Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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XIII
LA FE: PRIMERA BASE DEL CELO


«Frente a la promesa de Dios, la incredulidad
no hizo vacilar [a Abrahán], al contrario, su fe
se reforzó reconociendo que Dios decía verdad y
convenciéndose plenamente de que tiene poder
para cumplir lo que promete. Precisamente por
eso le valió la rehabilitación» (Rom 4,19-22).


VERDADERA FE

El primer fundamento del apostolado es una fe viva. El segundo, sentir con la Iglesia; el tercero, amor a Dios y a las almas.
En resumen, uno es tanto apóstol cuanto es católico. El medio de ejercitar el apostolado puede ser la oración sola, como en el caso del trapense; y puede ser la predicación, como para el orador sagrado. Pero el alma apostólica es un alma profundamente católica. La fe enciende la llama del celo; el corazón pone en actividad todas las energías.
Pío XII, hablando de los Protomártires de Norteamérica, el P. Jogues y los dos laicos Lalande (médico) y Goupil (carpintero), dice que «estaban movidos por un igual amor a Dios y a las almas». Tenían un temperamento parecido por su desinteresada valentía; y sus aspiraciones apuntaban a los mismos altos ideales de sacrificio
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y entrega por la causa del Corazón de Cristo. No querían ir solos al cielo. Para ellos la fe era un don demasiado precioso para no desear compartirla con los demás. Por otra parte, el sentimiento de ser católicos hubiera sido incompleto en ellos, de no haberles hecho conscientes de tener una deuda con todos los pueblos del mundo. El espíritu misionero –lo sabían muy bien– no es una virtud supererogatoria, de obligación sólo para algunos elegidos: el espíritu misionero y el espíritu católico son una cosa sola. La catolicidad es una nota esencial de la verdadera Iglesia; y nadie puede decir que participa y es devoto de la Iglesia, si no participa y no es devoto de su universalidad, es decir de su radicación y floración en todas las partes de la tierra. Aquellos dos laicos, como el sacerdote su guía, no hallaron descanso pensando que millones de hombres aún no conocían a Cristo. «...Encendido en el amor de Dios y en el amor a las almas, su mensaje de celo misionero resuena más fuerte e insistente en esta hora, mientras la guerra y la posguerra han mermado los escuadrones de misioneros y empobrecido las fuentes de cooperación misionera».
Santa Teresa de Lisieux tenía alma misionera. Misionera aquí en la tierra, con la oración y el sufrimiento; misionera en el cielo, desde donde hace llover la lluvia de rosas sobre toda la obra de los misioneros; misionera en la Iglesia, pues fue elegida, con san Francisco Javier, protectora de las misiones.
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LA FE DE MARÍA

María tuvo la fe más viva: en las palabras del ángel, en el orar, en el triduo de la muerte de Jesucristo.
El ángel Gabriel trajo a María el anuncio de la encarnación y la propuesta de la divina maternidad. Ella formuló al ángel un pensamiento de admiración , según la expresión de santo Tomás: «¿Cómo sucederá eso, si no vivo con un hombre?». Es decir, pidió una explicación sobre el modo como la propuesta podía realizarse, no alcanzando a ver cómo conciliar la virginidad con la maternidad. Pero su fe no titubeó ni un instante: fue pronta y plena. En efecto, cuando se encontró con santa Isabel, ésta, por divina inspiración, le dijo: «¡Dichosa tú por haber creído que llegará a cumplirse lo que te han dicho de parte del Señor!».1 Zacarías había dudado; por eso se quedó mudo. María creyó, se plegó a las palabras del ángel: ¡feliz fe, que cumple prodigios! En aquel momento el Hijo de Dios se encarnó en ella.
María vivió de fe en todos los momentos de su vida. Desde Nazaret va a Belén a dar su nombre para el censo. A Jesús niño le buscan para matarle, y María tiene que emprender con él el camino del destierro. Regresa a Palestina tras el aviso del ángel a san José, y se establece con él en Nazaret. En las bodas de Caná pide a Jesús por los esposos sin vino; Jesús parece quitarle toda esperanza con una respuesta netamente negativa; pero ella se comporta como si la gracia ya hubiera sido concedida, y la obtiene.
Jesús se despidió de ella para comenzar
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el ministerio público. Desde aquel día, como antes había mirado al Hijo divino y obediente, ahora le considera Maestro: le venera, sigue, escucha. ¡Gran fe en cada paso de la vida privada y pública de Jesús! Éste aparece como simple hombre: nacido en una pobrísima gruta; huye de quien le busca a muerte, como si fuera incapaz de defenderse; toma de María la leche, los pobres vestidos; por ella se deja instruir, guiar en la oración, enseñar las pequeñas tareas de casa, los caminos, los actos de virtud: de san José aprende a cepillar, serrar, hacer pobres muebles; no muestra diversidad alguna respecto a los obreros comunísimos de aquella pobre aldea; como ellos, viste pobremente, trabaja, gana el sustento... Aquí la divinidad está del todo escondida; como en la Eucaristía, en la que no vemos sino un poco de pan. Y sin embargo María se comportaba con él como con Dios. Era su guarda, como el sacerdote guarda la Eucaristía. Adoraba, aprendía, admiraba. Las palabras de Jesús, todavía muchachito, eran para ella palabras de la Sabiduría encarnada.
Dice el Evangelio (Lc 2,51) que María, encontrando a Jesús en el templo, conservaba todas las palabras y las meditaba en su corazón. Porque sabía quién estaba bajo aquella figura de simple hombre: «Presentado en forma humana».2 Sabía cómo se había prodigiosamente hecho hombre en ella. Cómo había nacido respetando la virginidad. Cómo, al nacer, los ángeles habían cantado el celestial «Gloria» . Cómo mediante prodigios habían sido llamados junto a la cuna, para adorarle, primero los pastores, luego los magos. Cómo había hablado Simeón en el templo: «Mis ojos han visto al Salvador». María
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no dudó nunca: «Virgen rica de fe».3 Leía las Escrituras, consideraba cuanto de él se había predicho, aguardaba el pleno cumplimiento. Le consideraba el Salvador del mundo, aunque su vida de simple obrero no lo daba a ver a los ojos del mundo.
La fe de María brilló especialmente en la pasión del Hijo. Jesús aparece vencido; oprobio de los hombres; un malhechor crucificado. La fe de María no falló, a pesar de la huida de los apóstoles; al contrario, se hizo más heroica.
Recibe en sus brazos el cadáver de Jesús depuesto de la cruz; ayuda a embalsamarlo; le acompaña al sepulcro. Luego se retira en silencio, en oración, a la espera segura de la resurrección.

NUESTRA FE

«Señor, auméntanos la fe». Una fe lánguida, la ignorancia religiosa, los errores acerca de la doctrina de la Iglesia, nunca darán como fruto un corazón apostólico. Una fe ardiente, iluminada, recta, crea apóstoles. Pablo había perseguido a la Iglesia, pero cuando Jesús le iluminó, creyó: desde entonces sintió un irrefrenable deseo de levantarla como reina del mundo. Por ello se lanza a viajar de país en país; habla y escribe, exhorta y amonesta, sufre y da su vida. «Yo fui destinado a su servicio (de la Iglesia) cuando Dios me confió este encargo respecto a vosotros: anunciar por entero el mensaje de Dios, el secreto escondido desde el origen de las edades, revelado ahora a sus consagrados» (Col 1,25-26).
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Que la Iglesia de Cristo resurja, progrese, prospere: ¿no es esta la meta de la historia? Profeta y evangelista, pastor de almas o maestro, padres de familia o soldados, simples cristianos o claustrales... ¡todos obreros ocupados en la construcción del gran edificio «para edificar el cuerpo de Cristo».4 Pablo tiene razón: que trabajen fuerzas potentes y tenaces: «De Cristo viene que el cuerpo entero, compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor» (Ef 4,15).
Estúdiese el catecismo, frecuéntese la predicación, léanse buenos libros y revistas, acreciéntese el patrimonio de la instrucción religiosa. Consérvese el corazón limpio; evítense las personas, las cosas, las conversaciones y las lecturas contrarias a la Iglesia. Y sobre todo, récese porque la fe es infundida por el Espíritu Santo en los corazones... Las riquezas de una fe exuberante tienden a expandirse en «tesoro de gloria».5 Se habla, se defiende, se propaga lo que llena el alma: «Lo que rebosa del corazón lo habla la boca».6 ¿Por qué no se busca a Dios y su reino? «No hay ningún sensato, nadie que busque a Dios».7

FRUTOS DE LA FE

San Pablo, una vez recibido en el bautismo el don inefable de la fe, «muy pronto se puso a predicar en las sinagogas sobre Jesús, afirmando que éste es el Hijo de Dios».8 Notadlo: muy pronto . Y nada le detuvo en los caminos del mundo.
La fe hace al apóstol.
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La generosidad caracteriza al apóstol san Pablo: «El amor de Cristo no nos deja escapatoria».9
La generosidad de su espíritu le hizo digno de ser elegido por Jesucristo como «instrumento para llevar su nombre delante de los paganos y de sus reyes, así como de los israelitas» (He 9,15).
Por la sublimidad de sus pensamientos fue arrebatado a oír palabras arcanas, que un hombre no es capaz de repetir ni explicar (cf 2Cor 12,4).
Por su doctrina, es el más grande intérprete de Jesucristo y el primer teólogo del Nuevo Testamento. Él mismo escribe: «En el hablar seré inculto, de acuerdo, pero en el saber no, y os lo he demostrado siempre y en todo» (2Cor 11,6).
Su generosidad aparece en las fatigas y en los sufrimientos por el reino de Cristo. Escribe a los Corintios: «Aunque yo no sea nadie, en nada soy menos que esos superapóstoles. La marca de apóstol se vio en mi trabajo entre vosotros, en la constancia a toda prueba y en las señales, portentos y milagros» (2Cor 12,12).
Refiriéndose a otros ministros perturbadores, dice: «Les gano en fatigas, les gano en cárceles, en palizas sin comparación, y en peligros de muerte con mucho» (2Cor 11,23) Por esto «estoy contento en las debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y angustias por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,10). Fue pues semejante a Jesucristo en la doctrina, en los sentimientos, en la vida ajetreada y gastada del todo por la Iglesia y por las almas.
Para obrar en el apostolado es necesario que nos reformemos interiormente.
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1 Lc 1,45.

2 Flp 2,7. Literalmente: «presentándose como simple hombre».

3 «Virgo fidelis» (Letanías lauretanas).

4 Ef 4,12.

5 Ef 1,18.

6 «Ex abundantia cordis os lóquitur» (Mt 12,34).

7 «Non est intélligens, non est requírens Deum» (Rom 3,11).

8 He 9,20.

9 2Cor 5,14.