Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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XVIII
MARÍA Y LA IGLESIA


«Todos ellos perseveraban unánimes en la
oración, con las mujeres, además de María, la
madre de Jesús, y sus parientes (He 1,14).


MISIÓN DE LA IGLESIA

La Iglesia es la continuación, en los siglos, y la extensión en el tiempo, de la encarnación. Es el Cuerpo místico de Jesucristo. Tiene por cabeza a Jesucristo mismo: «Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin de esta edad». Es en la Iglesia donde él predica, gobierna, santifica: todo lo hace por ella, con ella, en ella.
María es la vida de la Iglesia, con Jesucristo, por Jesucristo, en Jesucristo. Más aún, se la llama «alma de la Iglesia».1
La Iglesia vehicula el bien, la vida sobrenatural, la salvación del mundo. Pero todo pasó y pasa por María. El apostolado de María se extiende, pues, cuanto la Iglesia. No sólo a quienes actualmente son ya hijos y miembros de la Iglesia, sino también de algún modo a cuantos llama la Iglesia o Jesucristo, que es lo mismo: «Venid a mí cuantos andáis errantes, sufrís, gemís bajo las consecuencias del pecado (el de Adán y el vuestro), y yo os daré respiro».
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¿Por qué es María la vida de la Iglesia? Porque es la vida de Cristo; por consecuencia, lo es de cada uno de sus miembros: «Dios te salve, Reina..., vida». Es la vida de todos los miembros unidos a la Cabeza; de todos los sarmientos unidos a la vid. ¿Por qué María es el alma de la Iglesia? Porque el alma es el principio y la fuente de la vitalidad y actividad del cuerpo.
Jesús es el fundador de la Iglesia, el principio primero, la Cabeza del cuerpo místico, pero real, que es la Iglesia. Él mismo dijo de sí: «Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida». María es la vida por Cristo y con Cristo: «Vida, dulzura y esperanza nuestra». Con razón, de ella nació el fundador de la Iglesia, de quien procede la vida y la salvación.
En el Calvario, Jesucristo proclamó a María madre nuestra; y es justo la madre quien da y transmite la vida a los hijos. Enseña san Agustín que María, en su amor, coopera a que sean engendrados y nazcan en la Iglesia los fieles, que son los miembros de la Cabeza, Cristo, nacido también a su vez de María.

MARÍA EN LA IGLESIA

Enrique Rolland, en un libro, La gloriosa alma de María , expone la bellísima y profunda razón por la que María puede llamarse vida y alma de la Iglesia. Según lo que escribe este autor, la Iglesia es la nueva encarnación de Jesucristo, mística, pero verdadera y real.
Y bien, los misterios del Verbo encarnado se reproducen con la intervención y la cooperación activa
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de María. La Iglesia, como Jesucristo, tiene su concepción, nacimiento, infancia, adolescencia y virilidad.
En todas estas fases se puede repetir: «Y María madre de Jesús estaba allí».2
La Iglesia nació en el Cenáculo el día de pentecostés. El Cenáculo es la Belén de la Iglesia. Estaban presentes los pastores del Nuevo Testamento. Y María estaba allí.
La Iglesia tuvo su infancia en medio del pueblo judío y pagano, acosada a muerte por los poderosos y los perseguidores; en lucha con la debilidad humana y la potencia de los demonios. Se necesitaba quien orara, animara, iluminara con la palabra y el ejemplo. Eran los primeros pasos de esta sociedad que comenzaba su marcha a través de los siglos y las naciones. Y allí estaba María.
La Iglesia tuvo su adolescencia: luchas externas y herejías internas. Los enemigos y los hijos indignos la hubieran sofocado, quitando la aureola de la divinidad al fundador Jesucristo. Para defenderse, miradla reunida en el concilio de Éfeso. Y allí estaba María.
Cornelio A Lápide exclama: «Suma bondad de Jesús. Quiso que su Madre le sobreviviera en la tierra, para socorro de la Iglesia, y que estuviera en su lugar como columna firme, doctora de los apóstoles, consuelo de los fieles».
Sigue una serie de siglos para la Iglesia. Venció en cada página de su historia, en cada persecución, en cada herejía, tempestad, asalto, externo o interno. La cabeza del diablo fue aplastada: «El poder de la muerte no la derrotará»,3 porque allí estaba María.
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Admirable y continua fue su expansión; admirables y pacíficas las conquistas; admirables los frutos de santidad; admirable y perpetua y siempre renovada la juventud... Y allí estaba María .
Desde el cielo asiste, ilumina, defiende, sostiene, vivifica: es la vida, el alma que nunca se separará del cuerpo: Y allí estaba María .
Vienen a propósito las palabras de san Juan Damasceno, lleno de admiración por María que anima y activa a la Iglesia. Él celebra a María que, como un sol, no cesa de irradiar su luz y su calor a la tierra. El sol es como el alma de la naturaleza, en cuanto por su destello continuo trae fertilidad, vida, flores, movimiento, luz, frutos. En otro paso prorrumpe en elogios de sacro lirismo: «Oh María, tú eres un continuo rayo de luz, el tesoro gracioso de la vida, la fuente sobreabundante de bendiciones, la causa y mediadora de todas las gracias. Aunque has subido al cielo, continúas expandiendo tu luz, el gozo, la vida en las almas, torrentes de amor y de bendiciones perennes».

EXPLICACIÓN

Si queremos tener la explicación del gran poder y de la fecundidad inagotable del apostolado de María, hemos de buscarla: a) en su vida interior aquí en la tierra; b) en su inmensa gloria en el paraíso.
María era un alma profundamente interior, espiritual, contemplativa. El evangelista san
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Lucas dice dos veces que María «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (2,19.51).
La llamamos Reina de los patriarcas, porque a todos les superó en desear al Mesías; Reina de los profetas, porque conoció las cosas secretas de Dios mejor que todos ellos; Reina de los Apóstoles, porque a éstos les reveló muchos hechos y palabras conocidas sólo por ella.
Un piadoso escritor mariano afirma: «Aunque los apóstoles, con la venida del Espíritu Santo, hayan sido iluminados sobre todas las verdades, sin embargo la santísima Virgen las entendía mucho más profundamente. Ella estaba llena de las verdades divinas, así como de la divina gracia y de las virtudes divinas. El ángel la saludó llena de gracia; se congratuló porque el Señor estaba con ella, es decir que María estaba unida a él por la caridad. Jesucristo, por el Espíritu Santo, enseñó más a María que a los apóstoles, aunque a éstos les había dicho él os lo enseñará todo, os lo sugerirá todo».
Conviene recordar una enseñanza de santo Tomás, el doctor angélico. Comentando el episodio de las bodas de Caná y de la presencia de Jesús y de María, ve en ello una figura del místico desposorio entre Cristo y la Iglesia. Tal como en aquellas bodas intervino María, así en todas las bodas entre Jesucristo y el alma interviene esta Madre, que con sus ruegos obtiene la gracia; y se realiza la unión entre Cristo y el alma.
María en la Iglesia es sede de la divina Sabiduría, Sedes Sapientiæ, comunicándola a pontífices, doctores, escritores y predicadores; ya que es madre de la gracia, Mater divinæ gratiæ,
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por la cual son engendradas las almas para Cristo.
Verdad y gracia estaban en Cristo, «plenitud de amor y lealtad».4 Verdad y gracia siguen siendo la vida de la Iglesia; por ellas caminamos tras las huellas de Jesús.

AMAR A LA IGLESIA

Amar a la Iglesia.
Jesucristo «se entregó por ella, quiso así consagrarla con su palabra lavándola en el baño del agua, para prepararse una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, una Iglesia santa e inmaculada» (Ef 5,25-27). Es preciso, pues, pensar como la Iglesia, seguir y obedecer a la Iglesia, rezar con la Iglesia, defender a la Iglesia, dilatar la Iglesia... Amar al Papa, a los pastores y ministros de la Iglesia. Todo esto nos hace hijos de Dios, imitadores de Jesucristo, miembros vivos de su Cuerpo místico, herederos del cielo. Esto en general.
Pasando luego a lo concreto, cada cual [ame] su diócesis, su parroquia, a su sacerdote. Hay un movimiento intenso hecho de afectuoso interés por la parroquia, la diócesis, los propios sacerdotes: «El sacerdote representa la persona de la Iglesia, aporta sus palabras asumiendo su voz».
Una buena viuda había educado cristianamente a los hijos, que se habían colocado muy decorosamente. Había asistido y servido con piedad y sacrificio al marido enfermo por largo tiempo. Al final, con sesenta años, se había dedicado de lleno a la parroquia, buscando el terreno para construirla: día a día, de puerta
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en puerta, recogiendo ofertas aunque fueran mínimas; organizando iniciativas de beneficencia; enseñando catecismo, cantos sacros, oraciones... La iglesia se construyó, las organizaciones católicas florecieron, la vida parroquial y la transformación moral de toda la parroquia, incluidos los hombres, fueron tan evidentes ante todos, que el pueblo dio un nombre raro, pero significativo, a aquella viuda: «La madre de la parroquia».
Hay que ser buen parroquiano, vivir con la parroquia; ser un buen diocesano, vivir con la diócesis, para ser un fiel hijo de la Iglesia y vivir la vida de la Iglesia. Así es como se pertenece a Cristo en el tiempo y en la eternidad.
En la parroquia hay funciones sagradas, se administran los sacramentos, se predica la divina palabra. Sé asiduo, pórtate ejemplarmente, apoya las indicaciones de tu párroco.
A los hombres y a los jóvenes les corresponde el primer puesto junto al púlpito, en la balaústre, en el coro. Servir a Dios es una cosa honorífica y grande, digna en primer lugar de los hombres.
En la parroquia hay obras caritativas, asociaciones católicas, cofradías: el buen parroquiano toma parte en ellas según sus posibilidades y su estado; las alaba y las favorece.
En la parroquia se da el catecismo, quizás haya iniciativas sociales y político-cristianas; tal vez escuelas, cine, obras de beneficencia. El buen parroquiano contribuye a ello, participa con el óbolo, con las obras, con la oración.
En cada parroquia se puede vivir como buenos cristianos, o vivir mal, salvarse o perderse. La cizaña crece siempre con el buen grano: ¡sé tú
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grano seleccionado para el gran día en que será recogido en el granero eterno, mientras la cizaña será quemada!
En tu parroquia sé un verdadero apóstol, humilde, piadoso, perseverante.
Nada de decir yo soy católico, pero no clerical.
Nada de decir yo soy religioso, pero no practico, pues el camino es único.
Nada de decir soy un hombre honrado, aunque no rece ni me confiese, pues nuestros primeros deberes atañen a Dios.
Nada de decir sacerdotes sí, pero mi cura no.
Vive con tu sacerdote, con tu parroquia, con tu diócesis, con el Papa que hoy gobierna a la Iglesia.
A quien tiene buena voluntad, todo coopera en bien suyo; a quien no tiene buena voluntad, la luz se le vuelve tinieblas, la cruz locura, los sacramentos insulseces. En cambio hay mucha paz para quien busca a Dios con corazón recto, con fe sincera, con conciencia pura.
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1 Estas afirmaciones valen propiamente del Espíritu Santo. Referidas a María, hay que tomarlas con cautela y requieren aclaraciones. Ello vale sobre todo para cuanto se afirma más adelante: «María es la vida de Cristo».

2 Cf Jn 2,1.

3 Mt 16,18.

4 Jn 1,14.