Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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CAPÍTULO VI
LA VOCACIÓN DE LA MUJER

Bougaud,1 tras haber considerado este poder de la mujer, exclama: «Initium et finis mulier»: en toda cosa grande encontráis como principio y fin la mujer. Y Tácito:2 «Inesse in eis quid divinum»: la mujer tiene en sí una huella de la potencia de Dios. ¿Pero por qué este Dios, que todo lo hace bien, que todo lo dispone rectamente en peso y medida, según sus altísimos fines, por qué este Dios ha sido tan generoso con la mujer? No caben dudas en la respuesta: porque la había destinado a una nobilísima vocación; los dones concedidos a la mujer no son sino medios necesarios para su misión.
Remontémonos al origen del mundo: allí se verá la verdad de esta aserción. Una vez que Dios hubo creado al hombre, dice la Sagrada Escritura, lo miró y, compadeciéndose3 de corazón al ver su soledad, pronunció esta palabra, una de las más tiernas salidas de sus labios: No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar que le corresponde.4 Y creó a la mujer para ayuda del hombre. Para ayudarlo, ¿en qué? En sus trabajos, en sus
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angustias: ¡es tan agrio el dolor cuando se sufre solos! En las alegrías, en los sueños de felicidad: ¡se goza tan poco, cuando se goza solos! Y como el hombre no ha sido creado para la tierra, sino para el cielo; como Dios puso en él esperanzas celestiales, anhelos y deseos sublimes; como el mundo es destierro y el cielo en cambio la patria... sostener al hombre en este camino, conducirlo a la eternidad, ir con él constituye la altísima misión de la mujer: el auxiliar que le corresponde.5 El hombre, curvo sobre la tierra que debía labrar, frecuentemente hubiera perdido de vista el cielo; y Dios le dio un ángel, un apóstol, un amigo íntimo, persuasivo, amable que iba a conservarle la luz y el gusto del cielo.

[Compañera e inspiradora del hombre]

Eva, no puede negarse, se valió de este dulce ascendiente sobre Adán para arrastrarlo consigo a la culpa; pero Dios, al castigarlo, no cambió la misión de la mujer: el hombre caído la necesita más aún. Y si la mujer, por desconfianza del hombre, cayó esclava bajo el dominio brutal del paganismo, oprimida o al menos alejada por el hombre, Dios se ocupó de levantarla de tal estado, pues diversamente ella no hubiera podido ejercer su misión. María fue el sublime modelo de la mujer cristiana: Ella cumplió su cometido de elevar al hombre, de arrancarlo de la tierra, de conducirlo al cielo. La mujer rehabilitada por Jesucristo fue readmitida con paciente trabajo en su puesto primitivo. Tras diecinueve siglos, la mujer cristiana
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goza nuevamente de aquel santo y universal respeto, aquel tierno y religioso amor, aquel honor y aprecio llenos de delicadeza que hacen posible su misión. Ese cierto espíritu de caballerosidad que, no obstante las consabidas exageraciones, tanto dominó durante el medioevo y que aun hoy forma como el encanto y el perfume de la sociedad civil, es un espíritu y un producto6 de las doctrinas cristianas sobre la mujer. De nuevo encontramos en ella aquella pureza, aquella aureola de modestia, aquella belleza grave, aquella amable libertad, aquella virtud generosa y aquel deseo intenso de atraer el corazón del hombre para elevarlo al cielo y conducirlo consigo allá arriba.
¡Cuántos hombres, especialmente en el turbión presente de la vida, olvidarían quizás a Dios, el alma, la eternidad, si no tuvieran una hermana, una esposa, una madre, una hija! Son éstos misterios que se nos revelarán sólo en la eternidad.
El hombre, más dotado de dones y de estudios, en medio de los asuntos y las ocupaciones de lo presente y lo caduco, fácilmente olvida la idea del futuro; lo visible le sofoca, su rostro se abaja. Es éste un hecho que hoy tantos se esfuerzan en explicar y que mientras tanto coloca al hombre en un estado de inferioridad respecto a la mujer, no obstante que él estaría por encima de ella en fuerza de su inteligencia. Lo que el hombre olvida es precisamente lo que la mujer más fácilmente
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recuerda, porque lo siente siempre vivamente. Ella no cuida tanto la lógica, pero si se trata de las cosas espirituales las intuye mejor, las saborea mejor, más fácilmente se inclina a ellas. Alguien ha dicho: «la religión es para las mujeres». No es para ellas en el sentido de excluir a los hombres; pero sí en cuanto que la mujer es naturalmente más religiosa. También la Iglesia, dijo el papa a las mujeres católicas, os reconoce este honor y os llama el sexo devoto. Vosotras debéis, con la religión y por la religión, ser la ayuda del hombre.
Quien pone a la mujer fuera de tal misión, la pone fuera de su vocación, la vuelve enajenada. La mujer que no hace esto es inútil, si no ya perjudicial, en el mundo. A la mujer que se ensoberbece o se lamenta de tener que trabajar en la conversión del marido, se le podría decir: «No haces sino cumplir tu deber».
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1 Louis-Victor-Émile Bougaud nació en Dijon (Francia), el 26 de febrero de 1824. Entrado en el seminario de Autun y luego en St-Sulpice, fue ordenado sacerdote en 1846 en París. Dio clases de dogmática y de historia religiosa en el seminario mayor de Dijon y fue capellán de la Visitación, también en Dijon, por los años 1852-1861. Murió el 7 de noviembre de 1888. Como escritor, Bougaud se proponía reconducir la sociedad a Cristo. Como apologista resaltó la consonancia del cristianismo con las necesidades y aspiraciones de los individuos, la familia y la sociedad de su tiempo.

2 Publio Cayo Cornelio Tácito (ca. 54-120), quizás de Interamna, hoy Terni, en Umbría, está considerado como el mayor historiador latino de la edad de plata. Vivió en tiempos de los Flavios y de Trajano, emperador romano (97 d.C.).

3 DA emplea una expresión desusada.

4 Cf. Gén 2,18.

5 Cf. Gén 2,18.

6 DA emplea una palabra desusada.