9. «Reproduciendo en mí su muerte»
La cruz «poder y sabiduría de Dios» (1Cor 1,24)*: no sólo como causa meritoria de nuestra salvación, sino también como causa ejemplar: «reproduciendo en mí la muerte de Cristo» (Flp 3,10).
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a) El bautismo es muerte y resurrección: «Por el bautismo habéis sido sepultados con Cristo; con él habéis resucitado también al creer en el poder de Dios, que le resucitó triunfante de la muerte» (Col 2,12).
La profesión es una muerte más completa: «Muertos al mundo, vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).
La ordenación sacerdotal es la sepultura solemne y el acta de muerte para un joven que ha muerto ya de tiempo: «Vosotros consideraos muertos al pecado» (Rom 6,11)39. Es decir: se superan el pecado y una vida puramente natural para vivir la vida cristiana, la vida religiosa, la vida sacerdotal.
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b) San Pablo, en la hora de Damasco, había muerto a todo su pasado de culpa, de errores, de obstinación, de fariseísmo y a cuanto le encadenaba a la tierra: consanguinidad, tradición de estirpe, porvenir terrenal, proyectos para la vida. «Fui circuncidado a los ocho días de nacer; soy de raza israelita, de la tribu de Benjamín, hebreo de pies a cabeza. En lo que atañe a mi actitud ante la Ley, fui fariseo; ardiente perseguidor de la Iglesia, y del todo irreprochable en lo que al cumplimiento de la Ley se refiere»: tal es el hombre que murió en Damasco (Flp 3,5-6). Y veamos cómo fue sepultado del todo, y profundamente, para que no intentara levantarse: «Pero lo que constituía para mí un timbre de gloria, lo juzgué deleznable por amor a Cristo. Más aún, sigo pensando que nada vale la pena en comparación con ese bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él renuncié a todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,7-8).
Enterró cuanto le ofrecía el mundo: potencia, importancia, influencia; afrontando sospechas, mofas, persecuciones, escarnios.
Abandonó toda pretensión, olvidó las exigencias... Se tornó indiferente a la alabanza y al reproche: «En cuanto a mi conducta, me tiene sin cuidado el juicio que podáis emitir vosotros o cualquier otro tribunal humano; ni siquiera yo mismo me juzgo... Quien me juzga es el Señor» (1Cor 4,3-4). Sin haberes, sin apoyos humanos, sin vigor físico, sin nada suyo que salvar, ni siquiera la vida, trabajará para todos siempre, hasta la muerte, a la que incluso desafía: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55)*.
También ella es una ganancia: «la vida no termina, se transforma»40.
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c) El hábito41 indica que estamos todos muertos: en las funciones litúrgicas representamos a Jesucristo; «hombre de Dios» (1Tim 6,11): muerto el hombre terreno, vive el hombre espiritual.
Los incrédulos creen que el sacerdote es un soñador loco, un fanático, un hombre tenebroso, un ambicioso, uno que se atormenta a sí mismo, un frustrado de la vida que va por ahí a fastidiar la vida al prójimo: «Su vida nos parecía una locura, y su muerte una deshonra» (Sab 5,4).
El sacerdote no sólo tiene que parecer muerto; ¡debe serlo!
¿Lo soy yo? «Se acerca el que tiraniza a este mundo. ¡Cierto que no tiene ningún poder sobre mí!» (Jn 14,30).
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A Jesús Maestro
a) «Muertos como estábamos en razón de nuestras culpas, Dios nos hizo revivir a una con Cristo» (Ef 2,5). Ningún pecado, pues, en el sacerdote: ni mortal ni venial; ningún consentimiento al mal. «Que no siga dominándoos el pecado; aunque tenéis todavía un cuerpo corruptible, no os pleguéis a los deseos de este cuerpo. Ni os convirtáis en instrumentos del mal al servicio del pecado» (Rom 6,12-13). Debo absolver, exorcizar, quitar incluso de los demás, con todos los medios, el pecado. Podré hacerlo si odio el pecado como lo odió Jesucristo: «¿Quién de vosotros sería capaz de demostrar que yo he cometido pecado?» (Jn 8,46)*.
Matar la propensión, la inclinación a la culpa: «Quienes hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo en él?» (Rom 6,2). La culpa no muere de muerte repentina sino de muerte lenta, diaria. Todos somos hombres; también yo, sacerdote, que tengo peligros más numerosos y terribles.
San Pablo escribe de sí mismo, tras la muerte de Damasco: «Yo sé que no es el bien lo que prevalece en mí, es decir, en el ámbito de mis desordenadas apetencias humanas, ya que, estando a mi alcance querer lo bueno, me resulta imposible realizarlo. Quisiera hacer el bien que me agrada, y sin embargo hago el mal que detesto... En mi interior me complazco en la ley de Dios; pero en mi cuerpo experimento otra ley que lucha con los criterios de mi razón: es la ley del pecado que está en mí y me tiraniza. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo portador de muerte?» (Rom 7,18-20.22-24).
Siento el mal, oh Jesús; no pretendo no sentirlo; pero pretendo no consentir por tu gracia; que es suficiente: «Te basta con mi gracia» (2Cor 12,9)*.
Rosario, miserere.
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39 Alberione cita el verso 12 (en vez del 11), confundiendo una vez más dos notas de la misma página en el libro de Cohausz.
40 Frase tomada del prefacio de la misa para difuntos. NdT.
41 Se refiere al hábito religioso, en cuyo color negro (siguiendo el libro-pauta de Cohausz) se veía una señal de luto (!). Aparte que hay hábitos de todos los colores, la simbología apuntada no tiene base. NdT.