Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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CAPÍTULO III
LOS FRUTOS DE LA PIEDAD. VIRTUDES SACERDOTALES

§ 1. - OBEDIENCIA

Importancia.
El sacerdote está obligado como los demás fieles a ella: 1º. porque la obediencia es la virtud con la que se da a Dios lo que hay de más noble en nosotros, la voluntad; 2º. porque quien manda es el representante de Dios; 3º. porque la obediencia es un camino corto de perfección. Además, está obligado a ella como salvador de las almas: el día de su ordenación prometió obediencia a su obispo. Dado que no puede ver todos los medios aptos para la santificación de las almas, debe aceptar los que vayan aconsejándole sus superiores. Sabe que su desobediencia sería un escándalo; sabe que como sacerdote forma parte de un cuerpo llamado clero, y que, como en todo cuerpo, se necesita disciplina. Tiene que dirigir, y no sabe dirigir quien no sabe obedecer.

Práctica. Obediencia al Papa aun cuando sus órdenes choquen contra nuestros intereses (por ejemplo, un decreto sobre la remoción de los párrocos); aun cuando sus órdenes choquen contra nuestras opiniones (como les sucedió a algunos cuando con los decretos sobre la primera comunión, sobre la comunión frecuente, sobre la acción social-católica, y especialmente cuando excluye al clero de ciertas responsabilidades materiales); aun cuando mengüe nuestra fama, como cuando se tienen que corregir ciertos avisos dados o ciertas ideas manifestadas por nosotros.
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Para obedecer es necesario conocer, además de las órdenes, la mente del Papa cuando las da. Será pues muy útil que un sacerdote esté suscrito a alguna hoja o revista que reproduzca el texto de los decretos pontificios, que cuando son comentados sepa que se hace según la mente del Papa (por ejemplo, Acta Apostolicae Sedis, Osservatore Romano, Monitore ecclesiastico, etc.).
Es necesario que se estudien las orientaciones del Papa desapasionadamente, tratando de observarlas aun cuando no se trate de órdenes expresas; que no se lean libros o periódicos que, aunque sólo indirectamente, se oponen al querer y el deseo del Papa; que los actos del Papa sean meditados y no leídos a la ligera, como un artículo de cualquier periódico; que cada vez que se tiene clara la palabra del Papa sobre alguna cuestión, se diga: Roma locuta est, lis finita est.1
Para promover una obediencia más perfecta al Papa, se ha creado una asociación a la que es preciso aludir.

Unión Sacerdotal pro Pontifice et Ecclesia.2 Se trata de una alianza internacional de sacerdotes que tiene como fin conseguir que sean muy devotos del Papa y de sus orientaciones.
Para pertenecer a ella es necesario: 1º. Obligarse con voto a dar todos los años 20 liras para el fondo de San Pedro, o por lo menos 5.
2º. Recitar todos los días la oración Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam.3
V) Constituit eum dominum domus suae.
R) Et principem omnis possesionis suae.
Oremus: Deus, omnium fidelium...
3º. Prometer celebrar todos los años por el Santo Padre
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una misa por lo menos, y se tiene cura de almas, invitar a los fieles y recoger limosnas para el fondo de San Pedro.
4º. Exhortar en el confesionario a los penitentes a hacer la comunión frecuente o cotidiana y ofrecer una por el Papa cada semana.
5º. Él mismo pronunciará un sermón todos los años, o hará que otro lo haga, sobre el Papa o sus documentos pontificios contemporáneos.
6º. Se comprometerá a no leer él y posiblemente a impedir a otros la lectura de periódicos, revistas y libros infectados de liberalismo y modernismo.
7º. Se mantendrá firme a las orientaciones pontificias sobre los periódicos, el estudio de la filosofía y la teología, la cuestión Romana, la unión entre Estado e Iglesia, la enseñanza religiosa en las escuelas y el reconocimiento de las congregaciones religiosas, y tratará de infundir esta misma actitud en los demás en todas las ocasiones.
El director general en Italia es el P. Chiaudano, de Turín.

Obediencia al obispo. En primer lugar, en relación con nuestro destino a un lugar o un cargo. Es un gran mal valerse de amistades o usar subterfugios para conseguir un cargo o un puesto a nuestro gusto. Muchas veces, más que la voluntad de Dios, se busca la nuestra; al no conocer debidamente quid valeant humeri, quid ferre recusent,4 fácilmente se termina en desilusiones. Es algo que deben tener en cuenta los jóvenes sacerdotes que salen del seminario, los coadjutores que deben cambiar de lugar, como también los que se presentan a concursos o buscan una capellanía. ¡Malo sería obstinarse en estas cosas! ¡Cuánto se escandalizaría
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al pueblo si criticáramos a los superiores porque nos trasladan! Se quiere saber el motivo, pero no siempre los superiores pueden decirlo. Hay que obedecer incluso cuando la orden parece injusta, extraña, irrazonable. Esto no impide exponer con recta intención las razones al superior. Pero si el superior insiste, el sacerdote debe bajar la cabeza y obedecer como si fuera Dios. Se debe obediencia también a las órdenes del obispo sobre el modo de dirigir la parroquia, la rectoría, etc., así como en todo lo relacionado con la misión de coadjutor. Sea que el obispo disponga sobre cosas materiales, como atenerse debidamente a lo establecido sobre el beneficio, participar en algún gasto de benéfico para todos, etc.; sea que disponga sobre cosas espirituales, como procesiones, actos de reparación, circunstancias extraordinarias, ayunos, etc.; sea que disponga que disponga sobre cosas accesorias, como las peregrinaciones diocesanas, reuniones, acción católica, etc., se le debe siempre, según el caso, obediencia filial o decidido asentimiento. Nada de críticas ni murmuraciones, especialmente con el pueblo.
Esta obediencia debe ser afectuosa, capaz de pedir consejo o de confiar al obispo las posibles penas o los mayores consuelos encontrados en nuestro cargo. En conclusión: consideremos al obispo más como padre que como superior.

§ 2. - CASTIDAD

Importancia. Tiene la misma importancia que para los laicos y los religiosos. Más aún, el sacerdote debe ser casto por necesidad de su estado y porque así lo prometió al recibir el subdiaconado;5 el sacerdote que no guarda la castidad carece absolutamente de fuerza y resolución
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para cumplir sus obligaciones sacerdotales; un sacerdote que no guarda la castidad es siempre causa de ruina y no de salvación de las almas, pues el pueblo, antes o después, lo sabe. Ante el pueblo, cualquier defecto carece de importancia frente a éste.

Prácticas. Algunas cosas generales: 1º. Cuando se sienta el corazón fuertemente prendado por alguna persona, o se verifique alguna caída notoria, lo mejor será cambiar enseguida de sitio si se trata de un coadjutor o de un capellán (el párroco deberá ver antes cómo se encuentra ante la gente y aconsejarse). El mundo no perdona estas faltas. Y no se diga que se quiere demostrar que son habladurías, que se quiere reparar el mal con el bien, porque lo que sucederá con toda seguridad es que se darán nuevos escándalos en los demás y nuevas caídas en el sacerdote. Alguna vez hasta convendrá alejarse aunque sólo se trate de habladurías, pues ¿cómo se podría confesar y predicar sobre el tema, que suele ser el escollo más habitual? Que cambie de lugar, de personas, de ambiente, de método de vida, porque así podrá rehabilitarse y hacer nuevamente el bien; si no lo hace, adiós a su ministerio, adiós a su paz, ¡y quizá adiós a su misma alma!... Sería mejor que se hiciera religioso o misionero.
2º. En la medida de lo posible, que eviten ir solos los capellanes y sacerdotes todavía jóvenes, aunque la vida de coadjutor comience a pesar.
3º. Aténganse a las leyes sinodales sobre la persona de servicio,6 no solicitando fácilmente dispensa; recuerden que esa persona constituye generalmente uno de los peligros más graves, ya que se trata de la persona de servicio con la que ordinariamente se pasan las horas más peligrosas del día, es decir, las horas de la comida y las que la siguen.
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Algunas cosas particulares. El confesionario puede constituir un peligro por dos razones al menos: porque en el mundo se encuentran personas que se expresan sobre el sexto mandamiento con palabras tan obscenas y triviales, cuentan tan extensamente y con detalles tan vivos las cosas, que habría que ser de mármol para no sentirse impresionados y tentados. En estos casos, el sacerdote se abandonará en el Señor en todo lo que está obligado a escuchar; en cambio, cuando duda sobre si hay obligación o no de escuchar, es mejor que sacrifique la integridad7 que se exponga al peligro de dar escándalo o pecar, y cuando se trata de algo que no necesita saber, que imponga al penitente que cambie de tema, e incluso debe exigírselo, pues constituiría un verdadero peligro, e incluso es una buena decisión hacer algo que alguna vez se ha visto: cerrar la ventanilla.
En cuanto a las preguntas que debe hacer el sacerdote, tendrá en cuenta tres normas: a) es mejor exponerse al peligro de faltar a la integridad que al de dar escándalo o pecar...; b) que, por otra parte, algunos penitentes tienen necesidad de que se les hagan preguntas sobre esta materia, especialmente si son tímidos, niños o jovencitas, mientras otros son muy espontáneos o francos y se ofenderían de ciertas preguntas; c) que hay personas, aunque sean muy pocas, que se acercan con la decidida intención de tentar al sacerdote, bien porque es para ellas un motivo de jactancia, bien porque tienen envidia de que el confesor esté más tiempo con otros penitentes, bien porque necesitan ser amadas, bien porque son unas irresponsables; como también las hay que quieren contar detalladamente la conversación mantenida con el que esperan que será su marido, o las quieren demostrar que son queridas por el sacerdote, al que tal vez calumnian terriblemente. Estas últimas cosas tienen que ver solamente con las personas que
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frecuentan la confesión y son uno de los mayores peligros para el sacerdote.
El confesionario puede ser también un peligro para los mejores sacerdotes porque exige mucha intimidad. Hay penitentes que se acercan con verdadero deseo de ser dirigidos y que profesan al confesor, por lo menos en principio, un afecto muy sincero y puro que manifiestan con palabras lisonjeras. Hay otras que se acercan para derramar en el corazón del sacerdote sus penas más graves, como son las esposas cuyo marido les es infiel, las madres cuyos hijos son una verdadera cruz, las jóvenes que se sienten asediadas y que quieren huir del pecado. Estas penas despiertan los sentimientos más delicados del sacerdote, pero no debe dejarse dominar por ellos. ¡Pero entre un afecto y a otro se puede llegar a donde nunca hubiéramos imaginado!
En estos casos, el confesor: a) que no se deje guiar por el sentimiento, sino solamente por la razón; b) que no se alargue, porque, para su consuelo y alivio se pueden indicar libros, el recuerdo del cielo y otros medios; c) que sugiera a las almas piadosas lecturas espirituales aptas; d) que no permita nunca a estas personas confesarse más de una vez a la semana.
Medio general: El sacerdote, para estar a salvo de todo peligro y poder cumplir su misión con caridad y firmeza, tenga siempre en cuenta que el sacerdote es Cristo, sacerdos alter Christus; que se imagine que es Jesús acogiendo a la Magdalena, a Zaqueo, etc., por lo que adoptará su mansedumbre, su compasión, sus palabras.

Vida privada. El mayor peligro, dicen muchos sacerdotes, está en la convivencia con la persona de servicio. Procédase así: 1º. El aviso ya expresado anteriormente sobre la elección de la persona de servicio. Solicitar dispensa
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podría equivaler tal vez a ponerse en peligro voluntario y privarse de ese modo de las numerosas ayudas del Señor.
2º. Evitar toda familiaridad con la persona de servicio; no permanecer en la cocina si no es por verdadera necesidad, o en la habitación donde trabaja; no permitir que entre en la habitación donde el sacerdote trabaja, y mientras esté en ella, si no es por un grave motivo. También en caso de enfermedad del sacerdote o de la persona de servicio se mantendrá la máxima reserva, porque el hombre lleva siempre consigo su propia fragilidad y debilidad.
3º. Si en algún caso se viera en grave peligro, podrá despedirla de alguna manera. El sacerdote no permitirá que esté ella al corriente de todos sus secretos y que dirija la vida doméstica. Trátela con mucha caridad, pero como a persona que sirve, es decir, más bien muy duramente que muy confidencialmente. Las largas tardes de invierno, las horas después de las comidas y los tiempos de ocio son los momentos más peligrosos y no deben pasarse hablando familiarmente con ella.
Hay otros peligros que pueden encontrarse en la familiaridad con las personas del otro sexo; por consiguiente: 1º. Se evitará una excesiva familiaridad con las monjas, aunque parezcan muy dóciles y piadosas, especialmente con las destinadas al hospital, al hospicio, al asilo, al oratorio. Ser siempre breves y serios, y lo que se pueda se hará por medio de otros.
2º. Nunca es prudente pasar la tarde con ellas, como tampoco con las maestras del suburbio o del pueblo, o con cualesquiera otras.
3º. Si hay clase de canto, hágase preferentemente en lugar público, por ejemplo en la iglesia, y no deje que se acerquen demasiado; es también muy peligroso, por lo menos por razón de escándalo, manifestar
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preferencia por alguna, como darles lecciones privadas de canto o música, etc.

Con los enfermos. Junto a su lecho se pueden encontrar dos peligros: con el enfermo y con los que le rodean. Las visitas deben hacerse al enfermo y no a quien le cuida; serán más bien breves, aunque con la frecuencia y con el tiempo que requiera el enfermo. Se usará toda la seriedad y discreción necesarias para no dar pábulo a habladurías.
Evítese tocar con excesiva facilidad el pulso, la frente, etc. Cuando se confiesa a los enfermos, no acercarse excesivamente, sobre todo si son personas del otro sexo. Cuando no es necesario quedarse solos, será conveniente hablar en presencia de otros; en algunos casos, se tendrá abierta la puerta de la habitación cuando se confiesa al enfermo.

Con los muchachos. Los chicos y las personas del mismo sexo generalmente no despiertan tanto temor, y con razón. No obstante, también ellos pueden constituir un peligro que podría ser fatal si se le desprecia. Acariciar mucho porque se trata de chicos bien vestidos, por sus formas más elegantes o por la espontaneidad de su edad, es muy peligroso, como también es peligroso llevarles con facilidad y sin motivo a la propia habitación o manifestarles mucha familiaridad, quedarse con ellos a solas, usar zalamerías al confesarles o al enseñarles el catecismo.

Por último. Debe quedar claro que el sacerdote debe temer los demás peligros comunes a todos: libertad en la mirada y en el pensamiento, ocio, lecturas peligrosas, etc. Eviten también hablar, cuando no sea absolutamente necesario, de esta materia. Mejor que se nos tache de rústicos o escrupulosos que de liberales y maliciosos.
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§ 3. - HUMILDAD

Importancia. La humildad es necesaria porque es la verdad misma, el orden mismo, la justicia misma. El sacerdote debe ser humilde si desea que Dios bendiga sus trabajos y que las almas se sientan atraídas a él. La necesita también porque el fruto de sus obras es enteramente de Dios, y no debe robar lo que es de Dios.

Práctica. Humildad en el clero joven.En estos últimos años se han verificado hechos muy dolorosos: sacerdotes inteligentes se han salido del camino por soberbia intelectual o por ser obstinadamente desobedientes. Desconfiemos mucho de le lectura de libros que no tengan las debidas aprobaciones; mejor saber alguna cosa menos y salvar a las almas que ser lobos rapaces con una ciencia mayor. Más aún: que los sacerdotes jóvenes no se ilusionen con excesiva facilidad pensando que conocen mejor que los ancianos los métodos de la dirección de las almas y de las parroquias. Cuando un sacerdote joven deja el seminario, todavía no ha hecho nada relacionado con el ministerio; póngase pues en el último lugar, en el de los alumnos. En alguna ocasión puede suceder que el sacerdote joven conoce algo que el anciano, o el propio párroco, ignora; como también que la razón esté en ocasiones determinadas de su parte, en cuyo caso expondrá humildemente el asunto. Pero recuerde que el Papa ha dicho que es mejor dejar algunas obras buenas que hacerlas contra la voluntad de los superiores.
Humildad en el clero más maduro. También éste se encuentra en peligro de ensoberbecerse por lo elevado de su cargo, pues fácilmente se acostumbra a verlo todo a sus pies: con el prolongado rumiar y realizar las propias ideas,
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termina creyéndolas siempre, todas y sólo las suyas como verdaderas. Es bastante raro que un sacerdote, a los treinta o cuarenta años, no se crea poco menos que infalible. Recuérdese que también puede haber progreso y evolución accidental en algunas cosas que tienen que ver con la Iglesia y la cura de almas; que, aunque sean muy inexpertos, alguna buena idea puede encontrarse en los jóvenes; que si ellos tienen experiencia, los jóvenes tienen energías, unas energías con las que pueden conseguir frutos estupendos si las saben encauzar con dulce firmeza y no con reprensiones obstinadas.
Humildad en el ministerio. Evítese la envidia, hija de la soberbia: 1º. La envidia que puede sugerir mil destrezas en los sermones, en las relaciones, en el modo de hacer las cosas y en el confesionario con el único fin de tener más penitentes que los demás colegas de ministerio.
2º. La envidia que puede llevar a los diversos sacerdotes de una parroquia a oponerse a las obras realizadas por los demás, ridiculizándolas o aprovechando la influencia que pueden tener en quienes quieran apoyarlas.
3º. La envidia con las parroquias limítrofes, que puede manifestarse criticando a los miembros del clero, especialmente hablando de ellos entre la gente.
Se trata de una envidia que nunca hay que dejar que se apodere del corazón, pues sería siempre una señal de falta de verdadero celo. Es necesario ser cor unum et anima una:8 animarse y apoyarse mutuamente. Las obras perfectas no son de este mundo ni se deben pretender. Quien obra comete errores, pero quien no obra está fallando continuamente, y si encima es envidioso, redobla sus fallos en número y malicia.
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§ 4. - CARIDAD

Sobre ella deben decirse todas las cosas que se predican a los fieles, y aún más.
1º. El sacerdote debe adquirir el verdadero dominio y la dirección de los corazones, pero sólo lo conseguirá de verdad con la dulzura de la caridad. No lo conseguirá con la ciencia, con la consideración de ser un hombre rico, con un buen número de subordinados en las cosas externas, con el prestigio común o con la política, sino únicamente con la amabilidad, demostrando siempre lo que es, tratando bien; esos son los lazos que unen los corazones de los demás con el nuestro con vínculo íntimo. Renunciando a la fuerza nos hacemos de veras fuertes.
Aplíquese este principio al púlpito, donde nunca debe decirse: yo quiero, yo os digo, etc., a no ser como simple opinión personal, para explicar que se es testigo de un hecho, etc. El sacerdote no predica su palabra, sino la de Jesucristo. Aplíquese en el confesionario, en la rectoría, en las relaciones con los pobres, con los niños, etc. ¡Nunca jamás invectivas!
2º. Si el sacerdote quiere conservar en todas partes este espíritu de dulzura, deberá comportarse como san Francisco de Sales: imaginarse continuamente que es Jesucristo (y la verdad es que sacerdos alter Christus). Piense que en el confesionario es Jesús cuando hablaba con Zaqueo, que en el púlpito es Jesús en el sermón de la montaña, que con los muchachos es Jesús entre los niños, que con los enfermos es Jesús junto a la suegra de Pedro, etc. Se preguntará: ¿Qué sentimientos, qué forma de comportamiento, qué actitud mantenía Jesús en este caso? ¿Cómo se comportaría Él en mi caso?
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§ 5. - SIGNOS DE RELAJAMIENTO

Cuando un joven sacerdote, terminados sus estudios, sale del seminario, siente por diversas razones cierto fervor, que demuestra con un sagrado temor a los peligros, con una devoción que a veces es incluso muy afectuosa cuando recita el oficio y celebra la misa, así como con un vivo deseo de trabajar por las almas.
Pero muchas veces este fervor declina, desaparece, se pierde y va haciéndose hueco el relajamiento y tal vez algo aún peor. Los jóvenes sacerdotes podrían darse cuenta de esto y poner remedio, como podemos leer en el evangelio cuando se habla de la caída de Pedro:
1º. Un convencimiento mal percibido de ser invulnerables, una secreta soberbia, una cierta audacia y confianza en las propias fuerzas, en la vida pasada, quizá buena; un cierto desprecio de los demás, que desgraciadamente cayeron; una secreta pero profunda convicción de que ya no necesitamos dirección... Sentimientos parecidos a los de Pedro cuando, muy entusiasmado él, exclamaba: «Etiamsi oportuerit me mori tecum non te negabo...9 et si omnes scandalizati fuerint in te, sed non ego».10
2º. Abandono de las prácticas de piedad y especialmente (desde el principio) de las que sólo parecen supererogatorias: visita al Santísimo Sacramento, rosario, examen de conciencia, lectura espiritual, meditación, preparación y acción de gracias a la misa. No es que se dejen enseguida, sino que uno se dispensa de ellas fácilmente y por motivos no siempre serios; luego se siguen practicando, pero con poca aplicación,
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con desgana, entre bostezos; más tarde vienen a ser las ocupaciones más pesadas del día y alguna vez se abrevian y hasta se dejan de vez en cuando sólo por negligencia, hasta que finalmente, quizá pasados algunos años, se abandonan habitualmente para reanudarlas únicamente en circunstancias extraordinarias, dejando pasar algún rayo de luz mortecina sobre el alma... para no volver más, para considerarlas cosas inútiles, aptas solamente para monaguillos del seminario. A su vez, la confesión es cada vez menos frecuente, y únicamente se practica cuando se siente la conciencia en grave agitación.
Simultáneamente disminuye la atención para recogerse antes de comenzar el breviario, para buscar un sitio más apto para una buena recitación, de modo que se corre hacia el precipicio, se confunden o se dejan pequeñas partes y alguna vez, por razones muy discutibles, se omite todo. Se celebra la santa misa con gran precipitación y frialdad y se recitan las oraciones más hermosas sin dar importancia al altísimo sentido que encierran. Es muy oportuno recordar entonces estas palabras del evangelio: «Petrus autem dormiebat».11 Pedro hizo caso del aviso del Maestro: «Vigilate et orate ut non intretis in tentationem».12
3º. Ponerse en la ocasión. En primer lugar, en la ocasión del ocio, que es padre de todos los vicios también para el sacerdote. Luego, introduciéndose en las familias sin razón evidente y verdadera de ministerio, o con la familiaridad con personas del otro sexo... Se termina cayéndose y levantándose durante algún tiempo como asustados, para volver a caer y cometer incluso algún sacrilegio. Habrá al menos arrepentimiento con motivo de los ejercicios espirituales, pero no quiera Dios que al final se caiga para no volver a levantarse, o acaso sólo en el lecho de muerte. ¡Qué
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triste la historia en tal caso! Convendría en ese momento volver a recordar cómo san Pedro se fue deslizando hacia la caída: «Sequebatur eum a longe»;13 se calentaba en la hoguera con los enemigos de Jesucristo.
4º. El cuarto signo de relajamiento, que podría ser también el primero tratándose de sacerdotes con cura de almas, es el estado de tranquilidad e indiferencia ante la irrupción del mal, el enfriamiento de la piedad, la ruina de las almas. Una tranquilidad causada no por un generoso abandono en Dios después de haber cumplido el propio deber, sino por indiferencia.
Ante un sacerdote que, en medio de la ruina de la juventud, la indiferencia de los adultos y la corrupción de todos, no siente la necesidad de estudiar medios nuevos, de tomar iniciativas de mil manera, de examinarse sobre si de verdad desempeña bien su misión, se puede decir que no tenía al ordenarse las cualidades necesarias o que se ha relajado.
Y sería aún peor si dijera abiertamente frases como las siguientes: su alma es su dinero, no vamos a perder el apetito porque en el mundo se cometan pecados, para qué afanarse tanto, dejemos que el mundo siga su marcha como ha hecho siempre, etc.
¿Y si llegara hasta el punto de burlarse o reírse de los colegas más activos, que están siempre inventando nuevos medios de celo, que día y noche no tienen otro pensamiento que las almas a ellos encomendadas? No solamente no cabría ya la duda de que está fuera de camino, sino que es seguro que la situación es muy grave.
Cuando un joven sacerdote se recoge para hacer examen de conciencia, en el retiro espiritual o en los ejercicios espirituales, y nota en su vida cotidiana la aparición de algunas de estas señales, por el amor de Dios, que se levante
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enseguida, que abra su alma al confesor, que se acerque, si puede, al confesor a quien solía abrir su corazón cuando era clérigo o acababa de comenzar su ministerio y que le suplique ayuda. Convendrá hacer entonces bien por lo menos tres días de retiro espiritual, y aún mejor los ejercicios espirituales. Necesita una decisión seria de reanudar todas las prácticas que se había impuesto al salir del seminario, comenzar una nueva vida.
Como medios preventivos para no caer en ese deplorable estado, que suplique con el mayor fervor todos los días la bondad de Dios y la misericordia de María Santísima para que no permitan nunca que se confía en uno mismo, o que no se dejen las prácticas de piedad, o que no se evite la ocasión, o que disminuya el deseo de salvar a las almas.
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1 Conocida expresión de san Agustín, cuyo texto exacto es: «De hac causa (Pelagianorum) duo concilia ad Sedem Apostolicam missa sunt: inde etiam rescripta venerunt. Causa finita est» (Enchiridion Patristicum, n. 1507).

2 La Unión Internacional Pro Pontifice et Ecclesia fue creada durante el pontificado de Pío X, en 1913, cuando la situación política y social del tiempo trataron de aislar al Papa y convertirle en blanco de múltiples ataques. Un movimiento católico sensible a esta situación llevó a fundar esta Unión, que contaba con diversas secciones en Alemania, Suiza y Austria. En Italia se constituyó en 1915 y tenía su centro en el Piamonte. El canónigo Chiaudano era su responsable, ayudado por varios sacerdotes, entre los que estaba el P. M. Venturini, que dirigía la publicación de la revista Il Papa, creada en 1923 y que se imprimió hasta 1963. La Unión no fue nunca muy numerosa. En 1929 recibió un duro golpe tras el Concordato con el Estado fascista. (De informaciones del P. F. Soncin, colaborador de la Obra). Cf. De Regimine Foederis Internationalis “Pro Pontifice et Ecclesia”, ex Schola Tip. Salesiana, Turín 1921.

3 Mt 16,18: «Té eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia».

4 Quid valeant humeri... Literalmente: de qué son capaces las espaldas y qué se niegan a llevar. Con otras palabras: sin conocer las propias capacidades y los propios límites.

5 Antes de la reforma litúrgica realizada por el Vaticano II, al orden del diaconado le precedía el subdiaconado, que implicaba entre otras cosas la promesa del celibato.

6 En el sínodo diocesano de Alba de 1873, promovido por monseñor E. Galletti, en el artículo 356 se dice lo siguiente: «Synodale statutum respiciens cohabitationem mulierum cum Clericis, firmiori usque pleniorique robore stet: imo si deinceps perstrictum habeatur: Familairis continua mulierum cum Clericis habitatio, excepta matre, numquam permittitur nisi re in singulis casibus a nobis diligenter expensa; illarum quae primo laterali consanguinitatis gradu ipsis sint devinctae facile cohabitationem concedimus; illarum quae secundo consanguinitatis gradu ipsis conjunguntur, dificilius: non tamen ita denegabimus, si integrae famae sint, nec non saltem vigesimum quintum aetatis annum attingant; illarum que primo affinitatis gradu ipsis evinciuntur, perraro. Famularum opera in ministerio domus ipsis uti concedimus, quae probatissimis sint moribus, nec triginta quinque annis iuniores sint, et non aliter absque expressa Episcopi venia. Excipimus a domestico Clericorum servitio mulieres quae, quacumque causa, a proprio vivente viro separatam vitam degunt, nisi peculiares cricumstantiae aliter Nobis suadeant». También en el sínodo de 1841, promovido por monseñor M. Fea, encontramos una nota sobre el mismo tema en el artículo 356. Cf. Appendix Novissima ad Synodum Dioecesanam Albensem, edita in solemni pro-synodali conventu, die V septembris 1873, Typ. Dioecesana Sansoldi, Albae Pompeiae 1873, pp. 69-70; cf. Synodus Dioecesana Albensis, habita anno 1841, VI, V et IV idus septembris, Typ. Chiantore et Sansoldi, Albae Pompeiae 1841, pp. 117-118.

7 Integridad en la acusación de las culpas.

8 He 4,32: Un solo corazón y una sola alma.

9 Mt 26,35; «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré».

10 Mc 14,29: «Aunque todos se escandalicen, yo no».

11 Cf. Mt 26,40: «Volvió a sus discípulos y los encontró dormidos».

12 Mt 26,41: «Vigilad y orad para no caer en tentación».

13 Mt 26,58: «Iba siguiéndole de lejos».