Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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apostólica,1 el 18 de noviembre de 1912, les dirigió un precioso discurso. Dijo entre otras cosas: «Distraídos por tantas ocupaciones, es fácil olvidar las cosas que llevan a la perfección de la vida sacerdotal; es fácil engañarse y creer que, ocupándose de las almas de los demás, se trabaje directamente también en la propia santificación. No os induzca a error esta lisonja, pues nemo dat quod non habet;2 y para santificar a los otros es preciso no descuidar ninguno de los medios propuestos para santificarnos nosotros mismos». No cabe duda alguna sobre esta verdad: «Sed, oh sacerdotes, lo que queréis que los otros lleguen a ser con vuestro ministerio». Hacer santos a los demás cuanto lo somos nosotros es cosa relativamente fácil: hacerlos más, no. Ciertamente, Dios puede servirse de otros medios, de lecturas, de inspiraciones, de ejemplos; pero el medio ordinario es el servirse del sacerdote, como de un canal de sus preciosas aguas. Esto vale para todos los fieles; pero aquí queremos subrayar esta verdad refiriéndonos al cuidado espiritual de la mujer.
«El hombre tiene la primacía de la fuerza de la mente y del brazo, la mujer tiene la del corazón y del sacrificio». Uno se afirma en este postulado si observa la distribución de ciertos premios otorgados; cito como ejemplo los asignados, hace dos años, en Padua y en la academia de Francia. Más aún, en esta última todos los premios fueron asignados a mujeres, con este orden:
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Primer premio: (6.000 liras) a las Hermanitas de la Asistencia de los Enfermos de Mauriac.
Segundo: (5.000 liras) a la señorita Rochebilard.
Tercero: a la empleada de hogar María Bergnon.
Cuarto: a la señorita Arnaud.
Quinto: a la campesina María Jaffeux.
La mujer constituye el sexo devoto y por lo general tiene que ser conducida más adelante en los caminos del Señor; el maestro ha de ser, pues, más instruido, más experimentado en los caminos del espíritu. San Juan de la Cruz,3 santa Teresa, Frassinetti, san Alfonso,4 con muchos otros teólogos y maestros de espíritu, tienen al respecto palabras graves y hasta reprensiones severas. El ojo grosero discierne bien poco de estas delicadezas; pero la menor o mayor santidad es algo que queda. Dios tendrá eternamente una mayor o menor gloria, el alma una mayor o menor felicidad: gloria y felicidad que proclaman su causa desde el corazón sacerdotal.
No faltan otras consideraciones: «No cabe discutir que escuchar las confesiones de las mujeres sea el escollo más peligroso y fatal que encuentra el ministro de Dios en el proceloso mar de este siglo». Así escribe Frassinetti en el libro que con inmensa ventaja debería leer todo sacerdote: Manual práctico del párroco nuevo (Génova - Tipografía de la juventud - L. 1,50). Esta razón crece si a la del confesionario se añade otra relación
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exterior. El espíritu de piedad descubre los peligros de los que no sospecharía una simple prudencia; el espíritu de piedad comunica un sacro horror incluso a la sombra del mal; este sacro horror, corroborado por la asistencia divina, es la salvaguardia.
Tampoco será inútil una última observación que, si no para otra cosa, al menos ayudará a la formación general del sacerdote. Quien tiene una piedad profunda se preguntará a menudo: «¿Trabajo suficientemente por los demás?, ¿me valgo de la mujer según el orden establecido por la divina Providencia?» - La delicadeza de conciencia le interpelará. No sólo, sino que en sus oraciones, particularmente en el rezo del Oficio divino y en las visitas al Smo. Sacramento, sabrá encomendar al Señor esta parte tan importante de su ministerio. En las derrotas él encontrará consuelo, en las victorias se mantendrá humilde, en el trabajo tendrá constancia: pues si hay un ministerio en el que sea necesario excluir el entusiasmo, armarse de paciencia, fundamentarse en la humildad, es en éste. La mujer, con la volubilidad de su corazón, con sus típicos chismorreos, con la afectuosidad de su carácter, con el fuego de paja que llamea un instante para enseguida apagarse, dan la razón de ello. Pueden hablar cuantos tienen experiencia.
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1 Asociación de sacerdotes diocesanos del Sagrado Corazón de Jesús, fundada en Francia en 1862 por el canónigo honorario de Orléans, mons. Lebeurier. Se había difundido también en Italia a partir del 1880 (MM).

2 «Nadie da lo que no tiene», adagio jurídico.

3 Reformador del Carmelo y escritor místico, Juan de Yepes nació el año 1542 en Fontiveros, cerca de Ávila, España, y murió en Úbeda, Jaén, Andalucía, el 14 de diciembre de 1591. Frecuentó la escuela de los jesuitas y en 1563, tras haber dado prueba de su impericia en los varios oficios a los que su familia, pobre de medios, intentó encaminarlo, con veintiún años, entró en los carmelitas de Medina. Pronto sufrió una desilusión por la relajación de la vida monástica que llevaban los conventos carmelitas. Estudió en la Universidad de Salamanca, donde, en 1567 fue nombrado prefecto de los estudiantes carmelitas. Ese mismo año fue ordenado sacerdote. En el otoño siguiente se encontró con Teresa de Jesús, veintisiete años mayor que él, por lo que lo llamaba amablemente su “pequeño Séneca”, o su “medio hombre”. La fundadora, que ya tenía la idea de extender la reforma a los conventos masculinos de la Orden carmelita, percibió en aquel frailecito, físicamente insignificante, un socio ideal para llevar adelante su valiente proyecto. Le habló de ello y le convenció. La obra de reforma comenzó el 28 de noviembre de 1568 en Duruelo (Ávila), donde Juan estaba desde hacía unos 2 meses, siendo el primer carmelita descalzo. En 1571 pasó a ser también el primer rector del primer colegio de los carmelitas reformados, en Alcalá, oficio que Juan desempeñará (1579) asimismo en el colegio de Baeza, fundado por él con el lema: “religioso y estudiante - religioso primeramente”. En 1572 Teresa lo llamó como confesor ordinario en el convento carmelita de la Encarnación en Ávila, donde ella era priora. Allí Juan ejerció un ministerio fecundo, hasta que el 2 de diciembre de 1577, durante el período más duro de las contiendas entre carmelitas calzados y descalzos, fue raptado y encerrado en la cárcel conventual de Toledo. “Padecer y morir” fue el lema de Juan en aquellos oscuros ocho meses de cárcel. Teresa quedó muy preocupada ignorando dónde hubiera ido a parar. Logró por fin fugarse en las primeras horas del 17 de agosto de 1578.

4 Alfonso de Ligorio, abogado, sacerdote, fundador de los Redentoristas, nació en Marianella, junto a Nápoles, el 27 de septiembre de 1696 y murió en Pagani, junto a Salerno, el 1 de agosto de 1787.