Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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XI
APOSTOLADO DE LA ACCIÓN:
INMOLACIÓN DE LA VÍCTIMA


«Estaban presentes junto a la cruz de Jesús su
madre y la hermana de su madre, María la de
Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).


SIGNIFICADO

Redención significa desembolso del precio conveniente para sacar a una persona de un estado ignominioso y devolverla a su primera condición.
En el orden sobrenatural es la reparación de las ruinas acarreadas por la culpa original y acrecentadas por el pecado personal.
El hombre salió de las manos creadoras y santificadoras de Dios, radiante de belleza y grandeza inefable. El pecado de Adán y Eva lo hirió en el alma y en el cuerpo. El Hijo de Dios vino y le restituyó los bienes perdidos, pagando con su sangre sus deudas.
La redención la realizó el Salvador con cada uno de sus actos, pero hay que considerar especialmente: la encarnación, la presentación al templo, el Calvario, la mediación en el cielo, la nueva vida en Cristo Camino, Verdad y Vida.
María nos redimió por medio de Jesús y en Jesucristo, ofreciendo el Niño en el templo, cuarenta días después de su nacimiento.
¡Gran apostolado para María haber introducido
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la Hostia Jesús en el mundo! Pero no se quedó ahí: concurrió de modo preeminente en su inmolación.
La inmolación de la víctima, o sea su destrucción, es parte esencial del sacrificio, y Jesucristo se ofreció, aceptando la muerte, es decir su anonadamiento. ¿Cómo? Con el concurso de María. No sólo a la manera como nosotros escuchamos la misa: María ofrecía la víctima, que era su Hijo. Jesús se inmoló: «se ofreció él mismo a Dios»,1 y María le inmolaba.
La oferta de Jesús niño al templo y el sacrificio del Calvario tienen un íntimo nexo, como la preparación y la consumación.
Explica bien el gran doctor y devoto de María, san Alfonso: «Para el nacimiento de los hijos primogénitos había dos preceptos: uno concernía a la madre y era la purificación. El segundo miraba más al primogénito: era la oferta y su rescate. María cumplió el primero, y obedeció también al segundo precepto: presentó y ofreció el Hijo al eterno Padre: Llevó a Jerusalén al primogénito para presentarlo en oferta al Señor. Pero la Virgen ofreció el Hijo de modo diverso al de las otras madres. Para éstas se trataba de una ceremonia legal; los llevaban a casa sin el temor de tener que ofrecerlos luego en sacrificio y víctima. María, en cambio, ofreció realmente el Hijo a la muerte, segura de que la oferta era aceptada, de que el rescate era sólo una ceremonia, pues un día el Hijo debía ser inmolado en la cruz para satisfacer a la divina justicia. Era, por tanto, la oferta de una prenda y anticipo respecto al Calvario».
Y Bossuet declara: «El Hijo de Dios, entrando
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en el mundo con la encarnación, se ofreció como víctima en el secreto de su corazón, pero se requería también una oferta pública y aceptada por el Padre».
Leyendo bien el paso evangélico que narra la presentación de Jesús al templo, veremos al Niño que se ofrece al Padre, y al Padre que le carga la cruz al hombro. Veremos a María que lo ofrece y se presta a acompañarle en el sacrificio, sintiendo la punzada de la espada que empieza a penetrar en su alma. Debía tocarle a María esta pena, pues a los padres pertenecen por derecho natural los hijos.

ACCIÓN SUBLIME

Las palabras de Simeón a María son claras: «Mira, éste está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten, y como bandera discutida; y a ti tus anhelos te los truncará una espada; así quedarán al descubierto las ideas de muchos».2
Según Bossuet, la parte de María era precisamente la de ratificar el tratado de la pasión, cuya figura y preparación constituía esta escena.
Llegará un día en que el Hijo de María no será puesto por ella en los brazos del inspirado Simeón, sino que por los verdugos será colgado en los brazos de la cruz; pero la Madre santísima estará aún allí para ofrecerlo: «Estaba presente junto a la cruz de Jesús su madre».3 Y el Padre lo aceptaba: «No escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,32). El Padre celeste y María son concordes en inmolar al Hijo común, y
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el Hijo, abandonado amorosamente a las manos del Padre, exclama: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46); «Y reclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30).
¿Queréis que vuestro apostolado tenga éxito estable, que «produzcáis fruto, y vuestro fruto dure»? 4 Entrad con todo vuestro ser en el sentido íntimo de la consagración de la misa. Es la renovación de la pasión y muerte de Jesús; y allí está María para asistiros. «Reunidos en comunión..., veneramos la memoria ante todo de la gloriosa siempre Virgen María...».5
Aquí tenemos los corazones de Jesús y de María, desde la oferta en el templo hasta el Calvario y la deposición de la cruz, unidos en sacrificio de inmolación por la salvación del mundo.
La visita al santísimo Sacramento, la santa misa, con una fervorosa comunión, hacen vivir al alma su vida eucarística. Construyen al alma que todo lo inmola en el curso de la vida, por las almas.

GENEROSIDAD

La fecundidad del apostolado corresponde al grado de vida eucarística adquirido, con tal que sea imitación de Jesús, sacerdote y hostia. ¿Cuál es en efecto el fruto y el fin real y concreto de un verdadero apostolado? llevar a los fieles a la mesa eucarística, aunque sea por etapas. Los demás éxitos son más ilusión que apostolado. El resultado se obtiene sólo en la medida de ser almas eucarísticas.
Divinizar a los hombres: «Cristo se encarnó
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para que el hombre se hiciera Dios», dice san Agustín.6 Jesucristo se hizo hombre para hacer del hombre un Dios. «El Unigénito, queriéndonos partícipes de su divinidad, asumió la naturaleza humana para destruir al hombre» (santo Tomás). En la Eucaristía, o mejor en la vida interior perfecta, el apóstol asimila la vida divina. «Si coméis mi carne y bebéis mi sangre tendréis vida» y vida cada vez más abundante: «He venido para que tengan vida y les rebose».7
La comunión, la misa, la presencia real, son un auténtico hogar de actividad, el centro de toda devoción, el secreto de todo apostolado verdaderamente útil a la Iglesia. Y quien quiera construir almas vivas y no sólo desfiles, aquí tiene el camino: «Yo soy el Camino».
Hay un profundo designio en el hecho de que Jesucristo, después de la cena, en la parábola de la vid y los sarmientos, desarrolla con insistencia y precisión la inutilidad de la acción carente de vida interior: «Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí solo si no sigue en la vid, así tampoco vosotros si no seguís conmigo».8 Y enseguida después hace ver cuán valiosa sea la acción ejercida por el apóstol que vive de Eucaristía: «Quien sigue conmigo y yo con él, ése produce mucho fruto» (Jn 15,5). Quien, es decir ésos y sólo ésos. Escribe san Atanasio: «Llegamos a ser otros tantos dioses al nutrirnos de la carne de Jesucristo».
¡Qué calor, y qué irradiación de lo divino emana de un corazón en frecuente contacto con Dios; más aún, penetrado por la vida divina! Bien sea un sacerdote o un laico, actúe en una escuela, en un hospital, en una asociación, o en cualquier otro lugar, su palabra es ardiente: «Mis palabras son espíritu
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y vida». Sin eso son voces, son figuras retóricas, son frases vacías; pueden arrancar aplausos, pero no salvar.
La Eucaristía eleva de una vida mísera, nutre, repara, acrecienta, da gozo a la vida.
Y hoy es más necesaria esta asidua comunicación con Jesús: para resistir al mal; para pasar por tanto barro sin mancharse; para ser católicos de una pieza, para ser apóstoles.
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1 Cf Heb 9,14.

2 Lc 2,34-35.

3 Jn 19,25.

4 Jn 15,16.

5 «Communicantes et memoriam venerantes... in primis B. Mariæ Vírginis» (Canon romano de la misa).

6 San Agustín escribe exactamente: « Deus homo factus est, ut homo Deus fíeret: Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios» (Sermón 371).

7 Jn 10,10.

8 Jn 15,4.