IV
APOSTOLADO DE LA VIDA INTERIOR«Pero ellos no comprendieron lo que les había
dicho. Jesús bajó con ellos, llegó a Nazaret y
siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba
todo aquello en la memoria. Y Jesús iba
adelantando en saber, en madurez y en favor
ante Dios y los hombres» (Lc 2,50-52).
APÓSTOL
Apóstol es quien lleva a Dios en la propia alma y lo irradia a su alrededor.
Es un santo que acumula tesoros y comunica, de su abundancia, a los hombres.
Es un corazón que ama tanto a Dios y a los hombres, que no puede ya comprimir en sí cuanto siente y piensa.
Es un ostensorio que contiene a Jesucristo, y difunde una luz inefable a su alrededor.
Es un vaso de elección que rebosa, porque está demasiado lleno, plenitud de la que todos pueden gozar.
Es un templo de la santísima Trinidad, la cual actúa sumamente en él;
traspira a Dios por todos los poros: con las palabras, las obras, las oraciones, los gestos, las actitudes; en privado y en público.
Y bien, con este retrato, examinad el rostro de personas, cercanas o lejanas: ¿reconocéis en él al apóstol? En grado sumo, con inalcanzable
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parecido es el rostro de María. Luego seguirá Pablo.
La santidad interior es el primer y más esencial apostolado, inconfundible e insustituible. Donde hay vida interior, está siempre el apóstol, aunque se trate de un Antonio en el desierto, un cartujo en silencio, una monja lega en clausura que se ocupa de los trabajos más humildes.
PRIMER APOSTOLADO
a) El alma interiormente santa inyecta en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia, una sangre pura y vivificante que aprovecha a todos los miembros; los acrecienta y los revigoriza para las batallas de Dios.
San Pablo nos habla muchas veces de este Cuerpo místico. Pío XII ha desarrollado límpidamente en la encíclica Mystici córporis Christi la doctrina de la Iglesia sobre este argumento. Muchos libros lo han explicado. Y bien, todos ven que en un cuerpo actúan la mano, el pie, la lengua; pero el corazón desempeña una función más importante, amplia y necesaria, aunque invisible.
Las armas en nuestro poder no son humanas sino divinas, capaces de abatir el mal y las obras de los tristes, de vencer toda doctrina que se opone a Dios y a Jesucristo; de conquistar cualquier inteligencia y doblegarla a Cristo. «Las armas de mi milicia no son humanas; no, es Dios quien les da poder para derribar fortalezas: derribamos falacias y todo torreón que se yerga contra el conocimiento de Dios; aprisionamos a todo el que maniobra,
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sometiéndole a Cristo».1
De esta sangre pura, de esta vida sobrenatural, de estos corazones que son de Cristo, vive siempre la Iglesia: desde el Cenáculo hasta hoy, y por los siglos.
Es grande la palabra de Jesucristo: «por ellos (los discípulos) me perfecciono y consagro yo mismo».2 De él la gracia pasa a los santos, que tienen una participación y rebosan quod súperest, lo que sobreabunda.
b) Los santos son potentes ante Dios a medida y en el grado de sus méritos y de su santidad. El poder de intercesión corresponde a la unión que tuvieron con Dios en la tierra.
La oración, dice san Agustín, es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. En efecto, el Señor se ha comprometido a escuchar nuestras súplicas: «Cualquier cosa que pidáis, tened fe en que la habéis recibido y la obtendréis».3 ¡Qué apostolado ejerció Jesús en la cruz, mientras agonizaba, rogando por los pecadores, lanzando su grito: «Sitio»! (tengo sed). Según nuestro modo de expresarnos, él salvó al mundo más con su pasión y muerte que con la predicación.
c) El verdadero apostolado es el que se injerta, se ensimisma, se uniforma con el apostolado de Jesús, pues se inspira en el mismo fin: la gloria de Dios, la paz de los hombres. Muchos de los que se llaman apóstoles, no cuidan la mayor gloria de Dios. Son platillos estridentes, campanas
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ruidosas, viento que infla; pero luego todo se esfuma. Muchos, demasiados, «buscan los propios intereses, no los de Jesucristo».4
El hombre de Dios juzga las cosas bajo la luz que viene de lo alto: más que del aspecto exterior, comprende la parte que tienen en el plan redentivo de Dios. Los fracasos no le abaten; Dios puede ser glorificado en la propia humillación. Su mira, su intención va siempre a Dios y a las almas. De este modo todo apostolado adquiere cada vez más los caracteres, la eficacia y la vitalidad sobrenatural. Dios lo es todo; las almas están en sus brazos: «Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto, hasta que Cristo tome forma en vosotros».5
«Cuando Dios quiere que una obra sea toda de sus manos, lo reduce todo a la impotencia, y luego actúa». Anulado el yo, vive Dios. Con el programa de Jesucristo se obra con él, en él, por él. Y cuando Dios está con nosotros, ¿quién estará en nuestra contra? No cabe mayor seguridad que «cuando el Señor cooperaba con ellos y confirmaba el anuncio del mensaje (con las señales que les acompañaban)».6 Este apóstol lo podrá todo: «quien me presta adhesión hará obras como las mías y aun mayores».7
VIDA INTERIOR DE MARÍA
María es más santa que todos los demás: por tanto es la primera apóstol; más aún, es la apóstol.
Al Cuerpo místico de Cristo, o sea a la Iglesia, María ha dado el principal aporte con su santidad: un vigor, una lozanía de vida copiosa. Su plenitud –«llena de gracia»–,8 se desbordó sobre todas las almas: desde Juan evangelista a Juan
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Bosco; desde los mártires a los vírgenes; desde los papas al sencillo trabajador.
Cristo es la vida; de la Cabeza esta vida baja a los miembros, y cada día vivifica a nuevas almas en el bautismo, en la Eucaristía, en la penitencia. Estas almas viven de Cristo.
María, por divina elección, ha sido constituida la gran Madre de los redimidos por Cristo. Ella está al frente de la nueva familia que Jesucristo formó. Como Eva, madre en cuanto al cuerpo del género humano, así María inauguró un género nuevo, cristiano y santo. Madre espiritual nuestra, nos transfundió su vida, engendrándonos en las angustias del Calvario. La Iglesia en la Salve la saluda como «vida».
Una madre transfunde en los hijos su sangre, a menudo también el carácter, las cualidades, las tendencias. María transfunde en las almas las inclinaciones, los gustos, su amor, ella misma. Y esto tanto más cuanto un alma se le acerca mayormente: «En mí toda esperanza de vida y de virtud».9
María es Reina. Lo que pertenece a la reina es también de los súbditos. Un pueblo es tanto más potente cuanto más lo es el soberano. ¡Dichosos nosotros que tenemos una Reina tan grande: «¡Alta más que cualquier otra criatura»!;10 sus bienes y sus poderes son todos para nosotros: ella los usa en favor de los súbditos y de los hijos.
María ha venido a ser la esperanza de todos: del pecador, del enfermo, del justo, del pobre, del náufrago; de todos.
Se la llama la omnipotencia suplicante.
San Pedro Damián escribe: «Cuando María se presenta en el trono de Dios, no es tanto para suplicar cuanto para exponer su voluntad:
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pues no se acerca como sierva, sino como madre y como soberana».
A María le cuadra esta declaración: «Lo que puede el Señor por naturaleza, tú lo puedes por gracia».
Son por eso innumerables las gracias de María: luz de los Padres, sabiduría de los Doctores, vencedora de las herejías, vida de la Iglesia. María cumple en el cielo un inmenso, perpetuo y eficacísimo apostolado; san Germán le dice: «Nadie se ha librado de un mal sino por ti, oh inmaculadísima; nadie recibe un bien sino por ti, oh Señora misericordiosísima; nadie consigue la victoria final sino por ti, oh Virgen santísima». La oración de María dio principio al ministerio público de Jesús en Caná: «Esto hizo Jesús como principio de las señales».11
APOSTOLADO DE TODOS
Alégrense las almas que en silencio rezan y sufren.
El mundo provoca en Dios enojo y castigo, pero esas almas lo salvan con la reparación; colaboran en la edificación del Cuerpo de Cristo tal vez más y mejor de quien recorre todo el mundo, de quien va agotándose en fatigosas empresas. Un alma llamada de veras al claustro, entra en él para encontrar a Dios, y para ejercer el apostolado más eficaz para las almas: destruir el hombre viejo y sustituirlo con el nuevo: «Para mí vivir es Cristo».12
El corazón de Pablo era el corazón de Jesucristo.
El Corazón purísimo de María fue el corazón más
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apostólico después del de Jesús. Los bienes sobrenaturales de la humanidad brotaron todos del Corazón de Jesús y del de María.
Después del Corazón de Jesús, ningún otro amó a los hombres cuanto el Corazón de María.
Un santo tiene cierta omnipotencia. Para derribar a un coloso, basta una piedrecita que se desprenda del monte.
«Teresa más cuatro ochavos no vale nada. Cuatro ochavos son nada, Teresa es nada. Pero Teresa, cuatro ochavos, más Dios, lo es todo».
Nunca se ejerce con mayor amplitud y eficacia el apostolado que cuando se hace el examen de conciencia, se mortifica el amor propio y uno se activa interiormente.
En los colegios, en las escuelas, en las obras catequísticas, en el confesionario, en el púlpito, en las asociaciones católicas, en los institutos religiosos, en las familias, en los hospitales, en los seminarios, en las parroquias... la vida interior de quien guía tiene un influjo decisivo. Quien guía tiene en su mano el porvenir de sus hijos: para la vida y para la eternidad. A menudo conviene decir: una obra de menos, y una media hora de más con Dios meditando y rezando; o bien: obras sí, pero vitales.
Sembrad sí, pero regad con la oración. Es una verdad de fe: «Es Dios quien hace crecer».13 Cavad una fuente de agua que riegue el campo sembrado. Está bien una instalación eléctrica amplia y perfecta, sí, pero es necesario introducir la corriente para que la ciudad quede iluminada; para que la fábrica tenga actividad productora. Busquemos la santidad; pero busquémosla por medio de María. Téngase por seguro que un alma no puede ser verdaderamente devota de María si no tiene sed
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de almas, como Jesús. No se parecería ni a Jesús apóstol ni a María la apóstol; sólo los imitadores son hijos de María y están unidos a Jesús. Quien no tiene la mente y el corazón de Jesús y de María, ¿cómo puede vivir la vida en unión con Jesús y con María?
A todos los amantes de Dios, Jesús les recuerda: «Hay un segundo precepto parecido al primero: Amarás a tu prójimo».14
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1 2Cor 10,4-5.
2 Jn 17,19.
3 Mc 11,24.
4 Flp 2,21.
5 Gál 4,19.
6 Mc 16,20.
7 Jn 14,12.
8 Lc 1,28.
9 Si 24,25 (LXX).
10 Dante Alighieri, Paraíso , XXXIII, 2.
11 Jn 2,11.
12 «Mihi vívere Christus est» (Flp 2,21).
13 1Cor 3,7.
14 Cf Mt 22,39.