Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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VIII
APOSTOLADO DEL SUFRIMIENTO


«A ti tus anhelos te los truncará una espada,
y así se quedarán al descubierto las ideas
de muchos» (Lc 2,35).


QUÉ ES

Corona y cumplimiento de los apostolados de los santos deseos, de la oración y del buen ejemplo, es el apostolado del sufrimiento.
Jesucristo cerró su vida con la pasión y muerte. Y los santos que caminan sobre sus huellas siguen su ejemplo.
El sufrimiento, dice el P. Fáber, es el mayor sacramento. Este profundo teólogo muestra la necesidad del mismo y deduce sus glorias. Pero todos los argumentos pueden aplicarse a la fecundidad de la acción. Los sacrificios del apostolado unidos con el sacrificio de la cruz, salvan las almas. Nuestros gemidos y nuestras lágrimas, unidos a los espasmos y a la agonía de Jesús, adquieren un poder divino.
San Pablo nos asegura que Jesucristo, desde su aparición en el mundo, se ofreció como víctima y oblación, para sustituirse a todas las víctimas del tiempo antiguo: «Aquí estoy yo... para realizar tu designio, Dios mío» (Heb 10,7). Este quedó inmutable durante toda la vida; y por eso fuimos salvados. Jesús tenía como una santa manía
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de que llegase pronto el momento del sacrificio; pero, mientras, a cada momento probaba alguna gota de su cáliz, durante sus días «por la vida del mundo» (Jn 6,51).
María es la apóstol del sufrimiento, porque es Reina de los mártires.

FRUTOS

El santo cura de Ars recibió un día las confidencias de un párroco muy desalentado, que exponía el estado espiritualmente desolador de su parroquia: el trabajo, los medios usados para levantarla; los fracasos, más aún, su continuo y creciente pesimismo, el propósito de abandonar aquel campo estéril. El santo, tras algunas palabras de consuelo, le hizo una pregunta que le traspasó el alma: «¿Cuántas veces has ayunado? ¿Te has reducido a lo estrictamente necesario el descanso?... ¡Usa estos medios: te darán fruto y consuelo».
Para la redención y salvación de las almas, los sufrimientos de Jesús eran suficientes, completos, superabundantes; pero sólo en la Cabeza. Faltaban aún los sufrimientos de Jesucristo en sus místicos miembros, o sea en nosotros. Lo afirma san Agustín: «[Los sufrimientos] eran ya completos, pero en la Cabeza; faltaban aún los sufrimientos de Cristo en los miembros. Cristo ha precedido en la cabeza, sigue en el cuerpo».
Así habla san Pablo al respecto: «Voy completando en mi carne mortal lo que falta
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a las penalidades de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
Todo apóstol puede decir: este cuerpo soy yo, porque soy miembro de Cristo. Y lo que falta a los sufrimientos de Cristo he de cumplirlo en mí, por su cuerpo que es la Iglesia.
El sufrimiento es un apostolado posible para todos, con la divina gracia.
A menudo hay que hacer de necesidad virtud; pues todos tienen algo de qué padecer.
El apostolado eficacísimo, pues consiste en asociarse al divino paciente, Cristo Jesús.
Es el apostolado que distingue al verdadero apóstol del apóstol meramente de nombre.
El Señor quería salvar al mundo, pero por medio del sacrificio de su Hijo encarnado. «Toda la vida de Jesucristo fue cruz y martirio».1
La Virgen le acompañó siempre, desde el pesebre al sepulcro. Su martirio fue más largo, dice san Alfonso de Ligorio. Sus intenciones, miras 2 y disposiciones internas eran semejantes, más aún, las mismas, se identificaban, diríamos, con las de Jesús.

MARÍA APÓSTOL CON EL EJEMPLO

«Acuérdate, Virgen María, de la espada de dolor que la profecía de Simeón, al anunciarte la muerte de Jesús, clavó en tu corazón e introduce en el nuestro la espada de la contrición.
Acuérdate, Virgen María, del dolor experimentado cuando tuviste que tomar el camino del Egipto, y a nosotros, tus hijos desterrados, haznos volver de las tinieblas a la
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luz, guiándonos a los esplendores de la patria eterna.
Acuérdate, Virgen María, del dolor que probaste buscando por tres días a Jesús, a quien encontraste en el templo, y haz que nosotros tengamos sed de Cristo y le busquemos siempre y doquier hasta que nuestra búsqueda se vea coronada por el éxito.
Acuérdate, Virgen María, del dolor que tuviste cuando Jesús fue capturado y atado por los judíos, flagelado y coronado de espinas, y escucha el grito de tus hijos y rompe las cadenas de nuestros pecados.
Acuérdate, Virgen María, del dolor probado cuando Jesús fue levantado en la cruz y entre indecibles espasmos entregó su espíritu al Padre, y haz que también nosotros participemos en el sacrificio de la cruz y en las sagradas llagas de Cristo.
Acuérdate, Virgen María, del dolor que tuviste cuando, con sentimientos de honda piedad, pusieron en tu regazo el sacrosanto cuerpo de Jesús, y estréchanos también, oh Madre, a tu seno para que gocemos de tu amor.
Acuérdate, Virgen María, de tu dolor cuando Jesús, envuelto en una sábana, fue colocado en el sepulcro, y limpia nuestras almas con su sacratísima sangre, infundiéndonos al final de nuestra vida sentimientos de sincera compunción para abrirnos la puerta del cielo».
El Corazón de María era siempre el Corazón de Cristo. Los sufrimientos en María fueron más intensos que en los mártires. Ella sufrió porque amaba a Jesús. La intensidad de amor fue causa de la intensidad de los dolores. La Iglesia aplica a la santísima Virgen las palabras que Jeremías dijo de Jesucristo: «Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor?».3
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A la intensidad del dolor del martirio en María concurrieron su exquisita sensibilidad, su eminente santidad, el elevado grado de conocimiento que tenía de Dios y de sus perfecciones, el horror profundo a la ofensa de Dios y, más que todo, su intensísimo amor a Jesús. Cuanto más ardía esta llama, tanto más aguda y cortante se hacía la espada que la traspasaba.
Ninguna alma amó a Jesús cuanto María santísima. Al elegirla el Padre por Madre de su Unigénito, le encendió en el corazón una llama ardentísima, muy parecida a la que desde toda la eternidad tiene el Padre celeste por su Hijo.

SIGUIÓ A JESÚS PACIENTE

Esta llama creció luego en Belén, en la huida a Egitto, en Nazaret, en la pasión del Hijo.
María amaba a Jesús no sólo como a Hijo suyo, sino también como a su Dios, con todo su corazón santísimo y sobre todas las cosas.
Dice Bossuet: «Para que esta Virgen sea mártir, no se necesita ni encender hogueras, ni armar de aguda espada a los verdugos, ni excitar la ira de los perseguidores... Bastaba una misma cruz para su Amado y para ella. ¿Quieres, oh eterno Padre, que se cubra de llagas? Haz que vea las del Hijo. Llevadla a los pies de la cruz y dejad que su corazón trabaje... Si los flagelos surcan el cuerpo de Jesús, María sufre de todas las heridas. Si una corona de espinas le atraviesa la cabeza, María siente el desgarro de todas esas puntas. Si le ofrecen vinagre y hiel, María prueba
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toda la amargura. Si le tienden el cuerpo en la cruz, María sufre toda la violencia...».
Los mártires para consolarse lanzaban miradas amorosas al Crucifijo; para María, en cambio, cada mirada acrecía la propia pena.
Por esto san Bernardo llama a María no sólo mártir, sino más que mártir.4
Escribe san Bernardino: «El dolor de María fue tan intenso que, dividiéndolo entre los hombres, hubiera bastado para darles la muerte».
San Ildefonso afirma que los dolores de María superaron con mucho los de todos los mártires, incluso considerándolos colectivamente. San Agustín añade, por su parte, que los dolores de los mártires son ligeros en comparación a los de María: «Cualquier crueldad infligida a los cuerpos de los mártires fue ligera o nula respecto a tu pasión».
Hoy Jesucristo es blanco de contradicción. La ira de los adversarios apunta contra quien se declara por él. «En el mundo os encontraréis como corderos entre lobos. Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros. Un discípulo no es más que su maestro. Si pertenecierais al mundo, el mundo os querría... pero vosotros no pertenecéis al mundo».5
La santísima Virgen aceptó el sufrimiento anexo a la divina maternidad. Cuando el anciano Simeón le predijo la espada que traspasaría su alma, María no se rebeló: inclinó la cabeza; se trataba de salvar las almas, de procurar la mayor gloria de Dios.
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Jesucristo venció muriendo. Él enseñó: «Ánimo, que yo he vencido al mundo».6 No hay término medio: o con Cristo, con el Evangelio, con Dios, o bien contra Jesucristo, contra el Evangelio, contra Dios.

APOSTOLADO DE TODOS

Santiago declara (4,4): «Quien decide ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios».
No se puede servir a dos amos; es inútil intentarlo. No puede gozar con Cristo quien quiere jugar con el demonio.
En Damasco, hablando el Señor con Ananías sobre Pablo, dice: «Ese hombre es un instrumento elegido por mí para que lleve ni nombre delante de los paganos y de sus reyes, así como de los israelitas. Yo le mostraré cuánto tiene que padecer por ese nombre mío».7
Una buena central eléctrica podrá dar luz y energía a toda una región. El apostolado del sufrimiento puede cambiar el corazón a una gran población.
Expiar, reparar, inmolarse diariamente, significa contribuir al bien del mundo más que realizando obras grandiosas: «Es mejor un hombre paciente que uno fuerte».
San Pedro escribe: «Si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, eso dice mucho ante Dios. De hecho, a eso os llamaron, porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas».8
Santa Teresa del Niño Jesús, pobre carmelita,
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de corta vida, fue proclamada por la Iglesia patrona de las misiones y puesta al nivel con el gran misionero, evangelizador de la India, san Francisco Javier. Éste es apóstol de la acción; santa Teresita es apóstol del sufrimiento. Ella había aprendido de Jesús a ofrecer cada día, en cada momento, sus penas internas y externas por las misiones, por las almas, por los sacerdotes.
A todos les es dado imitarla.
Un sacerdote, director espiritual de estudiantes en París, recibe un día la visita de un señor chino.
– Soy presidente del Club ateo –le dice el visitador–, pero he venido a pediros que me instruyáis en la religión católica. Con sinceridad he de decir que no lo hago para convertirme, sino para combatir más eficazmente vuestra religión cuando regrese a China.
El sacerdote, tras haber reflexionado un poco, aceptó, fijando los días y el horario de las lecciones.
Pero antes de comenzar la instrucción, visitó a una piadosísima joven, enferma desde hacía semanas con mucho sufrimiento. Le pidió que ofreciera sus penas por la conversión de aquel incrédulo. La enferma aceptó con gozo e incluso ofreció al Señor su vida.
Después de numerosas lecciones, el sacerdote empezó a desesperar de la conversión del alumno chino, pues éste se mostraba cada vez más obstinado y airado en los ataques contra Jesucristo.
Pero una noche, a eso de las 11 llamaron a la puerta tocando el timbre. Acudió a abrir y, un poco maravillado, se encontró delante al señor chino muy agitado, que le dijo:
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– Reverendo, es inútil que yo resista aún a las voces de mi conciencia; tengo que hacerme católico; continuad con mayor intensidad las lecciones de religión para que cuanto antes pueda yo recibir el bautismo.
La conversación se prolongó mucho.
Al día siguiente le llegó al sacerdote el aviso: la enferma había muerto la noche anterior hacia las 10.
El sacerdote puso en relación los dos hechos: la muerte de la joven que había ofrecido la vida por el ateo y la conversión inesperada y generosa de éste a la religión católica. Le habló de ello, y ambos reconocieron a quién se debía la gracia.
Después de varios años el nuevo católico narraba el hecho y exhortaba a sus compatriotas a seguirle, acogiendo las instancias de los misioneros.
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1 «Tota vita Christi crux fuit et martyrium» ( Imitación de Cristo , XII, 3).

2 Las finalidades.

3 Cf «O vos omnes qui transítis per víam atténdite et vidéte si est dólor sícut dólor meus» (Lam 1,12). Antífona en las vísperas de la Virgen dolorosa.

4 «Plusquam mártyr» .

5 Cf Mt 10,16; Lc 6,40; Jn 15,19-20.

6 Jn 16,33.

7 He 9,15-16.

8 1Pe 2,20-21.