APÉNDICE IVSOBRE LAS HERMANAS DE JESÚS BUEN PASTOR«Buenas pastoritas» - Las Hermanas Pastorcitas
En enero de 1947, el P. Alberione escribió a las Hermanas Pastorcitas una circular que fue luego recogida en la colección Alla Sorgente [A la Fuente], Meditaciones del Primer Maestro, Hermanas Pastorcitas, Albano 1969, págs. 56-60. El mismo texto, con pequeñas variaciones, se encontró en una redacción mecanografiada, sin fecha, enriquecida con una serie notable de acotaciones del P. Alberione para transformarla en un artículo a publicar en Vida Pastoral (que efectivamente trató varias veces de las Pastorcitas, cosa muy comprensible, pues ellas son las Hermanas para las parroquias). Proponemos aquí el texto mecanografiado. - Cf. el ensayo de E. BOSETTI, Un comentario de S. Alberione al evangelio del Buen Pastor, en AA.VV. Un carisma pastoral. La propuesta de S. Alberione a las Hermanas de Jesús Buen Pastor, Actas del Seminario sobre el carisma, Albano Laziale (Roma) 27 junio - 9 julio 1984, págs. 141-164; como anexo lleva una reproducción fotográfica de este documento.
I.M.I.P.
Desde hace algún tiempo he constatado que la gracia divina trabaja en un buen número de ellas en su familia [religiosa]: más luz, más caridad, más trabajo interior, más espíritu pastoral. Es necesaria la vida espiritual más intensa y la pastoralidad más activa. ¡Oh, qué deseo tan bueno, piadoso y meritorio el de tener un grupo de Pastoritas en muchas parroquias!1 Pero ha de ser no un grupo de Hermanas comunes que se dedican al asilo, sino un grupo de Pastoritas que entiendan y realicen la misión que os describo:
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San Pablo nos presenta a Jesús Sacerdote. Y el mismo divino Maestro se presenta como Pastor: Yo soy el buen Pastor (Jn 10,11).* Esta imagen completa la idea grandiosa del sacerdote Jesús y nos da a conocer su acción benéfica en las almas. Por eso nos interesa estudiar el paso evangélico en el que Jesús recoge su enseñanza sobre las funciones del pastor. Lo haremos, considerando todas y cada una de las palabras del texto.
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a éstas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,11-16).
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JESÚS Y NOSOTROS. – «Esta semejanza les propuso Jesús» (Jn 10,6). Era costumbre de Jesús hablar en parábolas; y ya el Profeta (Sal 77,2) había indicado en esto un signo de reconocimiento del Mesías. Para hacernos, pues, entender su ministerio apostólico en medio del mundo, Él se valió de esta graciosa semejanza.
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Imaginémonos a un pastor: «Pastor... de las ovejas» (Jn 10,2); pero entendámonos, no «un asalariado, que no es pastor ni son suyas las ovejas» (ib. 12), o sea un mercenario a quien se le paga por cuidar el rebaño que no es suyo. Si el rebaño es del amo, el asalariado tiene poco interés en el bien de las ovejas: «no es dueño de las ovejas» (ib. 13). Supongamos que sea propietario del rebaño, y por lo mismo muy comprometido en su conservación y bienestar.
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Así es efectivamente Jesús. Las personas son suyas por muchos títulos. Él es el creador y el providente conservador. Él las ha rescatado de la esclavitud del demonio, derramando como precio su sangre preciosa. «No os poseéis en propiedad, dice el Apóstol, porque os han comprado pagando un precio por vosotros» (cf. 1Cor 6,19), Jesucristo os ha rescatado con su sangre. Hay, pues, una íntima relación entre el Pastor y ellas. Le son entrañables. Aquí tienen los sacerdotes un punto de referencia con este divino Pastor; porque bien puede decirse que no son sólo mercenarios, destinados a apacentar personas con la esperanza del premio celeste, sino que son verdaderos pastores, en cierto sentido propietarios de esas personas a las que han engendrado a la gracia y alimentado con los sacramentos. Deben pues interesarse por ellas, como por hijos queridísimos. Las Pastoritas cumplen, junto al sacerdote pastor, una misma misión; han de tener los mismos cuidados, la misma finalidad, los mismos medios. Cada cual en su propia posición.
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El pastor evangélico no es solo el propietario del rebaño, sino también del redil, donde por tanto entra y sale a propio gusto: «El que entra por la puerta es pastor de las ovejas» (Jn 10,2). No tiene necesidad de entrar por la ventana como un ladrón: «El que no entra por la puerta en el redil, sino saltando por otra parte, es ladrón y bandido» (ib. 1). Cuando se presenta el pastor, «el portero inmediatamente le abre la puerta» (ib. 3). Jesús no se ha arrogado ciertamente el oficio de Pastor, sino que se lo confió su Padre celestial: «Este mandato lo he recibido del Padre» (ib. 18). El profeta Ezequiel nos refiere las palabras del mandato: «Les daré un pastor único que las pastoree» (Ez 34,23). Así ha de ser también para nosotros: Dios, y sólo él, llama al sacerdocio y llama a la vida religiosa de Pastoritas.
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Jesús –y esto a primera vista parecería extraño– no se llama solamente Pastor, sino a la vez puerta del redil: «Yo soy la puerta del redil» (Jn 10,7). Pero las cosas son así, no sólo porque él es la única puerta por la cual las personas deben pasar para salvarse –«quien entra por mí se salvará» (ib. 9)–, sino porque, con mayor razón, los sacerdotes y las Pastoritas deben recibir de él la vocación: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,16).
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La primera dote del buen Pastor y de las Pastoritas es conocer a las ovejas y hacerse conocer por ellas. Aquello será la prueba del propio compromiso; esto será la condición para que las ovejas no se espanten y no teman ante su presencia. Dicha cualidad la encontramos perfectamente en Jesús: «Yo conozco a mis ovejas» (Jn 10,14), ante todo. Y conviene notar que las conoce una por una, pues a todas ellas las ha puesto un nombre y por éste las llama: «Llama a las suyas por nombre» (ib. 3). Nicodemo2 se quedó asombrado, maravillado, cuando oyó decir a Jesús que le conocía: «Cuando estabas debajo de la higuera te vi» (Jn 4,48); y sin embargo Jesús puede repetir a cada uno algo parecido. También el pastor y las Pastoritas deben conocer al pueblo. La Iglesia impone el dar cuenta del «estado de las personas», ¡ay si esto se descuida! Les interesa a ellas y a nosotros. Pero luego las ovejas tienen que conocer al pastor: «Las mías me conocen» (Jn 10,14); y también aquí es interesante notar que el conocimiento lo proporciona más el oído que la vista: «Las ovejas oyen su voz» (ib. 3); «reconocen su voz» (ib. 4). La voz de un forastero las espanta: «Escapan de él porque no reconocen la voz de los extraños» (ib. 5). ¡Qué enseñanza tan preciosa! No se trata de conocer los cuerpos que se ven, sino las almas que escuchan. Hemos de darnos a conocer con el catecismo y con el ministerio de la palabra que el Maestro nos ha encargado.
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Cada mañana, el buen pastor debe conducir las ovejas fuera de la cerca: «Y las saca» (ib. 3); las llevará a los pastos abundantes y a las límpidas aguas: meditación y sacramentos. Y el mejor modo de guiarlas será el de precederlas, de modo que ellas le sigan: «Camina delante de ellas y ellas detrás de él» (ib. 4). Esto no lo harían con un forastero: «A un extraño no lo siguen, sino que escapan de él» (ib. 5).
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Otra preciosa enseñanza: hemos de preceder a nuestras ovejas con el ejemplo. ¡Ay de nosotros si hiciéramos como los sacerdotes de la antigua alianza!, de quienes Jesús decía al pueblo: «Haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen» (Mt 23,3). ¿No se ha dicho quizás de Jesucristo que «fue haciendo y enseñando» (He 1,1)? Ha apacentado, sí, su rebaño con la palabra, pero antes lo ha edificado con su ejemplo. ¡Ahí está el verdadero pastor! Y la verdadera Pastorita. Feliz rebaño que en tal conducta «encontrará pastos» (Jn 10,9).
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Pero las ovejas se ven acechadas, de una parte por los ladrones, y de otra por los lobos. Los ladrones quisieran arrancarlas del aprisco, para llevárselas consigo al propio redil: «El ladrón no viene más que para robar y matar» (ib. 10). Los lobos quisieran hincarles el diente y darles muerte: «El lobo hace estrago y las dispersa» (ib. 12). Para protegerlas y defenderlas se necesita valentía y sacrificio; y aquí es donde se dejará ver el verdadero pastor y la verdadera Pastorita. «El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye» (ib. 13 [12]); en cambio, el buen pastor y la auténtica Pastorita exponen la vida y la sacrifican por las ovejas: «El buen Pastor da la vida por las ovejas» (ib. 11). La aplicación de esto a Jesús es evidente. Las personas se ven acechadas en la mente y en el corazón. Hay ladrones que quisieran arrancarlas del redil de Cristo para hacerlas secuaces del error; y hay lobos que quisieran arrastrarlas al pecado que lleva a la muerte. El divino Pastor ha bajado a la tierra para preservar del error y del pecado a las personas, asegurando a todos la verdad y la gracia. Esta obra amorosa lo ha expuesto a la muerte. Los amigos del error y del vicio lo han clavado en la cruz, han pretendido destruirlo. Pero el dulce Pastor ha resucitado, y ha confiado su rebaño a los sacerdotes para que lo guardaran en lugar de él; deben hacerlo con la misma generosidad con que él lo hizo: «Yo he venido para que tengan vida y les rebose» (ib. 10). Y las Pastoritas participan voluntariamente y se asocian a este gran oficio pastoral del sacerdote.
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Jesús insiste en la gran prueba de amor que él ha dado a sus queridas ovejas. Ningún otro se ha encontrado jamás en su condición, es decir ser dueño de su propia vida, y luego sacrificarla, ¡queriéndola sacrificar! «Yo doy mi vida por las ovejas» (ib. 15). Hubiera podido muy bien, de haber querido, ahorrársela: «Yo la entrego libremente... y tengo poder para recuperarla» (ib. 15.18). Su vida tiene un valor muy diverso de la nuestra. En el cumplimiento de nuestro deber, hemos de saber ir hasta el extremo, aceptando la muerte, cuando nos la inflijan los enemigos de las ovejas y del divino Pastor.
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Hay todavía otro peligro para las ovejas, el que alguna se descarríe: «Si se le perdiese una» (Lc 15,4). ¡Es muy posible! Mientras ella estaba en el pasto, siguiendo sus instintos, yendo en busca de la hierba más fresca, se ha separado del rebaño; y yendo de barranco en barranco, de precipicio en precipicio, ha ido a parar en lo profundo del valle. El buen pastor, apenas se da cuenta, deja las otras ovejas en el aprisco, y va también él de barranco en barranco, de precipicio en precipicio, hasta el abismo, para encontrarla: «Va tras la descarriada, hasta que la encuentra» (ib. 4). Y cuando por fin la ha encontrado, no se desahoga contra ella con despecho, no la empuja hacia arriba por la montaña a fuerza de palos, sino que la toma amorosamente sobre los hombros y la reconduce, jubiloso, al redil: «Se la carga sobre los hombros muy contento» (ib. 5). Vivísima y conmovedora esta imagen del Redentor, que mil veces ha declarado: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), y ha reconducido al hombre pecador al redil del cielo, del que por el pecado se había excluido. Corresponde a los sacerdotes el cultivar amor hacia los pobres pecadores y emplearse en reencaminarlos a la Iglesia, a la gracia, al paraíso. Pero con igual corazón, incluso pasando por ser víctimas voluntarias, harán lo mismo las Pastoritas, en línea con su excelsa vocación.
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Desagraciadamente estas ovejas descarriadas y errantes no son una sola sino miles y miles. En veinte siglos de cristianismo, no ciertamente por culpa del Pastor supremo sino por la connivencia de las ovejas, y también por la indiferencia o pereza de algunos pastores secundarios, ladrones y lobos han ocasionado destrozos. Jesús, pensando en eso, tristemente decía: «Tengo también otras ovejas que no son de este redil» (Jn 10,16); pero inmediatamente se recobraba: «Las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor» (id.). He aquí el cometido confiado al pastor y a las Pastoritas. Cuanto mayor sea el celo, tanto más y antes se actuará este magnífico ideal del único redil. Por ello oró Jesús en la tierra, y sigue haciéndolo en el cielo: «Para que sean uno» (Jn 17,21.23). Pone a disposición de todos, sus tesoros de verdad, de gracia y de misericordia. Aplicarlos a las almas para su bien y para el triunfo del Pastor divino, concierne al pastor y a las Pastoritas.
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He aquí la tierna invocación del doctor angélico: «Buen Pastor, pan verdadero, Jesús, ten piedad de nosotros; aliméntanos, guíanos; haznos ver todo lo bueno en la tierra de los vivientes» (Secuencia Lauda, Sion, Salvatorem [liturgia del Corpus Christi]).
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Las Pastoritas son: 1) personas que han profundizado la doctrina de Jesús, han adquirido el amor de Jesús, viven abrazadas a Jesús, son totalmente y solamente de Jesús; 2) luego se dividen en pequeños grupos, que se establecen en una parroquia, donde consideran a las personas como propias por adopción; se sienten ligadas a ellas durante la vida, en la muerte y para la eternidad, con la única aspiración de salvarlas a todas; y colaboran con el párroco respecto al apostolado en instruir y custodiar; en destruir el mal e implantar el bien; en convertir y santificar; en llevar a la vida cristiana y a la buena muerte; comenzando por los niños, las jovencitas, las mujeres... con el programa del párroco y del amor; [dispuestas a] morir cada día para salvar todos los días; sin contentarse ante la buena muerte, sino incluso aportando sufragios por los fallecidos. Ellas serán las hermanas, las madres, las maestras, las catequistas, las consoladoras de todo dolor, un rayo de luz y de sol benéfico y continuo en la parroquia.
M. ALBERIONE
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Escribir a: Sacerdote Alberione - Vía Grottaperfetta - 58 - Roma; o bien a: Madre Celina Orsini - Hermanas Pastorcitas - Albano de Roma.
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1 Nótese que aquí como más adelante el texto mecanografiado no se ha corregido y por tanto a las Pastorcitas se las llama “Pastoritas”.
* Todas las citas bíblicas, en el original, van en latín y seguidamente traducidas al italiano. Para la versión española se ha usado el texto que encontramos en la Liturgia de la palabra (“Misal”), omitiendo el latín.
2 Hay aquí un fallo, pues en realidad se trata de Natanael (Bartolomé); y también la cita bíblica está equivocada: es Jn 1,48 y no 4,48.