Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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Dios y en desearle lo que aún no tiene. Y bien, a Dios no puede faltarle nada sino una mayor gloria extrínseca, que aumenta al santificarse los justos, al convertirse los pecadores, al entrar en el cielo las almas del purgatorio. De aquí el porqué los santos se dan continuamente a la difusión del Evangelio, a la predicación de la palabra divina, a la instrucción de los niños. No se ahorraban fatigas; y como no siempre les era posible predicar, exhortar y aconsejar, recurrían a los ayunos, las oraciones y hasta las disciplinas.
La historia eclesiástica está repleta de estos ejemplos, ofrecidos por hombres y mujeres. El amor de Dio y de las almas no son sino dos rayos de la misma llama, o incluso la misma llama.
Las mujeres que tienen verdadera piedad hacia Dios son también buenas madres de familia, son también esposas afectuosas, son también las que en una parroquia, con el ejemplo y con la acción, mejor promueven el bien. Pretender contar con mujeres apóstoles, sin hacerlas antes santas, es intentar tener encendida una lámpara sin aceite; cierto entusiasmo será posible, pero tal vez sugerido por la vanidad, por intereses, por inclinación natural.
Débiles fundamentos éstos, que pronto darán lugar a la ruina del edificio; fuego fatuo, que se apagará tras una primera llamarada.
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Es obvio que cuanto mayor sea la santidad, tanto más ferviente será el celo. Si la obra a realizar es grande, grande deberá ser la virtud de los obreros; y un sacerdote nunca podrá descuidar esta verdad, pues sería empezar la edificación de la torre sin haber calculado los gastos necesarios.1
Y sin embargo, hoy los fautores de una moral independiente no dejan de decir a la mujer: haz el bien por el bien, haz el bien por el gozo de conocer corazones agradecidos, da por la dulzura producida al hacer beneficios. Por el fruto se conoce el árbol,2 ha dicho Jesucristo; y ahora se ve lo escasos e insípidos que fueron los frutos de aquel principio. Una vez suprimido Dios remunerador, un Dios que ve en lo oculto,3 la mayor parte de los hombres hallan bastante más gusto en retener que en dar;4 el pobre queda arrojado a una condición de inferioridad, que envilece; se suprime también el mejor consuelo, que es el del premio en el cielo.5
Para aclarar mejor este pensamiento convendrá añadir otro principio, es decir declarar la cualidad característica de la santidad de la mujer.

Espíritu de sacrificio y de humildad.- Una maestrita, suscriptora y asidua lectora de la Revista de las señoritas, hacía este elogio, que descubre las tendencias del alma femenina moderna: «Trae siempre la página mística, que eleva el alma hacia los más suaves sentimientos cristianos,
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haciendo olvidar por algunos instantes la realidad penosa de la vida. Aprendo a rezar al aire libre, mejor que delante de los altares. Nada de monótono, de claustral, de medievalismo, de inmóvil...». En moneda corriente quiere decir: no a las eternas prédicas del ábneget semetipsum,6 no al espíritu de sacrificio...
Pero no es el sentimiento lo que necesita desarrollarse en la mujer, sino la fuerza viril, que falta. No se debe favorecer los poéticos éxtasis, los sueños vagos, las oraciones evanescentes, los deseos generosos pero a menudo estériles por su idealismo, sino lo que se nutre de la realidad de la vida. «Dime, observaba un sacerdote: las páginas místicas que te elevan y te consuelan, ¿te hacen mejor? ¿Desarrollan en ti sólo la parte afectiva y, déjamelo decir, el sentido estético, o bien refuerzan tu carácter, te hacen tomar una decisión generosa, cuando haga falta, despiertan en ti energías aletargadas, arrancándote de tu yo? En una palabra, ¿iluminan tus deberes y te infunden fuerza para cumplirlos animosamente? Las páginas místicas ¿te hacen suspirar, o rezar; llorar dulces lágrimas estériles, o actuar virilmente?». Con esto no se pretende condenar el sentimiento, no; se condena el sentimentalismo; el sentimiento es necesario, tanto más en la creatura del amor, como es la mujer; pero no tiene que ser el fundamento
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de la vida espiritual. «La religión sólida y profunda formará7 los diques de ese río místico donde tus ardientes afectos encanalados, fuertes, serenos, y dignos, correrán hacia la meta a la que Dios los destina, llevando en su curso la fecundidad de una virtuosa y celante juventud cristiana. Dios bendiga las potencias de tu corazón, potencias que un cierto misticismo debilitaría y dispersaría». La poesía tiene que estar en la vida, pero no ha de guiarla. Suele decirse que fundamento negativo de toda virtud es la humildad. Pero esta verdad tan sencilla, en apariencia, no es fácil penetrarla. Ella vale más aún dicha de la mujer que no del hombre. La posición de la mujer, ya sea hija, esposa o madre, es siempre una posición de humildad y de cierta sumisión. Y precisamente con estar en su sitio será amada, venerada, respetada. Y si luego se habla de celo, bastará recordar que la esperan las más negras ingratitudes, las más insospechadas sorpresas, los sacrificios más escondidos. ¿Cómo va a estar la mujer en su sitio, venciendo la inclinación natural de darse a ver y actuar, sin el espíritu de sacrificio y de humildad? ¿Cómo perseveraría en el celo?
El estado de salud de un individuo se mide por el pulso; el espíritu de piedad, particularmente de una mujer, por el espíritu de humildad8 y de sacrificio. Ponerlo9 a prueba, he aquí un medio excelente de constatación, que se le ofrece al sacerdote;
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ejercitarlo de los modos más variados, he aquí un excelente medio de formación. Léanse todos los libros buenos de ascética; repásense las enseñanzas de la Iglesia; examínese el espíritu moderno de la devoción,10 tal como la enseñan los tres principales maestros: san Felipe Neri,11 san Francisco de Sales, san Alfonso de Ligorio... y se verá siempre confirmada esta verdad. Para que no se me entienda mal, añado enseguida otro principio. El más profundo, el más práctico, el más útil tratado sobre esta virtud es La formación en la humildad (Librería del Sagrado Corazón - Turín - L. 1,70).

La piedad ha de ser alegre. - A santa Teresa no le gustaban las devotas encapuchadas y tristes. El mundo juzga con terrible severidad a las personas piadosas; y uno de sus escritores presenta este retrato: «Es una persona insoportable, un carácter impaciente, maníaco, que se irrita por nada, que siempre se lamenta; está contenta sólo cuando se encuentra tranquilamente echada en su sillón, con un braserillo a los pies, una taza de café en la mesita y acariciando un gato».
Retrato malignamente falseado; pero alguna vieja solterona dio la ocasión. Ahora bien, la ascética cristiana, la ascética de san Francisco de Sales y de san Felipe especialmente, no enseña esto. San Francisco dice: «Un santo triste es un triste santo»; y san Felipe: «Escrúpulos y melancolía, lejos de casa mía». Ningún doctor
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de la Iglesia ha dicho nunca que para agradar a Dios haya que poner cara larga, o que aumente el mérito el ir ceñudos en el servicio de Dios. Por otra parte, ¿quién tiene más motivos de estar contento, el que cumple el propio deber o el que lo traiciona? ¿Quien es amigo de Dios, o quien se siente odiado? ¿No son las almas buenas las que gozan de la mayor paz interior?
Es verdad que el alma piadosa siente a veces la nostalgia del cielo; le aburre este mundo, donde la virtud a menudo tiene que ocultarse, mientras el vicio campa por sus fueros; se siente herida a la vista de la inocencia amenazada... Pero se trata siempre de un dolor resignado, iluminado por la esperanza, confortado por la vista del crucifijo y por la esperanza del cielo.
Habría que insistir más en ello; pero estas cosas se aclararán mejor en la siguiente norma directiva, al responder a la pregunta: ¿por qué la piedad de la mujer debe de ser gozosa?

Porque el secreto de todos sus logros es la bondad. - Esto se entenderá fácilmente al esbozar el retrato de la mujer amable. Su índole es jovial, su conversar es digno y ameno, alegra a quien está a su lado. Así era la virgen Aselly12 de quien san Jerónimo escribía: «Nadie gana en amabilidad a esa virgen austera, seria, pero radiante, alegre y grave a la vez». Complaciente y operosa, goza en darse del todo a servicio de los demás,
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aun cuando la molestan o dificultan sus planes. Para ella, uno es siempre bienvenido; a todos pone buena cara, para todos tiene una sonrisa. Su caritativa indulgencia excusa al prójimo, defiende su reputación y, cuando la maledicencia intenta provocar un incendio, lo apaga con una buena palabra. Santa Teresa se había hecho la abogada de los ausentes, de modo que comúnmente se decía que donde estaba ella los ausentes se encontraban asegurados contra los dardos de la murmuración.
Es condescendiente con el gusto, el querer, el modo de ver ajeno, en todo lo que no es contrario a la conciencia. Con ingeniosa soltura habla de la virtud del prójimo, cuenta los hechos edificantes vistos por ella; es más hábil en este delicado arte de lo que otros lo son en resaltar los defectos. Siempre dulce y paciente, sostiene con frente serena, sin vehemencia ni resentimiento, las contrariedades de todo género.
Es un lirio entre espinas, y aunque éstas puncen, ella no cesa de ser lirio, siempre dulce y agradable.
Nuestro Señor era manso,13 dulce, afable, suave; y el pueblo quedaba prendado de sus actitudes. Algo parecido hace la mujer amable. En su porte se lee siempre esta sentencia: «Gustad, probad, mi yugo es dulce, mi carga ligera».14 Paula y Eustoquia15 escribieron a Marcela:16 «Acepta favorablemente
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nuestra oración, oh buena y amable Marcela, más amable para nosotras que todo cuanto hay en la tierra; tu afabilidad nos ha arrastrado a seguir vuestro camino». Nada edifica cuanto la dulzura en los modales, escribe san Francisco de Sales. Y Fáber17 dice: La bondad magnetiza al prójimo. Hablando de la mujer, estas frases adquieren mucha más fuerza. La mujer generalmente no puede usar la lógica del raciocinio, pero tiene en sí la fuerza, no el poder, del mando: sólo en la suavidad puede encontrar el secreto de todos sus logros. Ella es ya amable por naturaleza, seductora por naturaleza y por arte; si a todo esto añade la dulzura cristiana, triunfará por las tres potencias unidas: la naturaleza, el arte, la virtud.
La bondad ha convertido más pecadores que no el celo, la elocuencia, la instrucción; estas tres cosas no han convertido nunca a nadie sin que la bondad interviniera de algún modo (P. Fáber). Y la virtud debe ser el verdadero fundamento de la bondad; sucede a veces, particularmente en la vida de la mujer, que bajo un servicio gentilmente prestado, bajo una simple sonrisa se esconde un acto heroico. Si ella vive en una familia o en un ambiente donde la piedad es odiada, mucho más difícil y a la vez meritoria resulta su dulzura. Deberá ser diligentísima en sus obligaciones,
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pues los malignos la escudriñan para encontrar tal vez el pretexto de decir: «¡Las personas devotas son peores que las demás!». Deberá apartar de las prácticas de piedad cuanto pueda tener una sombra de rigorismo en el conversar, el vestir, el modo de vivir. Deberá a menudo esconder incluso el bien no de precepto, tener ocultos ciertos libros y objetos de devoción, no dejar traslucir ciertas relaciones con personas conocidas por su devoción y piedad. Todo esto, por supuesto, dentro de lo permitido por la conciencia. Dichosos los mansos, porque poseerán la tierra,18 es decir el corazón de los hombres, como explica san Francisco de Sales.
Ser de nuestro tiempo.- «La Providencia, observa Etienne Lamy,19 no nos ha dejado ser dueños de la hora en que vamos a ser sus obreros, según las diversas edades, sino que ella misma elige para nosotros los diversos medios y con ellos nos admite a colaborar en su obra. Por lo cual no tenemos que derramar estériles lágrimas, como si estuviéramos en la edad de hierro, sobre las grandezas, sobre las bellezas, sobre las fuerzas destruidas. ¡No hemos sido creados para habitar en las tumbas de los muertos, sino para levantar nuevas habitaciones en la tierra de los vivos!». No nos enrolemos en el número de los injustos, que protestan contra la hora presente, acusándola de mil miserias y cerrando los ojos a tantas potencialidades y obras sociales. No nos enrolemos entre los resignados, que parecen estar esperando la destrucción total no sólo de la sociedad
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sino incluso de los buenos obreros. No seamos de los asustados, que se afligen del progreso científico y de su difusión por obra de la instrucción popular. Acabemos también con los eternos lloriqueos: «¡Ah, aquellos tiempos!, ¿qué queréis ahora?, no hay nada que hacer, ¡hemos ido tan abajo!».
El siglo nuestro es el XX; en él nos toca vivir y obrar. Tenemos que ser de este siglo,20 es decir, tratar de comprender las necesidades y proveer a ellas. Esto es fácil, porque Dios nos ha dado un temperamento, unas costumbres relativas a nuestro tiempo y no a los tiempos pasados. Óptimo fue el ensayo publicado sobre tal argumento en 1912 en la Jeune fille contemporaine. Hoy prevalece la organización: así pues, organicemos el bien y a los buenos; hoy se difunde el amor a la lectura: así pues, preparemos lecturas buenas; hoy se habla de todos y de todo: pues bien, preparémonos y hablemos también nosotros; hoy se valora a quienes hacen algo por el pueblo, cuyo nombre se ha convertido en el único pasaporte para ser admitidos en sociedad: pues bien, trabajemos también nosotros por él. ¿No fue siempre la religión inspiradora del verdadero bien moral-religioso de todos?
Seamos de nuestro tiempo, y hagamos que la mujer sea de nuestro tiempo. Le haremos entender que hoy el pueblo tiene sed de verdad: por eso más meritoria que la limosna del pan es la oferta que la buena prensa espera de la mujer.
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Le haremos entender que no es suficiente formar bien la propia familia, mientras los enemigos, fuertemente organizados, destruyen las bases queriendo introducir el divorcio, abolir el catecismo, etc.
Es más difícil comprender el valor de las obras sociales que no el de las de caridad, pues gran parte de los hombres se mueve y determina según los hechos materiales que impresionan la vista. Además, la mujer, espontáneamente ángel de caridad, se rige también más que el hombre por los datos sensibles. Ella ve al pobre, no la causa de la miseria; ve al tuberculoso, no la causa de su mal. Para encontrar las causas de la miseria y de la tisis, se requiere un esfuerzo, una investigación científica, una facultad de abstracción y de síntesis, porque unas y otras son complejas. La tisis, por ejemplo, puede depender del alojamiento, de la alimentación, del trabajo, del vicio... ¿No es más sencillo curar al enfermo, sin tanta investigación? - Pues bien, aquí tenemos una gran dificultad que el clero encuentra en el formar a la mujer de hoy; he aquí la grave necesidad en que se encuentra la propia formación del sacerdote de hoy, pues sólo se da lo que de veras se tiene.

Cualquier mujer puede cooperar con el celo del sacerdote. - Toda mujer, aunque sea una simple muchachita o una campesina, puede hacer alguna obra de celo.
Se insiste en esto para responder a una dificultad
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que puede surgir espontáneamente: ¿cómo la mujer, un ser tan débil, podría obrar un bien tan grande: cooperar con el sacerdote en la salvación de las almas? O bien, dado que alguna mujer pueda hacerlo, por una especial posición social, o por patrimonio, o por cultura, ¿como se podría contar con las otras, cerradas en los conventos, o confinadas en los montes, o pobres e ignorantes campesinas, infelices creaturas con quienes la naturaleza parece haberse mostrado tan severa? Pues bien, no estará de más repetirlo: toda mujer, hasta la menos apreciada a los ojos del mundo, puede ejercer el celo. Para convencerse de ello basta examinar las diversas explicaciones del mismo, dadas antes. No todas las mujeres podrán escribir en los periódicos, enseñar el catecismo a los niños, contribuir con donativos en las obras de beneficencia. Quizás alguna carecerá incluso de una familia o de amigas sobre quienes dejar sentir al menos el hálito de su caridad; pero ¿cuál no podrá rezar el rosario?, ¿cuál no podrá sufrir algo por la conversión de los pecadores? Habrá quien pueda ser celadora de los pequeños rosarieros, otras distribuirán el boletín parroquial, otras harán la limpieza de la lencería o del pavimento de la iglesia. Y no será inútil decirlo aquí: toda mujer tiene una cantidad de energías que han de ser empleadas en el bien, pues de otro modo se desahogarán en el mal; justo
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1 Cf. Lc 14,28.

2 Cf. Mt 12,33.

3 Cf. Mt 6,4.6.18.

4 Lo contrario de las palabras de Jesús recordadas por san Pablo en He 20,35: «Hay más dicha en dar que en recibir».

5 Cf. Mc 10,21 y Lc 6,35.

6 Cf. Mt 16,24: «Niéguese a sí mismo». DA dice ábnege.

7 DA dice formarán.

8 DA dice piedad.

9 DA, en vez de “metterlo” (ponerlo), dice “mettetelo” (ponedlo).

10 La devotio moderna era un movimiento religioso de reforma, con fondo ascético y místico, surgido en los Países Bajos hacia finales del siglo XIV bajo el impulso de Geert Groote y de las comunidades religiosas por él fundadas (las Hermanas de la vida común de Deventer y los Hermanos de la vida común, primero adherentes a la regla de san Agustín -fundación del convento de Windesheim, 1387- y luego en 1400, organizado en congregación autónoma). La obra más representativa es la Imitación de Cristo (1441), atribuida al canónigo regular agustino Tomás de Kempis.

11 Felipe Neri (1515-1595), florentino, fundó en Roma el Oratorio, que de él tomó tal nombre. Unió a la experiencia mística una gran capacidad de contacto con la gente. Antes de morir, octogenario, quemó los manuscritos de sus libros. Mucho antes, a sus 24 años, había hecho un rimero de todos los libros que poseía (excepto la Biblia y la Summa de santo Tomás) y los vendió en el mercado, distribuyendo el saldo a los pobres. Desde aquel momento, solo Dios ocuparía sus pensamientos y su corazón.

12 Aselly o Asella: virgen romana alabada por san Jerónimo en una carta a Marcela (MM).

13 Cf. Mt 11,29; 21,5; Sant 3,17.

14 Cf. Mt 11,30.

15 DA dice Eustaquia. Paula, de familia patricia romana, al enviudar siguió el ideal ascético de Marcela juntamente a una hija suya llamada Eustoquia.

16 Marcela, noble viuda romana, se creó un eremitorio en su mismo palacio del Aventino. Varias otras mujeres aristocráticas se juntaron a ella, formando así el primer monasterio, en sentido amplio, de que haya noticia en Roma. San Jerónimo fue padre espiritual y maestro de Sagrada Escritura en el cenobio de Marcela (MM).

17 Frederick William Fáber fue un teólogo oratoriano inglés, nacido en Calverley (Yorkshire) el 28 de junio de 1814 y muerto en Londres el 26 de septiembre de 1863. Educado en Oxford, desde joven fue un escritor de versos y un ardiente discípulo de Newman, también él oratoriano. Fue ordenado sacerdote anglicano en 1839 y en 1841 emprendió largos viajes por Europa describiéndolos en su diario. Vuelto a su patria, fue rector de Elton (Huntingdonshire, Inglaterra). En 1842 visitó Roma, donde el cardenal Acton le obtuvo una audiencia privada con Gregorio XVI. Con admirable franqueza el papa lo invitó a pasarse al catolicismo de Roma. La conversión de Newman (9 de octubre de 1845) le hizo decidirse definitivamente y el 27 de noviembre de 1845 también Fáber fue recibido en la Iglesia católica por el obispo de Northampton.

18 Cf. Mt 5,5 [otros traducen: «Dichosos los sometidos (o desposeídos), porque ésos van a heredar la tierra»] y Sal 37,11.

19 DA dice Lamj. Esteban María Victorio Lamy (1845-1919) fue un hombre político francés, de Cize, y académico de Francia. Alumno de Lacordaire, asimiló el ardor cristiano junto al vivo sentido de la necesidad de una penetración del apostolado en la vida política y social.

20 Este fue el apremio del P. Alberione desde la noche de oración en el paso del siglo 1900-1901 (cf. Abundantes divitiae gratiae suae, n. 15).