XVII
CAMPO DE APOSTOLADO:
LA FAMILIA«Mientras tenemos ocasión, trabajemos por el
bien de todos, especialmente por el de la familia
de la fe» (Gál 6,10).
LA FAMILIA
El primer campo de apostolado es la familia. Dios lo quiere:
Santificarnos en familia, y santificar la familia.
Esta es la epístola que se lee en la fiesta de la Sagrada Familia:
«Como elegidos de Dios, consagrados y predilectos, vestíos de ternura entrañable, de agrado, humildad, sencillez, tolerancia; conllevaos mutuamente y perdonaos cuando uno tenga queja contra otro; el Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. Y por encima, ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto. Interiormente, la paz de Cristo tenga la última palabra; a esta paz os han llamado como miembros de un mismo cuerpo. Sed también agradecidos.
El mensaje de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza: enseñaos y aconsejaos unos a otros lo mejor que sepáis; con agradecimiento cantad a Dios de corazón salmos, himnos y cánticos inspirados; y cualquier actividad vuestra, de palabra o de obra, hacedla en honor del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
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Mujeres, sed dóciles a vuestros maridos, como conviene a cristianas. Maridos, amad a vuestras mujeres y no seáis agrios con ellas.
Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, que da gusto ver eso en los cristianos. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se depriman.
Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos humanos, no en lo que se ve, para quedar bien, sino de todo corazón por respeto al Señor» (Col 3,12-22).
El papa León XIII explica lo de santificarnos y santificar la familia:
«Cuando llegó el tiempo fijado por sus decretos para el cumplimiento de la gran obra del rescate humano, esperado desde hacía siglos, el Dios de la misericordia dispuso de tal manera el orden y dirección, que los comienzos de esta obra ofrecieran al mundo el augusto espectáculo de una familia divinamente constituida, en la que todos los hombres pudieran contemplar el ejemplar más perfecto de la sociedad doméstica y de toda virtud y santidad.
Tal fue en efecto esta familia de Nazaret, donde, antes de irradiar sobre todas las naciones el esplendor de su plena luz, moró el sol de justicia, es decir Cristo Dios, nuestro Salvador, escondido con la Virgen, su Madre, y con José, hombre santísimo que desempeñaba respecto a Jesús el oficio de padre.
En cuanto a las mutuas pruebas de amor, a la santidad de costumbres, al ejercicio de la piedad en la sociedad familiar y en las relaciones habituales de quienes viven bajo un mismo techo, no es posible, sin ningún género de duda, celebrar virtud alguna que no brillara en sumo grado en esta
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Sagrada Familia, destinada a ser el modelo de todas las demás. Y la Providencia la estableció así, en su designio lleno de bondad, para que todos los cristianos de cualquier condición o patria, puedan fácilmente, si la miran con atención, tener el ejemplo de toda virtud y una invitación a practicarla».
EN NAZARET
Narra el Evangelio que «apenas murió Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: Levántate, toma al Niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que intentaban acabar con el Niño. Se levantó, tomó al Niño y a su madre y entró en Israel. Al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Entonces, avisado en sueños, se retiró a Galilea y fue a establecerse a un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas: que se llamaría Nazareno» (Mt 2,20-23).
La Sagrada Familia vivió allí en silencio amoroso y activo. El único episodio de aquel tiempo, narrado por el Evangelio, es la ida al templo para la pascua, la pérdida y el hallazgo de Jesús. Y tal episodio se cierra con las breves palabras que valen por muchos libros: «Jesús bajó con ellos, llegó a Nazaret y siguió bajo su autoridad... Y Jesús iba adelantando en saber, en madurez y en favor ante Dios y los hombres».1
Sobre los treinta años de la vida privada de Jesús, el Evangelio extiende casi un velo, levantado apenas en el recordado episodio de Jesús, que en Jerusalén
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da un imprevisto ensayo y preanuncio de su futura misión.
Casi se siente la necesidad de reconstruir, de adivinar, aunque sobre un trazado bien seguro.
San José es el santo, el obrero, el padre putativo de Jesús, el esposo de María santísima, el verdadero jefe de la Sagrada Familia. María es la madre de Jesús, la Virgen santísima, la esposa inmaculada de José, co-apóstol y corredentora de los hombres.
Jesús es el Hijo de Dios, que se hizo verdadero Hijo de María, el restaurador de la obra del Padre creador y santificador, que enseña a los hombres con el ejemplo de una vida santísima, a la espera de que llegue la hora de amaestrarles con la palabra y devolverles, muriendo, la vida sobrenatural.
Contemplemos a esas tres santísimas personas en aquella casita, que fue el más augusto santuario de la humanidad, aunque pequeña y pobre. ¡Cuántos ángeles hacían guardia cada día a su Reina María, a su Dios Jesús, y veneraban al santo del silencio, José.
Allí estaba el modelo de los muchachitos y de los jóvenes.
Allí había tres lirios: José, María y el más perfumado, Jesús. Allí se practicaban perfectamente todos los deberes individuales, todas las virtudes doméstico-familiares; todas las prácticas religiosas; todas las normas y deberes sociales.
Allí todo era sencillo, pero con la distinción de la nobleza en el sentir que se reflejaba en todo el comportamiento.
Allí era santa toda la conversación; era completísima la concordia; allí se realizaba el verdadero ideal: «Lo celeste hecho tipo de lo terrestre, vivido esto a imagen de aquello».
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DOMICILIO DE LAS VIRTUDES
Admiremos la auténtica laboriosidad . San José era el carpintero de la aldea. Por eso de Jesús se dijo después: «¿No es éste el hijo de nuestro carpintero?». Trabajaba asiduamente, como exige la ley natural y divina; trabajaba con espíritu sobrenatural; trabajaba en cosas humildes, contento de su estado, con modesta ganancia. Representaba, en la Sagrada Familia, al Padre celeste. Dios es el ser más activo; no sólo, es el puro Acto; san José le imitaba como es posible hacerlo a un hombre. Su mente trabajaba ocupándose de cosas de cielo; su corazón trabajaba latiendo siempre por Dios.
Jesús, primero, ayudaba a José; luego sostuvo la parte principal en el trabajo; y finalmente se hizo cargo de todo, sucediéndole a José en el taller: «¿No es éste el carpintero del pueblo?», se preguntaban sus paisanos cuando se les mostró como taumaturgo y maestro. «El Padre obra y yo obro», dijo Jesús.
Su alma estaba en suma actividad, contemplando siempre, en visión, al Padre celeste. Su corazón en una continuidad de latidos por Dios y por los hombres.
María se ocupaba de las faenas y cuidados de la casa, según el uso de las mujeres hebreas. El trabajo es la base de la santificación; el ocioso nunca se hará santo. Podemos imaginar a María preparando la comida, la ropa, remendando pequeñas cosas e hilando la lana; en sus cuidados con Jesús y José, y en las moderadas relaciones con los parientes y conocidos. ¡Cuán elevados eran sus pensamientos!
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¡Qué activo su corazón! María conservaba las palabras oídas en el pesebre y en el templo después de haber encontrado a Jesús, e iba meditándolas en su corazón.
Vida de piedad. Nota el Evangelio que María y José todos los años iban a Jerusalén para celebrar la pascua. En verdad, la ley obligaba sólo a los hombres (Éx 23,17); las mujeres lo hacían sólo por razones de piedad. De esta manera se nos filtra un rayo de luz sobre el espíritu religioso de María. Ella lo hacía por su espontánea voluntad. María tuvo la inefable consolación de ver «al Niño crecer en edad, sabiduría y gracia». Y ella se inflamaba de amor cada vez más fuerte hacia su Dios hecho hombre, que vivía con ella, como encontramos siempre nosotros en la iglesia a Jesús-Hostia.
Cada día, mañana y tarde, y especialmente en las horas destinadas, según el uso hebreo, a la oración, en la casita de Nazaret se rezaba. El sábado iban juntos a la sinagoga.
Escuela de toda virtud era aquella casita. Jesús el más obediente y dócil de los hijos; María la más esmerada de las madres; José el mejor de los esposos, siempre atento a conocer lo designios de Dios y pronto a manifestarlos y seguirlos. María, la esposa sumisa, siempre cuidadosa ante las necesidades de José. Jesús, hijo putativo, obedecía a José como al verdadero representante del Padre celeste. José decidía con sencillez y con afecto.
Hay que establecer las familias en la paz, en el espíritu cristiano, en el orden debido:
Esposos que se aman y caminan en mutua fidelidad y respeto. Padres que comprenden
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qué tesoros les ha confiado Dios en los hijos, y proveen al espíritu, al alma, a la instrucción, al cuerpo. Hijos que veneran, obedecen, aman y ayudan a los padres. Casas que son ricas de paz, de orden, de honradez, de trabajo, de religiosidad.
CULTO A LA SAGRADA FAMILIA
Difúndase la devoción a la Sagrada Familia, como inculca León XIII:
«Por todos estos motivos, con razón, el culto de la Sagrada Familia, asentado prontamente entre los católicos, cada día se desarrolla más. Lo prueban tanto las asociaciones cristianas instituidas bajo el nombre de la Sagrada Familia, cuanto los singulares honores que se le rindieron, y sobre todo los privilegios y favores espirituales otorgados por nuestros Predecesores para excitar hacia ella el celo de la piedad. Este culto, pues, estuvo en gran honor desde el siglo XVII, y propagado por todas partes en Italia, Francia y Bélgica, se difundió en casi toda Europa; y luego, superada la inmensidad de los océanos, se extendió en la región de Canadá, de América para florecer con los mejores auspicios. En efecto, nada cabe encontrar más saludable y útil para las familias cristianas que el ejemplo de la Sagrada Familia, que abraza la perfección y el conjunto de todas las virtudes domésticas. Invocados así en el seno de las familias, Jesús, María y José vendrán a ayudarlas, conservarán el amor, regularán las costumbres y animarán a los miembros a imitar la virtud, dulcificando o haciendo
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soportables las mortales pruebas que nos amenazan por todas partes».
Para incrementar cada vez más el culto de la Sagrada Familia, el papa León XIII mandó consagrar las familias cristianas a esta Sagrada Familia; y Benedicto XV extendió el oficio y la misa a toda la Iglesia.
El culto a María en una familia ejerce un influjo unificador y establece un dulce vínculo entre los miembros de la casa. Aleja muchos sentimientos pasionales y armoniza la autoridad con la libertad; ofrece una potente ayuda para la educación de los hijos y muestra en los padres a los representantes de una autoridad superior. La autoridad no resulta abuso, sino ejercicio de caridad; la obediencia no es desaliento, sino gozo y seguridad de caminar bien.
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