Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

Haga una búsqueda

BÚSQUEDA AVANZADA

XXXI
MARÍA Y EL ESPÍRITU SANTO


«Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras,
a tu lado estaba cuando hiciste el mundo; ella
sabe lo que a ti te agrada, lo que responde a tus
mandamientos. Envíala desde el cielo sagrado,
mándala desde tu trono glorioso, para que esté a
mi lado y trabaje conmigo, enseñándome lo que te
agrada. Ella que todo lo sabe y lo comprende, me
guará prudentemente en mis empresas y me
custodiará con su prestigio» (Sab 9,9-11).


EL FUEGO DIVINO

Después de la resurrección, Jesucristo pasó cuarenta días en la tierra, apareciéndose a menudo, conversando con sus discípulos para instruirlos, confirmarlos, comunicarles poderes y gracias inefables, perfeccionar su obra, y especialmente darles estabilidad y unidad en Pedro. «Apacienta (mis) corderos, apacienta (mis) ovejas».1 Al final les encargó la misma misión cumplida por él: «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros: Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para vincularlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (Mt 28,15). Les dio asimismo una orden y ratificó una promesa: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre; por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que
261
de lo alto os revistan de fuerza» (Jn 20,21; Lc 24,49). «Después les condujo fuera hasta las inmediaciones de Betania y, levantando las manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y se lo llevaron al cielo... Una nube lo ocultó a sus ojos» (Lc 24,50; He 1,1).
«Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cercano a Jerusalén, a la distancia que se permite caminar un día de sábado. Cuando entraron, subieron a la sala de arriba donde se alojaban; eran: Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo, Simón el Fanático y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, con las mujeres, además de María, la madre de Jesús, y sus parientes» (He 1,12-14).
«Al llegar el día de pentecostés, estaban todos juntos reunidos con el mismo propósito. De repente un ruido del cielo, como una violenta ráfaga de viento, resonó en toda la casa donde se encontraban, y vieron aparecer unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (He 2,1-4).
El alma de María, en su concepción, había quedado llena de gracia y santificada en sí misma, la más excelsa hija del Padre. En la anunciación, por obra del mismo Espíritu Santo fue colmada de gracia para ser digna Madre del Verbo encarnado y cumplir tal oficio dignamente. Pero en pentecostés, de nuevo por obra del Espíritu Santo, fue inundada de gracia para ser la digna Madre de la Iglesia, tomarla
262
niña en sus brazos, nutrirla, alimentarla y fortificarla con su presencia, sus ejemplos, sus oraciones... ¿Y luego? Para ser todo el tiempo, en la Iglesia, madre del buen consejo, auxiliadora de los cristianos, causa de nuestra alegría, reina y maestra.

EL ESPÍRITU SANTO EN MARÍA

Con esta nueva bajada, el Espíritu Santo infundía las virtudes teologales, las virtudes cardinales, los siete dones, los doce frutos, las virtudes religiosas, las ocho bienaventuranzas, un amor universal, una ternura materna, un nuevo celo. De su corazón se irradiaba el Espíritu Santo.
Las figuras bíblicas muestran algo de la obra de María:
Es el arca en la que se salva quien en ella se refugia.
Es la escala y la puerta del cielo: quien es devoto de María sube pronto en santidad y se une a Dios.
Es un ejercito fortísimo preparado a la lucha y seguro de la victoria contra los demonios.
Es la aurora que anuncia el Sol de justicia, Cristo Jesús.
Es un plantel de rosas que esparce suavísimo perfume.
Es la luna que, por la noche, disipa las tinieblas de los errores y de la malicia.
Según san Bernardino de Siena, cuando Dios elige una persona para un oficio, le comunica también todos los dones y las gracias que le son necesarias. Éstas, en resumen, son: un conocimiento y una fe más amplias acerca de la Iglesia, de su
263
cometido en el mundo, los poderes, el porvenir; esperanza y caridad para todos los nuevos hijos; poder universal de intercesión. Nuevo oficio, nueva vocación, nueva participación en los bienes divinos.
Hay tres clases de gracia habitual: la gracia santificante dignificante,2 don del Espíritu Santo que hace al alma santa, querida al Señor, hija de Dios por adopción, capaz de mérito, heredera de la vida eterna. Es la gracia poseída por todos los cristianos que no tienen pecado, los buenos siervos de Dios, los fieles dignos seguidores de Jesucristo.
La gracia santificante deificante ,3 don del Espíritu Santo que a los bienes antedichos añade un valor infinito: deificar la naturaleza humana, en cuanto es asumida por Dios en unidad de persona; formar al Hombre-Dios y hacer al hombre capaz de acciones de mérito infinito. Hay un solo ejemplo: Jesucristo, que con su pasión y muerte satisfizo por nosotros y dio al Padre una gloria infinita.
Entre estas dos hay una tercera clase de gracia, la de María santísima: gracia santificante generadora de Dios ,4 propia de la Madre de Dios. Supera la gracia de todos los santos, que son los siervos de Dios, mientras María es la Madre de Dios. Una cosa es el súbdito, otra la madre del rey.

«ALTA MÁS QUE TODA CREATURA»

La Virgen, por ser Madre de Dios, pertenece al orden hipostático.5 La razón verdadera y esencial del especial culto de hiperdulía 6 que se da a la Madre de Dios, no es la gran santidad de María, sino su diversa santidad; o sea la maternidad
264
divina , fruto de su diversa y especial santidad. Se venera en María no sólo a la santa (al modo como decimos «tal santo»); ni se venera sólo a la Madre de Dios, sino conjuntamente: la santa y la Madre de Dios.
Esta gracia especial y diversa, ha hecho a María digna Madre de Cristo, y digna Madre de los hombres, miembros de Cristo.
Esta gracia en María era plena, o sea suficiente y abundante para cumplir su oficio de Madre de Dios; y también para cumplir el oficio de Madre de los hombres: «Del exceso de su plenitud, en todos ha revertido y revierte».
Antes la vida de María estaba unida a la de Jesús; ahora lo esta a su obra, la comunidad de los fieles.
Desde pentecostés se crearon nuevas relaciones entre María y los apóstoles, sacerdotes, obispos y papas de todos los tiempos. María está talmente asociada a la propagación y a la vida de la Iglesia, que ésta siempre podrá contar con ella.
A los ministros de la Iglesia, como a cada uno de los fieles, María da siempre el mismo consejo, el único que el Evangelio registra como salido de sus labios, pero que basta para la vida y el apostolado. Lo dio a los siervos en Caná: «Cualquier cosa que os diga, hacedla».7
Esta nueva misión de María tocante al Cuerpo místico de Jesucristo, está indicada en el oficio de la Regina Apostolorum : «En pentecostés, María es colmada de los dones del Espíritu Santo en tal medida que puede distribuirlos en abundancia a todos».
Más aún, se dice que a María se le dio la plenitud
265
de todos los dones que fueron repartidos a los apóstoles.
Santo Tomás de Aquino comenta en hondura el «gratia plena» del avemaría. Dice que en tres sentidos cabe considerar la plenitud . Primero: plena para esquivar el pecado y practicar la virtud. Segundo: plena en relación al oficio de Madre de Jesucristo. Tercero: plena en relación a la distribución que hacer para todos los hombres (S.T. 39, 27 a. 5, ad 1). Y en otro lugar añade que María, por su unión con Dios, tuvo tal plenitud que puede participar a todo el mundo . Ella hace esto desde cuando llegó a ser madre espiritual de todos los hombres, especialmente después de su gloriosa asunción. Ella es madre de todos, pero en especial de los apóstoles.

EL ESPÍRITU SANTO EN NOSOTROS

San José Cafasso escribe: «María, en el paraíso, hace como una madre de familia. Dadme una madre enérgica y bien atenta a su casa: lo tiene todo bajo su mirada; aunque la familia sea numerosa, ella piensa en todos; provee a todos de lo necesario; y no aguarda a que alguno de los hijos lo pida; lo piensa ella, anticipándose: antes de que una cosa se haga necesaria, ya la prepara para tenerla pronta en el momento oportuno. ¿No es verdad que una buena madre hace así? Pues así hace María. Todos nosotros formamos una gran familia, de la que Dios es la cabeza, el Padre; y la madre de esta gran familia es la Virgen santísima. Dios ha depositado en sus manos todas las gracias;
266
y ella, como buena madre, está siempre atenta a todas nuestras necesidades. Va distribuyendo a éste una gracia, a aquél otra, según la necesidad de cada cual en particular; y a veces sin que nosotros lo pensemos, sin que lo pidamos».
La intercesión de María no es una súplica según nuestro sentido ordinario, sino más bien la expresión de su voluntad.
El Espíritu Santo comunica su vida sobrenatural en el bautismo: «Si uno no nace de agua y Espíritu Santo...»; porque «es necesario nacer de nuevo...».8
Gran cosa es dar la vida; pero mayor aún es comunicar los poderes, el celo, la llama del apostolado. Esta llama se le comunica en grado, en medida diversa, en tiempos diversos al sacerdote y al católico.
Al sacerdote en la ordenación; al cristiano en la confirmación. El sacerdote en la ordenación recibe el poder de consagrar, absolver de los pecados y administrar otros sacramentos. «Recibid Espíritu Santo; a quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos».9
El cristiano, en la confirmación, recibe el Espíritu Santo para ser un soldado valeroso en las buenas batallas, un hombre de acción que no sólo cree sino que defiende y propaga su fe.
El Espíritu Santo es el amor sustancial del Padre y del Hijo; es el santificador de Cristo; es la luz, el gozo, la fuerza, el alma de la Iglesia y de cada alma. De modo visible se mostró bajo forma de paloma y de fuego; de modo invisible desciende a toda alma en gracia. «Habéis sido lavados y consagrados y absueltos por la invocación del Señor nuestro Jesucristo, y
267
por el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11). Sin eso no hay ni vida ni mérito: «Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es impulsado por el Espíritu Santo» (1Cor 12,3).
El sacramento de la confirmación es el sacramento del celo, del ardor por la gloria de Dios y la salud de las almas, de las actividades del apostolado.
En las misas bien oídas, en las confesiones, en las comuniones, siempre pedimos a Jesús que acreciente las efusiones del Espíritu Santo; en proporción, crece el celo apostólico.
La cooperación de los católicos laicos con la jerarquía de la Iglesia está bien delineada por Pío XI en muchos documentos, sintetizados luego en la carta de Pío XII al cardenal Piazza (11-10-1946) sobre la Acción Católica. El Papa aprueba los nuevos Estatutos y vuelve a inculcar principios y actividades:
«Realizando este acto, nos conforta el pensamiento de poder dignamente reconocer los prolongados y fatigosos esfuerzos de estos católicos que, armados sólo de un sólido amor a Cristo y a su Iglesia, dieron en estos últimos tiempos valioso aporte a la milicia del nombre cristiano, y de coronar así la continuada y sensata obra de nuestros predecesores, que a la Acción Católica dedicaron siempre paterna solicitud e hicieron de ella un fuerte y fiel instrumento para la defensa de la Iglesia y la difusión de sus enseñanzas. Nos anima además la esperanza de que haciendo así abrimos a la Acción Católica, cumpliendo las disposiciones concordatarias que la conciernen, un nuevo período de fecunda operosidad: llamando a los obispos a compartir con nosotros el gobierno
268
de estos crecientes escuadrones de fieles deseosos de perfeccionamiento espiritual y de actividad social; confiando nuevamente a dirigentes laicos, bien seleccionados, propias y responsables funciones ejecutivas; empeñando al clero en una autorizada y bien distribuida misión de asistencia espiritual y moral; perfeccionando los órganos directivos de los varios grados de toda la organización; dejando abierta la posibilidad de expansión con la creación de nuevas obras y la adhesión de nuevas instituciones; afirmando la legítima existencia de otras diferentes asociaciones católicas y promoviendo entre todas una solidaria y fraterna colaboración, confiamos que se establezcan el equilibrio y la vitalidad propios de movimientos nacidos del amor de Cristo y activos en su Iglesia, demostrando aun hoy perenne fecundidad.
Pero más que a la letra de normas estatutarias, complejas y delicadas, nuestra atención va ahora al significado que asume la aprobación pontificia dada a tales normas, es decir, al nuevo reconocimiento y estímulo de la colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico, y con ello a la amonestación e invitación dirigida a todos los buenos católicos, verdaderamente conscientes de las necesidades de los tiempos, a dar a la profesión de su fe un espíritu operante y militante. Vea, pues, el clero en la Acción Católica reafirmada la necesidad, hecha impelente por las condiciones de la vida moderna y de la escasez de sacerdotes, de crear entre los laicos colaboradores generosos, ofreciendo un método bien probado para proceder a su formación y organización; vean los laicos en la Acción Católica un estímulo
269
a servir a la Iglesia libremente, pero con disciplina, y una elevada consideración de la obra que todo simple fiel puede hacer para la causa de Cristo. Quisiéramos también que todo el pueblo llegara a percibir en la Acción Católica no ya un círculo cerrado de personas iniciadas en ideales exclusivos, o un instrumento de estéril lucha o de ambiciosa conquista, sino más bien una amigable multitud de ciudadanos que han hecho suya la materna intención de la Iglesia de redimir a todos y de garantizar a la sociedad el insustituible e indispensable fermento de la verdadera civilización».
Los pastores [de Judea] fueron los primeros miembros de acción católica: cooperaron con el jefe de la Iglesia, Jesucristo. Habiendo oído del ángel el gran anuncio del nacimiento del Salvador, se fueron a Belén y adoraron al Niño presentado por María. Entre tanto refirieron a María y a José el canto celeste «Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad», y cómo habían conocido la noticia del nacimiento del Mesías. Tanto es verdad esto, que enseguida el evangelista concluye: «María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior».10 Ella fue instruida y mejor iluminada por ellos acerca de la misión de su Hijo y sobre la parte que le atañía a ella como corredentora. Compartía el gozo de aquella gente sencilla y en su corazón repetía su Magníficat . Los pastores, después, vueltos a sus rebaños y a sus familias, iban contando a todos las maravillas de aquella noche, y cómo habían encontrado el Niño y a su Madre. Fueron como los primeros predicadores del Niño y de la santísima Virgen.
Dios elige a los humildes: pastores, pescadores, almas sencillas para sus maravillas.
270
Hemos de hacer bien la novena de pentecostés: con María y en María.

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones, espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén. Aleluya.11

La Iglesia ora en la fiesta de la Regina Apostolorum: «Padre, que enviaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración junto con María, Madre de Jesús: concédenos que, por intercesión de esta nuestra Madre y Reina, te sirvamos fielmente y difundamos, con la palabra y el ejemplo, la gloria de tu santo Nombre».
271

1 «Pasce agnos..., pasce oves...» (Jn 21,15.16).

2 “digníficans”: que hace (al alma) digna.

3 “deíficans”: que diviniza (al alma).

4 “deipariens”: que engendra a Dios.

5 Orden de especial relación con las divinas Personas.

6 Veneración extraordinaria.

7 Cf Jn 2,5.

8 Cf Jn 3,3.5.

9 Jn 20,23.

10 Lc 2,19.

11 Secuencia de pentecostés.