hacer mucho, ya se le enfriarán el entusiasmo, etc., tratan de disculpar una inercia inveterada, una actitud cómoda, una falta total de celo por las almas... Por otra parte, esa crítica tanta fácil a los ancianos, o al que parece muy calmo, ese lanzarse a la acción sin pedir consejo y sin estudiar antes suficientemente el propio ambiente y las fuerzas con las que se cuenta con el pretexto de que hay que saber ser resolutivos, o de que haceos miel y os comerán las moscas, etc., son imprudencias que quieren disimularse bajo apariencia de celo.
Conviene estudiar, orar, aconsejarse; conviene suspender una obra antes que realizarla contra la voluntad de los superiores; conviene considerar si se la podrá terminar: eso es prudencia. Pero no debemos ser eternamente tan indecisos que temamos siempre y creamos que toda dificultad es una razón para
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desistir, para dejar que lo hagan otros, para omitir algo; todo lo bueno exige fatiga, molestias, inconvenientes, como también decir el breviario, la misa, etc., y además las obras humanas serán siempre imperfectas. Cuando se quiere estar seguro del éxito de una empresa, se termina por no hacer nada. Si los santos y el mismo Jesús hubieran esperado que todos aprobaran sus obras, no habrían hecho el gran bien que hicieron. Es muy conveniente que nos examinemos ante Dios y, una vez que se vea que una cosa es buena en sí misma y en sus circunstancias, y que el superior da su aprobación, hay que decidirse y obrar con valentía y constancia.
Es necesario trabajar, hay que atender a las cosas del ministerio con el mayor empeño, y en nuestros días es un deber no descuidar nada de todo aquello que pueda llevar a las almas al paraíso. Eso es celo. Pero no por eso debemos dárnoslas de maestros de los superiores, no por eso podemos proceder al azar, sin ponderar las circunstancias, sin observar ningún orden.
Suele decirse acertadamente: los ancianos tienen prudencia, los jóvenes energía; si se ponen de acuerdo, pueden hacer maravillas; si se dividen, tropiezan entre sí y lo echan todo a perder. El joven debe saber ser humilde y pedir consejo, y el anciano escucharle y dirigirle, pero sin atrofiar sus energías.
II. En la elección del bien, ayuda preferir lo que otros no han hecho. Hay algunas obras que gozan del favor general, todos la apoyan con su ayuda material y moral. Pueden, pues, prosperar sin que un cooperador nuevo se añada a los primeros. Otras, en cambio, frecuentemente son más necesarias, son poco favorecidas por estar más escondidas, porque exigen mayores sacrificios,
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porque realizarlas no es un honor o porque no se las comprende. Pues bien, es a éstas a las que un sacerdote, coeteris paribus, debe apoyar con preferencia. Se tendrá así la ventaja de hacer un bien mayor, se tendrá más mérito ante Dios y no se será tan inclinados a la soberbia.
III. Tomar nota de los medios usados, de las derrotas y de las victorias. Ayuda la experiencia de los demás, pero más la nuestra para ser prudentes. Pero para tener experiencia no es necesario vivir largos años, pues hay gente tan reflexiva que en pocos años, y a veces en pocos meses, aprenden más que otros en una vida muy larga, e incluso hay quien no aprende nunca. Los hechos que se suceden se asemejan bastante entre sí, y muchas veces son sólo una repetición de otros. Pero se necesita reflexión para darse cuenta de las cosas, para meditarlas y deducir sus reglas. Un medio muy eficaz para ello consiste en anotar los principales medios intentados, el éxito que han tenido, los desengaños sufridos. Un párroco que escribiera un diario sobre su acción pastoral aprendería por experiencia propia bastante más de acción pastoral en un año que quizá en diez de estudio en los libros.
IV. Ser razonables siempre en el ministerio. Explico mi pensamiento: demostrar que lo que hacemos es enteramente para bien de los demás, que la religión es útil no sólo para el sacerdote sino para quien la practica, que no exige cosas extrañas sino que promueve e inculca una moral que haría feliz al hombre y buena a la sociedad si se la practicara. Algunas aplicaciones: un sacerdote debe prohibir muchas veces la lectura de libros o periódicos; otras veces debe decantarse por el partido bueno contra el partido malo, etc. En estos casos debe demostrar que no lo hace por interés propio, sino por el
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bien de las almas de los demás. No dirá, por ejemplo: te prohibo este libro, sino que debe decir: esta lectura está prohibida si no hay una grave necesidad de hacerla, ya que disminuiría el espíritu de fe, rebajaría el nivel moral, etc.; hay quienes lo han hecho y han sufrido daño, etc.
Por otra parte, ser siempre amigo del verdadero progreso material, no oponiéndose a él, sino favoreciendo moderadamente las iniciativas buenas, etc. El mundo avanza a pesar de los laudatores temporis anteacti..., y el sacerdote que asume una actitud contraria a estas novedades buenas puede perder la estima y el afecto del pueblo y aún más de la gente culta. Asimismo, ser amigo de la instrucción popular y de la ciencia. Es un grave error que el sacerdote hable mal de los abogados, de los médicos, de los maestros, etc.; que manifieste su contrariedad porque se instituye una nueva clase, una nueva escuela; o porque el pueblo lee, porque todos aprenden, etc. Y aún más si adujera como razón que todo eso aleja de la religión. ¿Acaso la religión es enemiga de la ciencia? ¿Es que el instruido es por naturaleza irreligioso? No; lo que sí conviene, cuando se multiplican los peligros, es multiplicar los medios buenos. Es conveniente servirse del saber en favor de la religión, como también lo es promover la instrucción religiosa. Si el pueblo lee, lo que hay que hacer es darle buenos libros.
Y cuando se predica, evítense las invectivas, no se quiera imponer la propia voluntad, no se pretenda que el pueblo se adapte a la primera a las prácticas que hasta este momento ignoraba, ni se quiera que absolutamente todos obren de acuerdo con nuestras palabras. Conviene, más bien, manifestar lo razonable de lo que queremos inculcar, exponer con calma el bien que de ello se derivará,
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esperar a que la semilla sembrada en los corazones crezca y dé fruto, pensar que para cambiar las ideas y las costumbres, en el caso de los demás como en el nuestro, se necesitan largos años.
Por último, hacer ver que la religión no es un pietismo vacío y sentimental, sino una vida virtuosa, que no es un conjunto de ceremonias, sino de virtudes; que no impide, sino que ayuda y ennoblece todos los demás deberes; que la oración y los santos sacramentos no son fines a sí mismos, sino medios para vencer las pasiones; que donde hay religión prosperan la vida doméstica y la vida social.
V. Convivir todo lo posible con el párroco. Es ésta una gloria del clero de Italia septentrional especialmente. Casi todos los párrocos conviven con sus coadjutores, y muchos también con los sacerdotes maestros y con los beneficiados. Es verdad que esta costumbre comparta algún sacrificio y, accidentalmente, algún pequeño inconveniente, pero las ventajas son inmensamente mayores. Favorece la unidad de acción, que es un medio muy poderoso de hacer el bien; impide el aislamiento del clero, fuente de tristeza, de desánimo y alguna vez de pecados; reduce los gastos y permite destinar quod superest1 a obras buenas; hace que disminuyan las ocupaciones materiales y que se pueda atender mejor a la propia santificación y la de los demás.
VI. Dar orientación moderna a las obras. La religión, la doctrina, la moral y la ascética son inmutables, pero han experimentado, y siguen experimentando, cierto progreso accidental en cuanto que los hombres las conocen mejor y se adaptan a las necesidades de los tiempos y de las clases sociales. Nosotros debemos
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llevar siempre las almas al cielo, pero debemos llevar no a las almas que vivieron hace diez siglos, sino a las que viven hoy. Debemos considerar el mundo y los hombres como son hoy, para hacer el bien hoy. Es verdad que hay quien puede exagerar tanto en esto que llegue a creer que los medios que se usaron ayer no sirven ya para nada; es verdad que realmente se ha exagerado; es verdad que para adaptarse al mundo se han escondido e incluso negado los dogmas, la moral y la ascética católicos, pero determinados abusos en algo por culpa de los hombres no demuestra malicia por parte de ello.
Hagamos algunas aplicaciones.
En la educación de los asilos, de los internados, de los colegios, etc., debemos tener en cuenta el mundo en el que tendrán que vivir estos muchachos o muchachas. Se ha repetido como una cantinela en todos sus tonos esta queja: la juventud que sale de esos centros, aunque dirigidos por religiosos o eclesiásticos, se comporta en el mundo peor que la que ha sido educada en otros centros. Esta afirmación es una exageración, aunque tenga algún viso de verdad, y esto debe ser una severa advertencia para los educadores. Muchas veces se les obliga en lugar de convencerles; muchas veces no se les previene contra los peligros reales; muchas veces no se les educa a la vida del mundo, sino a una vida continua de comunidad. Debe desarrollarse el sentido moral con la máxima libertad que pueda conciliarse con el orden necesario en una comunidad; debe desarrollarse el sentido moral con una enseñanza amplia, adaptada a la situación en que vivirán. Más aún, es necesario
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adiestrarles a la vida del mundo haciéndoselo ver dividido en dos campos preparados para la batalla de unos contra otros; la Iglesia que organiza a los sacerdotes y los laicos y la masonería que dirige todos los bloques de los partidos subversivos. Conviene hacerles ver las astucias de los enemigos, las insidias contra los jóvenes, las lisonjas que les presentan, las calumnias lanzadas contra la Iglesia; debemos hacerles conocer el partido del bien, la ciudad de Dios alineada contra la del mal.
Conviene señalarles con frecuencia los medios para mantenerse firmes en los buenos principios, para sentirse orgullosos y casi soberbios de la religión, para trabajar por una causa santa. De nada vale hacerse ilusiones, porque cada día es más evidente el alineamiento en dos campos, y por eso debemos preparar con paciencia y habilidad a la juventud a una gran batalla.
Cuando nos ocupamos de las asociaciones religiosas, como las Hijas de María,2 los Luises,3 la Tercera Orden de San Francisco de Asís,4 con nuestros sermones, exhortaciones, etc., debemos insistir en las necesidades y los peligros de hoy; enseñar a sus miembros de qué modo pueden santificarse en sus circunstancias y también de qué modo pueden manifestar su compromiso. Decía un párroco explicando este pensamiento: Debemos dilatar los fines de las antiguas asociaciones según las necesidades de hoy. Y añadía: una Fraternidad de Terciarios podría hoy responsabilizarse de alejar los periódicos malos y difundir los buenos, de reunir oportunamente firmas contra el proyecto de ley de divorcio o contra la abolición del catecismo en las escuelas, y hasta podría formar buenos catequistas, padres que se comprometieran a apoyar el oratorio, etc.
Las aplicaciones de este principio podrían ser tantas como las obras de un sacerdote, y todos podemos encontrarlas fácilmente.
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VII. Estudiar el programa del párroco y seguirlo. - La parroquia es la asociación principal establecida por la Iglesia; el párroco es su moderador por oficio, derecho y deber. Los demás sacerdotes son más o menos directamente cooperadores suyos sea cual sea su cometido: maestros, capellanes, beneficiarios, rectores de iglesias, directores espirituales en los hospitales, asilos, correccionales, etc. Deben pues ser considerados como sus brazos, ayudarle, pedirle consejo, etc. Todo párroco tiene su propia fisonomía en el gobierno de su parroquia, y en esto son sus cooperadores los que deben conformarse a él y no él a ellos. Es verdad que también ellos pueden exponer sus puntos de vista y contar con la debida libertad en lo que concierne a sus deberes particulares, y el párroco debe respetarlos y tenerlos en cuenta, pero también ellos deben apoyarle y secundarle. Una orientación diferente o una discordia abierta desorientaría a las almas, dividiría a la gente y dañaría a todo el clero.
Alguna vez puede ser mejor la idea del inferior, pero delante de Dios y del pueblo debe prevalecer la unión. Esto, evidentemente, en los casos ordinarios de la vida.
VIII. Algunas destrezas
1) Tener un fichero de los pobres para disponer de los datos necesarios y ayudarles oportunamente.
2) Escribir con grandes caracteres los nombres de los últimos fallecidos para que figuren a la entrada de la iglesia y los fieles recen por ellos y se sientan saludablemente conmovidos.
3) Tratar de que en muchos lugares del campo, al igual que en las paredes de las casas, figuren imágenes sagradas que despierten un buen pensamiento.
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4) Elegir un tiempo adecuado para hacer el bien y aprovechar las ocasiones. Por ejemplo, si un pobre pide ayuda, darle un aviso espiritual; cuando alguien se presenta humillado o afligido, acepta mejor los buenos consejos; cuando se siente el consuelo por las gracias del Señor, se está mejor dispuestos a la corrección. Si se trata de introducir una práctica piadosa, elegir el tiempo en que está ausente alguien que podría obstaculizarla, o cuando haya una persona buena que la apoye, o cuando un castigo público tiene bien dispuestos los ánimos...
IX. Tener algunos correctores. - Muchas veces se oye decir: Este sacerdote predica bien, pero podría ocuparse más de los chicos; otro atiende espiritualmente a la gente, pero descuida el beneficio; un tercero quiere mantener buenas relaciones con todos pero no da un céntimo a los pobres, etc. ¿Algún remedio? Hay muchos, pero uno de los más eficaces consiste en buscar por lo menos dos correctores que le digan lo que hace mal. Mucho ayudaría uno solo, pero mejor que sean más, porque cada uno puede verlo en una determinada tarea y de este modo evitar casi todos los defectos.
Sólo quien tiene experiencia de esto sabe lo útil que resulta y la eficacia que comporta esta costumbre. Requiere humildad, pero la humildad es la mayor sabiduría.
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1 Mc 12,44: «Lo superfluo», «lo que sobra».
2 Piadosa asociación de la Orden de los Canónigos Regulares. Su origen se remonta al siglo XII, cuando el beato Pedro de Honestis instituyó en la iglesia de Santa María del Puerto, en Rávena, la Pía Unión de los Hijos y las Hijas de María. Pío IX enriqueció esta Pía Unión con indulgencias y privilegios y la elevó a la dignidad de Unión Primaria con breve del 4-2-1870. Cf. F. DEL PIANO, Manuale delle Figlie di Maria, Ed. Santa Lega Eucaristica, Milán 1902. Para otras noticias sobre las “Compañías de las Hijas de María”, cf. A. BUGNINI, Figlie di Maria, EC, V, 1954, pp. 1270-1273.
3 La Pía Unión de los Luises tiene la finalidad de alejar, con la devoción a san Luis Gonzaga y la imitación de sus ejemplos, a los jovencitos de la seducción del mundo, consagrarse al ejercicio de las virtudes cristianas y acostumbrarles a profesar abiertamente la santa religión. Todos los asociados deben conocer y respetar el estatuto-reglamento de la Pía Unión. Cf. E. NADDEO, Il vero Pastore d'anime, Ferrari, Roma 1922, pp. 270-273.
4 La tendencia de los fieles a agruparse en asociaciones y hermandades es claramente visible en el siglo XII. La Tercera Orden Franciscana, como asociación bien definida, comenzó en 1221, año en que tuvo su primera regla. Cf. D. CRESI, San Francesco e i suoi Ordini, Ed. Studi Francescani, Florencia 1955, pp. 281-285.