CAPÍTULO III
RELACIONES DEL SACERDOTE
Preámbulo. El sacerdote es enviado al mundo como pescador de almas. Debe pues vivir en el mundo, un mundo al que debe iluminar con la luz del evangelio y al que debe sanar con la sal de la gracia de su sagrado ministerio. Será mejor apóstol en la medida que sepa regular sus relaciones con las personas, que deben ser santas para poder santificar a los demás.
No hace falta decir que las relaciones del sacerdote con las personas son difíciles. Es una cosa evidente. Jesús mismo dijo: Mitto vos sicut agnos in medio luporum...; estote ergo prudentes sicut serpentes et simplices sicut columbae...,1 que tienen mucho sentido y no fueron pronunciadas casualmente. Convendrá pues estudiarlas debidamente para que, haciéndonos prudentes y sencillos, consigamos ganar a todos a Cristo.
Principio y división. Lo que en el sacerdote debe regular la calidad y cantidad de las relaciones, su número y frecuencia, su modo y medida, no es la inclinación natural, el capricho, el interés y el honor, y menos aún una pasión vil. Todas estas cosas pueden convertir nuestras relaciones en lazos diabólicos para nosotros y para las almas. Nuestro único principio regulador es éste: todo y sólo lo que exige un celo prudente y ardiente por las almas.
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Descendiendo a lo particular, las relaciones pueden dividirse en relaciones con los sacerdotes y relaciones con los fieles. Pero conviene advertir, una vez por todas, que aquí no se dice todo lo relacionado con estas relaciones, sino únicamente lo que influye directa o indirectamente en la salvación de las almas, a la que todo debe sacrificarse.
§ 1. - ENTRE EL PÁRROCO Y EL COADJUTOR
El párroco, en relación con el coadjutor, tiene tres funciones porque es su superior, compañero de fatigas y padre.
Como superior tiene el derecho y el deber de ordenar su ministerio externo. Externo porque debe dejar al coadjutor total libertad en lo relacionado con el confesionario, evitando toda forma de envidia. Debe regular su ministerio, pero debe asimismo concederle en las cosas que le confía una libertad que le permita sentir su responsabilidad y que despliegue debidamente su actividad. Una libertad excesiva cuando el coadjutor no tiene verdadero buen espíritu, es nociva, pero una constante vigilancia sospechosa sobre él, al igual que órdenes demasiado detalladas y una desconfianza continua, desaniman y paralizan toda forma de celo.
Hay que saber usar la autoridad sin dejar que se sienta. Evítense pues los mandatos imperativos y continuos y las órdenes dadas por medio de la criada. Lo que más ayuda es la caridad y la prudencia. Nunca puede ser bueno este principio: yo al coadjutor nunca le doy órdenes, pues ya sabe él lo que tiene que hacer. Es laudable, en cambio, mandar siempre en forma de ruego y decir, por ejemplo: Tenga la bondad...
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El párroco debe vigilar también al coadjutor y corregirle a tiempo, de tú a tú, nunca en público; en público debe apoyarle. Si los defectos son graves, le avisará con más firmeza, caridad y confianza, y si no se corrige, informará secretamente al obispo para que éste decida lo que convenga.
Su superioridad no se extiende, evidentemente, a las cosas que le corresponden al coadjutor como persona, a no ser que haya abusos que corregir.
Y aquí debemos recordar que una de las mayores desgracias para un joven sacerdote es estar sin trabajo.
De esto depende muchas veces el futuro de un sacerdote, y de ahí que el párroco tenga aquí una gran responsabilidad. A veces no basta decir: Puede estudiar, ¡pues que estudie! El joven necesita ayuda y apoyo, ya que muchas veces no sabe programarse en los primeros años de ministerio.
Será pues muy conveniente que el párroco le ayude en esta tarea de todos los modos posibles: con clases de canto, con instrucciones especiales, estudiando con él, por ejemplo, la teología moral, etc. Es una cosa excelente descubrir sus buenas cualidades y habilidades, y a su debido tiempo, si lo ve conveniente, confiarle el trabajo y las actividades que prevé que hará bien. Pero nunca tareas que corresponden a los inferiores, como cortar leña, trabajar en la bodega, llevar agua, cocinar, etc. Puede rogarle que haga algún pequeño servicio, pero siempre como si se tratara de buenos amigos y como conviene a la dignidad de su carácter, nunca como cuando se ordena a las personas de servicio.
Como compañero de fatigas, será conveniente infundirle
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y darle confianza especialmente en las cosas que deben hacerse en común. Y en esto es un dato de experiencia que el primer lugar donde un sacerdote ejercita su cargo de coadjutor tiene generalmente una influencia decisiva en la dirección y el celo de todo su futuro ministerio. El joven coadjutor, apenas dejado el seminario, es como una cera capaz de adquirir la forma que se quiera, y la forma se la da el párroco en su modo de predicar, de vivir, de ejercitar el celo, etc. Son pocos los que no reflejan esa forma totalmente y nadie es capaz de evitarla del todo. El párroco debe sentir que es ésta una tarea muy delicada y que de él depende en buena medida el ministerio del joven que le ha confiado el Señor. Deberá presentarle ejemplos de celo, modelos para la predicación, para la asiduidad en el confesionario y para todo lo relacionado con la pastoral. Le avisará a tiempo, le animará y le consolará siempre.
Sería también muy útil que hablara a menudo con él de cosas relacionadas con el ministerio, por ejemplo cuando están a la mesa o de paseo, instruirle en el modo de realizar los deberes sagrados, informarle de los principales peligros de la parroquia o de la índole del pueblo en general y en particular, así como invitar al joven a hacerle sus sugerencias y observaciones. Si cualquier persona, incluso un niño, puede decir cosas útiles, ¡cuánto más quien desea hacer el bien y está iluminado por Dios!
Serían signos de poco afecto dejarle caer en el error, criticarle con la persona de servicio o permitir que ésta le trate como a un inferior, hablar mal de él con la gente o con otros sacerdotes, no defenderle de las críticas, no alabar nunca lo que hace en público,
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no manifestarse nunca satisfecho de su forma de obrar, por buena que sea.
También como padre debe amar a su coadjutor, y lo demostrará:
a) con un trato decoroso en su alojamiento, manutención y necesidades especiales de salud. Nunca permitirá que tenga un trato inferior al suyo, y tratará con frecuencia de que sea superior. Por ejemplo, en relación con la manutención, si el párroco prefiere por razones de economía o salud el vinillo, no debe pretender que el coadjutor se adapte a ello, quizá en detrimento de su salud o con grave sacrificio; en relación con la persona de servicio, no le impondrá que le obedezca en las cosas ordinarias; en relación con la gente del pueblo y el sacristán, tratará de que sea considerado como si fuera él mismo;
b) evitando imponerle un trabajo tan excesivo que le agote, y cuando vea que el bien del coadjutor exige cambiarle de sitio o presentarse a convocatorias parroquiales, sabrá darle tiempo suficiente e incluso dejarle libre.
El coadjutor en relación con el párroco. El coadjutor debe obediencia al párroco porque es su superior. Debe estudiar su método pastoral y conformarse a él en la medida que se lo permite su conciencia. Pretender imponer sus ideas y tendencias, querer dar una dirección propia inmediatamente a todo es una veleidad, e incluso motivo de discordia, y con el pretexto de hacer más o hacerlo mejor no se hace nada o se hace el mal. El párroco tiene la responsabilidad de todo y el coadjutor debe respetarla; el párroco es estable y el coadjutor está de paso, por lo que no debe introducir fácilmente novedades.
También puede darse el caso de que el párroco sea descuidado por vejez u otras causas y de que al coadjutor le anime el celo y las santas intenciones. ¿Qué hacer?
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Que se aconseje con los superiores o al menos con un santo confesor y que se comporte como se le diga. Y si tuviera que decir algo, en general debe tener en cuenta que muchas veces lo que parece celo es imprudencia; que incluso las mejores obras, cuando no son estables, sirven de poco; que lo mejor y más prudente es siempre seguir el método usado por coadjutores de buen espíritu; que en principio es siempre mejor ganarse la simpatía del párroco con una obediencia humilde y un afecto espontáneo, de tal modo que el coadjutor poco a poco consiga expresar, como dejándolos caer, algunos puntos de vista e intenciones, o simplemente referir lo que en otros lugares se ha hecho, proponer algo fácil, etc. Quizá así consiga más de lo que imaginaba.
La concordia en la acción es tan útil y necesaria que el coadjutor hará por ella cualquier sacrificio: 1) de tiempo, pasando el rato con el párroco, acompañándole en las visitas y en los paseos si él lo desea y la prudencia lo permite, con tal de que no se malgaste un tiempo importante; 2) de amor propio, tratando de hacerle llegar al párroco las alabanzas que puede haberse merecido con su trabajo; pidiéndole consejo en todas las cosas permitidas por la prudencia; solicitándole información sobre las personas del pueblo; rogándole antes del sermón que le diga lo que le parezca sobre el tema que va a tratar y le comente al terminarlo los posibles errores; 3) de comodidad, adaptándose a las costumbres del párroco, a la comida, al alojamiento, al horario, etc.; tratando de adelantarse al párroco en sus deseos; mostrándose contento por todo si no hay verdaderos motivos que se lo impidan; recordando siempre que en general la desunión sería el peor mal para la vida parroquial y para el bien
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pastoral; 4) de palabras, imponiéndose la regla absoluta de no quejarse nunca de la persona de servicio, de la gente, de los demás sacerdotes, sino tratando de apoyar y disculpar a todos siempre, excepto en caso de error evidente; alabándolos desde el púlpito o privadamente siempre que sea posible hacerlo. Los desahogos permitidos se hacen ante Jesús sacramentado y a los pies de la Virgen María.
El párroco es compañero de fatigas del coadjutor, pero éste debe tratar de cumplir una labor dura, como puede ser levantarse de noche cuando llaman los enfermos, llegar el primero a la iglesia, celebrar la misa menos cómoda, aceptar del párroco las tareas que quiera encomendarle, esmerándose en realizarlas bien, pidiéndole incluso su parecer sobre lo que tiene que hacer. Si tiene quejas o reproches que hacer a la criada, al sacristán o al pueblo, que lo deje en manos del párroco, y si éste no le apoya, generalmente lo mejor es que se calle.
El párroco es padre y el coadjutor le amará como hijo, le consolará en sus angustias, le ayudará en sus necesidades, especialmente cuando caiga enfermo, y le compadecerá en sus defectos.
¿Y si hubiera defectos realmente graves y difícilmente corregibles, nocivos para las almas y para él mismo? El coadjutor los examinará delante de Dios, orará prolongadamente, hablará de ellos a su confesor y, con el consejo de éste, podrá tratar con sus superiores y aceptar el parecer de éstos, pero deberá hacerlo fortiter et suaviter.
Y en esto conviene recordar, para evitar todo deseo intempestivo de cambiar de parroquia, que en todas partes hay cruces y miserias; que del mismo modo que, sea cual sea el sitio donde vayamos, lo haremos con nuestros defectos, en todas partes
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habrá los suyos; que es mejor saber adaptarse al primer destino que se nos ha confiado porque resultará más fácil nuestra atracción hacia él.
§ 2. - RELACIONES ENTRE EL PÁRROCO Y LOS PÁRROCOS CERCANOS
Se puede derivar un gran bien para las almas de una armonía espontánea de los párrocos cercanos, del mismo modo2 que su falta sería causa del daño de la desunión.
'A) Para la concordia es conveniente:
1. Que hablen frecuentemente entre ellos sobre temas de teología pastoral, tanto relacionados con la obra exterior del sacerdote, por ejemplo la designada con el nombre de acción católica, las relaciones con las autoridades municipales, etc., como las que se refieren a la obra interna, como podría ser el modo de tratar a los penitentes repetitivos, a las muchachas que frecuentan el baile, etc. Para esto nada ayudará tanto como hacer lo que dijimos anteriormente, es decir, organizar conferencias pastorales eligiendo dos o tres sacerdotes que expongan temas prácticos; hacer una hora de adoración en común, pueblo incluido; aportar cada uno una pequeña cuota para los gastos. Donde se ha hecho esto, el fruto ha sido admirable en todos los aspectos.
2. Recurrir a los consejos de los colegas, especialmente de los más maduros, en los casos más difíciles, pues no siempre es posible acceder al obispo y demás superiores.
3. Ayudarse mutuamente en las situaciones de mayor trabajo, sobre todo cuando hay escasez de clero. Esto puede suceder con motivo de los ejercicios espirituales, las confesiones generales de adultos o niños, las funciones solemnes, etc.
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San Alfonso recomendaba que los sacerdotes se intercambiaran algunos días para que los fieles pudieran confesarse más libremente. En algunas parroquias los sacerdotes se intercambian para dar ejercicios espirituales o predicar en distintas circunstancias por motivos de carencia. En otras, el vicario foráneo da a estudiar a los sacerdotes de su jurisdicción un tema especial para que lo analicen, por ejemplo sobre agricultura, alcoholismo u organización del catecismo. La reflexión de cada uno circula en las demás parroquias mediante instrucciones, lecciones o conferencias, según el caso, de modo que, además de ser menor el esfuerzo y los gastos, como dijimos, redunda en armonía de todo el clero y en bien de las almas.
4. Visitarse alguna vez. No visitas demasiado frecuentes, acompañadas de comidas clamorosas, pérdida grave de tiempo, críticas de la gente, dinero derrochado, etc., sino visitas hechas por motivos de caridad y consejo, visitas frecuentes según las necesidades, como cuando un sacerdote está enfermo, y especialmente cuando no cuenta con verdadera ayuda. En este caso deben ser muy frecuentes y se facilitarán al enfermo los socorros espirituales, preparándole al gran paso si fuera necesario, y los socorros corporales, haciendo que sea bien atendido y sugiriéndole que haga testamento cuando se crea oportuno. Es penoso, pero es la verdad: alguna vez sucede que un sacerdote, tras haber asistido a tantos moribundos, se encuentra solo en el momento de pasar a la eternidad.
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5. Ejercitar la hospitalidad: Hospitales invicem sine murmuratione.3 Debemos tratarnos con confianza y sencillez, invitándonos alguna vez, acogiéndonos siempre bien, sin pedir antes el beneplácito de la criada. San Pedro dijo: Sine murmuratione, pero muchas veces no se cumple este consejo con los superiores, con los colegas y con los demás hermanos. Es una desgracia que sea tan frecuente entre sacerdotes este defecto tan feo.
B) Ayuda a evitar la discordia:
1. Huir de toda sombra de envidia y cultivar una santa emulación. Si un párroco cercano ha sabido hacer cosas buenas con la acción católica, con la beneficencia, con el celo por el catecismo, los demás deberán evitar siempre las envidias, las críticas y las murmuraciones, especialmente delante de la gente, aunque en alguna ocasión se hubiera equivocado. Quien obra se equivoca alguna vez, pero quien no obra se equivoca siempre. Una actitud santa sería decir: Si iste et ille cur non ego?4 Trataré de hacerlo yo también, lo intentaré según mis fuerzas y las necesidades de mi parroquia.
2. Evitar desacuerdos por querer defender derechos de jurisdicción, como cuando hay que acudir a ciertos barrios alejados de la parroquia propia y cercanos a otras, cuando un párroco cercano atrae con su celo hacia su iglesia a gente de la otra, cuando están en cuestión ciertos derechos de estola o de precedencia no bien definidos. Por encima de cualquier derecho está la obligación de conservar la caridad y la unión, pues son éstas las que salva a las almas. Los propios derechos sólo tienen derecho de existir en bien de las almas.
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§ 3. - RELACIONES ENTRE PÁRROCO Y SACERDOTES
QUE VIVEN EN LA PARROQUIA
Estas relaciones deben estar informadas por la caridad con mayor razón, pues cuando se trata de sacerdotes de la misma parroquia la acción acorde es más eficaz y la desunión más deletérea.
Como regla general, el párroco debe saber utilizar todas las aptitudes de sus sacerdotes facilitándoles ocasiones de trabajo y alentándoles de mil maneras, mientras que los sacerdotes deben considerarle a él como el centro de todo trabajo pastoral y serle dóciles como los miembros a la cabeza.
En la práctica conviene distinguir en varias categorías a los sacerdotes que se encuentran en la parroquia: capellanes de iglesias del campo, beneficiados con o sin iglesia propia y maestros, sacerdotes sin cargo propio, es decir, abades de casa.
El párroco tiene sobre todos ellos un título de precedencia que debe granjearle el respeto y en ciertos casos también la obediencia. Este título comporta, evidentemente, que el deber de vigilar, corregir e incluso denunciar al obispo los casos graves, pero en todo y con todos le acompañará caridad y prudencia.
Si se trata de sacerdotes capellanes, deben serle obedientes por la naturaleza de su cargo y en muchos sitios por ley sinodal, y considerarse coadjutores suyos. Es muy útil tratar de que estén ocupados todo lo posible en el ministerio, darles una amplia libertad en algunas funciones, especialmente en lo relacionado con la instrucción al pueblo y la administración de los sacramentos. Redundará en
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satisfacción del pueblo y del capellán. No deben peligrar las almas por querer dejar a salvo los derechos.
Si se trata de beneficencia con mansiones propias, de común acuerdo y con algún sacrificio por ambas partes, es necesario tratar de que todo, incluido el horario de las funciones, tenga especialmente en cuenta el interés de la gente, y en la medida que lo permitan las normas de fundación.
Si se trata de sacerdotes maestros, también deben ser obedientes al párroco y dedicarse a su ministerio, y no, como muchas veces ocurre, una verdadera cruz para aquél.
Si se trata de sacerdotes sin cargo, llamados abades de casa, vale lo dicho para los sacerdotes maestros. Unos y otros procurarán no obstaculizar al párroco, especialmente en los pueblos donde la autoridad civil está enfrentada a éste, pues la discordia esteriliza toda acción pastoral y es la ruina de las almas. ¡Y pensar que a menudo procede de motivos fútiles y detalles ridículos!
El buen párroco tratará pues de limar todas las aristas de las que se derivan las fricciones, no será autoritario y evitará todo sentimiento de envidia. ¡Que se haga el bien sin importar quién!
Sabrá demostrar su afecto y estima a todos ellos y los atraerá sensim sine sensu5 a su órbita, los considerará parte de sus proyectos, les pedirá su ayuda, los invitará a predicar, les confiará obras comenzadas o nuevas, por ejemplo la dirección de compañías; les invitará alguna vez a su casa y les manifestará su confianza; les brindará ocasiones para hacer el bien con obras más llamativas, les alabará por su éxito. En cambio, si pretendiera hacerlo todo, si les criticara, si se impusiera a ellos..., terminaría alejándoles para siempre. Es
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mejor dejar de cumplir alguna buena obra que permitir que por ella se rompa la caridad o que alguien encuentre en ella motivo para plantear batalla al párroco.
Las faltas deben corregirse inter te et ipsum solum.6 Si se gana la voluntad de sus sacerdotes, el párroco se habrá asegurado el futuro de la parroquia, contará con catecismos excelentes, se despertará la fe, será frecuente la asistencia a los sacramentos, habrá obras católicas y solemnidad en las funciones.
§ 4. - RELACIONES ENTRE SACERDOTES Y LAICOS,
ENTRE EL PÁRROCO Y SUS FAMILIARES
Cuando el sacerdote recibe las órdenes sagradas no se destruyen sus vínculos naturales, sino que asume un ministerio del que depende el bien público al que debe sacrificar el bien privado. De ahí que deba ordenar las relaciones con su familia teniendo en cuenta el principio general de lo más útil para las almas. Y de acuerdo con este principio, no deja de ser muchas veces cierta la expresión que dice que los familiares son un verdadero peligro y un tropiezo para el párroco. Haciendo las debidas distinciones, primero hablaremos de los familiares de la rectoría y después de los de fuera de ella.
Independientemente de las leyes sinodales (por lo menos en muchas diócesis), que lamentablemente sólo suelen considerarse normas, hombres de experiencia dicen que los familiares en la rectoría son en general un condicionamiento grave para el párroco. Los fieles se convencen pronto de que se ven obligados a proveer a la familia parroquial, más aún cuando el párroco limita sus limosnas, cuando los familiares se entrometen en la administración material y cuando exhiben un lujo llamativo
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y ridículo si se tiene en cuenta su origen humilde. Ha habido casos de familiares que con su avaricia han despojado a la parroquia de sus bienes; a veces, especialmente tratándose de jóvenes, han sido un mal ejemplo por su conducta desaprensiva e incluso escandalosa, y casos ha habido en los que, bajo pretexto de matrimonio, la rectoría se ha convertido en lugar de encuentro para amoríos. ¿Cómo podrá el párroco seguir siendo libre para predicar desde el púlpito contra los vicios? Y no se crea que se les puede dominar, pues en noventa y nueve casos sobre ciento no se conseguirá, y quien los acepta consigo ordinariamente se hace esclavo de esa situación. Lo dicho se refiere a los hermanos y hermanas y especialmente a los sobrinos y cuñadas. Puede ser una excepción el padre o la madre si se encuentran solos, si están necesitados y son de virtud probada, dispuestos a mantenerse totalmente al margen de todo aquello que tiene que ver con el gobierno de la parroquia. Aun en estos casos, si puede, que les ayude sin tener que vivir con él. Y evitará siempre que uno esté con él en la rectoría y el otro en casa.
En el caso de que los acoja en la rectoría, los tratará como se debe a unos padres: los sentará a la mesa con él, excepto en circunstancias especiales; no permitirá que se ocupen de trabajos que los humillen, etc.
Puede surgir la conveniencia de tener a un familiar como sirviente, y aunque debe tratarla con más miramiento que a una criada, nunca debe mandar, y menos aún inmiscuirse en las cosas de iglesia o pretender ser superior a los sacerdotes que viven con el párroco, acompañar al párroco en sus viajes, comportarse con él con toda libertad. etc.
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¿Qué relaciones debe tener con los familiares en la rectoría? Jesús bajó del cielo no para sacar del olvido a su familia y ponerla en el trono de Judá, sino para salvar a las almas y fundar la Iglesia. Su madre, sus hermanos y sus hermanas eran los que cumplían la voluntad de Dios. Pues lo mismo ha de ser el segundo Jesús, el sacerdote. No se prohibe que en la distribución de las limosnas se fije en sus allegados como en los primeros pobres, en igualdad de condiciones. Pero lo que sí merece censura es querer enriquecerles y elevarles, inmiscuirse en sus empresas, en sus negocios, en los matrimonios de los hermanos y de los sobrinos; lo que sí merece de censura son ciertos testamentos o ciertas negligencias al hacerlos, porque terminan con los bienes de la iglesia en manos de los familiares; lo que sí merece censura es una continua solicitud por ellos y una relación íntima. Todo eso va contra el Concilio de Trento (capítulo 1, De reform., ses. 24),7 provocan muchos desórdenes en el ministerio e incluso lo hacen pasar a segunda o tercera línea, provocando las críticas y hasta las maldiciones del pueblo, además de que suelen ser seguidas por la ingratitud más negra de los propios familiares. Dios mismo parece castigar esta solicitud, pues muchas veces los matrimonios amañados por los curas terminan en el desastre y las herencias se malgastan en litigios, discordias y vicios que dilapidan incluso el patrimonio de la familia.
Téngase pues en cuenta esta norma: Dejar que los muertos entierren a sus muertos.8
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§ 5. - RELACIONES ENTRE EL PÁRROCO Y LAS PERSONAS DE SERVICIO
Es bastante difícil encontrar una persona de servicio conveniente para la rectoría, pues debe estar adornada de muchas cualidades. Se necesita en ella una virtud a toda prueba, que sea inteligente, muy cauta al hablar, prudente, habilidosa para una casa donde puede reunirse una gran diversidad de personas y exigir un número notable de ocupaciones. Es importante no obstante buscarla, pues el sacerdote, cuando puede fiarse de ella, se encontrará más libre en sus trabajos y estará seguro de no decir a la gente lo que no quiere que se sepa... Una vez que la encuentra y la prueba, aunque tenga que vigilarla, sabrá dejarle una conveniente libertad en lo que atañe a su cometido, y no pretender vigilarla detalladamente en lo que se refiere a gastos, cocina, gallinero, huerto, etc. Si se trata de una persona que venera a los sacerdotes de la rectoría, hablará siempre de ellos con todo respeto; si frecuenta los sacramentos, dará buen ejemplo; si no se la deja dominar sobre todos y todo, sino que se la mantiene en su sitio, el párroco podrá más fácilmente granjearse la necesaria confianza y el afecto del pueblo y del clero de la rectoría, de la parroquia y de los pueblos próximos.9
(Ya dijimos anteriormente otras cosas sobre este tema).
§ 6. - ENTRE EL PÁRROCO Y LAS AUTORIDADES MUNICIPALES
El párroco es sin duda la primera autoridad del pueblo. Sobre él descansa la responsabilidad del servicio pastoral, y en esto necesitaría la docilidad a su voluntad, en todo lo que atañe a su altísima
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misión, a todas las personas revestidas de autoridad en el pueblo. Y esto sería sin duda de mucho provecho para las almas. Para conseguir esto sugerimos diversas precauciones al párroco.
En primer lugar, no inmiscuirse habitualmente en las cosas puramente materiales del ayuntamiento. Se pueden dar consejos, inculcar el principio de la responsabilidad que los administradores tienen ante Dios, dejar que participen más los sacerdotes que no habitan en la rectoría, etc. Pero la verdadera misión de un párroco no es apoyar a un partido como tal, construir carreteras y puentes o que se cambie el edificio del ayuntamiento. Todas estas cosas debe considerarlas desde el punto de vista del interés espiritual. Si favorecer un proyecto significa atraerse el afecto de toda la gente, aunque sólo favorezca indirectamente a la moral, que lo haga; en cambio, si puede provocar discordias, divisiones y malhumor contra él, que no lo haga. Es verdad que también él forma parte del número de los contribuyentes, y que le afectarán las consecuencias de una mala administración, pero cuando se trata del interés material solamente, con seguro o probable daño espiritual, será conveniente que lo sacrifique por el bien espiritual.
Por otra parte, debe tratar de mantener, en la medida de lo posible, buenas relaciones con los administradores, especialmente si son muy influyentes y honrados. Puede hacerlo manifestándoles el debido respeto, alabándoles en las ocasiones convenientes, aceptando sus invitaciones a fiestas y comidas, con tal que sean decorosas para el sacerdote, e invitándoles a su vez en alguna ocasión, bien a la distribución de premios del catecismo, bien a su mesa en las ocasiones principales, por ejemplo por una visita pastoral, por una fiesta de onomástico, etc.
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Si surgen diferencias en puntos de vista sobre cosas que influyen en lo espiritual, antes de las filípicas o sátiras desde el púlpito o en los periódicos, intente un arreglo amistoso mediante una visita o hablando cara a cara en lugar de echar mano de otros medios o de intermediarios. ¡Cuántas desavenencias se pueden ahorrar de este modo! ¡Cuántos malentendidos! ¡Cuánto daño a las almas! Y si se pudiera ir más allá y hacer el bien a los propios administradores como individuos, ayudándoles en las cosas privadas, sus manos estarían atadas por la obligación del agradecimiento hacia el párroco.
¿Y en el caso de que todos estos caminos fueran inútiles y que peligrara el verdadero bien de las almas? Hay que sopesar si es menor el mal que debería soportar al párroco que el de una lucha abierta. Un sacerdote párroco no puede juzgar él solo en esto; necesita el consejo de los expertos y especialmente de sus superiores.
Y aun contando con este consejo debe demostrar claramente que su lucha no es de personalidad o de interés material, sino una lucha serena, de principios, por conciencia y por el bien espiritual. Manténgase firme, pero también generoso; no se deje llevar a invectivas, no se valga del triunfo para humillar a sus adversarios y para vengarse. Si es derrotado, que dé ejemplo de firmeza y de espíritu de sacrificio. A menudo hay hombres virtuosos en otros aspectos que están poco educados en las virtudes sociales, que necesitan más humildad y espíritu de mortificación. Cuando se obra así se vence al mal con el bien y se ganan los corazones y las almas.
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§ 7. - ENTRE EL PÁRROCO Y LOS MAESTROS
Todos sabemos que los maestros influyen mucho en la juventud. Los maestros tienen ante ellos a los alumnos durante muchas e importantes horas del día y pueden a cada instante comunicarles con lo que les enseñan la fe y la moral o cosas irreligiosas e inmorales. ¡Qué importante es pues que los maestros sean buenos! ¡Qué importante es que el párroco esté en buena armonía con ellos, especialmente en nuestros días en que las leyes y el espíritu que las anima son ateos y contrarios al catecismo en las escuelas! Las escuelas deben despertar la atención solícita del párroco y de los demás sacerdotes. Por más tiempo que les exija, conviene que no ahorren esfuerzo alguno en esto.
En primer lugar, si hay cosas en las que el párroco debe influir en el ayuntamiento, porque tienen que ver con el bien espiritual, ésta es una de las más importantes. Tratar de que en la elección de los maestros se sigan las reglas de la conciencia, de que se elijan maestros que sean realmente maestros cristianos. El sacerdote que esté en buenas relaciones con el alcalde y los concejales, que incluso mantenga a éstos unidos a él de mil maneras y los pueda aconsejar con prudencia; el sacerdote que tenga la habilidad de conseguir la presencia en los concursos de algún maestro de buenos principios, puede fácilmente tener éxito en esta santa empresa, una empresa más benéfica que numerosos sermones y tal vez que años enteros de obras de celo.
Cualquiera que sea el maestro elegido, el sacerdote tratará de establecer con él relaciones amistosas y cordiales. Contribuirán a ello las visitas, las comidas, las alabanzas, las invitaciones y los agasajos; convendrá ceder a veces un poco, para evitar rupturas; convendrá quizás hasta
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permitir incluso algú mal. Contribuirán asimismo ciertos signos de benevolencia y estima, especialmente en publico. Con estos detalles conseguirá contar con la ayuda de los mejores entre ellos e impedir que los malos hagan, por conveniencia social, un mal que intentarían por principio.
Agotadas todas las artes de la caridad, aún puede haber algún maestro que siga siendo un lobo dentro del pequeño rebaño. Antes de entablar una lucha con él es conveniente aconsejarse con los superiores y luego estudiar, incluso a fondo, un plan, que podría ser de lucha, situándose bien, con táctica, para tratar de que se rinda o de que se vaya.
Alguna vez se le puede convencer para que deje de hacer el mal con algún discurso religioso en una circunstancia honorífica, o comprometiéndole en alguna obra buena, como la de dirigir la gimnasia de alguna asociación parroquial, así como amenazándole con quitarle alguna ocupación secundaria por la que tenga interés. Generalmente ayuda a alejarle contar con otros, bajo silencio, sin que se dé cuenta a tiempo; nunca filípicas desde el púlpito, excepto que lo exijan circunstancias en las que callar sea un escándalo.
Siendo hoy muy difíciles esos cambios, se multiplicará la caridad y el celo en busca de su conversión.
En relación con las maestras, decía un santo párroco, el sacerdote procurará estar con ellas en buena armonía, pero con gaitas un poco destempladas para evitar tres peligros: las habladurías de la gente, los daños morales al sacerdote y la libertad de hacer de alter ego et amplius con ellas. Son muy inclinadas estas personas a abusar de cualquier confianza.
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§ 8. - ENTRE PÁRROCO Y SACRISTÁN
El oficio de sacristán es humilde a los ojos del mundo, pero importante en sí mismo, porque ningún servicio de una gran corte es pequeño. El párroco puede tener en él una ayuda considerable, porque si el sacristán es bueno, da buen ejemplo; si es devoto, edifica; si tiene en orden la iglesia y limpios los muebles, ahorrará gastos y la gente estará más a gusto en la casa de Dios. El párroco le adiestrará en su oficio, le vigilará con prudencia para que mantenga en la iglesia el debido respeto; no permitirá que trate mal a nadie, especialmente a los niños. Alguna vez hará bien diciéndole de alguna manera que se acerque a los sacramentos, pero no será él generalmente quien le confiese. Vigilará su forma de recoger las limosnas y su fidelidad en entregarlas, para no ser importuno con la gente y que no haya otros inconvenientes. No será excesivamente exigente ni le hará trabajar por encima de lo que le paga, que suele ser poco, ni le pedirá una perfección para la que no está capacitado, o adornos suntuosos que contrastan con la tapicería decadente de la iglesia. No le dará avisos en todo momento. Sí es necesario exigirle que haga bien lo que es posible y útil para el pueblo, como tocar las campanas a tiempo, abrir la puerta de la iglesia, etc.
§ 9. - ENTRE PÁRROCO Y ENFERMOS
El sacerdote docto es estimado, el sacerdote poderoso es temido, el sacerdote que habla bien es escuchado;
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pero sólo el sacerdote adornado de caridad es amado. Y puede ejercitar la caridad de mil maneras, pero especialmente con los enfermos. Éstos no pueden ser considerados una carga ni su cuidado como una pérdida de tiempo, porque si la vida del sacerdote es una vida de trabajo por las almas, debe convertirse en vida de trabajo fervoroso cuando las almas están a las puertas de la eternidad, cuando queda poco tiempo para ganarlas, cuando el demonio prepara los últimos asaltos.
El cuidado de los enfermos se distingue en dos partes: cuidado del cuerpo y cuidado del alma; la segunda tiene razón de fin y la primera de medio.
1. Cuidado del cuerpo. Quidquid fecistis uni ex his, mihi fecistis.10 En relación con el cuidado del cuerpo, puede haber excesos: convertirse en médicos, prescribir remedios y métodos de curación, sentenciar rotundamente sobre el desarrollo de la enfermedad, visitar a los enfermos como si se fuera técnicos sanitarios, etc. Estas cosas son peligrosas bajo muchos aspectos y, aparte algunos casos excepcionales, conviene abstenerse, pues sería suficiente equivocarse una vez sobre cien para atraerse críticas interminables y el odio perenne de los médicos...
No obstante, es muy laudable que el sacerdote tenga algunas nociones de las enfermedades más corrientes y de los socorros más ordinarios en los casos urgentes, pues esto le ayudará mucho, por ejemplo para administrar a tiempo los santos sacramentos, para tranquilizar a los enfermos y a los familiares, que con frecuencia se turban y asustan por poca cosa; para sacudirles y decidirles a recurrir al médico y obedecerle, para inducirles a recibir los santos sacramentos cuando la enfermedad es grave y no están persuadidos de ello. Cuando se trata de peligro grave, a veces sucede que los familiares se callan y el médico les ilusiona para no turbarles.
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Además, el sacerdote puede siempre recomendar las reglas de la higiene, especialmente en las casas de los pobres y de los campesinos, que no las cuidan y que muchas veces no quieren aceptar las palabras del médico. Siempre se puede aconsejar con garbo y buenos resultados la limpieza, el aire fresco, etc.
Pero alguna vez se trata de auténtica pobreza, para la que no bastan las exhortaciones y los consejos, en cuyo caso el sacerdote se encuentra al menos en la conveniencia obligada de compartir con los pobres el pan, la carne, el vino, las mantas, etc.
Es entonces cuando realmente se verifica literalmente una expresión con la que se designan muchas veces los bienes eclesiásticos: patrimonio de los pobres.
¿Y cómo hacer cuando las entradas de los sacerdotes son muy escasas?... Se recordará a Jesús, que vivió y murió muy pobre y, si se puede, se harán sacrificios mayores; si no se puede, se recordará el ejemplo de B. Sebastiano Valfrè y de otros que pedían limosna para, a su vez, darla. ¡Nunca faltan en las parroquias personas buenas y de corazón generoso!
Cuando se considere oportuno se puede instituir la obra del Pan de San Antonio para los Pobres...,11 que algo fructificará si se la cuida debidamente.
Hay también enfermos que no tienen asistencia. Son los más dignos de una solicitud tierna del sacerdote, quien buscará entre los vecinos a alguien que pueda realizar los servicios más necesarios. Puede también dirigirse a la autoridad municipal para que provea, así como a la Congregación de la caridad, y especialmente en las ciudades servirse de las Sociedades de san Vicente de Paúl,12 etc. Pero uno de los medios más eficaces me parece la obra de la asistencia diurna y nocturna
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a los enfermos abandonados. Se trata de una organización que agrupa a personas piadosas, hombres y mujeres (no jovencitas), practicantes de la vida devota, solteras o viudas, que no tienen muchas obligaciones familiares, todas ellas dispuestas a socorrer y asistir a los enfermos más desgraciados. Cuando estas personas estén convencidas de que la verdadera religión consiste en ofrecerse para las obras de caridad y que los pobres son los más queridos por Jesús, cuando tengan un reglamento, cuando de vez en cuando se reúnan y se entiendan..., harán sin duda un gran bien.
Y si en la parroquia el párroco tuviera los llamados pobres vergonzantes, cuya miseria es conocida, será más caritativo y añadirá a los socorros la santa delicadeza de alejarles de las miradas de los demás con mil mañas.
Decía que este cuidado del cuerpo es un medio, y es así porque sirve para llegar a lo que más interesa: el alma. Visitar a los enfermos para preguntarles cómo están y hablar con ellos de su enfermedad y de los remedios es una forma acertada de establecer un contacto con los más difíciles. Si se dispone, además, de una ayuda material para ellos, el camino ordinariamente se allana.
Cuidado del alma. En este sentido el sacerdote, y especialmente el párroco, tiene una grave responsabilidad, más aún si se considera que los enfermos y los familiares mismos suelen engañarse sobre la gravedad de la enfermedad.
Una advertencia general: es una mala actitud, causa de infinitas y muy tristes consecuencias, la que se adopta en muchas ciudades y en algunas zonas rurales: consiste en no llamar al sacerdote hasta que la enfermedad se considera verdaderamente desesperada. ¿Cuáles
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son las causas de esta actitud? En general la indolencia del pueblo y la pretendida caridad de no querer asustar al enfermo; pero algunas veces también la negligencia de los sacerdotes, una negligencia que se manifiesta con la queja de que se les llame a horas intempestivas, de noche, en tiempo de lluvia, o del reproche que se hace cuando se les llamó y el caso no lo requería, o de que tengan que llamarle varias veces hasta que llega, o de que visiten lo menos posible y a toda prisa al enfermo, etc. ¿Los daños? ¡Sólo Dios sabe qué sacramentos se administran cuando el enfermo está más en el otro mundo que en éste! ¡Sólo Dios sabe cuántos mueren sin ellos! Y aún más: de ese modo, cuando el sacerdote va a visitar a un enfermo, no se le considera ni acoge como a un padre bueno que trae ánimos y consuelo a los hijos, sino como el anuncio de la muerte inminente, como un ogro, como el precursor del sepulturero.
El párroco debe poner todo su empeño desde el púlpito en cambiar esta costumbre, insistiendo con la predicación y los avisos para que se le llame cuanto antes, ya que de este modo el enfermo encontrará la paz y a Aquel que curó a tantos enfermos; lo hará también desde el confesionario; lo hará a la cabecera de los propios enfermos, alabando a los diligentes y corrigiendo dulcemente a los negligentes; lo hará siempre y en todo, manifestando una tierna solicitud en acudir cuando se le llama e incluso cuando no se le llama. En suma, dará a entender que el disgusto más grande que pueden causarle consiste en llamarle demasiado tarde.
En cuanto a los casos particulares, comencemos por el primero, el de llamar a tiempo al sacerdote. Nunca será
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suficientemente alabada en el sacerdote y recomendada la prontitud y la manifestación de satisfacción de que así se haya hecho, sea de noche, a altas horas, con lluvia, con nieve, muy lejos. Que nunca manifieste disgusto, que no haga muchas preguntas sobre el estado del enfermo, como dejando ver el deseo de aplazar la visita o de suspenderla; que no se sienta contrariado porque no se haya llamado antes al médico. En algunos casos quizá tenga que esperar alguna hora, como cuando se trata de una tuberculosis todavía no en estado crítico, pero que no deje la visita de un día para otro.
Yendo donde un enfermo, aunque no esté grave, conviene siempre invitarle a confesarse por las grandes ventajas espirituales e incluso físicas de paz y tranquilidad que produce este sacramento. Si es posible, que no lo difiera, aunque considere que hay tiempo. Pensará cuanto antes en el viático, que puede administrarse en el tiempo más cómodo si el caso no es urgente, pero llevándolo solemnemente cuando sea posible e invitando a los familiares en el acompañamiento, ya que puede convertirse en un sermón muy eficaz. Tampoco tardará mucho en dar la extrema unción, para no administrarla como sacramento de verdaderos agonizantes y perdidos ya los sentidos; es benéfica para el alma y, si Dios lo quiere, para el cuerpo. Cuando se la administra es conveniente que estén presentes todos los que haya en casa. Es una manera de que hagan un poco de meditación y de examen de conciencia.
Administrados los sacramentos, la labor del buen sacerdote con el enfermo no termina. Debe continuar, porque es útil y a menudo necesaria. Alguna vez el enfermo recuerda culpas que no ha explicado bien o que ha callado y con frecuencia se siente asaltado por fuertes tentaciones; casi siempre siente la necesidad de consuelo, de consejo, de
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instrucción. Se le visitará lo más frecuentemente posible, teniendo en cuenta la gravedad de la enfermedad, la distancia, la edad y las ocupaciones del sacerdote; será una de las metas de sus paseos.
Es conveniente tener en el despacho una pizarra donde escriba los nombres de los enfermos para recordarlos siempre y a todos cuando se trata de una parroquia numerosa.
El sacerdote recordará también que es ésta una de las ocasiones más oportunas para conocer a las familias y relacionarse con ellas, pues cuando un sacerdote se presenta en estas circunstancias suele ser mejor acogido que en otras, por ejemplo en una fiesta. Recuerde que así puede hacerse querer y hacer el bien también a los familiares y vecinos de muchas maneras, y acercarse a los niños y a los hombres; recuerde que es una de las obras más hermosas delante de Dios.
Y si la enfermedad se prolonga y se hace crónica, el sacerdote puede aprovechar los últimos decretos pontificios para repetir todo lo posible la comunión, sin tener que esperar la petición del enfermo o la propuesta de la familia. Él mismo la sugerirá según las circunstancias.
¿Qué es más conveniente, dejar el cuidado de los enfermos en manos del coadjutor o que se encargue el párroco? Per se et primo loco le corresponde al párroco, y en general debe rechazarse la costumbre de dejar esta tarea al coadjutor o a uno de éstos. El verdadero responsable es el párroco y habitualmente debe ser el alma de todos los servicios y del bien que se hace en la parroquia. Es evidente que se excluyen de esta regla los casos de imposibilidad física, pero tampoco puede hacerse cargo, como de lo más importante, del cuidado
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de los campos o de unas pocas devotas, dejando aparte a los enfermos. Sería como decir que el marido debe cuidar el gallinero y dejar que su mujer venda y compre casas, prados, etc. Con esto no se quiere decir que el párroco no tenga que valerse de la ayuda del coadjutor, a quien incluso debe enseñar a tiempo y decirle que visite a los enfermos no sólo cuando éstos lo piden, sino también en alguna otra ocasión a lo largo de la enfermedad, y especialmente llevarle el santo viático. Sólo queremos decir que el párroco debe dirigir y realizar la parte más importante y ASEGURARSE de que todos los enfermos estén bien atendidos, como conviene.
Para enseñar al coadjutor en esta tarea tan delicada conviene que el párroco le lleve alguna vez con él, especialmente cuando aquél se encontrara en el comienzo del ministerio sacerdotal.
¿Cómo deben ser las visitas a los enfermos? Breves siempre, y más aún cuando se encuentran en casa sus hijas o hay mujeres solamente. Además, deben ser visitas espirituales en la medida de lo posible, lo que quiere decir que no debe perderse el tiempo hablando de mil cosas inútiles. Dígase lo que sea necesario, infórmese con discreción de las cosas que pueden interesar como sacerdote y nada más. De este modo será más estimado y crecerá el fruto espiritual.
¿Conviene que el sacerdote aconseje al enfermo a que haga testamento?
La cuestión está erizada de dificultades, pero aquí se considera el tema desde el lado pastoral, que es el que más interesa al sacerdote, e incluso es el único criterio con el que debe juzgar las demás cosas. Dicho esto, si los familiares ruegan al sacerdote que convenza al enfermo a que haga testamento, en general está bien que condescienda; si el enfermo mismo pregunta si debe hacerlo, puede responderle que sí. Pero
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tanto en un caso como en el otro se limitará a indicar las formalidades legales de su validez, lo que está taxativamente establecido sobre los derechos de legítima y las obligaciones claras de justicia que puede tener el enfermo. Pero no debe inmiscuirse en nada sustancial de las disposiciones porque podría sufrir sus consecuencias y verdaderas persecuciones: experientia docet.13 Y si ni los parientes ni el enfermo preguntan, puede sugerir genéricamente al enfermo, antes de confesarle, si es posible, que provea y disponga de sus bienes y de los asuntos materiales.
Si se le pregunta sobre legados de misas o de culto, exceptuados casos especiales, trate de inducir al enfermo a no gravar excesivamente a los herederos; mejor poco, porque se cumplirá sin muchas lamentaciones.
Vayamos ahora a una segunda categoría de enfermos, más necesitados que los primeros de caridad: los irreligiosos, los viciosos, los indiferentes. ¿Cómo acercarse a ellos? ¿Cómo intimarles el morieris tu et non vives?14 ¿Cómo cambiar un poco su corazón?
Muchas veces éstos no llaman al sacerdote, por lo que lo mejor sería que el párroco mantuviera buenas relaciones con el médico, aun sacrificando un poco su tiempo y su amor propio, rogándole que le informe sobre estos enfermos y que advierta a los propios enfermos sobre su estado de salud cuando el caso es grave. Si el médico sabe que el sacerdote le estima y le apoya ante las familias, fácilmente hará al párroco este servicio.
En algunas ciudades y en las parroquias más numerosas el párroco ruega a las hermanitas de los enfermos y a algunas personas piadosas que le avisen cuanto antes sobre estos enfermos.
El párroco, tras tener información de estos enfermos, puede rogar al médico, a un familiar, a las personas de servicio o a algún amigo del enfermo que le recuerde el deber de
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llamar al sacerdote o por lo menos de que le anuncie que el párroco u otro sacerdote, quizá mejor visto, desea visitarle y saber algo de él. Una actitud prudente en estos casos consiste en enviar al lado del enfermo al sacerdote que se considera que será mejor aceptado debido a sus relaciones, a la edad más avanzada, a cierta aureola de ciencia y prudencia o a otras razones, aunque ese sacerdote tuviera que venir de muy lejos. Si es bien acogido cuando se presenta, en las primeras visitas podrá tratar al enfermo, cuando el caso no sea urgentísimo, como amigo normal, sin ofrecerle de inmediato los santos sacramentos, decirle que estaría encantado de atenderle si deseara su ministerio. Trate de probar el corazón del enfermo introduciendo en la conversación alguna palabra de fe. Luego, ore y pida que se ore, pues las conversiones son obra de la gracia... No debe desanimarse si los familiares o el propio enfermo no parecen dispuestos a escucharle. Repita la visita aunque todos le consideren un inoportuno; use todas las habilidades de quien no tuviera otra cosa que hacer que reconciliar a los pecadores con Dios.
Y cuando el caso fuera urgente, que hable cuanto antes con claridad, incluso en la primera visita.
Por otra parte, cada vez que los familiares o el enfermo rechacen obstinadamente los santos sacramentos, el sacerdote, con la debida calma, pero también con la libertad y la autoridad de Dios, diga que él no se sentirá culpable de que el enfermo muera sin reconciliarse, que será el propio enfermo quien estará en el cielo o en el infierno por toda la eternidad, que la enfermedad es grave y quien cuida al enfermo tiene una grave obligación de prepararle al último paso, etc. Seguidamente se retira, reza intensamente y espera la misericordia de Dios... Y si lo considera posible, vuelve a presentarse
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cuando ya el enfermo está inconsciente para absolverle sub conditione y administrarle los santos óleos.
NOTA. Lo que con frecuencia asusta más a estos enfermos es la acusación de los pecados. El sacerdote sabrá pues usar santas astucias para facilitársela. Por ejemplo, puede decir todos los pecados más graves que probablemente ha cometido el enfermo, como si los narrara otro, y preguntarle: Si hubieras hecho todas estas cosas, te arrepentirías, ¿verdad?... Pues bien, todo dicho, todo hecho; tú quieres confesarte de todo esto y de todo lo que pueda haber habido... Pide perdón, que yo te doy la absolución... Hay muchas otras fórmulas que cada cual puede previamente preparar.
Digamos también que lo más importante es el dolor de los pecados. En cuanto a la acusación, no es tan estrictamente necesaria ni se debe ser muy nimio con estas personas. Y si la enfermedad se prolonga, quizá el propio enfermo, o el sacerdote con nueva habilidad, puede volver sobre lo primero y perfeccionarlo. Por lo demás, estos enfermos están en buena fe y se quedan tranquilos tras una acusación genérica; conviene pues ser muy cautos en advertirles sobre estas obligaciones, porque especialmente la enfermedad muy grave excusa a menudo de la integridad.
§ 10. - ENTRE PÁRROCO Y FAMILIAS
El sacerdote, especialmente un párroco, es el padre de las almas que Dios le ha confiado. San Pablo reclamaba con santo orgullo este título cuando escribía a sus hijos espirituales: Aunque tuvierais muchos maestros, recordad que yo solamente soy vuestro padre, porque os
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engendré con el evangelio.15 Padre porque engendra a sus hijos a la vida espiritual con el bautismo; padre porque alimenta esa vida con la instrucción y la Eucaristía; padre porque cuando se la pierde nos la vuelve a dar con la penitencia; padre porque no puede abandonar a las almas hasta que se encuentren en el cielo, seguras de la vida eterna. Es un padre espiritual y, por tanto, debe vivir en medio del pueblo como un buen padre y mantener con las almas relaciones íntimas por el bien eterno. Se deducen de ello dos normas generales:
1. El sacerdote párroco procurará evitar una vida solitaria que transcurre enteramente detrás de las paredes de la rectoría, apartado, insensible a lo que acontece entre la gente y desconocedor de todo: peligros, alegrías, dolores, etc. Un padre y pastor no debe ser así. Un padre piensa siempre en sus hijos y un pastor conoce bien a sus ovejas. San Pablo decía que lloraba con quien llora y gozaba con quien estaba contento;16 pasó de casa en casa aconsejando y predicando. Los santos sacerdotes fueron hombres de retiro y oración, pero también de caridad expansiva y de celo activo en contacto con la gente.
2. Un sacerdote debe asimismo evitar otros excesos, como visitar a las familias con fines humanos, buscar una conversación agradable, comer gratis y vaciar botellas, pasar largas veladas ociosas, criticando, comentando bagatelas o en cosas peores. Preferir unas familias a otras y participar en matrimonios o bautizos son cosas peligrosas para un sacerdote. Quienes tienen experiencia, cuántas observaciones podrían hacer sobre esto! ¡Cuántos hechos tristes se podrían contar al respecto!
Con estos dos excesos, ¿dónde iría a parar la
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acción pastoral? El primero la esteriliza y el segundo la destruye casi completamente.
Ofrecemos a continuación algunas normas prácticas.
En primer lugar, ¿conviene visitar a las familias? Como regla general se puede responder afirmativamente. En Alemania e Inglaterra, y actualmente algo también en Francia, el párroco, o quien hace sus veces, especialmente el coadjutor, visita varias veces a las familias a lo largo del año, en muchos lugares todos los meses e incluso más a menudo. ¿Por qué? Para conocerlas personalmente, para enterarse de todas sus necesidades materiales y espirituales, de los peligros, del nivel de sus conocimientos religiosos; para ver qué periódicos y libros circulan; para hacer alguna sugerencia sobre el catecismo; para decir una buena palabra o dar un consejo; para comprobar que todos asisten a las funciones principales, a los ejercicios espirituales, etc.
¿Conviene practicar esto entre nosotros? Conviene en la misma medida que en otros lugares, pero teniendo en cuenta que en nuestras parroquias, que suelen ser más pequeñas, se conoce pronto a los feligreses; que en las ciudades las visitas son más necesarias que en el campo; que hay también otros medios para lo mismo, medios que no hay en otros países.
He dicho, no obstante, que también en Italia son convenientes esas visitas. Y lo son:
a) Cuando el párroco quiere tener un conocimiento preciso de las necesidades de todas las familias e individuos, sin hacerse vanas ilusiones porque hay unos cuantos que se confiesan o viendo el modo de ir y estar en la iglesia.
b) Si quiere poder decir, en la predicación y los consejos que da en el confesionario, todo y sólo lo que es
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necesario para el pueblo. Los consejos estereotipados y la predicación teórica o calcada de los libros dejan poca huella porque no responden a las verdaderas necesidades y sentimientos de los oyentes.
c) Si desea dirigir su acción pastoral no al pequeño rebaño de las almas piadosas, sino a toda la gente y especialmente a la que está tan enferma que no siente su enfermedad ni la necesidad del médico espiritual. Un sacerdote debe recordar que Jesús corría en busca de la oveja perdida tras dejar noventa y nueve en el redil, y que también dijo claramente: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.17
d) Por consiguiente, si quiere imitar al modelo divino, debe acercarse, como él hizo, a los enfermos espirituales y a las familias, tratar con todos, invitarse si no le invitan.
e) Debe procurar por encima de todo el afianzamiento de la religión en el pueblo. La actitud aristocrática adoptada por el clero francés hasta hace algún tiempo llevó a su país a ser en la práctica religiosa lo que es. La religión, decía un sacerdote francés, no es entre nosotros una vida sino un traje elegante que se viste en ciertas circunstancias, por ejemplo con ocasión de un bautizo, de una boda, de un entierro. Se invita al cura lo mismo que a la banda de música, no para santificar sino para formar parte del aparato, mientras que las personas, las familias y la nación carecen de verdadero espíritu religioso en su forma de pensar y de vivir.
El sacerdote puede predicar a gente que cuando vuelve a su casa se encuentra con un periódico malo, un periódico que pregonará todo el día el mal y las pasiones. ¿De qué le servirá?
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Cure el mal de raíz, entre en las casas no en actitud inqui-sitorial sino como padre, estudie, examine, tome nota y trate poco a poco de que se cambie de periódico o al menos de que junto al malo entre el bueno.
¿Qué frecuencia deben tener estas visitas? Considérese la necesidad, el número de personas, las ocupaciones del sacerdote, el conocimiento que tiene de la parroquia, etc. Por ejemplo, es muy conveniente que el párroco anuncie a la entrada de la iglesia que quiere conocer a sus hijos y que los visitará a todos. Apenas pueda, y teniendo en cuenta las conveniencias sociales, visitará a todos. Conviene que los visite de nuevo dos o tres veces al año con alguna excusa, como conocer el número de almas, recoger suscripciones, invitar a los ejercicios espirituales, o simplemente por benevolencia y amistad, para saludar, etc. No basta que un párroco conozca personalmente a sus hijos y los peligros que los acechan, pues en pocos años la situación moral puede cambiar mucho y hacer su presencia en casa un mal antes ignorado.
¿De qué forma hacer las visitas? No de cualquier manera, porque podrían cansar y hacer más mal que bien. Entre nosotros son tantos los inconvenientes que se derivan de las visitas mal hechas y tan poco el beneficio, que se ha terminado por recomendar casi únicamente que no se hagan. Centrémonos pues en el modo: a) Hacer un programa fijando bien los fines y los medios para conseguirlos. Algunos se dibujan un cuadro con muchas casillas y apuntan en ellas lo necesario cuando vuelven a casa.
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Los temas que figuran en las casillas pueden ser el número y la clase de personas que forman la familia, los últimos cambios, el respeto a la religión (practicantes, indiferentes, malos), los peligros que tienen en tema de religión, en sus ocupaciones, en lo que leen, en lo que frecuentan, etc.; en qué situación económica están y si necesitan ayudas, qué errores circulan en general, qué vicios, qué bien moral se les podría hacer, qué servicios podrían prestar al párroco. A todo esto se pueden añadir observaciones personales. Algunos tienen un fichero, otros disponen de tantas tarjetas como familias ordenadas alfabéticamente. Los ficheros y las tarjetas se pueden corregir cada vez que se considere necesario tras una visita.
b) A continuación se puede elegir el tiempo más conveniente para la gente, especialmente las horas en que la familia está reunida. Día tras día, después de leer lo que tiene escrito de las visitas anteriores, visita cierto número de ellas. Las visitas deben ser breves, y como principio no aceptará bebidas ni otras cosas, lo que puede haber hecho saber desde el púlpito. Su discurso bien hecho debe centrarse en lo que necesita saber, pero sin que se den cuenta de lo que es mejor que no sepan; saludará a todos afectuosamente, estrechará manos, no infundirá temor, sabrá ser desenvuelto, divertido, inspirar confianza; dirá a todos una buena palabra; acariciará a los niños, regalará estampas, medallas, caramelos; se interesará y tratará complacido de sus cosas, sabiendo hablar al pueblo de lo que le preocupa, sin desdeñar, e incluso pidiéndola, la visita al establo, a la bodega, etc. Al salir de una casa puede anotar enseguida algo que podría
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olvidar, para seguir visitando otras, para realizar en poco tiempo un trabajo que suele ser largo y exige, cuando se hace de este modo, verdadero espíritu de sacrificio. Al volver a casa apunta todo.
Si un párroco tuviera la intención de fundar una obra, por ejemplo un hospital, o apoyar un Círculo, podría aprovechar las visitas para comprobar la conveniencia y las disposiciones del pueblo al respecto.
Todo esto le exigirá mucho trabajo, y habrá quienes lo consideren inútil y molesto, pero si prueba una vez, especialmente al principio del ministerio pastoral, no dejará de hacerlo nunca cuando constate los frutos. El párroco que adopte este método evitará con toda seguridad el odio de la gente, no se equivocará al dirigirla y será su verdadero padre y pastor.
Además de estas normas, hay algunas otras muy útiles para conocer íntimamente a las familias.
Sea siempre afable y paternal con todos, especialmente con los hombres, los pobres y los enfermos, cuando vienen a hablarle y visitarle y cuando los encuentra en la calle o delante de la iglesia después de las funciones. Participe en las desgracias y en las alegrías públicas y privadas, manifestando esos sentimientos también desde el púlpito cuando se trata de cosas públicas, y en privado cuando se trata de cosas particulares. Alguna vez se puede ofrecer un vaso de vino, pues una botella suele hacer milagros. Se abstendrá, si no es necesario hacerlo, de echar en cara o recordar los defectos. No invitará a los seglares a jugar una partida en la rectoría, especialmente por la noche. No tendrá preferencias con familias o personas particulares, etc., a no ser por necesidad y con moderación, por ejemplo visitando más al alcalde, al maestro,
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al médico, etc., porque tienen más influencia y son más dignos de consideración.
En síntesis, viva como vive el pueblo, sin dárselas de aristócrata, evitando todo desabrimiento; que no se nos tenga que venerar como semidioses por solemnes o majestuosos. Que seamos semidioses de bondad, de caridad y de afabilidad para que como a tales se nos venere y se nos ame y para que podamos ser confidentes de todos y todos nos busquen.
¿Puede el coadjutor adoptar ese mismo método o simplemente establecer relaciones con algunas familias del pueblo? No, adoptar un método corresponde al párroco, y visitar a las familias particulares, escribir, etc., es siempre peligroso, dañino, imprudente. Y aún más cuando en el pueblo circulan comentarios contra el párroco de los que el coadjutor se entera cuando trata con la gente y se despacha contra aquél después de enterarse de su traslado a otra parroquia a pesar de su desagrado.
§ 11. - ENTRE PÁRROCO Y RELIGIOSAS
Las religiosas son las ayudantes, casi diría que las hermanas del celo del párroco. ¡Cuánto bien pueden hacer en el asilo, en el hospital, en las escuelas, en el oratorio, en el taller! Son una gran ayuda cuando están realmente formadas en una piedad profunda y una virtud espontánea. Este pensamiento debe determinar las relaciones entre el párroco y ellas.
Relaciones: 1) de respeto: es decir, no excesiva familiaridad, porque con ellas los peligros son mayores que con las mujeres comunes. Visitas, pues, más bien raras, sólo de día, posiblemente breves, serias, en público; por ejemplo, en el pasillo del hospital, en el patio,
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en el locutorio común. Mejor que se diga que somos toscos, incluso aunque tengan que coser o cuidar la ropa de la iglesia; conviene dejar las cosas claras de una vez por todas y no crearse necesidades a cada instante.
2) De caridad: es decir, el sacerdote debe cuidar sus almas in foro interno, si se le pide, guiarlas según el espíritu de su congregación, no liberarlas con excesiva facilidad de sus reglas, inculcarles siempre espíritu de sacrificio y humildad, así como exigir que a menudo, más aún de lo que lo determinan sus reglas y los decretos pontificios, se confiesen con el extraordinario. Y esto a toda costa, pues es muy frecuente que prometan confidencialidad, porque suele suceder que no la mantienen. También hay que saber soportar los defectos que a menudo tienen e instruirlas mucho sobre el bien que pueden hacer y el modo de hacerlo. En esto conviene ser muy atentos, pues si se las prepara bien al trabajo son más virtuosas. Muchas veces ignoran las circunstancias particulares del pueblo, alguna vez se comprometen en trabajos muy duros que luego no pueden realizar bien. El párroco debe saber vigilar.
NOTA: ¿Y con las religiosas que van pidiendo? Si en el pueblo hay otras religiosas, convendrá enviarlas a alojarse y comer con ellas, dando algo para este fin si se considera conveniente. Si en el pueblo no hay religiosas, puede aceptarlas en la rectoría, pero después de revisar bien su documentación y ver si en la parroquia hay alguna persona piadosa que haga esta caridad, en cuyo caso el párroco o las religiosas pueden dirigirse a ella.
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§ 12. - ENTRE PÁRROCO Y ASILO
Hemos ya considerado el esmero que debe poner un sacerdote en la educación de la juventud. Pues bien, cuanto antes se ponga al lado de estas tiernas plantitas, antes llegará el fruto de sus desvelos. Podrá plasmarlas como quiera, injertar en ellas los tesoros de la fe y de la devoción, fe y devoción que serán los aromas que preservarán a aquellos jóvenes corazones de la corrupción.
Se dice que la mejor educación es la de la familia y que la escuela es solamente una ayuda de ella.
Es verdad, y por eso sería muy conveniente que los niños fueran educados en casa por su madre con toda atención. Pero en la práctica vemos padres que cuidan muy poco la instrucción religiosa de sus hijos, porque ellos mismos son indiferentes o están muy ocupados. Se ven niños expuestos a mil peligros en las plazas, en las calles, en las propias familias. En el asilo infantil, en cambio, podrían aprender los primeros rudimentos del catecismo, las oraciones, los primeros principios de la educación moral y religiosa. Más aún: en el asilo el párroco encuentra buenas maestras y monjas que saben preparar mejor a los niños a la primera comunión que los padres o el sacerdote. Esto es muy importante hoy, después de los últimos documentos pontificios sobre la edad en que debe prepararse a los niños a este acto tan importante de su vida.
Formará parte, por tanto, del celo sacerdotal el deseo de instituir en la parroquia un asilo si no existe. Pero para que el trabajo que exige y los gastos que comporta no absorban toda la actividad y el dinero disponible, lanzará la idea, la promoverá entre los que son capaces de
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ayudarle y tratará de que madure. Luego encomendará las tareas a una administración preparada para ello, buscará un personal apto y se reservará para él y sus sucesores el cargo de presidente o de director. Se trata de algo muy importante para que en el futuro no termine siendo un ente laico o casi laico, con daño gravísimo para la acción pastoral.
Puede suceder por otra parte que el párroco se encuentre con un asilo ya en marcha, dirigido por una administración verdaderamente cristiana, de la que debe ser presidente. Acepte en ese caso ese cargo gustosamente, afánese celosamente para que todo funcione bien, especialmente en el aspecto religioso, y trate de incorporar buen personal.
¿Y si el jardín de infancia ya fundado estuviera gobernado con un estatuto laico, con un programa froebeliano puro,18 con una administración liberal que prohibe la presencia de las monjas? ¿Cómo deberá comportarse el párroco, especialmente si se le admite para dar un poco de lustre o porque cuenta con un buen número de acciones? Retirarse de inmediato no le conviene, porque se le tacharía de avaro y los niños que están allí haciéndose hombres sufrirían las consecuencias. Que acepte como accionista, que aspire incluso a algún cargo en la administración y que no desdeñe ser presidente si se le elige. Podrá hacer un gran bien con sus buenas palabras en el consejo de administración, con sus prudentes orientaciones a los profesores e intentando día tras día que el estatuto incluya los principios cristianos. Con prudencia, caridad y afabilidad hacia todos, quizá no sea difícil llegar a esto.
Y si sus esfuerzos no condujeran a nada y la educación del asilo fuera totalmente laica, ¿qué debe hacer?
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Puede hacer públicas sus razones y retirarse, pues no puede colaborar con su dinero y su trabajo a educar a los niños en principios falsos.
§ 13. - ENTRE PÁRROCO Y HOSPITAL
El hospital es el refugio de buen número de miserias humanas. Muchas veces es Dios quien envía la prueba, alguna vez es su mano la que hiere, con frecuencia es la Providencia misericordiosa la que quiere guiar al arrepentimiento de los pecados. ¡Qué venturosa es pues la presencia del sacerdote salvador de almas en el hospital! Allí consuela y ayuda a saber sufrir señalando el cielo, enseña a cambiar los dolores en purgatorio, acoge a los pecadores, los reconcilia con Dios y los prepara para el último paso. Por consiguiente, un párroco no puede desinteresarse del hospital. Su celo puede manifestarse en él de muchos modos.
Espiritualmente, asistiendo a los enfermos que hay allí, como asiste, y aún mejor, a los que están en sus casas y procurando que se dispongan santamente a presentarse ante Dios.
Moralmente, tanto ejercitando una alta vigilancia sobre el personal de servicio, laico o religioso, como consolando, haciendo que los curados vuelvan a sus casas, estén alejados del desorden y vivan como buenos cristianos. Hay personas a las que el párroco sólo puede acercarse en ese lugar, por lo que es muy conveniente que aproveche esa ocasión para inducirlas a reflexionar sobre las verdades religiosas y los principios morales.
El párroco puede y debe ejercitar esta influencia siempre, aunque en distinta medida, haya o no haya capellán.
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Con su obra, cuando hubiera sido nombrado miembro de la administración. En este cargo hará todos los esfuerzos para que el hospital se mantenga alejado del espíritu laico que hoy lo invade todo.
¿Y fundar un hospital? Es asunto muy difícil y aún lo es más cuando en el pueblo no hay personas ricas y bienhechoras o legados de importancia. Es, claro está, una obra muy buena, pero generalmente no conviene adelantarse y abandonarse, como suele decirse, totalmente en manos de la Providencia; es necesario poseer in re o fundamentalmente in spe19 algo por lo menos.
NOTA: En general, siempre es conveniente que el párroco y el sacerdote acepten los cargos de administradores en los hospitales, obras pías, escuelas, etc., porque de este modo pueden ejercitar directa o indirectamente el servicio pastoral. También diría, aunque con cierta cautela, que acepten ser accionistas, raramente administradores, en las sociedades por sí mismas neutras, como son la banda de música, las sociedades de autobuses o las de instalaciones eléctricas. Pero siempre deben cumplirse estas tres condiciones: que no se altere mucho el ministerio sacerdotal, que se cuente con el permiso de los superiores, que se conceda autorización para los cargos en los que la Iglesia establece que se cuente previamente con el debido permiso.
§ 14. - ENTRE PÁRROCO Y MALVADOS O ENEMIGOS
«Omnibus debitor sum»,20 me debo por igual a todos, escribía san Pablo, y quería decir que debía predicar a todos, trabajar por todos con el fin de ganarlos para Dios. Y éste debe ser el lema de todo pastor de almas: salvar a todos, trabajar y orar por todos, aunque se trate de traidores como Judas o de
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quienes le crucifican. Pero al mismo tiempo que ama a todos y ama de corazón incluso a los más malvados, tendrá que combatir el mal que ellos hayan hecho y los errores que hayan sembrado para que no afecten al rebaño: Pereant errores, vivant homines.21
Según tales principios, he aquí algunas normas prácticas:
1. Con los malvados.22 En primer lugar orar mucho por ellos y hacer que oren todas las almas buenas. La conversión exige que se rinda la voluntad y cambie el corazón, y esto es obra solamente de Dios. Luego tratar de convertirles con todas las pacientes artes de la caridad. Se puede actuar directamente, relacionándose con ellos si la prudencia lo permite; se puede actuar indirectamente, por medio de familiares o personas buenas si la prudencia prohibe una relación directa o ésta le resulta imposible. Con estos medios estudiará el motivo de esa vida y según la causa hará un plan de trabajo. Si la causa es la incredulidad, puede hacerle llegar libros que gradualmente vayan despertando su interés sobre los problemas religiosos, que a continuación le induzcan a estudiarlos, etc. Puede hacerles llegar buenos periódicos. En ciertos casos puede establecer con ellos conversaciones amistosas; en otros, es decir, cuando en la parroquia haya muchos, puede organizar cursos con conferencias dirigidas por una persona preparada o estimada. Pero debe evitar siempre toda forma de invectiva o de celo agrio, pues sólo una caridad magnánima, muy magnánima, consigue convertirles. En cambio, si la causa es el vicio, conviene obrar de otra manera, según los casos. Si se trata de un matrimonio contraído sólo civilmente, tratará de inducir a los esposos a ponerse en regla; si se trata de una mala relación, considerará si es posible alejar a uno de los dos, buscando tal vez trabajo a uno de ellos en otro sitio, etc. Pero en estos casos generalmente es mejor actuar por medio de terceros.
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Lo importante siempre es defender al rebaño de la acción deletérea de estos infelices, y esto mediante una acción enérgica a favor del bien. Si el libertino siembra errores contra la fe, el párroco explicará bien la doctrina, desbaratando las objeciones; si difunde la mala prensa, se afanará en distribuir la buena; si organiza conferencias, él programará las suyas. Y si los malos, siendo numerosos y teniendo muchos seguidores, constituyen sociedades, Círculos, etc., él organizará otros, pero católicos, y hasta es conveniente que sepa adelantarse a ellos en esto. En suma, evítese todo personalismo23 y toda invectiva, pero lúchese contra el mal oponiendo unas armas a otras: En las relaciones sociales, en cambio, manifieste que los ama y los trata todavía como hijos: no se acerque en exceso a ellos, pues el pueblo debe ver en la conducta del pastor una tácita condena de los errores, pero sin esquivarlos del todo como si los odiara.
Un párroco, en cualquier caso, no perderá el ánimo ni se entristecerá, porque en el orden general de la Providencia, también los malvados cumplen una misión: ejercitando en la virtud a los buenos, hacen que estemos atentos a nuestra conducta para mantenernos irreprensibles, nos libran de la inercia, nos espolean a una acción fecunda a favor del bien. El desánimo y la inercia ante estos hechos son defectos como la irritación y las invectivas.
2. Con los enemigos. El párroco también debe realizar con éstos dos trabajos: uno para su reconciliación y otro para impedir el mal que sobre los demás puede derivarse de la enemistad. Y tanto por una cosa como en la otra es conveniente buscar la causa del hecho.
Alguna vez la culpa es del párroco por su carácter pronto, violento, tosco, etc. Examínese sobre esto delante de Dios, ya que para recitar en esos casos el mea culpa
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se necesita un acto casi heroico; luego trate a toda costa de corregirse y contenerse, y pida disculpa con las palabras y los hechos, obligando así a sus enemigos a confesar que, aunque puede equivocarse, sabe sabiamente arrepentirse. Obstinarse es adoptar una actitud difícil e incluso escandalosa. No pretendamos tener siempre la razón cuando lo que hay es sólo amor propio y no interés por las almas.
Otras veces la enemistad se debe a que el párroco se ha identificado con un determinado partido en contra de otro. Aquí debe recordar que su misión no es entrar en cuestiones puramente locales o personales y materiales. Él está para las almas y no para otra cosa; sólo debe ser del partido del bien y estar absolutamente fuera de cualquier otro partido. Más aún, él debe ser el padre que puede a su debido tiempo recordar a unos y otros el deber respectivo; es el ministro de la caridad, el embajador de la paz.
Alguna vez, no obstante, se trata del partido del bien contra el del mal, y en ese caso el párroco no puede estar como espectador ocioso e indiferente, pues daría escándalo y sería un pastor que contempla pasivo el estrago de las ovejas. En este caso se alineará abiertamente con los buenos, con dignidad y coraje, haciendo saber que obra así por la religión y las almas.
También puede suceder que se encuentre con enemigos debido a su celo prudente y eficaz, por ejemplo cuando quiere eliminar un abuso o un vicio. En este caso finja que no se da cuenta de esa enemistad, no se preocupe, no se deje llevar a vergonzosas claudicaciones. No combata nunca a las personas, sino al mal; no se queje,
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especialmente en público, de las contradicciones; sea siempre calmo y triunfará con la ayuda de Dios. Es natural que los malos se opongan a la acción del sacerdote, pero él es ministro del bien y aquéllos apóstoles del mal. Por tanto, no lo sufrirán en paz.
Un párroco que sea verdaderamente amado por todos hace que se tema mucho el no cumplir con el propio deber. También Jesús fue combatido porque hacía milagros y atraía a todos con su bondad. Con frecuencia las persecuciones son una señal de trabajo, una señal de que Dios está contento de su ministro, una señal de que el espíritu malo es perseguido.
Adelante, por tanto. Confiemos en Aquel que venció al mundo, aun siendo calumniado, perseguido y crucificado.
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1 Mt 10,16: «Os envío como ovejas en medio de lobos. Sed prudentes como las serpientes y humildes como las palomas».
2 El original italiano dice “al encuentro” en vez de “al contrario”.
3 1Pe 4,9: «Practicad de todo corazón la hospitalidad unos con otros».
4 S. AGUSTÍN, Confesiones, VIII, 11. La expresión correcta es: «Si isti et illiae, cur non ego?» (Si estos y aquellas [pudieron hacer tanto], ¿por qué yo no?).
5 Cf. M. T. CICERÓN, De senectute, 11: insensiblemente.
6 Mt 18,15: «A solas».
7 Cf. SACROSANCTUM CONCILIUM TRIDENTINUM, sessio XXIV, Decretum de Reformatione, caput 1, en J. D. Mansi (dir.), Sacrorum... , o.c.
8 Lc 9,60.
9 Una de las últimas instituciones cuya fundación se quiere del P. Alberione es el instituto “Ancilla Domini” para los “familiares del clero” en la parroquia. El propio Fundador orientó personalmente a una joven, que fue la primera candidata del instituto, dirigido posteriormente y tomado bajo sus auspicios por el instituto “Jesús Sacerdote”. El nuevo instituto fue oficialmente erigido el 1 de junio de 1997 con decreto de monseñor Eugenio Ravignani, obispo de Trieste. El P. Furio Gauss IGS es su asistente espiritual. En 2001 este instituto tenía 131 miembros.
10 Mt 25,40: «Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis».
11 A ejemplo de san Francisco y de sus primeros compañeros, la Orden de los conventuales fue siempre promotora de actividades caritativo-sociales. La Obra del pan de los pobres comenzó en Padua en 1887. Cf. G. ODOARDI, Conventuali, DIP, III, 1976, pp. 2-94.
12 La Sociedad de San Vicente de Paúl comenzó en 1833 por iniciativa de A. F. Ozanam y otros siete compañeros. Los asociados se proponían con su obra visitar a los pobres en sus habitaciones. En sus reuniones, después de la oración y la lectura espiritual, rendían cuentas de las visitas, determinaban los bienes que distribuirían y organizaban una colecta entre ellos. Ozanam fue un incansable propagador de esta obra en todos sus viajes hasta el día de su muerte. Cf. P. PASCHINI, Ozanam Antoine-Frédéric, EC, IX, 1952, pp. 488-489.
13 TÁCITO, Historiae, I, 5-6: La experiencia enseña.
14 2Re 20,1: «Vas a morir; no curarás».
15 Cf. 1Cor 4,15.
16 Cf. Rom 12,15.
17 Cf. Mt 9,12.
18 Cf. F. FROEBEL, L'educazione dell'uomo, Paravia, Turín 1852, y también Manuale pratico di giardini d'infanzia, Civelli, Milán 1871.
19 “In re... in spe”: en la realidad o con esperanza fundada.
20 «Me debo a todos». Cf. Rom 1,14: «Graecis ac barbaris, sapientibus et insipientibus debitor sum. - Me debo por igual a griegos y a extranjeros, a sabios y a ignorantes».
21 «Perezcan los errores, vivan los hombres».
22 El término usado en el original (desgraciado/malvado) es ambiguo como en español.
23 En el original dice “personalidad”.