no todas las almas encuentran el tiempo necesario; y, aun cuando lo encontraran, quedarían siempre dos dificultades por resolver: ¿cómo podría el sacerdote indicar libros si él no los conoce, no sabe si son o no aptos a la capacidad y necesidades de la penitente? Además, los libros no bastan, no todo cuanto necesita un alma puede encontrarse en ellos; y, aun cuando se encontrara, a menudo resulta difícil aplicarlo. «Nemo judex in propria causa»,11 y mucho menos la mujer, más propensa a ser dirigida que a dirigir y dirigirse.
Este argumento necesitaría volúmenes para ser desarrollado adecuadamente; y hay que desear y pedir al Señor para que suscite el autor apropiado. Indico dos libros que pueden satisfacer tal necesidad en la parte referida a la formación en la virtud:
1. Práctica progresiva de la confesión y de la dirección espiritual12 (2 volúmenes - Librería del Sagrado Corazón, Turín - L. 3).
2. La confesión y la dirección - Boccardo13 (volumen I - idem - L. 3).
[CAPÍTULO VIII]1
LA FORMACIÓN DE LA MUJER EN LA VIRTUD
«En la mujer, mirad siempre a la madre». - Esta es la parte principal de su tarea en el mundo; tal es su naturaleza; tal es el hecho ordinario. Las mujeres voluntariamente célibes, por
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numerosas que sean, constituyen siempre una excepción, y las más veces sólo para hacerse madres espirituales. Algunos años atrás, una estadística calculaba en 300.000 el número de las religiosas, sólo en Francia.
Y bien, ¿qué hay de más materno que su cometido? Rezar, servir a viejos y enfermos, cuidar a los huérfanos, instruir a los ignorantes, aliviar y consolar todo dolor... ¿no son características de la maternidad? Ahora bien, las vírgenes, dulces madres de las miserias humanas, no están todas encerradas en los claustros, ni todas tienen velo: hay muchas en las familias desgraciadas.
Algunos las miran con aire de compasión y desprecio, como si todas fuesen el desecho y las víctimas de la naturaleza, de las desgracias, del infortunio.2 No todas son así: algunas han visto de lejos la paz del claustro y el gozo del matrimonio. Y sin embargo, por amor de Dios han rehusado a una y otra cosa, para ser sostén de padres viejos y demasiado exigentes, criadas de hermanos y hermanas, tutoras de huérfanos. A ellos les han dado todo: juventud, libertad, porvenir; son madres espirituales.
Mirar a formar la madre: he aquí el gran principio en la educación espiritual de la mujer. La instrucción de una joven será suficiente sólo cuando ella sea capaz de instruir modernamente a los hijos. Inútil resulta, pues, argumentar que nuestras jóvenes saben lo suficiente
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para sí, de catecismo; que son simples campesinas; que la piedad las conservará en las buenas costumbres, etc. La educación no es suficiente sino cuando las capacita para la vida de sacrificio y de bondad que concierne a la madre.
Instrucción. - Unas pocas palabras: no es difícil relevar la importancia y los medios de cuanto se dijo ya antes, especialmente hablando de la madre. El catecismo a niños y niñas: he aquí la parte principal del ministerio sacerdotal; el oficio más dulce para un apóstol; la obra más eficaz y urgente en nuestros días. La defensa de la escuela cristiana requiere nuestra acción: pedir el catecismo en los términos consentidos por las leyes, trabajar por la autonomía comunal en la administración de las escuelas, poner como plataforma para las elecciones la enseñanza religiosa, tender a la escuela libre: este es el trabajo actual en el campo de la acción católica. Y el sacerdote no puede desinteresarse de ningún modo, salva su conciencia, pues no se trata sino de la aplicación del más grande mandato que incumbe al sacerdote: «Haced discípulos de todas las naciones».3
La escuela parroquial de catecismo y el oratorio. - Todos saben que enseñar la doctrina en la iglesia, a niñas, divididas en tantos grupos, que se molestan y dificultan unos a otros, es un método lleno de inconvenientes. El oratorio con locales propios y construidos a propósito,
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provisto de los medios de disciplina para el catequista, dotado de personal apto y de diversiones agradables... sería lo ideal. ¡Y no se diga que es imposible! Si se quiere lograr; si no se sigue un extraño apriorismo; si se pretende realizar la obra poco a poco... tal vez una sola sala por vez, se obtendrá más de cuanto se cree...
Después del oratorio vendrán las clases de religión para las estudiantes, el catecismo de continuidad para las muchachitas del pueblo, las conferencias de religión o las charlas de moral para todas. La necesidad de predisponer a las jóvenes contra los errores, difundidos luego ampliamente en las escuelas y en los talleres, exige que la instrucción religiosa incluya también un poco de apologética, de historia sagrada y eclesiástica, con la confutación de las objeciones más comunes.
Véase el áureo opúsculo «Los oratorios festivos y las escuelas de religión. - Eco del V Congreso» (Librería Buena Prensa - Corso Regina Margherita, 176 - Turín).
Luego completarán la instrucción de las jóvenes las clases de costura, de economía doméstica, etc., de las que hablamos ya en otro lugar.
La educación. - Requiere que la mujer sea formada en la seriedad, la virilidad,4 la amabilidad.
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Seriedad. La mujer es de suyo veleidosa y todo en ella tiende a asumir el sello de la ligereza, sin excluir de esto la piedad. A este respecto, escúchense las hermosas palabras del autor de la Formation religieuse et morale de la jeune fille: «Reflexionar es la primera condición de la seriedad; la segunda, un fondo de ideas sensatas. Estas ideas son como buenas consejeras, vecinas nuestras siempre dispuestas a aconsejarnos. La reflexión no es sino una conversación con ellas». Acostumbrar a la mujer a reflexionar: ¡gran problema en la educación, particularmente en la femenina! Cosa difícil, pero no imposible. Tres pasos hay que dar. Excitar el deseo: un deseo verdadero, exponiendo claramente los motivos, las ventajas, la dulzura; y esto hacerlo a veces sobre cosas menudas, sencillas, ordinarias. Crear la costumbre con la repetición de los actos. Reflexionar sobre los pensamientos, que son la semilla de las obras; reflexionar sobre los sentimientos del corazón; reflexionar sobre los hechos acaecidos; reflexionar sobre las consecuencias temporales y eternas de las acciones; reflexionar sobre cuanto se oye.
El sacerdote dispone de mil ocasiones para ello. Tiene el púlpito, del cual sacará siempre mucho fruto al apelarse a la experiencia de los oyentes, al obligar al alma como a plegarse sobre sí misma, al analizar y describir los sentimientos, las costumbres, las ideas, los usos, las modas, las virtudes y los defectos de las oyentes.
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Tiene el confesionario, donde puede insistir sobre el examen particular acerca del defecto principal, hecho varias veces o por lo menos una vez al día. Y no ya sobre el mero defecto sino sobre las causas del mismo, sobre el bien quizás no cumplido, sobre la actividad espiritual, sobre el esfuerzo habitual, sobre la energía de la voluntad. La confesión frecuente, aun vista sólo desde el lado humano, es uno de los medios más eficaces para favorecer la seriedad...
Tiene la meditación y la lectura espiritual, no siempre posibles pero utilísimas. Y siempre será posible al menos leer sólo libros y periódicos serios, evitar las conversaciones vanas y demasiado ligeras, escuchar con frecuencia la palabra de Dios.
Con estos medios no será difícil evitar esa piedad, todo sentimentalismo, que tantas veces se percibe en las mujeres. La piedad ha de ser el medio, no el fin. Nuestra santísima religión es una vida, no unas prácticas devotas; no se es piadosos, sino cuando se vive de fe, se obra con fe, se siente según la fe. Fruto de la piedad han de ser no sólo las virtudes teologales y cardinales sino también las morales, como la mansedumbre, la humildad, la paciencia, etc.
Para la seriedad se requieren también ideas sensatas. Y éstas hay que ahondarlas con largas consideraciones y con oración frecuente. Y aquí
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no hablamos sólo de ideas humanas, sino también de ideas sobrenaturales. Las fórmulas el arte por el arte, el bien por el bien han dado malos resultados, aparte de ser falsas en sí mismas, como ya se dijo. En el alma de la mujer tienen que echar profundas raíces estos principios directivos: la vida, en su verdadero sentido, es un viaje hacia la eternidad, una prueba; no un tiempo de placeres; en esta tierra cada uno tiene una parte que hacer, una misión que cumplir; la juventud es la base de la vida física, intelectual, moral, religiosa; cada uno puede llegar a un cierto grado de perfeccionamiento, dependiente del esfuerzo habitual; la conciencia es la primera y principal guía de las acciones, y no se la puede contradecir nunca y arrastrarse a los pies de los otros; sólo a Dios hay que contentar en la vida.
Afortunada la mujer seria en sus gustos, en sus modas, en su carácter, en su piedad: ella tiene en sus ideas y en su reflexión unos tesoros inestimables.
Virilidad. Con esta palabra se entiende el complejo de cualidades que exigen más fuerza; ésta es necesaria para los sacrificios siempre frecuentes en la vida; para el espíritu de iniciativa o emprendedor; para el coraje, que permite obrar con fortaleza; para la firmeza, que asegura la perseverancia; para la calma y la prudencia, que son los ojos de las obras.
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El sacrificio va más unido a la vida de la mujer que a la del hombre; toda la función materna es una serie de dolores. La esposa, la hija, la hermana se hallan relativamente en estado de inferioridad y de obediencia; el hombre es por lo general áspero, y por ello pisotea tantos pequeños defectos y deseos de la mujer. A ésta le toca callar y sufrir al voluntario o involuntario tiranuelo. La mujer no preparada al sacrificio es una planta de tallo demasiado débil, destinado a curvarse bajo el soplo de los vientos. - ¡Y con todo, en la edad juvenil es tan fácil pintarse la vida como una serie de gozos; es tan fácil encontrar educadores que sólo saben conceder y nunca negar; es tan ordinario tratar de contentar siempre! ¡A qué corriente tiene que oponerse el sacerdote! Pero no puede zafarse sin con ello renunciar a formar almas fuertes y sinceramente cristianas.
Espíritu de iniciativa. A la mujer le gusta encontrar el camino ya trazado; le es innata la necesidad de apoyo. Sin embargo, en la lucha entre el bien y el mal, en la sociedad y en la familia, la mujer no puede dejarse conducir: debe tener ideas propias y en base a ellas decidir. No es que se libre de la obligación de obedecer; pero sí le está prohibido dejarse arrastrar por el mal. Cuenta siempre con superiores, con consejeros sensatos, con confesores; pero en su ámbito tantas veces le toca ser ella misma consejera y maestra. Estudiar los males en sus causas, buscar
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los remedios y pedir con humildad la aprobación de su director, es el más justo espíritu de iniciativa.
Coraje en hacer lo decidido. Coraje, pues el bien exige fuerza, suscita envidias, excita oposiciones. El coraje que se adquiere multiplicando las pequeñas victorias sobre la timidez, la inestabilidad, los propios gustos. El coraje que sabe resistir cuando se trata de las convicciones religiosas, cuando se ponen en juego las buenas costumbres, cuando conviene perseverar en las prácticas piadosas.
Perseverancia con calma y prudencia. Las circunstancias exigen tal vez saber ceder o al menos cambiar ruta. El obstinarse puede indicar pequeñez de espíritu y hasta arruinar los más santos planes. Elegir el momento oportuno, preparar el golpe, disponer los ánimos son indicios de aquella prudencia que en todo debe entrar, como la sal en cualquier alimento.
De las cualidades amables, tan necesarias en la mujer, ya se ha hablado antes.
* * *
En este punto se presenta la pregunta: ¿es mejor la educación en la familia o la de fuera? Es obvio que debe excluirse todo colegio, taller o casa-familia gobernados por el espíritu laico o simplemente de índole aconfesional,5 pues no harían sino dar una bien
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triste dirección a la joven. La religión es el verdadero fundamento de la vida moral; no se la puede excluir sin que el edificio educativo caiga arruinado; en efecto, el espíritu laico no hace más que aumentar espantosamente la delincuencia juvenil, desencadenar precozmente las pasiones más brutales, preparar un negro porvenir a la patria. Hablamos pues de esos colegios, talleres y casas-familia donde reina aún, gracias al Señor, el espíritu cristiano, y preguntamos si es mejor partido enviar ahí las hijas o tenerlas en casa. La respuesta no admite dudas: la educación familiar, en general, es superior a cualquier otra, cœteris páribus. Sólo la necesidad puede excusar un tanto la actual praxis opuesta, ya casi general. La madre sabe mejor penetrar en el ánimo de la muchacha; sabe captar las ocasiones más oportunas para sembrar máximas santas, sabe compadecer, consolar, animar. Es innegable que hay institutrices más hábiles que muchas madres; por eso he dicho cœteris páribus. La educación familiar encamina mejor a la muchacha hacia la vida verdadera, es más acorde a las necesidades de su pequeño mundo, responde bien, de ordinario, a la posición social de la joven. Es también más amplia: en efecto, ninguna otra educación prepara mejor a la buena ama de casa, rectora de su hogar, a la madre de familia, adaptada a todas las necesidades de los hijos, a la esposa afectuosa llegada al matrimonio
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con la conciencia del gran paso dado, capaz de compadecer, sufrir, consolar.
No obstante eso, la razón de los estudios, las necesidades de la vida y la desventura obligan a gran parte de muchachas a echar mano del colegio, de la institución benéfica, del pupilaje. En estos casos el sacerdote ha de ejercer también un influjo, directo o indirecto, para que allí la educación se acerque lo más posible a la familiar.
Procurar que esas jóvenes puedan ganarse un pedazo de pan ya es algo, ciertamente; cualquiera lo entiende. Pero no es todo: el hombre no vive sólo de pan.
Se ha oído cantar en todos los tonos que las jóvenes salidas de colegios religiosos, cuando vuelven a casa, a menudo son peores que las demás. Quizás sea exagerada esta afirmación, pero esconde cierta verdad y al menos suena como una advertencia severa a los educadores. Demasiado frecuentemente se obliga, no se persuade; demasiado frecuentemente no se defiende a la juventud contra los peligros reales; demasiado frecuentemente no se educa para la vida del mundo sino para una perenne vida de comunidad. Es necesario desarrollar el sentido moral, con la máxima libertad que pueda conciliarse con la vida común; poner profundamente los principios religiosos; tener continuamente presente ese mundo donde están destinadas a vivir. Sería bonito poder ignorarlo siempre, pero, como un día habrá que entrar, conviene
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recordar el dicho: «jácula prævisa minus feriunt».6
También en esos centros ha de impartirse la instrucción social, mostrando el mundo dividido en dos grandes ciudades, una armada contra la otra: la ciudad de Dios y la ciudad del diablo. La división se perfila siempre más: quien no está con Dios está contra Él.
Finalmente, en esos centros educacionales se dan muy bien clases de buena ama de casa y de urbanidad. Resulta ridículo, si no fuese doloroso, lo que sucede: muchachas salidas de ahí, con discreto surtido de instrucción y también de habilidades en determinados trabajos, ¡no saben presentarse con garbo, no saben preparar ni la más sencilla comida!
Todos saben que no siempre un sacerdote puede ejercer un influjo directo en estos institutos. Pero algo puede siempre hacer: en charlas, en sermones, en el confesionario, entreteniéndose alguna vez en el recibidor para hablar con los superiores, etc. A menudo una conversación familiar obra íntimas persuasiones; y una vez convencidas las institutrices, lo más ya está hecho y hasta tal vez todo.
Predicación especial para las mujeres. - El doctor Swóboda, en su espléndido libro, La cura de almas en las grandes ciudades,7 habla ampliamente sobre la importancia de dividir al pueblo en clases, para la predicación. Su tesis vale especialmente para las grandes ciudades, pero no pierde mucha
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fuerza tratándose de centros rurales; la experiencia lo ha ratificado ya. Tal división permite decir cosas más interesantes, más atractivas, más útiles. Tiempo propicio serían los Ejercicios espirituales, algo menos el período cuaresmal, disponiendo cada día, o al menos durante un triduo, una predicación especial para las mujeres, para las madres, para las jóvenes. En muchas parroquias se dan conferencias particulares; en otras se aprovechan las circunstancias especiales; en algún sitio se encargan a mujeres cultas, o también a las comadronas, o al médico, cuando se quieren tratar argumentos especiales. Dignísima de señalarse a la admiración y como ejemplo8 es la obra de los Ejercicios espirituales para las mujeres, instituidos en varios lugares. Los hay para señoras solamente, para las estudiantes, para las jóvenes obreras, etc. En algunas ciudades las ejercitantes se apartan totalmente del propio ambiente y se retiran en una casa religiosa; otras veces, aun permaneciendo en su casa, tratan de vivir más retiradas y de ocupar el día en obras de piedad. La duración es generalmente de una semana, a veces sólo de tres días; y también se usa, no sólo en colegios sino en algunas parroquias, hacer para la mujer un día de retiro espiritual mensual.
En esta formación se debería hablar ampliamente de la frecuencia a la santa comunión. Es un medio tan eficaz que el papa
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Pío X no deja de ocuparse de ella y de dar facilidades. Si alguien quiere considerar las palabras de Jesucristo, le basta abrir el Evangelio de san Juan (capítulo VI), donde se habla de los efectos de la Eucaristía. Si, en cambio, alguien quiere pruebas de hecho deberá confrontar la vida de las almas piadosas, de las vírgenes, de las religiosas, de los misioneros que comulgan diariamente, con la de quien está alejado de este Pan de vida y de este Vino que engendra vírgenes. La esterilidad heladora del jansenismo,9 frente a la fecundidad cálida de los santos, apóstoles de la comunión frecuente, constituye una historia clara para quien no se empeña en cerrar los ojos a la luz. Las selvas, para revitalizarse, necesitan plantaciones nuevas; y a nuestra sociedad envejecida, para vigorizarla y renovarla, Pío X, con sus decretos sobre la comunión, le prepara generaciones en cuyo corazón circule una sangre generosa y pura, una sangre mezclada con la del divino Cordero, por la frecuente participación en la mesa eucarística.
A estas alturas, el clero no sólo está persuadido, sino que trabaja con gran fervor a tal fin.
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11 Cf. Nemo esse iudex in sua causa potest, sentencia de PUBLIO SIRO (poeta latino, I siglo a.C.), Sentencias, 545. «Nadie puede ser juez en propia causa».
12 Cf. Práctica progresiva de la confesión y de la dirección espiritual. Según el método de san Ignacio de Loyola y el espíritu de san Francisco de Sales. Volumen primero: De la tibieza al fervor. Traducción preparada por A.L.F.P (Este volumen es independiente del segundo), París. - Práctica progresiva de la confesión y de la dirección espiritual. Según el método de san Ignacio de Loyola y el espíritu de san Francisco de Sales. Volumen segundo: París, P. Lethielleux, Librero Editor, 10, Rue Cassette 10 (313 pp.).
13 Cf. BOCCARDO L., Confesión y dirección. El hijo espiritual, Depósito: Turín, Librería Tappi, Buena Prensa, Librería del Sagrado Corazón; Roma, Pustet, Desclée, 1913, III-XXIX, 464 pp. aprobado para la prensa por el sacerdote Francisco Paleari, en Turín, Pequeña Casa de la Divina Providencia, 29 de junio 1913.
1 Véase nota 1 del capítulo VI.
2 DA, en vez de infortunio, dice fortuna.
3 Cf. Mt 28,19.
4 Está por madurez, fortaleza de ánimo (véase DA 279-280).
5 DA dice confesional.
6 «Los dardos previstos hieren menos».
7 Cf. SWÓBODA E. (prelado doméstico de Su Santidad, Consejero áulico y Profesor de teología pastoral en la Universidad de Viena), La cura de almas en las grandes ciudades. Estudio de teología pastoral, versión italiana del canónigo doc. Bartolomé Cattaneo sobre la 2ª edición alemana, Roma, Librería F. Pustet 1912. En la Introducción, del propio Autor, se lee: «Quien piense en la belleza ideal de la vida cristiana primitiva y luego se ponga a considerar la grandísima influencia moral e intelectual que ejercen sobre la sociedad las grandes ciudades modernas... no podrá dejar de reconocer que ninguna otra cuestión se presenta más interesante para la vida práctica cristiana que la de la cura de almas en estas grandes ciudades».
8 DA usa una expresión enrevesada.
9 El jansenismo es un sistema doctrinal hereje, desarrollado por Jansenio Cornelio (1585-1638), siguiendo a Miguel Bayo, quien afirma que el hombre, después del pecado, no puede sino cometer pecados. No somos por tanto dignos ni de acercarnos a recibir la comunión. La herejía se divulgó también en Italia, donde tomó un cariz de sentimentalismo ético-religioso. En 1794 Pío VI condenó el jansenismo con la bula Auctorem fídei (MM).