Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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XXII
APOSTOLADO CELESTE:
LA SANTIFICADORA


«Por aquellos días María se puso en camino y fue
a toda prisa a la sierra, a un pueblo de Judá;
entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír
Isabel el saludo de María, la criatura dio un salto
en su vientre e Isabel se llenó de Espíritu Santo»
(Lc 1,39-41).


SED PERFECTOS

«La vida con la muerte no termina, se transforma».1 El alma buena, primero hospedada en el cuerpo, pasa a morar en la casa celeste. Modo muy diverso de vivir, pero igual vida; vida sobrenatural y eterna; vida del verdadero hijo de Dios por adopción, continuación del mismo apostolado.
San Luis, que derramaba el perfume de la pureza, en el cielo protege a la inocencia.
Santa Teresita, que en la tierra rezaba y sufría por los misioneros, es ahora desde el cielo «copatrona de las misiones». Santo Tomás de Aquino suscita e ilumina a los estudiosos de materias sagradas.
María fue la apóstol en la tierra; ahora es la apóstol en el cielo. En la tierra hizo el apostolado más completo; en el cielo realiza un apostolado universal. ¿Podía olvidar ella a los hijos que Jesús moribundo le encomendó?
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Primera parte de su apostolado: quitar el mal, aplastar al demonio; segunda: implantar el bien, hacer vivir a Jesucristo.
Y entre los males, en primerísima fila: el error, la herejía; luego el vicio; después el falso culto.
Se comprende que la Iglesia cante gozosa: «Alégrate, Virgen María, porque has extinguido en el mundo toda clase de herejías». Rezaremos por la unidad de fe entre los cristianos: «Para que te dignes llevar a todos los errantes a la unidad de la fe».2
El papa León XIII en la encíclica « Adiutricem» escribe: «Después que María fue asunta al cielo, según los divinos designios, empezó a proteger a la Iglesia, socorriendo a todos como madre solícita. Según su ilimitado poder, llegó a ser la dispensadora de las gracias, y así como fue ministra del misterio de la redención, así es perennemente ministra en la distribución de sus frutos». María en el cielo continúa, pues, su apostolado, más fecundo y potente que el de todos los demás santos.
El mayor don es la fe, fundamento y raíz de todo mérito. Sin ella es imposible agradar a Dios. La fe es «el primer paso hacia Dios». Y sin ella es efectivamente imposible agradarle. «Esta es la vida definitiva, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, conociendo a tu enviado, Jesucristo».3
María impetra, distribuye, defiende este don. Y como está al principio de él, así está en su defensa frente a todo asalto. Ningún otro ataque del demonio es más grave, obstinado, insidioso y fundamental contra la Iglesia, instituida y adquirida por la sangre del Hijo divino. Aquí está todo: o se cree a Dios, o se cree
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a Satanás. Eva creyó a Satanás, y vino la ruina. María creyó a Dios que hablaba por Gabriel, y vino la salvación.
Dice la Iglesia en su Liturgia: «Porque creíste al ángel Gabriel, engendraste en virginidad al Hombre-Dios, permaneciendo siempre virgen». El sentido de esta expresión es que la encarnación del Verbo constituye el fundamento de la doctrina cristiana y es la razón por la que debemos creer. Vino Dios a amaestrar a los hombres en su Hijo: «En esta etapa final nos ha hablado por un Hijo».4 María fue la primera en creer en la encarnación: ella es la grande, la primera fiel, no sólo en orden de dignidad, perfección y mérito, sino también en orden de tiempo. Vinieron luego santa Isabel, san José, los pastores. Ella introdujo en el mundo la fe cristiana, de la que procede toda salvación: «¡Dichosa tú por haber creído!», le dijo santa Isabel. Por eso se cumplió todo: el Hijo de Dios se vistió de la naturaleza humana, se hizo nuestro Maestro, nuestro sacerdote, nuestro rey.
Quien no cree queda anatematizado, es decir excluido, fuera de la corriente de bendiciones que tiene su central en Nazaret, que funcionó a partir del 25 de marzo y que llega a distribuir luz, energía y vitalidad a cuantos se conectan a ella en la Iglesia.
El demonio corta los cables para impedir esta corriente: siembra herejías y rompe sobre todo la unidad de fe. Los jansenistas borraron de su breviario el versículo antedicho. La primera herejía del mundo es la de Satanás: «Seréis como Dios». Muchos filósofos y literatos de toda época se dejaron ilusionar en su orgullo por esa insinuación demoníaca, hasta llegar a creer en la diosa Razón. Separados de Jesús, de María y de la Iglesia,
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vagaron en las tinieblas por todos los caminos, sin llegar nunca a la luz.
Peores aún, y más infelices entre todos esos, son los herejes. Al estallar las herejías, siempre se verificó una intervención de María. La herejía es el demonio, María le aplasta la cabeza.

LA OBRA DE MARÍA

Según un buen autor de teología dogmática, hay que atribuir a María la extinción de toda herejía en dos maneras: objetivamente y subjetivamente.
1) Ella dio a luz a Jesucristo, en quien está toda verdad. Ella es la madre de la verdad, pues Jesucristo es la Verdad: «Yo soy la Verdad». Herejía equivale a error. La luz derrota a las tinieblas. María, trayendo la luz, aleja toda tiniebla.
2) María es inmaculada , o sea goza del privilegio único de estar exenta de la culpa original. Es Madre de Dios ; por su medio tenemos la unión de la naturaleza humana con la naturaleza divina en una única persona. María es virgen : ahí está el prodigio que abre toda la serie a prueba de la divinidad de Cristo y la verdad de su doctrina. María fue asunta al cielo, como primicia de la humanidad divinizada en Cristo; es distribuidora de los dones celestes, por la comunión de los santos. Los dogmas principales, pues, parten de María, en María, con María, por María. Mirándola a ella, se leen, se aman, se abrazan, se creen. Ella es un gran libro que contuvo y contiene el Evangelio y lo propone a todos, como presentó a Jesús a los pastores y a los Magos.
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Es un libro 5 inefable, mucho más perfecto que el señalado por san Pablo cuando decía a sus hijos: «Vosotros sois mi carta».6
San Gregorio Nacianceno llama a María la «Presidente de la fe».
San Cirilo de Alejandría: «Cetro de la fe ortodoxa».
San Andrés de Creta: «Baluarte de la fe cristiana».
San Sofronio: «Exterminadora de la herética perversidad».
María, constituida Reina de los Apóstoles, les encendió de celo para la propagación del Evangelio y de la Verdad.
Sucesivamente asistió a los defensores de la doctrina cristiana, como nota León XIII hablando de santo Domingo.
María suscitó y formó, según la necesidad de los tiempos, hombres de elevada doctrina y de gran santidad que ilustraron el dogma cristiano y lo defendieron de varios asaltos.
A san Atanasio se le llamó el martillo del arrianismo; a san León el martillo del eutiquianismo; a san Agustín el martillo de los pelagianos; a san Ignacio, con la orden de los jesuitas, el martillo del protestantismo; a Pío X el martillo del modernismo. Estos campeones de la verdad católica oraron a María, fueron capitaneados por María, vencieron con María.
El infeliz patriarca de Constantinopla 7 negaba obstinadamente la divina maternidad de María: es decir, enseñaba que en Jesucristo hay dos naturalezas y dos personas, la humana y la divina; y que María era madre sólo de la persona humana, no Madre de Dios. Así
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pisoteaba el privilegio que es base de todos los privilegios de María.
El error era formidable y la propaganda intensa. Los obispos se alarmaron, y la Virgen, en la otra orilla del Mediterráneo,8 se había preparado a su apóstol: san Cirilo, patriarca de Alejandría, sucesor de san Atanasio; él se levantó en nombre del Papa y de la Iglesia a refutar al desgraciado Nestorio, vituperio de la cátedra de san Juan Crisóstomo.
San Cirilo defendió la verdad católica, es decir, que en Cristo hay una sola persona, y que María es de veras la Madre de Dios. Escribió contra Nestorio una obra poderosa: los doce anatemas . De ellos se han extraído las hermosas lecturas que usamos en el oficio de la Reina de los Apóstoles, en las que san Cirilo llama a María «escudo de la fe ortodoxa».
El soberbio y terco hereje no cedió, y en el año 431 se convocó el segundo concilio ecuménico en Éfeso, la ciudad que había albergado a la Virgen Madre de Dios y a Juan el teólogo. El papa Celestino delegó a san Cirilo para presidirlo en su nombre. Y el concilio definió el dogma de fe católica: «a la santísima Virgen se la llama Madre de Dios y lo es verdaderamente».
A hora avanzada se abrieron las puertas de la sacra asamblea y se anunció a la muchedumbre, reunida tumultuosamente, la condena de Nestorio y la definición de la verdad católica. Se cantó entonces la antífona «Salve, oh Virgen perpetua, tú sola has quebrado siempre en el mundo entero todas las herejías»; y una ovación fortísima, interminable, de gozo indescriptible, inundó la ciudad. «El pueblo de Éfeso, henchido de profunda
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devoción y ardiente de inmenso amor a la Virgen Madre de Dios, aclamó a los Padres con gozosa efusión de alma, y tomando antorchas encendidas, en grupo compacto, les acompañó hasta su residencia», ha escrito el papa Pío XI.
La herejía quedaba vencida y la corona de la divina maternidad brilló más espléndida, más amable y más terrible en la cabeza de María Virgen.
El concilio añadió a la salutación angélica la segunda parte: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte» .
Nestorio fue desterrado y terminó sus días con la lengua enrojecida por los gusanos; Cirilo, por el honor de la Virgen, soportó la cárcel a causa de las falsas acusaciones de Nestorio, pero el mundo cristiano quedó a salvo para siempre.
En 1931 toda la Iglesia recordó el 15° centenario del glorioso acontecimiento: en Roma se celebró un Congreso mariano, y el papa Pío XI publicó la celebérrima encíclica «Lux veritatis» .9
En el breviario leemos: León Isáurico, emperador de Constantinopla, había emprendido una fuerte lucha contra el culto de las imágenes; 10 las despreciaba, las destruía, acusaba de idolatría a los católicos que las veneraban. San Juan Damasceno se opuso con la palabra y con escritos, exponiendo las razones de la Iglesia. El emperador hizo amputar al santo la mano derecha. Pero la Virgen intervino obrando el prodigio de restituirle la mano, sana como antes. San Juan, con redoblado fervor, escribió a favor de la doctrina católica.
San Juan Damasceno se mereció el título de
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doctor de la Iglesia, al poner las bases de la exposición clara y ordenada de nuestros dogmas que encontramos en la «Summa Teológica» de santo Tomás de Aquino.
En el siglo XIII, la Madre de Dios preparó para la Iglesia otro gran maestro y doctor: san Alberto Magno.
Por inspiración de María había entrado en la orden dominica; pero luego, viendo que no salía adelante en los estudios, estaba decidido a abandonarlo todo. La santísima Virgen le animó prometiéndole su asistencia y buen resultado. En efecto hizo grandes progresos en poco tiempo, convirtiéndose en una estrella de primera magnitud por ciencia y santidad, hasta llegar a ser llamado el «doctor universal». Fue uno de los más grandes teólogos y tuvo de alumno a santo Tomás de Aquino, el «doctor angélico».
En tiempos más cercanos a nosotros encontramos al más insigne «doctor moralista»: san Alfonso de Ligorio. Devotísimo de la Madre de Dios, escribió el célebre libro Las glorias de María, conocido en todas partes, pues está traducido a las lenguas más conocidas. La teología moral quedó fijada sobre buenas bases tratada orgánicamente, defendida de los asaltos del demonio.

CAMINO SEGURO

El beato Pallotti decía que, para la conversión de los protestantes y de los herejes en general, no hay como restaurar entre ellos el culto a María, a quien ahora no rezan. La Virgen es el camino a Jesús. Ellos ya no encuentran esa senda para ir
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a Jesucristo. En cambio los católicos tienen como máxima: «Per Maríam ad Jesum» .11
Es particularmente fructuoso invocar a María como Reina de los Apóstoles o como Inmaculada Concepción.
En los Anales de las «misiones japonesas» se lee un episodio conmovedor sobre la conservación de la fe cristiana entre aquellas gentes. El 15 de agosto de 1549, día de la Asunción de María santísima, el incasable apóstol de las Indias, san Francisco Javier, entraba en Japón a predicar el Evangelio, poniendo su misión bajo la protección de María.
En pocos años entró en la Iglesia un buen número de cristianos fervorosos. Jesuitas, dominios, agustinos y franciscanos trabajaron con fruto abundante en las tierras japonesas. Pero desde 1617 a 1852, estalló una espantosa persecución. Unos mil religiosos y doscientos mil cristianos sufrieron horribles torturas.
Hay desde esa época en Japón una profecía conservada con esmero: que allí la fe católica no desaparecería y que, pasada la persecución, otros misioneros llegarían para difundir el Evangelio. Efectivamente, establecidas unas nuevas relaciones de Japón con las Potencias occidentales, en 1861 los misioneros reentraron en el «país del sol».
Cuando se abrió en Nagasaki la pequeña capilla de la misión, de varias partes acudieron curiosos los antiguos fieles para asistir a la misa. Y estupefactos exclamaron: «¡Hacen como nuestros Padres!». Además, la imagen de la Inmaculada cautivaba toda su atención.
Terminada la misa, aquellos cristianos hacían
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tres preguntas a los nuevos misioneros: «¿Os ha mandado el obispo de Roma? ¿Estáis casados o sois célibes? ¿Amáis a la Madre de Dios?» . Satisfechos de las respuestas, con gran gozo se postraron por tierra para agradecer al Señor el haber mandado para ellos verdaderos ministros del verdadero Dios. A su vez, los misioneros se sintieron felices de encontrar cristianos que habían permanecido fieles entre tantas persecuciones a lo largo de dos siglos. Se calcula que fueran cuarenta mil los descendientes de los antiguos cristianos. Es una prueba de la divina asistencia a las almas fieles a Dios. Es asimismo una señal de la misericordia de María que conservó íntegra la fe. Ella es madre: asiste siempre a sus hijos, especialmente si están en graves dificultades. Aquellos cristianos preguntaban: «¿Amáis a la Madre de Dios?», porque ellos mismos eran devotos de esta Virgen y creían que el verdadero misionero podía reconocerse por ese signo del amor a María.
Mientras se sigue rezando a María no se cae en error, no se cae en la herejía; María es la bandera de la fe, la sede de la sabiduría, la Virgen fidelísima.
La Iglesia de Jesús es una y única. Jesucristo no fundó muchas Iglesias. La unidad está constituida en primer lugar por la unidad de fe; luego por la unidad de régimen y de caridad. Supliquemos a María que pida, según el gran deseo de su Hijo, que «sean uno»; 12 que estén unidos en la misma fe. Secundemos todas las propuestas e iniciativas que miran al unionismo.13
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1 Prefacio de la misa de difuntos.

2 «Ut omnes errantes ad unitatem fídei... perdúcere dignéris» (Letanía de los santos).

3 Jn 17,3.

4 Heb 1,2.

5 En el original constaba la palabra modo , probable error de trascripción. De todos modos es útil recordar que la imagen del “libro” referida a María se remonta a san Epifanio, del que el P. Alberione la había tomado en 1950 como lema repetido en la cabecera del boletín San Paolo: «Ave María, líber incomprehensus, quæ Verbum et Filium Patris mundo legendum exhibuisti» («Ave María, Libro inexplorado, que has ofrecido al mundo en lectura el Verbo y el Hijo del Padre»).

6 Cf 2Cor 3,2.

7 Nestorio, monje sirio (381-451), obispo de Constantinopla en el 428.

8 La costa africana, en Alejandría de Egipto.

9 Fue en aquel mismo año celebrativo cuando el P. Alberione decidió comenzar la publicación de la revista mariana “La Madre de Dios” .

10 Fue la conocida guerra “iconoclasta”, promovida por los herejes contrarios al culto de los iconos y de todas las imágenes sacras.

11 «A Jesús (se va) por María».

12 «Ut sint unum» (Jn 17,11).

13 Término desacostumbrado, para indicar la unidad ecuménica.