Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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XVI
SEGUNDO FIN DEL APOSTOLADO:
PAZ A LOS HOMBRES


«Haré brillar mi enseñanza como la aurora para
que ilumine las distancias; derramaré doctrina
como profecía y la legaré a las futuras
generaciones. Penetraré todas las profundidades
de la tierra, visitaré a los que duermen, iluminaré
a cuantos esperan en el Señor»
(Sir 24,[32-33]44-45).


QUERER BIEN

El segundo mandamiento 1 es semejante al primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Primero nosotros mismos. Es un amor tan connatural, que no hizo falta enunciar un explícito precepto, en cuanto va por delante. Del amor al prójimo no se dice que sea igual al amor a nosotros mismos, sino que se modele sobre él, de manera que nos lleve a hacer lo que razonablemente quisiéramos se hiciera con nosotros, y a evitar lo que razonablemente no quisiéramos para nosotros.
San Agustín advierte: «Habiendo sido ganados por Jesucristo, debemos ganar para él otras almas». Y, para reaccionar contra el innato egoísmo, añadía: «Quienes pastorean las ovejas de Cristo, no sean amadores de sí mismos pastoreándolas como ovejas propias, sino como ovejas de Jesús».
Amar al prójimo significa quererle bien (benevolencia); hacerle bien (beneficencia); complacerse de su bien (complacencia); estar gustosamente
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juntos (convivencia religiosa, familiar, social).
Quererles bien y hacerles bien: cuanto, lo que, a quien, y cuando sea posible.
Hacerles bien, no mal, como sería el escándalo, la calumnia, el robo.
Cuanto sea posible, pues no puede lo mismo un ricachón que un pobre obrero o un padre de familia; un gran literato capaz de escribir mucho o una maestrita de guardería.
Lo que sea posible: quizás la oración, el servicio, el ejemplo; según las circunstancias de tiempo, lugar, persona.
A quien sea posible: al niño el catecismo, al enfermo los sacramentos, a los familiares la edificación.
Cuando sea posible: aprovechar las ocasiones y momentos, para el emigrante, el enfermo, el huérfano, en la aflicción, en los tiempos duros, en la juventud.
Complacerse del bien y llevar una buena convivencia son de suma importancia; lo consideraremos luego más ampliamente.
Dar bienes temporales es caridad corporal. Aquí hablamos especialmente de los bienes espirituales: la instrucción, el buen ejemplo, la oración; los sacramentos, el consuelo, la dirección espiritual, el perdón, los sufragios; la gracia, Cristo Jesús, la vida eterna; Dios, conocido en la fe, poseído en la gracia, gozado en el cielo. He aquí el lema «Paz a los hombres de buena voluntad» . Estos son los verdaderos bienes necesarios para cada hombre.
Jesús vino a la tierra como Apóstol del Padre, a los hombres errantes como «el mayor de una multitud de hermanos».2 Vino a iluminar, como «la luz verdadera
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la que ilumina a todo hombre llegando al mundo».3 Fue la verdadera luz que ilumina a cada hombre que nace. Vino a encender la caridad: «fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido!».4 Vino a requerir a los errantes: «he venido a buscar lo que estaba perdido y a salvarlo».5 Vino a darnos a Dios que es la vida: «he venido para que tengan vida y les rebose».6 Se presentó amable para darnos a conocer luego al Padre: «Cristo se rebajó hasta hacerse nuestra leche; y, aun siendo igual al Padre, sigue haciéndose él mismo nuestro alimento. Te nutre con la leche para que llegues a saciarte también de pan».7

DIO EL «BIEN»

Aquí podemos conocer a la apóstol María: perpetuo copón que trae a Jesús hasta las almas. Seguirá haciendo siempre en los siglos cuanto cumplió apenas el Hijo de Dios se encarnó en su seno.
Partió inmediatamente a visitar a Isabel, y Juan sintió el acercarse de María, quedando santificado y exultando en el vientre de la madre.
María se movió con solicitud; tuvo prisa de cumplir por primera vez su misión, como impaciente conquistadora de almas y dadora de Jesús y de Dios.
Es el principio de sus victorias sobre el demonio; es el primer gran acto de su apostolado específico. Libra del pecado a Juan, y éste recibe tanta gracia que Jesús atestiguó después: «Entre los nacidos de mujer ninguno es más grande que Juan».8 Las cadenas de Satanás quedaron rotas; la efusión de los dones celestes fue abundantísima; por María, Jesús
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pasó al pequeño Juan los méritos de la futura pasión.
Su madre Isabel oye, exulta, goza con su niño.
María es la enviada, la mensajera, la apóstol de la santa alegría: «causa nostræ lætitiæ» .
Es mediadora de gracia y portadora de Jesucristo: es lirio que esparce celestial perfume; es el ramo que da el gran fruto. Es la comunicadora de la gracia, la madre que dispensa los bienes a los hijos; la silenciosa distribuidora de los frutos de la futura pasión del Hijo. Procura el encuentro del Mesías con el precursor, del Maestro divino con su heraldo.
El ángel le había dicho que Isabel, no obstante su edad, había llegado a ser madre; esto era una prueba de la verdad del anuncio angélico: «Para Dios no hay nada imposible».9 María constata el hecho; ve el prodigio de Isabel llena de Espíritu Santo; asiste asimismo a la recuperación de la palabra por parte de Zacarías.
Todo es para María. ¡Qué bienes le están reservados para dispensarlos ella a las almas devotas suyas!
María es la gran amante de los hombres, y les da lo que tiene: su Fruto, su Jesús.
María es la apóstol. Cualquier bien dado por quien ama debe llegar a procurar el verdadero Bien, el sumo Bien. Los demás dones son preparación o parte de este Don que es el único Don.
María da el Bien, pero humanado, Mesías, redentor, maestro, tal como lo hizo el Padre: justicia, santificación, redención.
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¡Qué visita la de María en casa de Zacarías!
No es visita de comadreo, de mera formalidad, de negocios. Es el amor de Cristo lo que la impulsó: «El amor de Cristo no nos deja escapatoria».10 Cuando en un alma hay fuego, no cabe la indolencia, ni la frialdad. Cuando un alma está bajo una fuerte impresión, siente la necesidad de comunicarla. Así era el alma de María después que el Hijo de Dios se había encarnado en su seno.

CARIDAD DE VERDAD

El amor humano a menudo está lleno de egoísmos. Al dar los bienes materiales, el hombre se empobrece a sí mismo. En cambio, en los bienes espirituales, quien da se enriquece. El bien del hermano socorrido redobla el nuestro: sea por el mérito sobrenatural, sea por la consolación del corazón: «Has ganado a tu hermano» (Mt 18,15).
Cuando san Pedro vio a la puerta del templo al lisiado que le pedía limosna, le dijo: «Plata y oro no poseo, lo que tengo te lo doy».11 Le dio la salud. Demos los grandes tesoros que traemos en el corazón: la fe, la caridad, la esperanza, la paz de Dios.
Al mundo le es necesario de nuevo el corazón de san Pablo: «Por mi parte, con muchísimo gusto gastaré, y me desgastaré yo mismo por vosotros. Os quiero demasiado. ¿Es una razón para que me queráis menos?» (2Cor 12,15).
El mundo tiene más necesidad aún de experimentar el amor de Jesús, su gran corazón: «Este es el corazón que tanto amó a los hombres». En efecto, el mundo
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presenta un espectáculo que da compasión: ovejas dispersas y descarriadas sin pastor; hambrientos que mueren de inanición; oprimidos por el peso del pecado; atormentados por el remordimiento que desgarra... Jesús pronuncia sobre ellos el « Miséreor súper turbam: me conmueve esta multitud».12
Dan un gran ejemplo sacerdotes generosos que han emitido una especie de voto de servidumbre explícito o implícito. Sirven a las almas.
Apostolado, pues. La Obra de la Propagación de la Fe, la Obra de la santa Infancia, la Obra del Clero indígena... Su finalidad es de veras divina. «Como elegidos de Dios...,vestíos de misericordia entrañable».13 Es asunto de ángeles y santos tener compasión.
El Hijo de Dios se hizo hombre para «ser indulgente con los ignorantes y extraviados».14 Movido a piedad de tantos errantes, Jesús les llamó a la buena dirección, declarándose el Camino : «Yo soy el Camino». E indicó la senda del cielo: «Para ir adonde yo voy, ya sabéis el camino».15
Pidamos que el Señor infunda en todas las almas apostólicas los sentimientos de la más viva compasión hacia tantos que caminan por la senda del mal y del infierno.
Piensen los cristianos en la propia salvación y en la salvación de los hermanos: ¡la eternidad les aguarda!
La segunda parte del padrenuestro nos pone en los labios cuatro peticiones que expresan las necesidades de cada uno de nosotros y de cada hermano: «Danos hoy nuestro pan de cada día », que es el pan de la verdad, el pan eucarístico. «Perdona
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nuestras ofensas», que son los pecados, las deudas contraídas con Dios. «Como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Y «no nos dejes caer en la tentación», o no permitiendo que seamos tentados, o ayudándonos a no caer. «Mas líbranos del mal», pasado, presente y futuro, de modo que reconciliados en Cristo con Dios lleguemos a reunirnos todos en la casa paterna del cielo.
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1 Evangélico y de la ley mosaica (cf Mt 22,37; Dt 6,5).

2 Rom 8,29.

3 Jn 1,9.

4 Lc 12,49.

5 Lc 19,10.

6 Jn 10,10.

7 San Agustín, Homilía 3.

8 Cf Lc 7,28.

9 Lc 1,37.

10 «Cáritas Christi urget nos» (2Cor 5,14)

11 He 3,6.

12 Mt 15,32.

13 Col 3,12.

14 Heb 5,2.

15 Jn 14,4.