con todas las fuerzas, como si todo éxito dependiera de nosotros, y esperar el efecto, como si todo dependiera de Dios: esto es celo. Ordinariamente los ancianos tienen prudencia, los jóvenes energía; yendo de acuerdo harán milagros, divididos se zancadillearán mutuamente, inútilmente.
Veamos algunas normas al respecto.
1. Temer los peligros.- La mujer constituye un grave peligro de ruina espiritual; Adán, aun estando dotado de inteligencia selecta y de integridad, fue seducido por Eva. Salomón, David, Sansón y otros mil chocaron contra este escollo fatal. Tanto que san Agustín escribió: «Créeme, he visto caer los cedros del Líbano, hombres que en la Iglesia ocupaban puestos eminentes, hombres que podían codearse con Ambrosio y Jerónimo». ¡Prudencia!, también porque el mundo cree leer siempre en la vida del sacerdote la propia corrupción en que está inmerso. El argumento, de capital importancia, generalmente es comprendido y está bien explicado por los autores.
Prudencia en el confesionario. - Hay personas que se acercan para ser dirigidas en su espíritu, y de entrada profesan al confesor el afecto más sincero y santo, derramando en el corazón del sacerdote sus mayores penas... El sacerdote tiene también él un corazón, a menudo más sensible que el de la mayoría1 de los hombres. Pero ¡ay si se dejara guiar por el corazón! Encima
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de éste el Señor ha puesto la cabeza. ¡Nada de conversaciones demasiado prolongadas en el confesionario! Hay personas que no acaban nunca en manifestar cosas de sexto, y con los términos más vulgares... El sacerdote sabe bien, por los libros de ascética, por los autores de teología moral y pastoral, el tiempo y el modo de restringir lo más posible esa acusa. El venerable don Cafasso2 decía que por propia cuenta hubiera renunciado al confesionario antes que hacer sobre esta materia todas las preguntas que en teoría se requerirían. - Podría haber también personas que vengan con la decidida intención de tentar. En tal caso, todo rigor nunca estará de más.
Prudencia en la vida privada y en las relaciones. - Con las personas de servicio y con las parientes, con las religiosas y con las parroquianas. Razones de necesidad, creadas a posta, parecen tal vez querer cubrir, con el velo de la caridad, ciertas relaciones y comunicaciones demasiado frecuentes y demasiado íntimas. Es absolutamente necesario excluirlas, aun cuando se tenga que trabajar juntos en una obra determinada. Quizás haya que abandonar un poco de bien, como sería por ejemplo una clase de música dada por un sacerdote joven, en privado, a personas no todavía maduras del todo. - Es difícil mantenerse en el justo medio; pero si se ha de exceder, mejor pasar por demasiado severos que dar lugar a habladurías.
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Pues esto, bien lo sabe todo sacerdote, aunque no hubiera la mínima culpa, sería ya razón suficiente para impedir o truncar el mero peligro racional de acusas. Si un sacerdote hubiera de bajar la cabeza ante el pueblo, ¿qué bien podría ya hacer? Le sería mejor buscar enseguida en otro sitio un trabajo y dedicarse a él con mayor prudencia.
2. Con esta norma se recuerda una segunda. Cœteris páribus,3 la formación espiritual de la mujer debe reservarse preferentemente a sacerdotes ancianos. - Nótense bien las palabras cœteris páribus, para evitar inútiles objeciones o malentendidos. Es regla de los buenos moralistas que en el confesionario hay que escuchar a quien se presenta; puede darse el caso de sacerdotes jóvenes que con su piedad inspiren confianza y veneración; y puede ocurrir una necesidad que requiera un modo diverso. Pero nadie, creo, tachará4 de rigorismo esta regla: la asociación de las Hijas de María, la compañía de las Madres cristianas, la escuela de canto a las jóvenes deben encargarse preferentemente al coadjutor más anciano, o también, si es posible, al párroco.
Pero a quienquiera le toque ese ministerio, será siempre parte de su prudencia tener entre los cohermanos un amigo sincero que sepa oportunamente dar un consejo, hacer una corrección. No es demasiado fácil encontrar este amigo sincero; hay que pedírselo a Dios en la oración; hay que
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merecérselo con humildad: quien lo encuentre poseerá un tesoro.5 Nótese también que la prudencia sugiere no tener preferencias, pues la mujer es tendencialmente muy celosa. Nada de preferencias con demasiadas visitas, injustificadas incluso a los ojos de la gente; nada de preferencias en el confesionario, en la clase de canto, etc. - Y tampoco intimidad y confidencias innecesarias. La mujer, dicen los franceses, no guarda secretos. Dicho así, en general, tal vez sea exagerado; pero sí tiene un fondo de verdad.
No se sublime a las mujeres con excesivas alabanzas, ante los hombres, ni se haga ver que se cuenta demasiado con ellas para el ministerio, pues no faltan hombres y hasta pueblos enteros que se mostrarían muy celosos y ofendidos: «Vigilad».6
Y no basta con eso: en esta materia es absolutamente necesario recordar siempre la otra parte de la recomendación del Señor: «...y pedid no ceder a la tentación».7
3.No despreciar a las devotas ni las devociones. - Pueden presentar muchos defectos, pues aunque la devoción de suyo sea santa, cabe que esté alterada, hasta en las almas sencillas, y se manifieste incluso con excesos ridículos y grotescos. El Señor, juez justísimo, no exigirá más de cuanto sean capaces de dar. Además, las mezquindades pueden corregirse en parte con paciencia y constancia, mientras que despreciarlas,
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predicar insistentemente contra la falsa devoción, abochornaría a las almas piadosas y no convertiría a las otras.
Cuando un sacerdote entre en una parroquia y descubra devociones exageradas o no suficientemente sólidas, examine prudentemente si no es posible eliminar los defectos, sin destruirlas.8 Casi siempre logrará reforzarlas, con enorme ventaja de las almas. Y si luego es necesario suprimirlas, ello podrá hacerse poco a poco, cuidando de que, al lado de ellas, surjan otras nuevas y orientadas con buen espíritu. Hay almas piadosas que tienen defectos, pero no graves. Tal vez son algo charlatanas, algo demasiado sentimentales, algo vanidosas, algo exageradas, de acuerdo; pero ¿dónde lo encontraremos todo perfecto? Si toleramos defectos y vicios muy graves en los malos, ¿por qué no vamos a soportar otros tan diminutos en los buenos, hasta que llegue el momento de acabar con ellos?
Y nótese que esto va a favor nuestro. ¡Cuántas veces el sacerdote puede recibir preciosas ayudas de estas personas! Ellas sostienen el canto, consolidan las agrupaciones religiosas formando frecuentemente su núcleo más fiel; ellas arrancan de las manos del Señor tantas gracias con sus oraciones y con santísimas comuniones; ellas nos dan a menudo la ayuda material, necesaria
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en muchas obras buenas. ¿No sería un óptimo consejo, en vez de alejarlas, tratar de implicarlas en las obras de celo; observar cuanto tienen en sí de bueno y aprovecharlo? Cualquier mujer, de la condición que sea, puede realizar alguna obra de celo.
4. No hay que aguardar al éxito de una obra para emprenderla. - No todo resulta bien, ni siquiera en mano de los hombres más experimentados. Probando y volviendo a probar, perseverando en el intento, fueron dos máximas de grandes hombres. Ni el venerable don Bosco, ni el venerable Cottolengo, ni san Vicente de Paúl hubieran realizado sus grandes obras, si antes hubieran tenido que asegurarse el éxito. Tras haber rezado, pedido consejo y pensado; tras haber medido las fuerzas, es el caso de ir adelante y lanzar las redes9 en nombre del Señor. Nosotros somos sus obreros, y el obrero nunca ha de hacer las cuentas sólo con sus fuerzas. Tal vez haya que interrumpir a mitad camino: constituirá entonces un acto de gran virtud someterse a la dura prueba. Se reemprenderá el trabajo, desde otro punto de vista; quien obra, se equivoca; pero quien no obra, se equivoca siempre.
O'Connell10 ha librado a la fuerte Irlanda de la innoble servidumbre de los ingleses; no lo logró ni al primero, ni al segundo, ni al tercer intento: ¡pero al fin lo logró! A veces se bajará incluso a la tumba sin saborear el fruto de la victoria, como le pasó, por ejemplo, a san Gregorio
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1 DA, en vez de “della maggioranza” (de la mayoría), usa una expresión arcaica: “della comune” (equivalente a del común).
2 José Cafasso, paisano de don Bosco, nació el 15 de enero de 1811 en Castelnuovo d'Asti. Educado por la familia de tradiciones patriarcales a una intensa vida cristiana, el pequeño José en su grácil cuerpo, que el raquitismo deformaba al crecer, tenía un alma volitiva y tenaz. Cursados los estudios en la escuela pública de Chieri [véase DA 39, nota 17] y luego en el seminario de la misma ciudad, fue ordenado sacerdote en Turín el 22 de septiembre de 1833. Sintió fuertemente el ideal del sacerdocio. No tuvo programas específicos de espiritualidad y de apostolado, si no los comunes al clero diocesano; no dejó instituciones ni fundó congregaciones; no escribió tratados de escuela ni obras ascéticas, pero vivió de modo verdadero y profundo el ritmo ordinario de la misión sacerdotal.
3 En igualdad de condiciones.
4 DA por error pone “tacierà” en vez de “taccerà” (tachará).
5 Cf. Eclo 6,14.
6 Cf. Mt 24,42; 25,13; 26,38; 26,41 y paralelos.
7 Cf. Mt 26,41; Mc 14,38 y 13,33.
8 En DA hay un verbo desusado: “distrurle” en vez de “distruggerle”.
9 Cf. Lc 5,4-6.
10 Estadista, nacido en Carhen (Irlanda) el 6 de agosto de 1775 y muerto en Génova el 15 de mayo de 1847.