Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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como el árbol que, si no se le deja crecer hacia arriba, empleará su linfa en tubérculos, en protuberancias. Las lágrimas que no se derraman para llorar el mal se derramarán en la lectura de una novela, en un espectáculo teatral, en un estéril sentimentalismo.
El tiempo no empleado en obras de misericordia espiritual o corporal se gastará en mil bagatelas inútiles. Si la mujer no tiene de mira el alma y el bien ajeno, tendrá ciertas pequeñas manías, como vemos a menudo en personas incluso buenas. Si no se la encamina a las virtudes fuertes y a la beneficencia, con más facilidad se esterilizará en vanos escrúpulos, en puntillos, en ridículas porfías. - Vea, pues, el sacerdote cuánto importa usar diligentemente los preciosos talentos puestos por Dios en el corazón de la mujer.

[CAPÍTULO VI]1
EL PÁRROCO CELANTE EN LA FORMACIÓN DE LA MUJER

Todos los sacerdotes están obligados a trabajar por la salvación de las almas. Más aún, puede decirse que el sacerdocio absorbe al hombre: el sacerdote debe dedicar a su misión toda la mente, el corazón, el tiempo, las fuerzas. Pero el párroco no sólo tiene este deber general, sino que nada puede reservarse para sí, sin causar extorsión a las almas: él es verdadero siervo de los siervos, no tendrá ya descanso en la tierra. Está en lucha contra los lobos2 que dan vueltas hambrientos alrededor del redil; tiene que sembrar la verdad y la santidad de costumbres; su ambición, sus intereses, su gozo, su
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pena son las almas. Es el hombre de los demás, no sólo por la sagrada ordenación sino también por justicia, como párroco.
A él [toca] la parte más delicada del trabajo pastoral, a él [corresponde] el oficio de llamar a los diversos obreros para cooperar, a él [incumbe] el deber de dirigir con firmeza a sus cooperadores. Apliquemos estos deberes al cuidado de la mujer.

Al párroco [toca] la parte más delicada. - Ordinariamente es un hombre formado; en él son más raros los vanos entusiasmos; una cierta experiencia le ha hecho ya prudente. Para él no están excluidos, pero sí algo disminuidos, los peligros anexos a la formación espiritual de la mujer, que en los casos más comunes le corresponden a él. La mujer es una palanca potentísima para elevar el nivel religioso-moral de la parroquia; es el brazo fuerte del sacerdocio; ejercita una influencia eficaz y a menudo decisiva en su entorno. ¿Cómo podría olvidar esto el párroco, si sobre él pesa la verdadera responsabilidad religioso-moral de la parroquia?
A su más amplia experiencia se añade una autoridad, que en algunos casos más difíciles viene a dar fuerza a su palabra, infundiendo ardor y seguridad en los otros. Él recibe de Dios luces especiales y las denominadas gracias de oficio, que los demás no tienen. También el título de ancianidad le hace respetable y facilita que incluso las correcciones más delicadas se reciban con seriedad y reverencia.
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Por eso al párroco corresponde de ordinario dar las charlas a las jóvenes, tanto más cuando se trate de cosas concernientes a las costumbres, como son las diversiones peligrosas, la moda, las relaciones, la preparación a la3 vida, la castidad. Todos saben cuánto bien pueda hacer en algunas circunstancias una palabra, dulce y fuerte a la vez, dicha por el párroco a las madres. Solo él puede hacer ciertas advertencias con esperanza de fruto. Es también el párroco quien de ordinario cuida la formación espiritual de las religiosas que dirigen asilos, hospitales, oratorios femeninos.
Aun cuando tenga a bien confiar una obra femenina a un coadjutor, intervendrá personalmente cuando se produzcan incidentes difíciles, cuando se trate de decisiones importantes, cuando esté en juego la orientación y el espíritu de la institución.

El párroco ha de ser el alma del trabajo pastoral. - Hoy está desaprobado el antiguo método de confiar totalmente a un sacerdote una parte del ministerio parroquial, por ejemplo la administración de los santos sacramentos, el cuidado de los enfermos, una asociación religiosa de mujeres. Distribuir trabajo, sí; pero desinteresarse, no; al contrario, el párroco debe ejercer una vigilancia racional sea sobre quien trabaja para las mujeres, sea sobre las mujeres mismas que colaboran. Cierta libertad es necesaria, para que cada cual sienta la propia responsabilidad y desarrolle sus
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energías; pero una vigilancia desde arriba4 es asimismo conveniente. Además, debe dirigir el trabajo de sus varios obreros hacia un fin único, fijado de antemano. Sin una mente dirigente, la parroquia acabaría siendo un jardín donde todos quieren sembrar, donde un hortelano destruye o impide la cosecha del otro.
Las obras catequísticas, el asilo y los hospicios; el círculo femenino de cultura, la biblioteca circulante y la clase de religión a las estudiantes; la pensión de las obreras, la compañía de las Madres cristianas y de las Hijas de María... todo ha de tener la dirección de arriba, o la autoridad, o el ánimo, o el aviso paterno, según los casos, del párroco.
Este es el espíritu de las leyes canónicas, pues según ellas la parroquia es la asociación fundamental, a la que todo el correspondiente trabajo debe referirse.

El gran cometido del párroco es atraer a su órbita a los cooperadores. - No me refiero sólo al vicepárroco y a los sacerdotes de la parroquia, sino también a los buenos seglares, a las maestras, a las religiosas, a las catequistas, a las mujeres de celo, a las madres de familia, e incluso a quienes le manifiestan cierta aversión. Saber utilizar todas las varias aptitudes, ofreciendo a todos ocasión de trabajar, incitándoles dulcemente, es parte principalísima de quien tiene la dirección de una parroquia. Tanto
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más que todo el trabajo pastoral debe tener como perno al párroco, incluidas las diversas asociaciones con finalidad religiosa.
¡Cuántas preciosas energías podrá encontrar él, y con qué ventajas de la población!
Ordinariamente será fácil hacer entrar en las propias miras al coadjutor; no muy difícil lograrlo de los otros sacerdotes, obrando con amabilidad, exponiendo claramente las propias ideas y planes, no sólo escuchando sino pidiendo observaciones, invitándoles dulcemente a alguna obra más fácil, sabiendo reconocer sus méritos y abundando un poco en demostraciones de estima y de reconocimiento. El sacerdote potente es temido, el sabio es estimado, pero el sacerdote bondadoso es amado. El desierto alrededor, según la frase usual, se hace queriendo mandar con la vara, dándoselas siempre de maestro, intentando que todos se doblen a nuestras órdenes... en fin, siendo duros de carácter. Al mundo se le domina cuando no se tiene la pretensión de dominarlo.

Y viene aquí a propósito5 una palabra sobre las conferencias pastorales. Son reuniones del clero de una parroquia o de una vicaría para intercambiarse puntos de vista y los frutos de la experiencia, y tomar oportunos acuerdos para la cura de almas. Hay lugares, entre ellos Milán, Viena, Essen, etc., etc., donde se tienen periódicamente; en otros las convoca el párroco o el vicario foráneo cuando lo creen
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útil. ¡Con qué ventaja para las almas, si desterrado lo académico, dejadas aparte las vanas habladurías, silenciada la voz del amor propio, se aterriza en la práctica!
El párroco tiene aquí un medio eficacísimo para comunicar a sus coadjutores sus miras, sus temores, sus esperanzas; y los otros tienen una ocasión propicia para exponer sus impresiones: viéndose llamados a una parte del trabajo parroquial, cobran interés, se animan, no dejarán improductivas sus aptitudes. ¡Cuántas personas cultas, y hasta eminentes, se critican y se combaten, por no haberse puesto de acuerdo! ¡Y quizás tienen idénticas miras! Les falta sólo el contacto, la sintonía. En esas conferencias se podría por ejemplo concordar una directiva común para las muchachas que frecuentan el baile; podrían buscarse las causas de los males morales, religiosos, económicos de las obreras; podrían estudiarse los remedios más convenientes; podría hacerse una racional y oportuna división del trabajo, teniendo en cuenta las circunstancias y las habilidades de cada uno.
De los concilios, la Iglesia ha salido siempre lozana de una vida nueva; los consejos y la experiencia de muchos valen mucho más que la ciencia y la experiencia de uno solo. Hoy de modo particular el progreso social, civil y moral se realiza mediante una serie infinita de congresos, reuniones, conferencias, foros, consejos, etc.
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Las personas piadosas, las religiosas, muchas maestras, estarán bien contentas de cooperar con el párroco. Éste basta que se muestre como debe ser, piadoso y celante; eso será suficiente para ganarse su ánimo; con una cierta instrucción, con correcciones particulares, con asignarles algo que hacer, las verá enseguida ponerse a trabajar. Más aún, muchas de ellas se considerarán honradas de servir a una causa tan santa, se aplicarán con todas sus fuerzas incluso con emulación.
Las madres, si no han perdido de veras todo sentimiento humano y cristiano, comprenden enseguida su misión en la familia. Oportunas y prácticas conferencias podrán iluminarlas mayormente; y si el párroco les expone lo que tienen que hacer, y cómo, para ayudarle en la formación religiosa de los hijos, las verá muy a menudo entregarse con gran diligencia. Cierta dificultad podría darse con algunas maestras educadas en el espíritu laico, hoy predominante en las escuelas públicas. Ahí debe mostrarse la caridad ingeniosa como nunca.
Ante todo, en los límites consentidos por las leyes que nos gobiernan, el párroco podría emplearse para que sean elegidas sólo maestras prácticamente católicas. Claro, esto es muy incierto y delicado; pero también podría constituir muchas veces un éxito. Una maestra tiene ante sí a los niños en las horas más bellas del día;
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con la ciencia puede comunicar las verdades religiosas y las buenas costumbres, o al contrario el error y el vicio. No vale argumentar que en las condiciones actuales a la maestra se le prohibe enseñar el catecismo, pues es segurísimo que puede comunicar mucho más el espíritu religioso una maestra católica, aun con el catecismo abolido, que no una maestra increyente, aun cuando el catecismo figurase entre las materias de enseñanza.
Si el párroco es una persona respetada y apreciada en el pueblo; si el pueblo sabe que él no se mete en cosas concernientes al ayuntamiento, sino cuando entran en juego la religión y las almas; si aquellos a quienes compete la elección están ligados a él con vínculos de amistad, o al menos de benevolencia, no será difícil obtener un nombramiento en conciencia. Y ello tanto más en pueblos que gozan de autonomía escolar. Este solo hecho sería más ventajoso para la religión que toda una serie de predicaciones.
Una vez elegidas las maestras, será tarea del párroco entrar en la más cordial relación con ellas, tratando de ligarlas a sí con todos los medios sugeridos por la prudencia, aun tolerando en ellas algún fallo. ¿Y, si a pesar de ello, alguna persistiera en hacer la triste parte del lobo rapaz en el pequeño redil de los corderitos? Absolutamente nunca se debe atacar desde el púlpito. Puede
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ser que alguna vez se haga necesaria una digna, seria, calma y bien motivada protesta; pero las llamadas filípicas, airadas y violentas, nunca sirven; al contrario, suelen empeorar la llaga. En general, valdría más el camino indirecto, o sea avisarla in cámera charitatis,6 dejar que la corrija una persona bienvista por ella; o incluso que el alcalde la amenazara con quitarle otro trabajo muy apreciado por ella; o promover prudentemente una protesta de los padres de familia; o intentar secretamente su traslado (cosa hoy bien difícil). Un párroco usó este método: invitó a la maestra a dar una clase nocturna, sabiéndola interesada en ello; otro le procuró alumnas para la repetición, fuera de horario; un tercero la invitó a intervenir en la distribución de los premios de catecismo, pidiéndole pronunciar un discursito sobre la necesidad de cuidar la higiene... Ligadas estas maestras por tales mañas, desarmadas de modo tan agradable y hasta honroso, los niños experimentaron gran ventaja, y ello no dejó de difundirse en toda la población.
Alguien podrá quizás observar que en la práctica se dan graves dificultades en despertar el espíritu de celo por las almas de los demás en poblaciones indiferentes, indiferentes también respecto al alma propia. La objeción tiene su fundamento, pero no es insoluble; y la solución nos lleva
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a una norma pastoral de valor verdaderamente excepcional. Es esta:

Mover a los parroquianos por medio de la juventud.
Pocos llegan a tal grado de corrupción y de embrutecimiento que ignoren el valor de la educación de la juventud; que no amen la niñez y no admiren a quien pacientemente se ocupa de ella. De ahí el consejo de un santo obispo a un joven sacerdote, mientras lo enviaba a un pueblo muy hostil a la religión: «Vete, y antes de procurar el bien procura hacerte querer. - ¿De qué modo? - Interesándote por los niños». La educación de los niños es con frecuencia lo que reacerca a un hombre y una mujer discordes; es también lo que reacerca o liga cada vez más el pueblo al sacerdote. De ello gozan los padres, que aman a cuantos se ocupan de sus hijos aunque sea dándoles7 una simple caricia. Gozan quienes representan a la autoridad civil, pues palpan así las ventajas sociales de paz, moralidad, orden y bienestar aportadas por la religión; sólo los sectarios se obstinan en desconocerlo. Gozan los mismos niños, que, creciendo con los años, no olvidarán nunca del todo a quien les orientó en los primeros pasos de la vida. Obsérvese esto viendo con qué relativa facilidad se pueden abrir oratorios festivos, escuelas nocturnas para la juventud, círculos juveniles.
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Obsérvese con cuánta generosidad da el pueblo cuando se trata del árbol de Navidad, de premios catequísticos, de fiestas para los niños. Obsérvese cómo participa unánime el pueblo, sin distinción de clases, de partidos o de tendencias, en las reuniones, en las representaciones, en los actos académicos concernientes a la juventud.
El párroco que invita a ocuparse de los hijos; que propone obras en favor de los jóvenes; que se rodea de niños; que tal vez hasta pide dinero, pero en nombre del niño, no suscita desconfianza, no excita celos, no forma partidos, no se atrae acusas, odios, luchas. Al contrario, se gana todos los corazones, les ata fuertemente a sí, domina al pueblo, obligando a ser agradecidos incluso a quienes le dan a él. ¡Cuánto más logrará atraer hacia su órbita a la mujer, la del corazón más sensible entre todos, abierto a los más nobles sentimientos!

Para obtener estas cosas valdrá una última norma: el párroco eduque en el espíritu de parroquia. - Este consiste en la unión devota de los fieles que componen la parroquia, como si fueran otros tantos hermanos sometidos al padre común, que es el párroco. Consiste en el íntimo afecto por el que cada uno siente las necesidades, los gozos, las carencias de los otros. Consiste en el apego a la iglesia parroquial, a sus fiestas, a sus funciones. Ello es necesario para que no se disperse
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la beneficencia en demasiados arroyuelos, destinados a agotarse.
Es necesario para que la palabra del pastor resuene, respetada y venerada por todos. Es necesario para que en las funciones, en las obras, en las iniciativas se infunda el arrojo que viene de la multitud. A tal fin convendrá de vez en cuando aludir en la predicación a la responsabilidad que el párroco tiene ante Dios, hablar de la obligación de obedecerlo y secundarlo en las diversas obras. Convendrá también procurar grandes solemnidades, intentar tener decorosamente la iglesia; hacer que las fiestas, por ejemplo la primera comunión, lo sean de toda la parroquia. Convendrá además que el párroco muestre de todos modos que toma parte en los gozos y en los dolores de sus hijos espirituales: en público, si se trata de intereses públicos, en privado, si de asuntos privados.
No es el caso de repetir aquí cuanto en muchos libros se dice de la afabilidad y del buen trato del párroco. Pero no es inútil notar que la falta del espíritu parroquial fue causa de gravísimos desórdenes en tantas administraciones; que procurarlo es un gran arte; que, cuando se obtiene, se enciende un fuego de celo, particularmente en la mujer, para todas las obras que existen o que importa hacer surgir.
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1 Esta subdivisión de capítulo no aparece en el texto de DA, donde el título “El párroco celante en la cura de la mujer” se presenta como simple subtítulo, en tipo cursivo minúsculo. Pero en el índice final del libro se recoge en forma de capítulo. - Esto vale también para los dos capítulos sucesivos.

2 Acerca de la lucha contra los lobos, cf. Mt 7,15; 10,16 y los paralelos Lc 10,3; Jn 10,12; He 20,29.

3 DA por un error tipográfico pone “alta” en vez de “alla” (a la [vida]).

4 DA pone “altra” (otra) en vez de “alta” (desde arriba).

5 DA usa una expresión arcaizante.

6 En privado, con caridad. Expresión corriente en la pedagogía religiosa para referirse a un aviso paterno en contexto de dirección espiritual.

7 DA por error pone “prodigano” (dan) en vez de “prodigando” (dando).