Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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11. «El sacerdocio de Jesús es eterno»
(Heb 7,24)

a) La existencia, la fuerza y el valor de nuestro sacerdocio dependen del sacerdocio de Jesucristo.
Teniendo que aplicar en el tiempo y en el espacio los frutos de su oblación, Jesucristo se ha elegido instrumentos que le prestan manos, lengua e intención. El los asume, les absorbe y obra por medio de ellos. Son los sacerdotes celebrantes quienes hacen presente doquier el sacrificio y la morada de Cristo entre los hombres; quienes, procurándola, sellan la unión de las almas con El: hacen como el procurador que asiste al bautismo, asume un compromiso, suscribe en nombre de quien le ha mandado y autorizado, haciendo suyo el acto con todas las consecuencias que de ello se siguen. Quien cumple dignamente y es junto a Cristo un buen sacerdote estará con El, gran sacerdote, por la eternidad: «Padre, quiero que donde yo estoy, allí esté también mi servidor» (Jn 17,24 y 12,26).
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b) Los sacerdotes se suceden; como se cambian las partículas en el sagrario; pe ro el sacerdote Cristo permanece para siem pre: «Los sacerdotes (israelitas) fueron muchos, por cuanto la muerte les impedía prolongar su ministerio. Pero Jesús permanece para siempre: su sacerdocio es eterno. Puede, por tanto, salvar de forma definitiva a quienes por medio de él se acercan a Dios; no en vano vive siempre inter cediendo por ellos» (Heb 7,23-25). O más clara mente: «Cristo, después de ofrecer un solo sacri ficio para obtener el perdón de los pecados, comparte por siempre el poder soberano de Dios. Una sola cosa espera: que Dios ponga a sus enemigos por estrado de sus pies. Y así, ofreciéndose en sacrificio una única vez, ha he cho perfectos para siempre a cuantos han sido consagrados a Dios» (Ib 10,12-14).
Nuestro ser sacerdotal consiste en estar unidos a El; toda la fuerza, el poder y la gracia están sólo en el Pontífice de nuestra religión; ésta no tiene ni otro sacrificio ni otro verdadero pontífice.
Así pues, debiendo formar con El un único sacerdocio, tenemos que aprender las virtudes sacerdotales: temor de Dios, arrepentimiento de los pecados, humildad y, sobre todo, amor de Dios: «me amó y entregó su vida por mí» (Gal 2,20).
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c) El Crucificado es también la esperanza y el consuelo del sacerdote: «To do pontífice es constituido para intervenir a fa vor de los hombres» (Heb 5,1)*; ¡tanto más a favor del sacerdote!, «para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados» (Ib.), especialmente por los del sacerdote. Confío por tanto: «Si la sangre de cabras y toros... ¡cuánto más la sangre de Cristo... purificará vuestra conciencia de las obras de muerte?» (Ib 9,13-14)*. Nuestra indignidad en el altar nos aterra, pero la sangre de Cristo que se ofrece al Padre nos da una confianza segura. La ofrece él mismo en la tran-sustanciación: «derramada por vosotros... para el perdón de los pecados»46; purificará nuestra conciencia de las obras de muerte» (Ib 9,14): «¡por mí, sacerdote!» El peso desaparece con la transustanciación.
En cada misa satisfacemos por nuestros pecados personales; por los pecados ajenos cometidos a causa nuestra; para detener las consecuencias de los escándalos dados; por los pecados del pueblo. Por cada misa se aplaca la divina Justicia.
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A Jesús Maestro

Tu sacerdocio es mi seguridad: yo oro y actúo en ti, por ti, contigo. Todo deviene eficaz y fructuoso porque recibe fuerza de ti, que «ciertamente fuiste escuchado por Dios, en atención a tu actitud de acatamiento» (Heb 5,7)*.
Confío que me comuniques espíritu «para entregarme al servicio del Dios viviente» (Ib 9,14)47, según el fin por el que te inmolaste y sigues inmolándote sobre los altares: para hacerme cada vez mejor siervo del Padre y recibir gracias personales y a favor de la comunidad.
Sé que tú, sacerdote sumo, comprendes todas las necesidades de este pobre sacerdote: «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado» (Ib 4,15). Desde la cruz comprendió y compadeció a los Apóstoles, especialmente a Pedro. «Acerquémonos, por tanto, confiadamente al tribunal de la gracia para alcanzar misericordia y obtener la gracia de un auxilio oportuno» (Ib 4,16).
Y más allá de la vida tú, Jesús sacerdote, me muestras el feliz fin de toda pena y fatiga: «Vemos que Jesús, a quien Dios hizo un poco inferior a los ángeles, ha sido coronado de gloria y honor por haber sufrido la muerte» (Ib 2,9).
«Sumo sacerdote perpetuo» (Ib 6,20). «Una sola cosa espera: que Dios ponga a sus enemigos por estrado de sus pies» (Ib 10,13). «Tenemos libertad, hermanos, para entrar en el santuario llevando la sangre de Jesús, y tenemos un acceso nuevo y viviente que él nos ha abierto a través de la cortina, que es su carne, y tenemos además un gran sacerdote al frente de la familia de Dios... Acerquémonos, pues, con sinceridad y plenitud de fe» (Ib 10,19-22).
Rosario, miserere.
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46 Fórmula consacratoria de la celebración eucarística o cena del Señor. Ver Mt 26,26-30; Me 14,22-26; 1Cor 11,23-25. NdT.

47 En varias de las citas de este capítulo, como sucede a menudo a lo largo de todo el opúsculo, Alberione da los versículos de un modo aproximado; a veces cita el primero de un bloque, transcribiendo el último; y viceversa. Casi siempre es debido a que toma las citas del libro-pauta de Cohausz, pero luego retoca el texto. NdT.