CAPÍTULO II
EL CELO DE LA MUJER EN LA FAMILIA
La familia es el campo de trabajo más propio de la mujer; ya se dijo antes y es bueno tenerlo presente cuantas veces se trata de la actividad femenina. Por consiguiente, este argumento merecería ser desarrollado con mucha mayor amplitud. Sin embargo, para el fin especial que me he propuesto, no lo creo necesario, pues todos exaltan la misión de la mujer en la familia; muchos libros tratan de ello ampliamente; el clero está generalmente persuadido. Haré notar preferentemente lo que más urge en nuestros días, considerando a la mujer como madre, como esposa, como hermana.
ART. I - LA MADRE
Necesidad de su ayuda
Se ha dicho y se ha escrito que la formación religiosa y moral de la juventud le toca al sacerdote. Pues bien, este es un error; no sólo, sino que creerlo es una desgracia. Es un error, porque el derecho y el deber de educar cristianamente a los hijos es, en primer lugar, de los padres: quien ha dado la vida del cuerpo debe dar también
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la vida espiritual del alma. Y la Iglesia, más que cualquier otro código, respeta la autoridad paterna y materna; tanto es verdad que en los casos ordinarios no concede el bautismo al niño contra la voluntad de los padres. Una reafirmación de tal principio la dio últimamente el papa cuando, al enumerar a quiénes concierne el promover los hijos a la comunión, puso en primer lugar a los padres, luego al confesor, al párroco, etc.
Y es una desgracia, ya que ninguna influencia iguala en efecto la de una madre sobre los niños: «La madre, observa el célebre autor de la Formation de la jeune fille,1 de algún modo plasma el alma de su niño, que está bajo sus ojos, en sus manos, bajo el calor omnipotente de su amor. Sin esfuerzo ella le comunica sus ideas, sus sentimientos, sus gustos». ¿Qué lograría un sacerdote si creyera poder prescindir del concurso de la madre al formar religiosamente el corazón de los jóvenes? Bien poco; al contrario, estoy por decir que si se quiere hablar de verdadera formación, o sea educación moral-religiosa, no lograría casi nada.
Nótese bien: educar religiosamente a la juventud no significa enseñar unas preguntas de catecismo, con unas fórmulas de oración; no significa disponer a los pequeños a recibir bien la primera santa comunión y el sacramento de la confirmación; no, estas cosas son necesarias, son
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medios, son parte de la educación religioso-moral, pero son poco. Educar significa acostumbrar, en nuestro caso acostumbrar a los jóvenes a pensar y obrar religiosamente. Y en términos más comunes, quisiera decir que el joven no tiene formación o educación moral-religiosa si no cuando en su mente predominan sobre los demás pensamientos las verdades del catecismo, cuando en su vida persiga como aspiración principal el salvar el alma, cuando obre bien y cumpla los actos de culto con verdadera conciencia. Este es un principio fundamentalísimo. Así lo enseñan la filosofía, la moral, la experiencia. Esta formación, quisiera decir estas costumbres morales-religiosas, son un verdadero resultado de la repetición de actos. Se requiere que haya un buen ángel siempre junto al joven y continuamente le vaya repitiendo y aplicando a los hechos particulares las verdades aprendidas en el catecismo; que le haga repetir las oraciones y las comuniones; que le exija la obediencia, la caridad, la castidad. Y esto no sólo un día, sino dos, diez, meses, años, hasta que el joven no haya llegado a hacer por sí, con placer, con prontitud, en todo, su deber. A esto no puede llegar un sacerdote, tampoco por completo el padre, sino sólo la madre.
Se dirá: «El hijo pertenece al padre no menos que a la madre; por tanto es igualmente riguroso en entrambos el deber de la educación».
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Sea lo que fuere en teoría, prácticamente [los hijos] se le adosan más a la madre. De hecho, el hombre está más a menudo ocupado fuera de casa: en el campo, el taller, la oficina, el comercio, la industria. Su mente está más frecuentemente absorbida por los cuidados materiales. Y cuando puede dedicar atención a los hijos, no suele poseer en alto grado el espíritu religioso; no sabe insinuarse en el corazón de los hijos como la madre; a menudo ni piensa de propósito en tales cosas, si ya no es por las advertencias y las exhortaciones de la mujer.
Por esa razón dice el autor antes citado: «A los sacerdotes les incumbe el cometido de utilizar para la educación de la juventud a sus varios auxiliares y especialmente a la madre, impulsándolos y guiándolos en una acción conjunta».
Finalidad de la educación
Un joven habrá aprendido un arte o un oficio, cuando sepa ejercerlo sin la asistencia y el consejo del maestro. Por las mismas, un joven podrá considerarse educado moral y religiosamente, cuando fuera de la mirada del superior o de los padres sepa ser religioso y de buen porte. Es necesario formar a los jóvenes a vivir por sí; es necesario formarlos tan fuertes de voluntad que resistan a la influencia del mal esparcido por doquier; darles tal instrucción religiosa que resistan después al
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alud de errores llegados de todas partes; dotarles de tal cordura práctica que no se dejen arrastrar por el primer consejo, por el primer compañero, por cualquier ejemplo; llenar su corazón de tales sentimientos de piedad, de bondad, de caridad que rechacen la ruindad de las pasiones. Es un trabajo inmenso y complejo, pues significa adueñarse del alma y dominarla. Se trata de dar una fe bien iluminada que fije las ideas; una piedad verdadera que guíe los sentimientos; una voluntad resuelta que asegure la perseverancia; un sentido práctico que sea pauta segura; una conciencia recta que no se deje seducir; un empuje sobrenatural que, recordando el cielo, haga menos poderosos los atractivos de la tierra. Y ello no de cualquier manera sino de modo enérgico y prudente.
Enérgico: a menudo conviene oponerse a los pequeños caprichos de la edad; conviene amar más con la cabeza que con el corazón; conviene sacrificar comodidades, tiempo, salud. Enérgico: perseverando hasta que el buen hábito no se haya formado; no abandonando al joven, como por desgracia sucede a menudo, en la edad critica, sino proveyendo a todas sus particulares necesidades.
Prudente: tenemos ya los oídos llenos de quejas resabidas: los jóvenes están con el cura hasta los doce o catorce años, luego lo abandonan; se cree que la religión es buena para niños y mujercitas, no
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para los hombres de cierto talento; quienes salen de los institutos religiosos de educación se hacen los peores de todos. Son expresiones exageradas, aunque sólo en parte. A menudo, el error original habría que buscarlo en el método de instrucción o de educación: frecuentemente se da una instrucción, diría yo, apriorística o metafísica. Es decir, se mira no al futuro del joven, a las circunstancias de ambiente, de ocupaciones, de peligros en que se encontrará, sino al presente, a hacerlo un joven de convento, a exigirle cumplir materialmente y ciegamente las órdenes. Pero gran parte de los jóvenes un día serán padres y madres de familia; la mayor parte están destinados a vivir en el mundo; todos ellos son seres racionales que han de saber autodirigirse y no ser perpetuamente dirigidos.
La madre, mejor que nadie, en los casos ordinarios, puede conocer el futuro del hijo y decirse a sí misma: «Yo tengo que formarlo de manera apta para ese puesto». Y a tal fin, puede usar los cuatro medios que constituyen los cuatro deberes de una madre hacia los hijos: instrucción, ejemplo, corrección, vigilancia.
Medios de educación - I. Instrucción
Vamos a hablar ahora sólo de instrucción moral-religiosa, que constituye como la base de la educación y al mismo tiempo es un gran medio para asegurar los resultados. Es la base, porque
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no se puede hacer algo que, incluso sin culpa, se ignora o no se lo valora en su importancia. Y es el medio para asegurar el fruto de la educación, porque sólo con la instrucción y con la gracia divina será posible resistir a la marea del error, que avanza conforme se va adelante en la vida.
Y esta instrucción2 ha de ser suficiente y proporcionada al joven. Para quien va a vivir en el campo bastará darle a conocer los deberes más ordinarios y las objeciones más comunes; deberá ser más amplia la de un joven obrero, pues su fe sufrirá mayores asaltos de los compañeros, los periódicos, el mal ejemplo; y habrá de ser amplísima y profunda la instrucción de un estudiante, de modo que neutralice el efecto de las perversas doctrinas de quienes pretenden mostrar la incompatibilidad entre fe y ciencia,3 la religión en oposición al progreso, el clero como enemigo de las instituciones civiles.
No se quiere decir con esto que todo deba hacerlo la madre: le concierne la parte que le sea posible; para lo demás, buscará los adecuados suplementos en la catequesis parroquial, los buenos libros, las escuelas de religión, los círculos juveniles,4 oratorios festivos, etc.
Lo que la madre puede hacer es la parte más fundamental. Debe inculcar a su hijo una profunda persuasión de estas verdades: hemos sido creados para el cielo; por el pecado original
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estamos inclinados al mal; pero tenemos que resistir a tal inclinación con la ayuda de Dios obtenida con la oración; el pecado es un gran mal, los sacramentos son los canales de las gracias del Señor; Jesucristo es nuestro único verdadero maestro.5 Más aún: la madre ha de hacer ver que el muchacho tiene un corazón precioso donde guardar los grandes amores a Jesucristo, la santísima Virgen, san José, el Ángel de la guarda, las almas del purgatorio, los sacerdotes, los padres, los maestros, los hermanos y hermanas, los inferiores, los afligidos, los pobres. Finalmente, la madre debe inculcar bien la responsabilidad de las propias acciones, que no puede seguirse toda inclinación y deseo, que conviene estar por encima de ciertos ejemplos, que es necesario tener respeto al prójimo y a los intereses públicos.
Todo esto la madre ha de enseñarlo gradualmente, de modo fácil, eficaz.
Gradualmente: es decir, empezando desde los años en que el niño aún no entiende pero ya es capaz de hacer algo y balbucir unas palabras. Por entonces será suficiente que repita materialmente el nombre de Jesús y de María santísima; más tarde, al abrirse su inteligencia, le irá haciendo aprender mucho más.
De modo fácil: lo mejor sería seguir el método objetivo. Por ejemplo, mostrando el crucifijo se podrá hablar de la Encarnación; observando un cuadro se elevará el alma del niño a conocer la materna
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protección de María santísima; a la vista6 del cementerio se podrá hablarle de la muerte, del juicio, de la eternidad feliz o desgraciada, de la resurrección final. Con ese mismo método va el sabio principio de valernos de las ocasiones: en un paseo por lugares amenos y ante ciertos espectáculos grandiosos de la naturaleza, hablar del poder del Creador; en la muerte de una persona hablar de estar siempre preparados; a la vista de gente desgraciada hablar de la Providencia, que sólo en el más allá hará plena justicia, etc.
De modo eficaz: o sea que estos preceptos no tienen que ser especulativos, sino llevarlos enseguida a la práctica: tras haber hablado de la oración, conviene rezar de veras, todos los días, insistiendo siempre en los motivos; habiendo explicado cómo debemos amar a los pobres, mandar a los hijos que distribuyan la monedita o el cacho de pan; habiendo inculcado el principio de la necesidad del trabajo, exigir que estén ocupados según la edad y las circunstancias. De modo eficaz significa también que generalmente los hijos han de ver al menos una razón suficiente de una orden, aunque no siempre todos los motivos: tienen que entender que en el mundo está divinamente establecido el principio de autoridad; han de tener siempre presente que Dios, justo castigador y premiador, vigila los actos de todos. Las continuas coacciones pueden crear tipos necios,
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tristes, inseguros en la vida. - De modo eficaz significa, por fin, que los principios han de repetirse y aplicarse a menudo y que llevarlos a la práctica ha de ser cosa de todos los días, por muchos años. Así poco a poco irá formándose en los hijos el hábito de la oración, el hábito de la devoción a María santísima, el hábito de frecuentar la iglesia, el hábito de obedecer, el hábito de respetar al prójimo, el hábito de no considerar a ciertos compañeros como modelos, el hábito de mirar en todo las consecuencias temporales y eternas.
No bastará todo esto; la madre deberá, a la edad conveniente, mandar al hijo al catecismo o al oratorio. La palabra del ministro de Dios tendrá ciertamente una eficacia divina al ratificar la de la madre; sin duda que el sacerdote podrá con su autoridad, con su piedad y ciencia, hacer penetrar más profundamente y extender los conocimientos morales-religiosos del joven; en verdad, al encontrarse éste reunido junto a los otros muchachos con el mismo fin de atender al alma, ante el espectáculo del templo de Dios, frente a los ministros distribuidos jerárquicamente, sentirá la fuerte persuasión de que la vida futura es algo muy importante y que la vida presente no es sino un medio para aquélla. A la madre toca no sólo mandar a los hijos al catecismo, sino también cerciorarse de su asistencia, de su comportamiento y del provecho que recaban.
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Y una vez crecidos, la madre procurará que participen en las explicaciones del Evangelio, en las instrucciones parroquiales, en las conferencias que tienen lugar casi siempre para los Luises7 o para los del círculo juvenil. En esto último la madre habrá de mostrarse particularmente vigilante, porque es en las conferencias particulares para la juventud donde se exponen los argumentos que más de cerca les interesan.
Si luego los jóvenes emprenden la carrera de los estudios, por una necesidad particularísima, la madre tratará de mandarlos en lo posible a colegios religiosos. En ellos el hijo conservará más fácilmente puro el corazón y recibirá una instrucción no sólo literaria sino también religiosa. En las familias donde esto no sea posible, la madre procurará al menos que el hijo frecuente las clases de religión y lea algún buen libro en que se exponga clara y adecuadamente la ciencia de la religión.
Ni siquiera todo esto es suficiente ordinariamente, pues va acentuándose cada vez más la división de los hombres en dos grandes ejércitos, uno contra el otro, guiados respectivamente por la Iglesia y por la masonería. Y los jóvenes son el terreno que una y otra tratan de conquistar, sabiendo bien que quien tiene a los jóvenes de hoy tendrá la sociedad de mañana.
No se puede ser espectadores indiferentes
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ante este hecho: aun los jóvenes más pacíficos y retirados se ven obligados a enrolarse por una u otra parte. Y si no tienen una instrucción suficiente acerca de los peligros que les rodean y sobre las finas artes de la masonería, caerán en la red tendida por ella, aunque sea sin darse cuenta. Es necesario, pues, que los jóvenes conozcan las sociedades instituidas por la masonería bajo el pretexto especioso de beneficencia, de mutuo socorro, de estudio, de civismo, de amor patrio; es necesario que entiendan el fondo de ciertos proyectos, ciertas fiestas, ciertas instituciones y se den cuenta de que se les quiere robar los más preciosos tesoros, la fe y el pudor, para usarlos con finalidades diabólicas. ¿Cómo podrá la madre proveer a tal instrucción? Si es capaz, podrá hacerlo directamente con apropiados consejos, dados oportunamente. Pero en ello no trate de imponer la propia voluntad al hijo, sino de hacer su interés temporal y eterno. Si en cambio, como sucede a menudo, no es capaz, procure que el hijo entre en círculos y asociaciones católicas e intervenga en las conferencias allí organizadas. Si no las hubiera, se aconsejará con un sacerdote experto para encontrar otros medios; procurará suscribirse a buenos periódicos para los hijos; podrá solicitar los boletines publicados por las asociaciones católicas que tienen como fin luchar contra la masonería.
Todavía más: una madre no podrá hacerse la ilusión de que
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el hijo vaya a ignorar siempre los llamados misterios de la vida, las tentaciones, los desórdenes y los peligros del mundo. Eso sería exponerle a naufragar muy pronto, a ser víctima de malos compañeros y a zozobrar en el mal aun antes de conocerlo, pues llegará por fuerza el día en que el hijo se encuentre comprometido en la batalla. Adiéstrelo a combatir, no lanzándolo en medio del mal sino instruyéndole con discreción. Háblele de ciertas escuelas, talleres, compañeros, diversiones, vicios, de la tendencia innata al placer; tome ocasión de hechos acaecidos, de la lectura de un libro o periódico, de preguntas de los propios hijos; no desencadene las pasiones, al contrario, use finura y reverencia con su inocencia; especialmente dóteles de los medios necesarios, que son: una indiferencia bien entendida, una delicadeza atenta a esquivar los peligros, mucha oración y devoción a la santísima Virgen. Esté empero atenta a no dar a conocer al hijo el mal ni antes de tiempo ni en mayor medida de la necesaria.
El momento de la vida cuando, más que en cualquier otro, los hijos han de sentir la responsabilidad de lo que hacen, es el de la elección de estado. Ahí sí que la madre debe mostrar bien los diversos caminos que se presentan ante el hijo; debe hacer ver de verdad las ventajas y los inconvenientes. Debe también mostrarles la importancia capital de este gran paso en la vida; sugerirles que recen, piensen mucho y se aconsejen
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con un prudente y santo confesor; pero sobre todo debe dejarles plena libertad. Por supuesto, puede darles su consejo; pero nunca puede sobreponerse a su voluntad con órdenes, presiones, imposiciones, insistencias demasiado fuertes. Libertad de vivir en el mundo o retirarse de él; libertad de elegir la compañía de toda la vida; una suficiente libertad también en dedicarse a un oficio o a un arte.
Suele decirse que hay hijas que llegan al matrimonio sin tener de él idea alguna, y es verdad hablando de ciertas familias donde reinan aún envidiable sencillez y candor de costumbres.
Pero lo más frecuente es el hecho contrario: se pasa al matrimonio con una idea falsa del mismo. Ello sucede con jóvenes educadas en colegios religiosos, con doncellas ricas o de elevada posición social: se combina el matrimonio con finalidades de interés y miras de escalafón. Aquí está el papel propio de la madre: describir bien las obligaciones que se asumen con el sacramento, la necesidad de elegir un esposo de sanos principios morales y religiosos, la preparación larga y seria que debe preceder. ¿Quién podría sustituir adecuadamente a la madre en esta tarea?
Muy aconsejable al respecto, para padres e hijos, es el libro Esposos timoratos, esposos afortunados de Nisten8 - L. 2,50 (Librería Buena Prensa - Turín).
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Medios de educación - II. El buen ejemplo
Ya se dijo antes que a los hijos no se les debe habitualmente obligar a hacer el bien; se les debe persuadir; han de estar tan empapados de consideraciones naturales y sobrenaturales que se dejen guiar por ellas aun sin la vigilancia de los padres. Esto desarrolla en ellos el sentido moral y el sentimiento de la responsabilidad de los propios actos frente a sí mismos, a la familia, a la sociedad, a Dios. Ahora bien, ¿cuál será el argumento más eficaz para formar esa conciencia en los hijos? No tanto las razones, cuanto el ejemplo de vida morigerada, laboriosa y religiosa de los padres.
El instinto de imitación es tan profundo en el hombre que nadie, aun esforzándose mucho, logrará librarse de él totalmente. Ese instinto es todavía mayor en los niños, pues en ellos la naturaleza se manifiesta en sus tendencias sin artificios. San Basilio los compara a los principiantes de la pintura, cuyo esfuerzo consiste en copiar con fidelidad un modelo. Si éste es bueno, el retrato podrá fácilmente salir discreto; si en cambio es defectuoso, mucho más borrosa9 resultará la reproducción. ¡Qué deber y qué medio de educación es, en la mujer, este del buen ejemplo! Un chiquillo, invitado por la niñera a rezar las oraciones, respondió: «¿Pero por qué, si papá y mamá no rezan?». Y otro:
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«¿Cuándo habré crecido lo suficiente para no rezar más, como hacen papá y mamá?».
Ejemplo de oración: La madre educa acercándose con frecuencia a los santos sacramentos, cuando reza por la mañana y por la noche y alguna otra vez en el día.
Ejemplo de virtud: La madre educa cuando se muestra resignada en las tribulaciones y perdona en las contradicciones. Educa cuando muestra cariño y benigna compasión al marido; cuando no va detrás de todas las modas y vanidades femeninas; cuando vive retirada y alejada de ciertos lugares de reunión y diversión; cuando es hacendosa, cuidadosa de la familia, solícita del bien espiritual y moral de los hijos.
Ejemplo en el hablar: Causan una profunda impresión en sus hijos las madres cuyo lenguaje no manifiesta tanto intereses materiales, vanidades, honores, vida de tejas abajo, cuanto el alma, la eternidad, la salvación.
Y nótese bien que el ejemplo ha de ser verdadero, no fingido. No basta hablar de ciertas cosas con misterio ante los hijos, no basta presentarse ante ellos con una pose grave y digna, no basta ocultar vicios e incredulidad. Los hijos descubrirían pronto o tarde los secretos de la vida, detectarían los misterios y entonces, con los vicios de los padres, aprenderían la hipocresía.
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Y la madre no sólo puede hacer su parte en esto, sino también inducir al marido con oportunas exhortaciones a ser él como quisiera que fueran los hijos.
Medios de educación - III. Vigilancia
Nuestro Señor, poniéndose a contar una parábola, dijo que en un campo, mientras los hombres dormían, vino un enemigo y sembró cizaña10 entre el buen grano. Es la imagen de lo que sucedería en el corazón de un joven sin la vigilancia de los padres, en especial de la madre; libros y compañeros, diversiones y relaciones pronto arrojarían una semilla bien diferente de la sembrada con las buenas palabras y los buenos ejemplos.
¿Qué clase de vigilancia se requiere? El modo, la cualidad, la medida de la misma han de estar reguladas por el fin de la educación: formar personas que sepan vivir por sí, con plena conciencia de cuanto hacen. Todo debe mirar, pues, a desarrollar el sentido moral. Por eso la vigilancia tendrá que ser atenta, continua, universal para verlo todo; discreta para no dar en los ojos del hijo, para no exigir demasiado, para acostumbrarlo a vivir en el mundo sin ser mundano.
Atenta: es decir como la que se emplearía en un asunto del máximo interés, sin preferir el cuidado de las cosas materiales, de los campos, del negocio,
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del taller, de la ropa, de las visitas, de las diversiones. Hay madres que se quejan de no tener tiempo, pero entre tanto lo gastan notablemente en bagatelas, vanidades, pasatiempos. Hay otras que prefieren ir al trabajo.
Ciertamente, para algunas mujeres es ésta una dura necesidad; pero en lo posible evítese: es mejor alimentar y vestir a los hijos con un poco de parsimonia, que descuidar su educación. Y si de veras una mujer no puede librarse de estar todo el día fuera de casa, al menos deje a personas absolutamente morigeradas y religiosas para vigilar a los hijos.
Continua: en todo lugar; o sea en casa, al ir y volver de la escuela y de la iglesia, en la diversión, en el trabajo, en la oración y hasta en el sueño. En todas las edades: cuando los hijos son pequeños y cuando se han hecho grandecitos, particularmente de los trece a los diecinueve años, y de modo especialísimo en el tiempo del noviazgo11 hasta llevar a efecto el matrimonio.
Universal: quiere decir que ha de extenderse a todo. A los compañeros frecuentados, y ello aunque sean buenos o estén unidos por parentesco. A las relaciones habituales, aunque sean con las personas de servicio o quienes entran por cualquier razón en casa. A los libros y periódicos leídos, notando las astucias de los
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jóvenes cuando quieren engañar a los padres. A los teatros donde asisten, a los juegos practicados, a las palabras proferidas, a la correspondencia epistolar, al modo de vestir.
Y a este propósito no estará de más notar dos detalles. Primero, una cosa es el recreo, que debe concederse moderadamente, y otra es el ocio, que se debe siempre y absolutamente evitar. Los recreos han de ser tiempo ocupado, sin dejar nunca excesivo reposo; y luego acostumbrar pronto y gradualmente a los hijos al trabajo, empezando por pequeñas cosas. Segundo, la maldad de los tiempos es grande e incluso en la escuela puede sembrarse la cizaña. La madre hará muy bien si procura conocer los principios religioso-morales de los maestros y trata de que sea respetada la fe de los hijos en los modos consentidos por las leyes.
En fin, la mujer no abandonará la vigilancia cuando los hijos se marchan de casa. Si les pone a servir, escogerá familias irreprensibles en cuanto a costumbres; si les manda al trabajo, buscará establecimientos o talleres donde reine el temor de Dios; si les envía a las grandes ciudades para los estudios superiores, buscará una pensión de serias garantías morales. Que el hijo sea adulto no destruye el derecho y el deber de vigilancia en la madre; aunque no siempre podrá impedir que al oído del hijo lleguen doctrinas sectarias, palabras indecentes, ecos del vicio;
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sí podrá neutralizar los efectos con la oración, la instrucción cristiana, los buenos ejemplos, las prácticas de piedad.
Discreta: última condición de la vigilancia. Para que se desarrolle en el joven la conciencia de la propia responsabilidad, él mismo debe sentir que de todo ha de dar cuenta a Dios, que lo ve incluso en las tinieblas; debe sentir que él solo llevará las consecuencias de las propias acciones. La madre no extenderá, pues, su vigilancia a cosas demasiado menudas; le hará notar con frecuencia que no ha de considerar tanto su mirada cuanto la de Dios; usará el arte de vigilar sin ser notada; procurará sorprender al hijo de golpe. Particularmente cuando entrevé que algo insólito y misterioso pasa en el corazón del hijo, redoblará la atención, y con mil recursos, sugeridos por el amor materno, tratará de descubrir los secretos y de penetrar en su ánimo.
Medios de educación - IV. La corrección
Dice el Espíritu Santo: No ahorres castigo al muchacho... Tú lo azotas con la vara y libras su vida del Abismo.12 Quien escatima la vara odia a su hijo, el que lo ama lo corrige temprano.13 La corrección se hace necesaria, pues desde los primeros años se manifiesta en los hijos
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la voluntad propia, el capricho, la pertinacia; el mandato no basta algunas veces a plegarlo, se requiere la reprensión, el castigo, la corrección.
Solamente la madre virtuosa sabrá corregir bien, es decir con fuerza y con razón.
Con fuerza. Esto implica vencer la debilidad y el falso amor; implica hacer el sacrificio necesario para que la corrección sea proporcionada a la culpa; a menudo resulta más doloroso hacer un reproche que recibirlo. Es preciso saber usar la moderación y, al tiempo oportuno, el perdón y hasta la alabanza y el premio. Es preciso que no sea la cólera quien domine sino el sincero deseo del bien del hijo; y que no suenen blasfemias, imprecaciones, palabrotas.
Con razón. Siempre con vistas al gran fin de la educación, hay que formar una profunda conciencia del deber.
Los hijos han de entender que la madre no obra por capricho sino porque se trata de su verdadero bien; han de entender que no les castiga tanto porque han estropeado una ropa cuanto porque han ofendido a Dios; han de ver en la desaprobación de la madre otra más alta, la de Dios.
Sólo así se educan seres racionales y de veras razonadores.
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Conclusión
«Quiero hacer [de] mi hijo un santo», decía la madre de san Atanasio.14 - «Dios mío, se lo debo todo a mi madre», repetía san Agustín. - «Gracias mil veces, Dios mío, por habernos dado por madre una santa», exclamaban a la muerte de santa Amelia sus dos hijos, san Basilio y san Gregorio de Nisa.15
Bendita la sociedad que cuente con buenas madres: tendrá ciudadanos honestos y laboriosos. Afortunada la Iglesia si forma buenas madres: tendrá un linaje de santos. «En las rodillas de la madre se forma lo que el mundo tiene de más grande: el hombre», escribía De Maistre a su hija cuando llegó a madre. Quizás la pasión llegará a oscurecer un tanto en el alma los buenos principios recibidos; quizás la duda penetrará un poco en la mente de los hijos; quizás los seductores se abrirán un camino hacia el corazón; pero nótese la verdad de estas célebres palabras del citado De Maistre: «Cuando una madre ha hecho en la frente del hijo la señal de la cruz, el vicio podrá borrarla un instante, pero reaparecerá de nuevo».
ART. II - LA ESPOSA
Se ha escrito: El hombre hace las leyes, la mujer las costumbres. Y también: Al hombre le corresponde la tarea de fatigarse y procurar el pan para la mujer; a la
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mujer procurar al marido la fe y la moralidad. ¿Serán exageradas estas expresiones? Dejemos a otros una respuesta precisa; a nosotros nos basta saber que la mujer puede ejercer una influencia decisiva en el espíritu religioso del marido. Sabemos que fue Eva16 quien arrastró a Adán al pecado; sabemos que Cecilia17 convirtió a su esposo Valeriano, mereciendo del papa Urbano18 el título de elocuente ovejita; tenemos en las cartas de san Pablo la afirmación de que el hombre infiel es santificado por la mujer fiel.19
No es este el momento para insistir en que, al elegir el compañero de la vida, se preste atención a su religión, a sus prácticas, a sus costumbres. Es algo nunca suficientemente repetido ni entendido por la ligereza juvenil. Pero de cualquier modo haya ido el asunto, si el joven esposo es buen cristiano, a la mujer le resultará más fácil conservarlo tal; si en cambio es indiferente o contrario a la religión, para la mujer constituirá mayor mérito el convertirlo.
[Ganar el corazón del marido]
He aquí el gran secreto para lograr eso: ganar su corazón. Es cierto que el hombre tiene cualidades y autoridad que naturalmente le dan una superioridad frente a la mujer. Y el hombre, naturalmente orgulloso, no abdica tan fácilmente de ello, si ya no es que exagera su poder con pretensiones de quien quisiera olvidar que la mujer es su compañera. Hay en el mundo más maridos que tiranizan
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a la mujer, que no mujeres dominadoras de sus maridos. Pero este hombre que no se deja subyugar por el ingenio, por las órdenes, por las arrogancias, ordinariamente se vuelve un dócil niño en las manos de quien se gana su corazón. Y aquí se cumple la divina ley del equilibrio: el poder que20 la mujer no tiene por autoridad, lo puede conquistar con el amor.
Y para hacerse amar es necesario sentir y demostrar amor. El sacramento del matrimonio bien recibido, la oración constante, la natural atracción, las consideraciones naturales y sobrenaturales tienen que encender y hacer arder la llama del amor conyugal. Antes del gran acto es lícito, y hasta prudente, presentar ciertas exigencias, escrutar los defectos, proceder con desconfianza; pero una vez dado el gran paso, ya no. Más bien será prudente fijarse en las buenas cualidades del compañero, callar a propósito de las diferencias de educación, de carácter, de persuasiones, y relevar cuanto hay de bueno: sobre todo abrir el corazón, mostrarse sinceros, no pensar y ni siquiera imaginar lo que hubiera podido o lo que debería ser. Importa hacer esto sobre todo después de los primeros meses de matrimonio; cada uno tiene su cantidad de defectos, y cuando dos se juntan, los suman.
Son los pequeños actos de dulzura, de delicadeza, de paciencia diaria y continua los que manifiestan el afecto; son el prevenir los deseos,
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el condescender con gusto, son las pequeñas demostraciones de afecto lo que manifiesta la bondad y hace amar. La vida está hecha de minucias, como el mar de gotitas, la tela de hilos, un monte de átomos. La mujer abunde en actos de bondad, aun a costa de emplear en ello un tiempo notable, de sacrificar comodidades e intereses; la intimidad del afecto conyugal es un bien superior a muchos otros. Pero no tenga la pretensión de cambiar en seguida al marido: tolere muchos defectos, calle incluso ante graves fallos; emplee, podría repetirse aquí, veinte años para hacerse amar, bastará luego uno para hacerle bien. Preparado el terreno, se debe sembrar.
[Apartar al marido del mal]
Ante todo, la mujer trate de apartar al marido del mal. Los cafés, los teatros, las compañías, los juegos, las diversiones, las relaciones equívocas, los periódicos y libros malos pueden corromper a un marido. Si él se apega a esas cosas, en primer lugar perderá el afecto a la familia: las horas pasadas en casa serán las más aburridas, se volverá indiferente al dolor y al gozo de los suyos, ya no pensará en proveerles de una buena educación y de cuanto necesiten. En segundo lugar, se hará un gastador, blasfemo, borracho, deshonesto... Y si con todo esto en su corazón no se apaga del todo la fe, ciertamente quedará destruida su vida cristiana.
¿Cómo podrá la mujer retener al
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marido en casa durante las largas veladas invernales, en la hora de la siesta, en los días festivos? No con reconvenciones, menos aún con fruncir el ceño o con interminables quejas ante las comadres, sino haciendo amable la casa. Una casa limpia y ordenada, hijos respetuosos y tiernos con el padre, cortesía y buenos modales en el trato, cordialidad y alimentos bien preparados, útiles ocupaciones familiares, etc. Esos son los medios eficaces no para retener a todos los maridos de hacer salidas peligrosas, pero sí a una buena parte. «En cambio, de muchas maneras, maridos, padres, hermanos se alejan de casa con la negligencia, la pereza, el desorden, la suciedad, una cabellera descuidada... Y se alejan también con el malhumor, el egoísmo que no quiere incomodarse, los modales desgarbados, las impaciencias, las petulancias, el continuo lloriquear y lamentarse y suspirar y atormentarse y refunfuñar... Quizás también con la manía del orden, de la limpieza, con la monotonía, con el echar continuamente en cara los defectos, con relatar aspectos dolorosos...». Así se expresa T. Combe en su libro de oro, verdadero tesoro para las esposas, Sencillas verdades para las mujeres del pueblo italiano.
[Llevarlo al bien]
En un segundo momento, la mujer podrá encauzar al marido hacia el bien. Por descontado, será muy diferente el modo usado con un hombre ya religioso y el que ha de usarse con un hombre indiferente o incrédulo. La mujer rezará mucho por él,
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sabiendo que su propia alma está de algún modo atada a la del marido: son dos compañeros que juntos deben pasar por esta tierra de destierro para llegar a la patria del cielo. Aún más, por la noche invitará al marido a rezar conjuntamente alguna oración, los domingos se asegurará de que él cumpla sus deberes religiosos, y especialmente sabrá, con mil mañas, atraerlo a los santos sacramentos por Pascua, en otras fiestas, en las celebraciones onomásticas, etc.
Y si todo esto no es posible, la mujer verdaderamente apegada al marido procurará al menos que él escuche alguna predicación en ocasiones extraordinarias, que lea alguna buena hoja o un buen libro en los momentos libres, que participe en peregrinaciones, que vaya a visitar algún santuario. Y no se desanime, pues la gracia del Señor actúa quizás lentamente pero con eficacia; lo que no se obtiene en años y más años, tal vez se dé en un instante; aunque no llegase más que a hacerle recibir a tiempo los últimos sacramentos, ¿no sería ya una estupenda victoria?
[Hacerle educador]
En tercer lugar, la mujer puede obtener que el marido coopere con su acción y fuerza en educar a los hijos. Cualquier padre, no embrutecido por el vicio, escucha con gusto si se le habla de los hijos, tanto más cuando quien habla es una esposa que, con la elocuencia del amor
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materno, le hace sentir su deber y su derecho. ¿No hubo ateos que educaron cristianamente a los hijos? Pues a menudo ello fue mérito de una esposa cristiana. - Por otra parte, el ejemplo del padre, su palabra, sus órdenes, sus correcciones tienen eficacia importantísima en el alma de los hijos. Más aún, hay muchos casos en que la madre no logra dominar a los hijos sin el apoyo del padre; y siempre se constata que, si los padres tienen unidad de miras, de medios, de actuación, mucho mejor se logra la educación. En cambio, si los padres van discordes en las miras o en los medios, al exigir, al corregir, serán muy escasos los frutos de sus fatigas: los hijos no obedecerán a ninguno de los dos, primero, y acabarán por rebelarse abiertamente a entrambos. Y bien, a la esposa le concierne21 en práctica procurar esa unidad, pues el padre es el jefe supremo de la familia, a quien la mujer debe obedecer; la madre tiene ordinariamente más tiempo para ocuparse del problema; como ella conoce mejor el corazón y las necesidades de los hijos, le toca hacérselos presentes al padre. Razone, pues, a menudo con el marido, suscite su interés en lo relativo a la instrucción religiosa y civil de los hijos, consúltele en las numerosas dudas al respecto. Y vaya más allá, dejando que el marido intervenga en algunas exhortaciones, en numerosas correcciones y en parte de la vigilancia. Con discreción y celo trate de que él se muestre cristiano
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practicante ante los hijos y les acompañe incluso a la iglesia.
Los hijos llegan a ser en algunas circunstancias el anillo de unión para padres desconfiados entre ellos, reconciliándolos; frecuentemente el Señor se vale de la primera comunión de los hijos para hacer volver a padres separados afectivamente. - Y bien, corresponde a la esposa hacer que tales hechos se den más a menudo: el camino para llegar a ello se lo facilitará el amor a los hijos y al compañero de la vida.
ART. III - LA HIJA
La condición de una hija parece debería ser la de la humildad, la fragilidad, la obediencia, la debilidad, y nada más; a primera vista da la impresión de que la hija no pueda bajo ningún aspecto ejercer el celo. Pero no es exactamente así. También la hija puede hacer un gran bien a su alrededor, con sus hermanos, con los padres, con los extraños.
Ante todo con los hermanos. - Cualquier sacerdote, si es conocedor un poco del mundo, recuerda sin duda a hijas que han sustituido a los padres, difuntos o impedidos, en la educación de los hermanos; y a menudo con una eficacia émula de la influencia poderosísima de la madre y del padre. Cuando estas hijas llegan a sacrificar por los hermanos un feliz porvenir, una posición lisonjera, tiempo, salud, juventud..., ¿no habría que
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calificarlas de auténticas heroínas? Heroínas escondidas para el mundo, quizás hasta desconocidas por los propios beneficiados y pagadas con ingratitud, pero heroínas bien conocidas del Dios que ve en lo escondido y no deja sin recompensa un vaso de agua dado en su nombre.22
Hay otras, no tan generosas pero mucho más numerosas: las que asocian su obra delicada y atenta a la de los padres para educar bien a hermanos y hermanas, especialmente si son menores. Y esto ante todo con el ejemplo, mostrándose siempre las primeras en obedecer, llegando a tiempo y haciendo con mucho recogimiento la oración, siendo diligentes en cumplir los deberes de escuela y de casa, frecuentando asiduamente el catecismo y los santos sacramentos.
Luego, con las palabras: ¡cuántas veces pueden enseñar las oraciones, dar un buen consejo, urgir al deber, hacer una corrección! Frecuentemente son las hermanas quienes cuentan en casa lo que han oído en la predicación, o recuerdan a la familia los avisos del párroco, o defienden y hacen cumplir lo mandado por los padres.
Además disponen de mil mañas. Recuerdo el caso de buenas jóvenes atentas a que los hermanos hicieran los ejercicios escolares; a que cada mes o al menos varias veces al año se acercaran a los santos sacramentos; a que no leyeran periódicos inconvenientes ni frecuentaran compañías
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peligrosas. Es verdad que, especialmente los hermanos, no quieren obedecer en todo a una hermana; es verdad que una hermana no puede siempre dominarlos. Pero cuando es buena, preocupada y atenta con ellos, dispuesta a complacerlos en lo posible, obtendrá mucho con sus modos gentiles, pacientes, insinuantes. De una joven decían los vecinos: «Es el ángel de la paz y de la alegría en su familia».
En segundo lugar, puede hacer mucho bien a los mismos padres.Con éstos, la hija nunca ha de dárselas de maestra y mucho menos de superiora, aun cuando se tratara de un padre o de una madre indignos de tal nombre. No, ella hará el bien con humilde sumisión y con el más sincero afecto. Su deber es rezar por los padres, dándoles con este medio lo que tantas veces no puede dar como ayuda.
¡De cuánta eficacia es la oración de los hijos ante el Señor! Dios convertirá a los padres, si fuera necesario; Dios les dará la paciencia y la constancia en su importante misión; Dios les dará las gracias necesarias para ganarse el cielo. Hubo hijas que se ofrecieron como víctimas al Señor por los malos padres; y a menudo tuvieron el consuelo de verlos al menos morir reconciliados con Dios. De los padres se ha recibido la vida, ¡y no será demasiado ofrecerla por ellos!
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Aún más: la hija puede hacerles mucho bien de mil modos, diversos según la edad, las circunstancias, la índole. ¡Cuántas veces podría contarles buenas acciones o repetirles las verdades estudiadas en el catecismo bajo capa de rendirles cuenta de su aplicación! ¡Cuántas veces en la víspera o en el día de fiestas religiosas podría introducir con destreza la conversación sobre tal argumento! ¡Cuántas veces podría leer, en las horas libres, trozos de buenos libros o alguna hoja honesta, como por recreo! No faltan luego los días de tristeza para la familia; no faltan días en que sobre los mismos padres, aun los fuertemente acoplados, se abate alguna nube o malhumor; no faltan días en que surge algún choque entre hijos y padres. Misión de la hija entonces es hacerse como el aceite para paliar los roces; misión de la hija entonces es hacer de ángel del consuelo, de ponerse como intermediaria de paz, como víctima de expiación, de perorar la buena causa. No podrá lamentarse si le toca ceder ante sus hermanos, aun cuando la razón estuviera de su parte, o si le tocara sufrir algo por causa de los padres, pues esto es lo que concierne a la hija, como al hombre le corresponden especialmente las obras de ingenio y de fatiga. Tampoco crea que no va a lograr apenas nada; no: si es de veras humilde, si se muestra siempre contenta con los suyos, si no tiene demasiados humos en el
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vestir, o en otros miramientos, logrará casi maravillas. Fina, cuidadosa,23 siempre jovial, sencilla, dulce y afectuosa, será considerada como precioso tesoro por los padres, quienes por complacerla la secundarán gustosamente en sus deseos.
En tercer lugar, la hija puede sembrar mucho bien aun fuera de casa. Si el vicio puede compararse a un incendio que se expande, la yesca es la mujer; si la juventud masculina corre grave peligro en la moralidad, la juventud femenina constituye el fuerte empuje o el fuerte freno. La hija, modesta en el vestir, en sus miradas, en su trato, impone respeto y reverencia, cosecha estima y admiración, derrama a su alrededor el perfume de la castidad y de la virtud. En cambio, la mirada de la hija deshonesta lastima el alma, su trato sin pudor incita al mal, su porte es incentivo al pecado. De ahí el dicho: si queréis jóvenes honestos, haced castas a las hijas. ¡Mídase, pues, si es posible, la gran obra moralizadora realizada por una hija virtuosa, recatada, casta! Aun sin hablar, está constantemente predicando, y con eficacia extraordinaria.
Puede hacer mucho bien con el ejemplo, con la oración, con la palabra, con la participación en diversas obras de celo.
Con el ejemplo de una vida ajena a las diversiones, de una vida sin exponerse a los peligros, de una vida dedicada a la piedad y al trabajo.
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Con la oración no sólo para sí sino también para los demás y especialmente para las necesidades públicas y para los pecadores.
Con la palabra, aprovechando gustosamente la ocasión de sembrar buenas máximas y santas exhortaciones, prestándose también, dada la ocasión, para la Obra del catecismo.
Con las obras de celo, especialmente las parroquiales, pues una hija debe poseer el espíritu de la parroquia, como se dirá luego.
Estas formas de celo ya fueron explicadas suficientemente antes al hablar del celo de la mujer como individuo.
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1 Cf. BOLO E., Mocedad cristiana [título original: Les jeunes filles (Las jóvenes)], trad. it. del P. Marcello Castelli B., Nápoles, Bandinella & Loffredo 1910.
2 DA dice introducción.
3 De las discusiones entre católicos y laicos encontramos un compendio en este artículo de la época: «En las escuelas y en las plazas, en los libros y periódicos se proclama a cada momento, y se grita en todos los tonos, que la ciencia es enemiga de la fe religiosa y señaladamente de la católica. Como afirmación de hecho, o traducción en palabras de un fenómeno contemporáneo, la frase es exacta en parte. Sería más exacto decir no que la ciencia se ha declarado contraria a la fe sino que algunos científicos lo han hecho en nombre de la ciencia: son los que tratan de formar y elaborar en el propio magín los pensamientos de las cabezas ajenas, de las multitudes, y para lograrlo necesitan declarar la ciencia como la sola y suprema autoridad reguladora del mundo, y a sí mismos como los únicos científicos» (La Civiltà Cattolica 2 [1910] 17-35).
4 El 23 de junio de 1867 el conde Juan Acquaderni de Bolonia y Mario Fani de Viterbo suscribieron un programa para la Sociedad de la Juventud Católica Italiana que se resumía en las palabras: “oración, acción, sacrificio”. Después, a los dos primeros Círculos fundados uno en Bolonia y el otro en Viterbo, se añadieron otros, esparcidos por todas partes en Italia, tanto que en el primer congreso celebrado en Venecia el año 1874 alcanzaron el número de 72 (cf. Juventud itálica, número especial para el cincuentenario de la Sociedad de la juventud católica italiana, n. 7-9 julio-septiembre 1921). En Piamonte, el primer círculo fue el de Maranzana, diócesis de Acqui en 1879, al que siguieron, en 1884, los de Canelli y Ponzone, y en 1886 el de Mombaruzzo. En la diócesis de Cúneo el primer círculo surgió en Boves en 1889 por obra del párroco don Calandri; el segundo, el círculo “Beato Ángel y san Andrés” en Cúneo, fue inaugurado el 17 de octubre de 1896. Durante 1896-1897 en la diócesis de Alba habían surgido los círculos de Alba, Dogliani, Cortemilia, Torre Bormida y Cossano Belbo. Cf. Juventud itálica, n. especial citado, en Iglesia y Sociedad..., o. c. [DA 32, nota 6], pp. 390-393.
5 Nótese este “artículo de fe”, que el P. Alberione propondrá después como núcleo central de su cristología y de su pastoral. Cf. Jesús, el Maestro, ayer, hoy y siempre, Roma 1996, pp. 72-73.
6 El termino usado en DA podría equivaler a visión o visita.
7 Niños y muchachos de los círculos parroquiales titulados a san Luis Gonzaga, su patrono.
8 NYSTEN J., Esposos timoratos, esposos afortunados: Consejos a los jóvenes y los esposos cristianos; traducción del francés por Ángel Michelotto (Jean Nysten era el capellán general de los hospitales de Lieja).
9 DA usa una palabra arcaica.
10 Cf. Mt 13,25ss.
11 DA caracteriza este periodo como el de ponerse de acuerdo.
12 Cf. Prov 23,13-14.
13 Cf. Prov 13,24.
14 Padre y doctor de la Iglesia oriental (295-373), obispo de Alejandría de Egipto, fue el más aguerrido defensor de la divinidad de Cristo contra la herejía de Arrio. Amigo de san Ambrosio, escribió como él un bonito tratado dirigido a las vírgenes consagradas. - El nombre de la madre nos es desconocido.
15 Gregorio de Nisa (ca. 335-394): hermano de Basilio y obispo de Nisa; defendió el dogma trinitario contra los arrrianos que lo negaban. - Su madre en realidad se llamaba Emelia.
16 Cf. Gén 3,6s.12-13.
17 Noble jovencita de Roma que murió mártir hacia el 230. Fue esposa de Valeriano que se convirtió al cristianismo. Muerto el marido, ella dio sus bienes a los pobres.
18 Urbano I, papa del 222 al 230, gobernó la Iglesia en tiempos de relativa calma bajo el emperador Alejandro Severo. Asistió a santa Cecilia, “elocuente ovejita” por haber testimoniado la fe hasta la conversión de Valeriano (MM).
19 Cf. 1Cor 7,14. DA traduce fue santificado.
20 DA, por error, en vez de “ciò” (lo que), pone “cioè” (es decir).
21 DA dice, con redundancia, se le concierne.
22 Cf. Mt 10,42 y Mc 9,41.
23 Que cuida a los demás.