Beato Santiago Alberione

Opera Omnia

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PREDICACIÓN DEL PRIMER MAESTRO

I.

A las Familias Paulinas
(Agosto - Noviembre de 1952)

NOTA

El prolongado intervalo de tiempo entre la precedente serie y las meditaciones que siguen (del 16 de marzo al 6 de agosto de 1952) se explica por los numerosos viajes realizados por el P. Alberione en la primavera-verano de aquel año. Partiendo en avión el 21 de marzo, acompañado por la Maestra Tecla Merlo FSP (y seguido más tarde por la Madre Lucía Ricci PD), visitó las comunidades paulinas de los siguientes países: Estados Unidos, Canadá, México, Colombia, Chile, Argentina, Brasil, Venezuela, luego aún Canadá y Estados Unidos, y finalmente Portugal. En algunas comunidades predicó retiros y cursos de Ejercicios, publicados en otras recopilaciones. Durante una escala técnica (en Lima, Perú) sufrió una grave enfermedad, que hizo temer por su vida.
Regresado a Roma el 14 de junio, reemprendió los viajes en Italia: Catania, Alba, Milán... Del 12 al 26 de julio hizo un azaroso recorrido en automóvil para visitar las comunidades de Francia, desde París a Marsella, y las de España. Le acompañaba aún Maestra Tecla, con dos hermanas como conductoras.
Las pocas meditaciones dictadas en la Cripta, en Roma, durante este período, no quedaron transcritas más que con breves apuntes del P. Antonio Speciale en el Diario. En cambio, a partir del 7 de agosto, las habituales meditaciones fueron registradas ya en cinta magnética por el sacerdote paulino P. Enzo Manfredi (1916-1977) o por otras personas.
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[Pr 1 p. 5]
PRIMER MISTERIO GLORIOSO1

En los varios anuncios que Jesús hizo de su muerte, la conclusión fue siempre esta: «Et tertia die resurget», al tercer día resucitará [Lc 18,33].
Y esto es lo que nos tocará también a nosotros: bajaremos al sepulcro y resucitaremos.
En el evangelio de san Mateo leemos: «Pasado el sábado, al clarear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto la tierra tembló violentamente, porque el ángel del Señor bajó del cielo y se acercó, corrió la losa y se sentó encima... El ángel habló a las mujeres: Vosotras no tengáis miedo. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado; no está aquí, ha resucitado, como tenía dicho...» (Mt 28,1-10).2
[Pr 1 p. 6] La resurrección de Jesucristo, ¡nuestra resurrección! «Cuando Jesús se acercó al sepulcro de Lázaro, Marta le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano; pero incluso ahora, sé que todo lo que le pidas a Dios, Dios te lo dará. Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Respondió Marta: Ya sé que resucitará en la resurrección del último día. Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que me presta adhesión, aunque muera, vivirá, pues todo el que vive y me presta adhesión, no morirá nunca. ¿Crees esto?. Ella le contestó: Sí, Señor, yo creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11,21-28).
Aquí tenemos dos resurrecciones: la de Jesús, acaecida el tercer día; y la que acaecerá al fin del mundo, nuestra resurrección. Era justo que Jesucristo resucitara. Él había predicado el Evangelio, donde se leen las palabras que pronunció respecto a la resurrección. Había sido calumniado, golpeado, flagelado, coronado de espinas; fue arrastrado de un tribunal a otro y después condenado como indigno de vivir, porque había dicho la verdad, había defendido su divina realeza; había buscado la gloria del Padre y había anunciado que un día juzgaría a los hombres.
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Le condenaron a muerte y el viaje al Calvario fue bien doloroso, como meditamos cuando hacemos el vía crucis: Jesús es condenado, toma la cruz, cae por tres veces; Jesús encuentra a su Madre; y las otras estaciones tan dolorosas que contemplamos con sentimiento de piedad y con dolor | [Pr 1 p. 7] por nuestros pecados. Ahí está Jesús crucificado, acogiendo la súplica del buen ladrón [cf. Lc 23,42]; pidiendo por sus propios verdugos [cf. Lc 23,34]; dejándonos a su Madre santísima [cf. Jn 19,27], y confiando su alma al Padre: «Et inclinato cápite trádidit spíritum».3
Hemos de tomar en mano el crucifijo, contemplar las manos traspasadas por clavos, contemplar los pies traspasados por clavos, contemplar la cabeza coronada de espinas: ¡así murió el Salvador del mundo!
Pero su cuerpo no debía quedar en el sepulcro, con los estigmas de sus sufrimientos. Ese cuerpo reducido a parecer un gusano, pisoteado, ¿no tendrá una glorificación? [cf. Is 52]. ¿Deberá soportar el poder de la muerte? No, Dios lo glorificará. Y ahí está, glorificado en el paraíso, sentado a la derecha del Padre. ¡Todo lo sufrido se ha cambiado en motivo de gozo!
Cualquier fatiga que ahora soportamos será un día una gloria, toda mortificación será un día una gloria, cada cosa negada al cuerpo, que la pide ilícitamente, será un día una gloria.
«Resurget fráter tuus».4 ¡Sí, resucitaremos! La muerte nos aterra, más, nos lleva bajo tierra. Pero cuando se dice: «Memento, homo, quia pulvis es et in púlverem reverteris»,5 hay que añadir: «Resurges».6 ¡Resucitaremos!
En los sepulcros un día la voz del Señor omnipotente se dejará oír y por medio de los ángeles llamará de las tumbas a los muertos [cf. Ez 37].
Resurgiremos todos, pero no todos del mismo modo. El cuerpo de los condenados resurgirá para ser compañero del alma condenada e ir a arder en el fuego del infierno, allí donde el gusano del remordimiento no perece. El cuerpo de los condenados llevará grabados los pecados en los varios sentidos que pecaron,
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y | [Pr 1 p. 8] arderán especialmente las partes que sirvieron al alma como instrumento para pecar. ¡Así pues, la penitencia! ¡La penitencia a tiempo!
El cuerpo de los elegidos se volverá impasible7 e inmortal; será glorificado, y serán más glorificadas las partes que fueron compañeras del alma en hacer el bien. El corazón piadoso, tan unido a Dios, tan fervoroso, ¡qué goces tendrá! De veras, nunca corazón humano ha probado ni probará los consuelos, los goces, las alegrías que Dios ha preparado para quienes le aman, como ha dicho san Pablo [cf. 1Cor 2,9]. Pero ¿y si el corazón se da a Dios sólo a medias, si va titubeando entre un amor profano, un amor humano y el amor que debe nutrir quien se consagra a Dios?... ¿Si el corazón no se gobierna bien?
¡Cuánta consolación para el sentido de la vista, los ojos que contemplarán a la Sma. Trinidad, que se clavarán en Dios! Sí, «veréis y gozaréis». «Vidébimus sícuti est».8 ¡Y cantaremos!
Dichosa la lengua que tanto ha hablado de Dios, que se usó siempre para el bien. Hay personas incapaces de dominar sus sentidos, su lengua, como asimismo sus gustos. ¡Dichosa la lengua que se usó siempre para el bien!
¡Bendita la lengua que bendijo al Señor en la tierra!, bendecirá al Señor eternamente: «In æternum cantabo».9 Has cantado las alabanzas a Dios, has hablado de Dios, has hablado para esparcir el bien... ¡bendita lengua que se unirá un día a la voz de los querubines y serafines y a la voz de María: «Magníficat ánima mea Dóminum»!10
¡Qué hermosos los pies que han llevado la paz y el Evangelio! [cf. Is 52,7]. Dichosas las manos que han compuesto el Evangelio, lo han impreso y lo han difundido. Dichosos quienes supieron consumar todas sus | [Pr 1 p. 9] fuerzas por Dios.
Mirad, aquí tenemos una lámpara con aceite purísimo, que poco a poco se consuma por Jesús sacramentado. He aquí la religiosa perfecta; he aquí el religioso fiel hasta el final. Y como todo se ha consumido por el Señor, el corazón, todo el ser por
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Jesucristo, pues ahora todas las potencias de ese bienaventurado serán satisfechas, plenamente satisfechas: ningún deseo quedará insaciado. Serán plenamente satisfechas todas las potencias del cuerpo y del alma.
Los goces que nos imaginamos, pero que Jesús nos ha en parte escondido para que sepamos hacer actos de fe, serán nuestros y constituirán goces eternos.
Examen de conciencia. ¿Empleamos verdaderamente todas nuestras fuerzas por Jesucristo?
Dichosos aquellos que al anochecer pueden decir: «Estoy cansado, tengo necesidad de reposo», después de una jornada gastada por Dios. Estas almas llevan en sí un signo de su predestinación, cuando todo se le da al Señor. Y si descansan, es para despertarse en un servicio más fervoroso al Señor y un apostolado más diligente, más inteligente, más eficaz, más amplio.
«Jesus autem fatigatus ex itínere».11 Estaréis al final cansados del viaje de la vida; alguna vez es más largo el viaje, otras es más corto; pero cuando es el viaje que el Señor nos ha asignado, es siempre un viaje feliz. Un viaje que será coronado con el descanso eterno.
Ante ciertos moribundos nos inclinamos con reverencia. ¡Qué cuerpo agotado! Nos parece asistir a otra agonía: una agonía sin dolor, una agonía de agotamiento, la de María. Se mira a ese cuerpo y, viéndolo atacado por la muerte cercana, se piensa: «Resurget fráter tuus».12 Y nos consolamos.
[Pr 1 p. 10] Examen sobre el uso de los ojos, de la lengua, del gusto, del olfato, del tacto, del corazón, de la fantasía, de la memoria.
Y propósito.
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SEGUNDO MISTERIO GLORIOSO1

En el primero y segundo misterio glorioso consideramos la resurrección y la ascensión de Jesucristo al cielo, o sea la glorificación de Jesús tras sus sufrimientos y haber cumplido su misión de redención, de Maestro de la humanidad: «¿No tenía Cristo que padecer todo eso para entrar en su gloria?» (Lc 24,26).
Ya hemos considerado que por sus padecimientos él ahora goza una gloria eterna en el cielo. Además está escrito: «Yo he manifestado tu gloria en la tierra dando remate a la obra que me encargaste realizar; ahora, Padre, manifiesta tú mi gloria a tu lado, la gloria que tenía antes que el mundo existiera en tu presencia» (Jn 17,4-5). Cumplida su misión a favor de la humanidad, Jesús debía gozar eternamente el fruto de su ministerio en medio a sus redimidos.
«Mientras comía con ellos (Jesús) les mandó: No os alejéis de la ciudad de Jerusalén; al contrario, aguardad a que se cumpla la Promesa del Padre, de la que yo os he hablado; porque Juan bautizó con agua; vosotros, en cambio, de aquí a pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo. Ellos, por su parte, se reunieron para preguntarle: Señor, ¿es en esta ocasión cuando vas a restaurar el reino de Israel?. | [Pr 1 p. 11] Pero él les repuso: No es cosa vuestra conocer ocasiones o momentos que el Padre ha reservado a su propia autoridad; al contrario, recibiréis fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y así seréis testigos míos en Jerusalén y también en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra. Dicho esto, le vieron subir, hasta que una nube le ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijos al cielo cuando se marchaba, dos hombres vestidos de blanco que se habían presentado a su lado les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que se han llevado a lo alto de entre vosotros vendrá tal como lo habéis visto marcharse al cielo» (He 1,4-11).
Dos cosas: 1. Jesús en su petición al Padre, de ser glorificado, aduce la razón: él ha glorificado al Padre. 2. Jesús encarga a los apóstoles que vayan por todo el mundo a predicar el Evangelio, para que ellos glorifiquen al Padre. Es nuestro apostolado, el ministerio.
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En primer lugar tenemos que santificarnos nosotros mismos. «Se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz. Por eso Dios le encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título; de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble -en el cielo, en la tierra, en el abismo- y toda boca proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,8-11).
Se humilló, y por eso fue glorificado: se humilló hasta dejarse crucificar entre los malhechores. En la misa de la vigilia de la Ascensión se recoge al menos en parte la oración en la que Jesús pide su glorificación: «Padre, ha llegado la hora: manifiesta la gloria de tu Hijo, para que el Hijo manifieste la tuya... Yo he manifestado tu gloria en la tierra dando remate a la obra que me encargaste realizar; ahora, | [Pr 1 p. 12] Padre, manifiesta tú mi gloria a tu lado, la gloria que tenía antes que el mundo existiera en tu presencia» [Jn 17,1-5].
Jesús cumplió la misión recibida del Padre: enseñó a los hombres la doctrina celeste; reveló a los hombres una moral más perfecta; indicó una perfección más alta. Se hizo para ellos Maestro, y anunció en toda la tierra su doctrina, primero en Palestina y sucesivamente encargó a los apóstoles que la predicaran en todas partes.
Debemos recordar que Jesucristo vino a salvar a todos los hombres; que él conocía el valor de las almas y por eso no dudó en sufrir y morir por ellas. Valientemente predicó su doctrina, atestiguó su divinidad, y confirmó su doctrina con los prodigios, especialmente con el de su resurrección.
Son dos también, pues, nuestros cometidos: además de nuestra santificación, la predicación de la doctrina de Jesucristo por medio del apostolado.
¿Amamos a las almas, estas almas que han sido creadas a semejanza de Dios; estas almas que Jesús ha redimido con su sangre? ¿Comprendemos qué quiere decir salvarse para la eternidad, o estar eternamente perdidos?
Jesucristo para salvar las almas vino del cielo y como buen pastor fue a buscar la oveja descarriada. Este mundo, apremiado por sus pasiones, sigue caminos torcidos: ¡cuántos pecados y cuánto desorden! Demasiado se piensa en la tierra, y poco en el cielo. Acuérdate, oh hombre, que eres hijo de Dios. Hombres
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que no cuidan ni su propia alma; hombres fríos incluso respecto a su propia alma, ¿cómo podrán transformarse en apóstoles?
Primera condición para ser apóstoles es tener cuidado | [Pr 1 p. 13] de la propia alma, comprender qué significa salvarse; comprender qué quiere decir santificarse; tener el corazón en tensión diaria hacia nuestra santificación, y usar para nuestra santificación todos los medios de que la Providencia nos ha dotado. Cuando se ama de veras la propia alma y se comprende su valor, es fácil amar las almas del prójimo como a la nuestra. Sí, amar las almas de nuestro prójimo en modo parecido a la nuestra.
El que es frío nunca hará bien el apostolado. Quien es cálido, quien es fervoroso, tendrá ya el primer fundamento para ejercer un apostolado iluminado, ardiente y fecundo.
Es necesaria, además, la doctrina para cumplir el apostolado, y por tanto el estudio, evidentemente necesario, pues no se puede enseñar lo que no se sabe.
Es preciso luego que haya celo en el alma, el celo del que estaba animado el corazón sacratísimo de Jesús, cuando decía: «Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos».2 El corazón de Jesús está plasmado a imagen del corazón del Padre, más aún, tiene con él los mismos sentimientos y los mismos deseos. Hemos de tener el corazón de Jesús, como lo tenía san Pablo: sus aspiraciones, deseos, sentimientos.
Hemos recibido una misión; un día Jesucristo nos pedirá cuenta de ella, nos pedirá cuenta de las almas: tendremos que responder ante Dios; y quien no sólo haya obrado bien sino también enseñado bien, tendrá no sólo la vida eterna sino un doble premio.
Aunque nuestro apostolado sea humilde, basta que empleemos en él todos los talentos recibidos; basta que lo hagamos con diligencia por amor de Dios y | [Pr 1 p. 14] por amor de las almas.
El apostolado puede ser de la palabra, de la pluma, del sufrimiento, pero todas las familias paulinas tienen una finalidad, y se ayudan para alcanzarla, para que la doctrina de Jesucristo sea predicada con los medios modernos y los medios más rápidos.
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Examen. ¿Estimamos nuestro apostolado? Cuando el Señor nos pida cuentas de nuestro hermano, ¿cómo responderemos? ¿como Caín cuando Dios le preguntó por Abel [cf. Gén 4,9]? ¿O podremos responder con Jesucristo: «Señor, te he glorificado en la tierra cumpliendo la obra que me encargaste» [Jn 17,4]? Hay personas que ni a sí mismas se aman, y otras que sí se aman con un amor sobrenatural: de este amor viene la observancia del segundo mandamiento: amar al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios [cf. Mc 12,31].
Quien se santifica, santificará. El Cura de Ars,3 cuya fiesta celebramos hoy, es un ejemplo ilustre. ¡Qué santidad alcanzó! ¡Y qué amplio fue su ministerio, aun permaneciendo en aquella pequeña parroquia que la obediencia le había asignado!
En cambio, quien peca, no se ama ni a sí mismo ni al prójimo, y hasta podrá ser de escándalo y ocasión de ruina para los demás.
¿Qué diligencia ponemos en los apostolados cotidianos que nos ha asignado la obediencia? ¿Amamos de veras las almas?
(Recemos el segundo misterio glorioso).
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[Pr 1 p. 15]
EL FARISEO Y EL PUBLICANO1

En este domingo debemos pedir a Jesús la gracia de la santa humildad: «Jesu mitis et húmilis corde, fac cor nostrum secundum cor tuum».2 La humildad del corazón está indicada en el evangelio de hoy:
«Refiriéndose (Jesús) a algunos que estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás, añadió esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro recaudador. El fariseo se plantó y se puso a orar para sus adentros: Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese recaudador. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano. El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; se daba golpes de pecho diciendo: Dios mío, ten piedad de este pecador. Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios y aquél no. Porque a todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán» (Lc 18,9-14).
La humildad, que es verdad. En este evangelio la humildad se mira especialmente en las cosas espirituales, por cuanto la obra de nuestra santificación procede, viene de Dios. Nosotros tenemos que poner nuestra buena voluntad y la obra buena, en lo posible; pero esto de por sí no tendría mérito ante Dios. Es preciso que nuestra obra buena proceda del amor de Dios, y que a ella se una la gracia del Espíritu Santo. Entonces sí, nuestra obra buena es elevada a | [Pr 1 p. 16] mérito, a mérito para la vida eterna, a mérito para nuestra santificación.
«Sine me nihil potestis fácere».3 Pero con Dios nosotros, aun con las mínimas obras, tal vez poco estimadas y hasta despreciadas, podemos adquirir méritos para el cielo.
Por eso ningún santo ha descuidado la virtud de la humildad. Ningún santo ha fallado en este punto esencial. Un gran número de almas pierde el mérito, porque considera el valor externo de
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la obra. Yo he logrado esto, yo he hecho bien aquello, yo tengo habilidad para estas cosas, etc.
A veces, sin decirlo, imitamos muy bien al fariseo; repetimos, no a la letra pero sí en el sentido, sus palabras: «Te doy gracias, oh Dios, porque no soy como los demás: yo pago todos los diezmos de cuanto tengo...», y podía hacer una larga letanía de lo que creía bueno en su vida.
Los hombres consideran el valor externo; aprecian lo que ven, lo que oyen; pero Dios ve el corazón [cf. 1Sam 16,7]. Una pobre campesina que no sabe leer, que no sabe ni escribir su nombre, pero que ama al Señor y vive haciendo su santa voluntad, adquiere tesoros que un día veremos en el cielo y nos causarán maravilla.
Y en cambio, personas que visten distinguidamente, personas que hacen cosas notables pero sin esa unión con Dios, sin esa humildad, al final se quedan con las manos vacías: han obrado de manera humana, se han apoyado en medios humanos.
La gracia es necesaria. Un candelero puede ser de material pobre, pero si está recubierto de una abundante lámina de oro, resulta precioso. También nuestras obras que parecen a veces humildísimas, si tienen la gracia de Dios son de veras obras de oro.
¿Cuándo podemos esperar en realidad que | [Pr 1 p. 17] nuestras obras sean de oro? Cuando las hacemos en obediencia, en estado de gracia; cuando las hacemos por Dios; cuando las hacemos con humildad, suplicando que Dios añada su gracia, que las vuelva sobrenaturales.
Lo que es meramente natural no entra en el paraíso: ¡hay que añadir lo sobrenatural! Así, un hombre puede ser eminente por ciencia, por habilidad; pero ¿qué si le falta el bautismo, la gracia, si vive en pecado grave? Al contrario, si un alma hubiera incluso caído en pecado grave, pero se humilla, se confunde ante Dios y confía en la divina misericordia, imita al publicano que estaba lejos del altar, y golpeándose el pecho decía: «Señor, apiádate de mí, pecador». ¿Cuál fue la sentencia de Jesús, que todo lo ve y pesa las cosas según verdad y justa medida? «Os digo que éste volvió a casa justificado», o sea santo.
No minusvaloremos empero la obra buena que se debe hacer: estudiar con empeño; atender al apostolado con celo; observar las Constituciones y todas las disposiciones que se nos
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dan; ser educados y gentiles con el prójimo; tener atenciones para todos; practicar las obras de misericordia.
No debemos minusvalorar nuestra parte, pero sí considerar que la parte principal procede de Dios. Porque hacia ahí apunta el relato evangélico: «Dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos y despreciaban a los demás».
Inclusive un enfermo, que no puede realizar grandes cosas y tiene que esperarlo todo de los otros, puede hacerse un gran santo. Se dirá: ¡Pero si no ha hecho nada!. En cambio, ha hecho mucho; lo ha hecho todo: está unido a Jesús, ha sufrido por amor suyo y en todo se ha uniformado al querer de Dios.
Murmuraciones, acusaciones, y a veces | [Pr 1 p. 18] hasta calumnias, no quitan el bien: el bien es de quien lo hace. A quien ha obrado rectamente ante Dios, todas las habladurías de los hombres no le disminuyen ni un céntimo el mérito. En cambio, aunque todos los hombres nos aplaudan, si no somos rectos en nuestra conciencia, si no damos toda nuestra voluntad a Dios, cumpliendo su divina voluntad, podremos, sí, tener los aplausos del mundo entero, pero estar vacíos y encontrarnos al final, en el momento de la muerte, con las manos sin nada.
Cuando a un moribundo le decían: «Confía en Dios, recuerda el bien que has hecho», él respondía: «¡No me habléis de eso!». También san Pablo en la epístola de hoy [1Cor 12,2-11] subraya que todo viene del Espíritu de Dios: «Los dones son variados, pero el Espíritu es el mismo». Y luego añade que «la manifestación del Espíritu se le da a cada uno para el bien común: a uno, por ejemplo, mediante el Espíritu, se le dan palabras acertadas; a otro, palabras sabias, conforme al mismo Espíritu..., a otro un mensaje inspirado».
Repitamos al Maestro divino, que dijo esta parábola, la invocación: «Jesu Magister, Jesu mitis et húmilis corde».4 Jesús, ponemos nuestro corazón ante ti, manso, ante ti, humilde de corazón.
¡Cuánto orgullo hay en mí! El orgullo precipitó a Lucifer en el infierno; en cambio, la humildad de María atrajo al Verbo divino a su seno: «Spíritus Sanctus supervéniet in te».5 Y la humildad de María junto con la de los apóstoles, en el cenáculo,
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de nuevo atrajo al Espíritu Santo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo» [He 2,4].
¡Cuánta gracia hay en el alma humilde! El alma humilde es obediente; el alma humilde es caritativa; el alma humilde sale a flote en sus cosas; el alma humilde se llenará de méritos.
Y nosotros, en nuestra vida pasada, ¿hemos | [Pr 1 p. 19] ganado cuanto podíamos ganar? El orgullo ¿no nos ha robado nada? La vana complacencia por el bien cumplido ¿no nos ha arrebatado el mérito? ¿Somos de aquellos que se engallan siempre, que ponen en primer plano los propios bienes, hasta despreciar fácilmente a los demás? «Yo no soy como esos otros», [dice] el fariseo [Lc 18,11].
Consideremos las cosas con sensatez, es decir ante Dios. Al salir de la iglesia, ¿podemos tener la persuasión de que Jesús diga: «Descendit hic justificatus in domum suam»?6 Porque «al que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán» [Lc 14,11]. Hay muchas almas humildes que ahora no son consideradas ni estimadas por el mundo, pero un día subirán a lo alto y ocuparán los puestos mejores en el cielo. Tratemos de ser sensatos.
Recemos ahora el misterio de la humildad, tras haber hecho el propósito de vigilar especialmente los pensamientos y sentimientos internos.
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TERCER MISTERIO GLORIOSO1

La finalidad de la presente meditación es llegar a decir con vivo sentimiento de fe y de caridad la expresión: «Amo Ecclesiam»: Yo amo a la Iglesia, a ejemplo de María. Y este ejemplo se manifiesta especialmente en el tercer misterio glorioso.
Leamos las palabras de los Hechos de los Apóstoles: «Al llegar el día de Pentecostés estaban todos juntos reunidos con un mismo propósito. De repente un ruido del cielo, como | [Pr 1 p. 20] una violenta ráfaga de viento, resonó en toda la casa donde se encontraban, y vieron aparecer unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse...» (He 2,1-17).2
He aquí al Espíritu que venía a iluminar a los apóstoles, a fortificarles, a llenarles de celo. La Iglesia la había preparado Jesucristo durante su vida: «Te daré las llaves del | [Pr 1 p. 21] reino de Dios. Sobre esa roca voy a edificar mi comunidad» [Mt 16,19]. Ello se cumplió después de la resurrección de Jesucristo, cuando en la persona de los apóstoles confirió a la Iglesia el poder de instruir a los fieles, de gobernarlos, de santificarlos, dándole además su cabeza visible en Pedro: «Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas» [cf. Jn 21,15-16]. Pero fue en el día de Pentecostés cuando quedó promulgada: la Iglesia nació, en cierto modo, ante los hombres; y empezó la obligación de entrar en ella para quien la conoce, para encontrar la salvación.
Para quien la conoce. Compadezcamos a quienes están fuera en buena fe, pero, mientras, iluminemos a los hombres, porque ella es el camino ordinario de salvación. Es necesario entrar en la Iglesia y vivir en ella según sus enseñanzas y gobierno constituido, es decir el Papa, los obispos, aceptando y aprovechándose del ministerio de los sacerdotes para escuchar la palabra de Dios, para dejarse dirigir y para recibir los santos sacramentos.
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Y bien, ¿qué parte tuvo María en la Iglesia? Las palabras que hemos leído indican que María estaba ya aquel día entre los apóstoles y les guiaba en la oración. Y orando ella misma con mayor humildad y mayor fe, fue quien mayormente obtenía que se acelerase la bajada del Espíritu Santo, como un día había obtenido que los cielos se abrieran y la tierra germinara al Salvador; y como otro día obtuvo que Jesús comenzara a manifestarse cuando aún no parecía llegada su hora [Jn 2,1ss]. A las súplicas de María, Jesús se había manifestado: «Hoc fecit initium signorum Jesus in Cana Galileæ: et manifestavit gloriam suam et crediderunt in eum discípuli eius».3
Bajó el Espíritu Santo sobre María santísima | [Pr 1 p. 22] y los apóstoles, y quedaron iluminados, dándose en ellos un alma nueva, un nuevo valor; sintieron la responsabilidad y la universalidad del propio apostolado, la responsabilidad de las almas, la santidad que se consigue en el apostolado, y luego su poder sobre todo el mundo. En todas partes debían predicar y de todas partes llamar a la Iglesia a los hombres de todas las naciones.
¿Y María? Ella lleva en sus brazos a la Iglesia naciente, como había llevado a Jesús recién nacido y le había nutrido. María está allí y sigue orando. Incluso después de la bajada del Espíritu Santo, continuó aún algún tiempo en la tierra para consuelo de los apóstoles, para que fueran iluminados acerca de los misterios de la encarnación y de la vida oculta de Jesús.
De modo particular debió ser iluminado san Lucas, quien luego se extendió más en describir esa vida escondida, comenzando desde la anunciación hasta el hallazgo de Jesús en el templo. María estuvo junto a Jesús; cumplió su misión de ofrecerlo al eterno Padre por el mundo, y selló su misión cuando le acompañó al monte de los Olivos y le vio subir al cielo. Entonces lo presentó al eterno Padre para que le acogiera en su gloria y le pusiera a su derecha.
Pues bien, María desempeña ahora un cometido semejante en la Iglesia. Aun después de haber sido asunta al cielo, después de haber cumplido su tarea de confortar a los apóstoles con la oración y el ejemplo, continúa haciendo de Madre a la Iglesia, a todos los hombres.
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Sí, a lo largo de los siglos María iluminó a los padres, iluminó a los pontífices, derrotó las herejías. Las grandes definiciones de la Iglesia se dieron siempre bajo la imagen de María y poniendo antes la mano sobre el santo Evangelio.
María confortó a la Iglesia en | [Pr 1 p. 23] todo tiempo, no sólo en la época clásica de los mártires, que no se cerrará sino con la historia de la Iglesia. María conforta a los predicadores, los confesores, los maestros de espíritu, los papas, los obispos, los párrocos. María está siempre [atenta] a proteger a la Iglesia.
Además, María santifica a la Iglesia. Ella es la reina de los mártires, de los confesores, de los vírgenes, de todos los santos. Sí, las almas que se confían a María poco a poco adquieren tal odio al pecado, tal deseo de santificación, que progresivamente se elevan de la tierra, dirigen sus pensamientos al cielo, entienden el concepto de la vida: preparación a la eternidad.
La vida aquí abajo es un preámbulo; en cierta manera, merece apenas llamarse vida, porque es una preparación a la muerte, aunque también una preparación al cielo, y bajo este aspecto sí que merece llamarse vida.
María es Madre de cada una de las almas, pues es la Madre de todas las gracias que nos vienen, mediante Jesús. ¡Oh María, Madre de gracia, vida y esperanza nuestra!
Ahora nos interrogamos. ¿Amamos a la Iglesia, esta Iglesia que Dios ha establecido en el mundo como continuadora de su obra? ¿La seguimos en todas las disposiciones? ¿Oramos con ella y por ella? ¿Amamos la liturgia, para rezar más íntimamente con ella? Cada vez que oramos, ¿nos consideramos como miembros vivos de un gran cuerpo, la Iglesia; miembros que deben ser vivos y dinámicos especialmente con el ejemplo y con el apostolado?
Hemos de recordar lo que dice san Pablo: «Christus dilexit Ecclesiam, et trádidit semetipsum pro ea»,4 para santificarla, purificarla con el baño de gracia mediante la palabra de vida. Jesucristo lo hizo todo por la Iglesia: reunir las multitudes, poner al frente de ellas los apóstoles | [Pr 1 p. 24] y como cabeza de ellos a Pedro; conferirle poderes y asistirla continuamente: primero, cuando apenas subido al cielo le envía el Espíritu Santo; y luego, en todos los siglos, haciéndola infalible, indefectible, y dándole
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un espíritu de expansión, de modo que despliegue sus tiendas hasta los confines de la tierra.
Cristo murió por la Iglesia, purificándola mediante la palabra de vida, para que pudiera presentarse gloriosa, sin mancha ni arrugas: una, santa e inmaculada [cf. Ef 5,26-27].
Hay personas consagradas a Dios y que ocupan un puesto eminente en la Iglesia de Dios: son los religiosos.
Y bien [preguntémonos]: nuestros amores ¿son por Cristo, por la Iglesia, por la Virgen? ¿Somos de esas personas que tienen tendencia a cosas mundanas, por ejemplo noticias inútiles, curiosidades que estorban a los estudios e incluso a la meditación? ¿Tenemos el corazón propenso a las mismas cosas que absorben al mundo? ¿Sentimos nuestra consagración a Dios en la Iglesia?
Como religiosos, hijos primogénitos de la Iglesia, nuestro supremo superior es el Papa. ¿Qué mentalidad vivimos, qué vida llevamos, cuáles son nuestros deseos? ¿Somos casi indiferentes frente a sucesos, ya tristes o ya alegres, de la Iglesia, y en cambio muy interesados de acontecimientos que para nosotros tienen una importancia relativa, y a veces casi nula? ¿Cómo es nuestro corazón? ¿Es católico, es religioso? Cuando la Iglesia obtiene victoria y conquista nuevas tierras y hace progresos aplicando el Evangelio a los nuevos problemas de la sociedad, ¿qué interés experimentamos?
Está bien publicar las encíclicas, y tomar en consideración especialmente las dos últimas.5 Este interés demuestra que late en nosotros un corazón de católico y de religioso. ¡Sí, publíquense y se difundan ampliamente!
[Pr 1 p. 25] Examen de conciencia: Amo Ecclesiam?6 ¿Me entristezco y aumento las oraciones cuando la Iglesia sufre pasión, como la sufrió el cuerpo de Cristo? ¿Ruego por la Iglesia, para que María la ilumine y fortifique, y así tenga el espíritu de unidad y de expansión? ¿Me siento religioso, me siento católico?
(Recemos el tercer misterio glorioso).
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LA BUENA MUERTE1

En esta meditación queremos pedir una gracia, la gracia fundamental para nuestra vida, a saber: vivir santamente para morir santamente.
Todo el mes de agosto y especialmente la novena, la fiesta y la octava de María asunta al cielo, es para pedir la gracia del paraíso, de la salvación eterna, alcanzando así nuestro fin, para el que Dios nos ha puesto en esta tierra. Siempre ha de estar presente este pensamiento: por una parte, «recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás» [cf. Gén 3,19]; y, por otra, «recuerda que eres espíritu y estás llamado a vivir entre los espíritus del cielo; recuerda que eres hijo de Dios y el Padre te aguarda para que te sientes a su mesa y te inebries con el cáliz de la felicidad eterna, en el que se sacian los ángeles del paraíso».
El cuarto misterio glorioso nos recuerda el tránsito, la muerte feliz de María y su Asunción corporal al cielo.
[Pr 1 p. 26] Tres cosas hacen serena la muerte, a saber: 1) el recuerdo de una buena vida; 2) la confianza serena en un juicio favorable; 3) la certeza, apoyada en los méritos de Jesucristo, de una felicidad eterna en el paraíso. Y estos tres consuelos hicieron dichosa la muerte de María, su tránsito.
1. Ella, que debía cosechar todos los méritos, los de todos los santos, no debía verse privada del mérito de aceptar y sufrir la muerte; pero su muerte fue la más semejante a la de Jesucristo, y ella misma aprendió de su Hijo «quómodo móritur justus»,2 de qué manera muere el justo: allí, al pie de la cruz, cuando le vio cerrar su vida y llevar consigo la certeza de haber cumplido su misión: «Consummatum est»;3 lo que el Padre celeste quería de mí, todo su querer, lo he cumplido.
Consummatum est! María echaba una mirada a la vida transcurrida: cuando estaba ya exhausta de fuerzas, porque se había consumido todo el aceite de la lámpara divina. Mirando atrás,
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recordaba lo que le había dicho el ángel: la propuesta de la divina maternidad, la encarnación del Verbo por medio suyo. Ella había aceptado su vocación, no con un sentimiento momentáneo sino con profunda convicción de deber ser toda de Dios, y deber permanecer enteramente a servicio de Dios: «Ecce ancilla Dómini».4 ¡La divina servidumbre!5
Y bien, esta misión la había aceptado y en la tierra la había cumplido perfectamente. Ella tenía conciencia de ser ante Dios como una nada, pues de él lo había recibido todo; pero también era consciente de haber cumplido bien cuanto Dios quería de ella. Había pasado por tantas pruebas: en el pesebre, en Egipto, durante la vida privada de Jesús, durante la vida pública, la | [Pr 1 p. 27] vida dolorosa, luego la resurrección de Jesús, los comienzos de la Iglesia, en los que ella había tenido tanta parte. Sí, de veras, como san Pablo, [podía decir]: «Cursum consummavi».6
Poniéndonos ante este Dios, que nos ha creado, y creándonos tuvo sus designios respecto a nosotros, designios sapientísimos y designios de amor, nosotros le decimos sí a Dios: «Ita, Pater»,7 porque así te place. Mi vocación, mi misión, los varios avatares que deberé pasar para seguirla, sean favorables o contrarios o tristes... ¡sí, oh Padre! ¡Todo! Y dichoso quien sea fiel: «¡Muy bien, empleado bueno y fiel... pasa a la fiesta de tu Señor» [Mt 25,21].
Dios, al darnos esa vocación, quiso asimismo prometer un premio adecuado: el paraíso; un hermoso paraíso. Y él será fiel. «Ut fidelis quis inveniatur».8 Se requiere que también nosotros seamos fieles.
¿Lo hemos sido profundamente, conscientemente? ¿Hemos sido fieles a cada hora, cada día, fieles en colaborar con la divina gracia que nos acompaña en nuestra vocación? Porque este Dios nos está siempre cercano, caminamos apoyados al brazo de Jesucristo y bajo el manto bendito de María, siguiendo los
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propios pasos de Jesús. Queremos ser fieles hasta la muerte. Feliz quien al final podrá decir su «consummatum est».
Hay personas que llevan una vida no acorde con la voluntad de Dios; han hecho el propio querer o tal vez se han satisfecho a sí mismas con el orgullo, la lujuria, la avaricia; podrán reconciliarse en el momento de la muerte, pues la misericordia de Dios es misteriosa, es la misericordia que Jesucristo predicó a los pecadores. Pero si uno, hasta la muerte, tiene la persuasión de haber cumplido lo que Dios quería de él, cuenta con la seguridad del premio.
[Pr 1 p. 28] Bien merece la pena que llevemos una vida santa, para morir confiada y serenamente. Hay vidas y modos de vivir que causan satisfacción por un momento; nosotros en cambio debemos buscar un modo de vivir que nos dé serenidad a la hora de la muerte. «Moriátur ánima mea morte justorum»,9 cierto, pero antes: «Viva mi alma la vida de los justos».
2. Los moribundos, cuando han vivido rectamente, son consolados con la confianza de un juicio favorable. Sí, apenas hayamos espirado, nos encontraremos con Jesús bendito, que saldrá a recibirnos. Confiamos encontrarnos con él, con su rostro sereno: «Serenum præbe mihi vultum tuum».10
¿Qué será en cambio de quien, habiendo combatido a Jesucristo, o al menos habiendo descuidado sus mandamientos, habiendo dilapidado sus gracias, sus méritos, se presente a él manchado, culpable? Cuando se asiste a un juicio y las pruebas son claras, vemos entrar en la sala del tribunal a los culpables tan humillados y tan asustados ante la justicia castigadora, que nos causan lástima. ¿Pero qué es la justicia humana en comparación a la justicia divina? Dios nos ha visto todos los días, ha visto cuando estábamos a plena luz y cuando estábamos en la oscuridad; ha visto las obras y ha visto los pensamientos de la mente, y ha conocido los secretos del corazón.
María también ha pasado por el juicio, pero ha sido un juicio diverso: judicium retributionis, el juicio de la retribución, en el que su Hijo proporcionó el grado de gloria al grado y a la cantidad de sus méritos.
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Cada uno de nosotros trabaja para sí mismo; sí, en el fondo así es: «Ópera enim illorum sequuntur illos».11 Iremos al juicio con nuestras obras, buenas o malas. No importarán | [Pr 1 p. 29] entonces las habladurías o los juicios que los hombres hayan podido dar acerca de nuestra conducta. Entonces importará el testimonio de la buena conciencia: Hice cada día lo que Dios esperaba de mí. «Ópera enim illorum sequuntur illos».
Escrutemos, pues, un poco nuestra vida a la luz de la última vela, encendida por personas compasivas junto a nuestro lecho o al menos junto a nuestro ataúd. [Debemos] juzgarnos, porque quien se juzga no será juzgado, y quien ahora se condena no será condenado. Por tanto, exámenes de conciencia profundos, justos, según verdad. Ni escrúpulos, ni relajación. Dios es verdad y nosotros no hemos de afanarnos por las responsabilidades que no tenemos: por ejemplo, porque uno ha recibido sólo dos talentos. Pero tampoco hemos de desentendernos e infravalorar las responsabilidades concretas. Para ser de veras hijos de Dios, «imitatores Dei»,12 mantengámonos en la verdad. No es verdad que Dios sea un amo que quiera recoger donde no ha sembrado [cf. Mt 25,24]: quiere recoger lo que el campo puede dar.
3. El moribundo se consolará ante el premio cercano. Se debe cambiar este valle de lágrimas en un valle de gozo. Más aún, se debe subir el monte no sólo de la santidad sino de las bienaventuranzas, no para oírselas repetir al Maestro divino sino para ver que ha llegado el tiempo: «Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos los afligidos porque serán consolados. Dichosos los perseguidos o criticados por la justicia, es decir por el nombre de Jesucristo, porque el reinado de Dios les pertenece» [cf. Mt 5,1-12].
Y quiero añadir: Dichosos los religiosos fieles, dichosos | [Pr 1 p. 30] porque finalmente alcanzan lo que eligieron: la propiedad, el patrimonio, casi, que han ido pagando día a día con las propias obras. «Et vitam æternam possidébitis».13 ¡La vida eterna!
Meditemos, pues: aquel hombre buscaba perlas preciosas, y encontró una [cf. Mt 13,45-46]. Creados para la felicidad, hemos
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descubierto que la felicidad es el paraíso, perla preciosa impagable, pues además de nuestras obras buenas se requiere la misericordia que intervenga, otorgando la gracia, elevando nuestra obra a mérito eterno. Encontrada aquella perla preciosa, vendió cuanto tenía y la adquirió, y fue riquísimo. Descubierto el cielo, nosotros démoslo todo, ya que, por mucho que demos, no pagamos el paraíso en lo que vale: el paraíso nos resulta siempre a buen precio.
Hoy el pensamiento de santa Clara,14 cuya fiesta celebramos, nos sirve de buena lección. Ella, joven y feliz, a quien sonreía una vida envidiable según el mundo, se hizo pobre como san Francisco, y quiso vivir en extrema pobreza. La Iglesia esta mañana nos propone un evangelio que constituye en cierto modo nuestra historia: el relato de las diez vírgenes [cf. Mt 25,1-13]. Vírgenes, sí; pero pueden ser necias, o pueden ser prudentes. Éstas, habiendo alimentado sus lámparas y teniendo ceñidos los lomos,15 pudieron entrar al banquete celeste. Allá arriba la Virgen bendita tiene el primer puesto después de Jesús; en aquel convite nuestro Padre celeste abreva a los hijos fieles en el cáliz de la felicidad.
Concluyendo, los tres pensamientos de esta meditación nos llevan a tres exámenes y a tres propósitos. ¿Queremos llegar a una muerte serena? ¡Pues que entonces podamos decir: he cumplido la misión y mi vocación! ¡Que entonces podamos decir: ya me he juzgado y condenado, he pedido perdón, me he reconciliado, y por tanto no tengo cuentas pendientes con Dios!
[Pr 1 p. 31] Tenemos que contemplar el paraíso y considerar que será proporcionado al mérito. ¡Oh, a qué felicidad se encaminan el religioso y la religiosa fiel!
A veces, para la función de la toma de hábito, los aspirantes se visten con trajes especiales: ¡oh, el vestido inconsumible16 en
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el cielo, el vestido nupcial para nuestra fiesta cuando entremos en el cielo! Hemos de considerar esto y darlo todo por el cielo, con gozo además, porque ¿quién más afortunado que nosotros? ¿A quién se le ocurrirá envidiar las cebollas de Egipto [cf. Núm 11,5], mientras tiene abundancia del maná celeste, que puede escoger y recoger a gusto, según el deseo y la necesidad? [cf. Éx 16,16].
¡Paraíso, pues, paraíso! Hagamos el Pacto con Dios para que podamos corresponder con seguridad a la divina vocación, y realizar las obras que Dios espera de nosotros, y así un día ir allá arriba para recibir la «corona justitiæ», la corona de justicia [cf. 2Tim 4,8].
(Recemos el Pacto17).
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LA LITURGIA DE LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN1

El fruto de la presente meditación será ver de nuevo nuestros deberes con María, nuestra Madre y Reina asunta al cielo, coronada de gloria.
Consideremos en primer lugar la liturgia de la misa fijada últimamente para el 15 de agosto.2
En el introito [Ap 12,1; Sal 97/96,1] se nos recuerda una | [Pr 1 p. 32] visión de cielo, cuando san Juan percibió allá arriba un prodigio: «Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas». Es la Virgen, coronada por la Sma. Trinidad, vestida de sol, teniendo bajo sus pies la luna y llevando en la cabeza una corona de doce estrellas, mientras todo el cielo con reverencia canta: «Magníficat ánima mea Maríam».3
La misa nos presenta en la epístola [Jdt 13,22-25(18-19); 15,10] los motivos de tanta gloria por esta creatura, no sólo obra maestra de la naturaleza y de la gracia, sino también de la gloria. Es un paso tomado del libro de Judit: «Bendita seas tú, hija del Dios altísimo, entre todas las mujeres de la tierra, y bendito el Señor Dios, que creó los cielos y la tierra, y te ha guiado hasta cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos».
Y tú, oh María, -parece decir la sagrada liturgia- has aplastado la cabeza al enemigo infernal, como de hecho se recuerda en el ofertorio: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo» [Gén 3,15]; «Benedicta tu inter mulíeres».4 «El Señor ha guiado tu espada», se dice en alabanza a Judit, y tú has cortado la cabeza a nuestro adversario... «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú eres el honor de Israel, tú eres el orgullo de nuestra raza».
El evangelio ratifica todo lo dicho antes. Es un paso de san Lucas (1,41-50) y habla de la visita de María a santa Isabel: «En
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aquellos días, se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi | [Pr 1 p. 33] Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la creatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor...».
[Más tarde, una mujer del pueblo] se hizo eco de estas palabras [gritando]: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» [cf. Lc 11,27-28]. Pero Jesús quiso dar un sentido completo a estas palabras, [afirmando]: No sólo [es dichosa] por ser mi Madre natural, sino también porque acogió mi palabra: «Mejor, ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!».
María tuvo ambas felicidades: por una parte fue Madre natural de Jesús, por otra fue la más fiel en oír las palabras de él, en interpretarlas según su verdadero sentido, y en practicarlas, haciéndose así ejemplo para los primeros discípulos del Maestro divino.
En tercer lugar tenemos los oremus: en el primero5 se afirma que María inmaculada, al término de su vida, fue asunta al cielo, y por eso pedimos que «aspirando siempre a las realidades divinas, lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo». Elevando nuestros deseos, nuestros corazones y nuestros esfuerzos hacia el cielo, un día podremos ser sus compañeros en la gloria celeste.
Y en el último6 se dice que, así como María fue resucitada y recibida en el paraíso en alma y cuerpo, también | [Pr 1 p. 34] nosotros un día podamos llegar a la gloria de la resurrección, cuando nuestro cuerpo quede transformado según las cuatro prerrogativas del cuerpo de Jesucristo,7 como san Pablo las describe en sus cartas.
¡Qué grande es nuestra Madre: está allá arriba como Reina, especialmente para nosotros!
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La Asunción de María Virgen es para nosotros una fiesta grande, porque a María la ha hecho Dios reina para ser poderosa en socorrer a sus hijos. María es rica de riquezas del cielo, y estas riquezas son para nosotros. Así como fue llena de gracia para derramarla sobre todos los hombres, está ahora repleta de gloria y tiene una corona de potencia, de sabiduría y de amor, para usar su potencia, sabiduría y amor con nosotros.
¡Oh!, ciertamente nuestro corazón prorrumpe en un grito de gozo y al mismo tiempo en una oración: gozo porque tenemos en el cielo una Madre potente que nos aguarda y allí se ocupa de nosotros.
Y una oración: ¡Oh Madre, que estás en presencia de la Trinidad, habla en nuestro favor, es decir expresa las necesidades que tenemos; excusa ante la Trinidad nuestras debilidades y obténnos su misericordia! Bien sabes cuántas cosas necesitamos: sabiduría celeste, fortaleza para vivir según las virtudes religiosas; y al mismo tiempo tenemos necesidad de humildad y de confianza. Necesitamos que tú formes nuestro corazón, como formaste el del Cordero inmaculado, Jesús, tu Hijo. De tu sangre se formó el Corazón sacratísimo de Jesús. Forma así el nuestro, para que sea generoso, para que sea piadoso, y para que sea fuerte, inflamado todo él en dos amores: caridad hacia Dios y caridad hacia el prójimo.
[Pr 1 p. 35] Y mientras contemplamos a María tan ensalzada, sentimos también el compromiso de inclinar humildemente nuestra cabeza, recordando cuán indignos somos de tal Madre. Su pureza, su humildad, su piedad son tan altas y nosotros tan pequeños, ¡qué lejos estamos de sus ejemplos santísimos!
Pero nadie se desanime, pues hay una Madre allá arriba, en la casa de nuestro Padre, que habla de nosotros y en favor nuestro. Por nuestra parte, tratemos de merecer su misericordia, su interés por nosotros.
Examinémonos a ver si cumplimos bien los cuatro deberes que tenemos con esta buena Madre:
1) Conocerla cada vez más. Cuando las tipografías empiezan a imprimir libros sobre la Virgen, y se hace de ellos amplia propaganda, es que procuramos dar a conocer a esta nuestra buena Madre. Pero, en primer lugar, ¿leemos nosotros los mejores libros sobre la Virgen? ¿Procedemos gradualmente en las lecturas,
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según la edad y la instrucción, partiendo de las más sencillas para llegar a las más profundas? Y el sábado, ¿procuramos meditar sobre María? Y en los meses de mayo y octubre, y en las novenas, ¿tratamos de conocerla mejor, hablando de ella y leyendo libros sobre ella? ¿Estamos instruidos acerca de sus privilegios, sus virtudes, sus poderes, especialmente el concerniente a su misericordia y su bondad? La instrucción ha de ser el primer paso en la devoción a María.
2) Segundo paso: imitar a María, llegar a la imitación en su fe vivísima: «Dichosa tú que has creído» [cf. Lc 2,45]. La confianza de María, la esperanza en la resurrección de Jesucristo, cuando parecía que su nombre estuviera ya borrado, cuando él había inclinado la cabeza y había | [Pr 1 p. 36] espirado en la cruz. [Esta esperanza] fue la vela que no se apagó nunca:8 María aguardó en silencio, retirada, el anuncio de la resurrección. ¡Y su caridad ardiente! Nunca ha habido creatura que haya amado al Señor con un amor tan inflamado, y ningún apóstol amará tanto las almas cuanto las amó y favoreció María, por medio de Jesucristo, remediando los estragos del pecado original y dándonos el fruto de su vientre. Hemos de imitarla especialmente en estas virtudes: fe, esperanza, caridad. Tenemos la gracia de rezar frecuentemente el rosario, según el uso de la Congregación, y en cada misterio hay una gracia que pedir. Pidamos imitar a María en las virtudes que ella practicó tan fielmente.
3) Suplicar a María y confiar en ella. ¿Rezamos a María? Por la mañana y por la noche ¿repetimos el «Virgen María...»?9 ¡Es cosa buena! ¿Decimos el Ángelus Domini? ¿Rezamos el rosario? Todo esto es bueno. Tenemos que ver también si en nosotros
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hay confianza con esta buena Madre, esa confianza que enternece su corazón. Hemos de ser niños sencillos, pues cada año que pasa nos damos cuenta de que somos débiles, insuficientes, ignorantes y de tener siempre más necesidad de los cuidados de esta buena Madre. Quien es devoto de María, lo sentirá cada vez más, descubriendo asimismo en sí diversas faltas. Y al término de la vida, en el momento de la muerte, se sentirá aún más fuerte la necesidad de María.
4) Predicar a María. Sí, nuestro apostolado debe encaminarse a esto. Entre los otros fines, y entre los primeros, está el dar a conocer a María, llevar a ella las almas. Y no sólo el apostolado de las ediciones, sino también el de la palabra y los buenos consejos: en toda | [Pr 1 p. 37] ocasión hablar de María. Quien ama a su madre, suele hablar de ella a menudo.
Así pues, estos cuatro puntos de examen según los cuatro deberes que tenemos con María: conocerla, imitarla, rezarla, predicarla.
Propósito...
(Quinto misterio glorioso).
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IMITAR A MARÍA SANTÍSIMA1

Esta meditación debe cerrarse con el propósito de comprometerse y archicomprometerse en aumentar nuestros méritos para la vida eterna, particularmente con la ayuda, la intercesión y la gracia de María asunta al cielo.
«Exaltata est super corum angelorum ad cælestia regna»: María fue exaltada sobre todos los coros de los ángeles y de los santos. Allá arriba, en el reino celeste, por encima de ella está sólo Jesucristo, fuente, autor y consumador2 de la gracia [cf. Heb 12,2].
La razón de tanta gloria y de su poder extraordinario, quisiéramos decir de la omnipotencia suplicante de María, es su santísima vida, los grandes méritos que acumuló en los días de su existencia terrena. En efecto, la gloria es proporcionada al mérito, y el mérito es el nexo, la relación que hay entre la obra buena y el premio, entre la obra buena y la merced.
Mientras vivimos, tenemos siempre la posibilidad de acrecer nuestros méritos. No hay instante de la jornada en que no podamos aumentar el | [Pr 1 p. 38] premio y asegurarnos una gloria mayor en el cielo.
María tuvo la vida más santa. Ante todo, fue concebida sin pecado y colmada de gracia ya entonces. Ella se encontró, desde su primera aparición en el mundo, tan rica de gracia que superaba a todos los santos. Todos los santos y los ángeles son siervos de Dios, y el siervo está en un grado inferior a la Reina y a la Madre. Y bien, María nacía como Madre y Reina, es decir llamada a ser la Madre de Jesús y Madre nuestra, y al cargo de Reina, distribuidora de gracias.
Ella está llamada a ser la Reina de la misericordia y a tener como súbditos a los míseros, que nunca deben desanimarse.
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Igual que para ser internado en un hospital público el título es «tiene necesidad, está gravemente enfermo», y cuando se trata de beneficencia pública, el título es «se trata de un pobre necesitado», así nuestro título para entrar en el reino de María y tener su misericordia particular, son nuestras necesidades y su potencia y bondad.
Concebida en este altísimo grado de santidad, al nacer vinieron los ángeles a la pequeña cuna, para saludar y venerar a la celeste Niña. Y el nombre que le dieron indica una tarea bien grande, y un grado de santidad superior a la santidad de todos los hombres y de todos los ángeles. Su infancia fue santísima y delicada. Se consagró muy pronto al Señor y a él ofreció todos sus pensamientos, sus sentimientos, su cuerpo y su alma, para ser siempre toda y solamente de Dios. Cuánto haya crecido luego en santidad estando en el templo,3 es algo que viene como consecuencia. Dios iba | [Pr 1 p. 39] preparándose un tabernáculo: «Ut Filio tuo dignum habitáculum éffici mereretur, Spíritu Sancto cooperante præparasti...».4
El Padre celestial, para preparar una digna morada a su Hijo, seguía infundiendo gracias en María. En Nazaret, siendo ella ya totalmente de Dios, tiene una fuerza de intercesión tal que hace bajar al Hijo que debe venir a redimir el mundo. Y he aquí que el ángel puede atestiguar que María ya está preparada: «Ave, gratia plena, Dóminus tecum».5 Como prueba de su preparación, ¡qué santa juventud! Y cuando la juventud pasa santamente, se da un presagio, una promesa de que seguirá una jornada llena de luz y de sol. María creció inmensamente en la gracia cuando llevó consigo al Verbo divino encarnado; en Belén, en Egipto, en Nazaret, los ángeles fueron testigos de su santidad.
La Virgen prudentísima, siempre y en todo [ejercitó] cada una de las virtudes -fe viva, esperanza firma, caridad ardiente- el pensamiento y el corazón vueltos al Señor en cada acción, en
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cada pensamiento, siendo fidelísima en las prácticas de culto, fidelísima en la oración.
Treinta años pasó en la escuela del Maestro de toda virtud, su Hijo bendito; y, alumna diligentísima como era, ¡cuánto creció! De modo que su perfección, aun no siendo infinita, es «plena, es decir respondía a la abundancia de la gracia del Señor».
Particularmente creció, comprendiendo siempre más el espíritu de Jesús, durante los tres años de vida pública. En efecto, admirando su celo y captando los nuevos caminos de santidad que Jesús indicaba, era la primera en ponerlos en práctica y vivirlos.
Los consejos que se practican en la vida religiosa son tres; pero los | [Pr 1 p. 40] que dio Jesús son muchos, y María los practicaba todos: acogía las palabras de Jesús y las meditaba en su corazón [cf. Lc 2,51]. Así había hecho al comienzo de la vida de Jesús y así podemos imaginar que haya seguido haciendo a lo largo de toda su vida, especialmente en el tiempo en que Jesús se mostró visiblemente en esta tierra.
Tuvo un gran aumento de gracia y de santidad durante la grave prueba de la pasión y muerte de Jesucristo. La espada del dolor se hundió entonces en el corazón de María, especialmente cuando asistió a la agonía del Salvador y recogió su testamento, y cuando tuvo en sus brazos a su divino Hijo muerto. Y también cuando, retirada, aguardaba en oración el momento de la resurrección y luego, el día de Pentecostés, cuando bajó el Espíritu Santo.
Son admirables los dones que el Espíritu Santo hizo a los apóstoles: don de ciencia, de virtud y de celo, pero abundantius, más abundantemente, fue colmada el alma de María. Y así, en los últimos años que permaneció en esta tierra, a medida que sentía acercarse el fin, su aspiración hacia Dios, sus actos de amor, su total abandono a lo que él había dispuesto para ella aumentaron y coronaron su santidad.
Y llegó el último sello, o sea la aceptación de la muerte, el acto más intenso de amor, que separó su alma del cuerpo. Así pudo ella volar a los brazos de Dios, a la espera de que también su cuerpo, resucitado, pudiera acompañar al alma en el cielo.
Sabemos que el juicio por el que María pasó fue sólo un juicio en el cual Dios proporcionó el premio a sus méritos, la merced
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a su santidad. Por eso tiene una gloria tan grande, por su santidad. Por eso tiene un poder tan grande, por su santidad.
Ahora en el cielo ella dispone de gran poder en el corazón de | [Pr 1 p. 41] Dios y casi de un dominio sobre todas las efusiones del Espíritu Santo, y toda gracia que llega a los hombres pasa por sus manos. Lo que Dios puede por naturaleza, María lo puede por gracia: es mediadora de todas las gracias. Así nos hace rezar la Iglesia.
¿Qué gracias pedir especialmente a María? La sabiduría celeste, para que nuestra mente no se enrede nunca en las tinieblas del error; la firmeza en nuestros propósitos, en nuestras decisiones. ¡Dios bendiga los buenos propósitos por intercesión de María! Y luego una ascensión continuada en el camino hacia la cumbre del monte de la perfección. Cada día subir, subir: «Quis ascendet ad montem sanctum Dómini?».6 ¡Subir, siempre más arriba!
Pero al mismo tiempo hemos de curvarnos sobre nosotros y preguntarnos: mi vida ¿es un continuo empeño por adquirir méritos? ¿Tengo presente el aviso del Maestro divino: «atesorad para la vida eterna» [cf. Mt 6,20]? Hay que combatir7 pro ánima tua, o sea por nuestra alma, por nuestra salvación, por nuestra santidad, sin ahorrarse ningún sacrificio.
El paraíso es un premio grande, pero Jesús y María lo conquistaron con su vida, trazándonos el camino. Toda acción sobrenatural, es decir que se hace porque agrada a Dios, porque queremos darle gloria, porque él es bueno, porque queremos aumentar nuestros méritos..., [toda acción] incluso mínima aumentará nuestros méritos. El estudio, el apostolado, y hasta el recreo o el descanso, cuando se hacen con este buen espíritu, el espíritu de María, todo contribuye a aumentar nuestros méritos.
De mañanita hay que ser solícitos: se trata de recoger el maná celeste. Y luego, diligencia en toda la jornada. Se pasa de una acción a otra... pero | [Pr 1 p. 42] aunque sean variadas, elevadas o humildes, en todas ellas podemos adquirir méritos.
Había un sacerdote que al predicar no repetía con frecuencia otras palabras sino éstas: «méritos y méritos, ¡venga, adelante!, méritos y méritos». Porque Dios nos da el tiempo, los días, los
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meses y los años con esta finalidad: para una mayor santificación. En efecto, si a quien vive sólo una breve vida, como santa María Goretti,8 le basta haber santificado esos pocos años para recibir la corona eterna, a nosotros a medida que vamos adelante en el tiempo nos será posible adquirir mayores méritos: «Augmentum gratiæ et præmium vitæ æternæ».9
¿Hemos perdido el tiempo? Nótese que siempre se requiere el estado de gracia para obtener el mérito. No obstante, aun si hubiéramos caído en pecado, «advocatum habemus»: tenemos un abogado ante Dios, Jesucristo [cf. 1Jn 2,1], y por sus méritos, y con nuestro dolor y arrepentimiento, podemos restablecernos en la gracia del Padre celestial: él se complacerá de nuevo en nosotros, y nos será posible correr libremente otra vez por el camino de la perfección.
¡Religioso santo, o nada! Porque precisamente este es el fin de nuestra vida religiosa: atender a la propia santificación. Con el pasar de los años, hemos de tener más virtud, intenciones más rectas, mayor celo. «Crescebat sapientia, ætate et gratia...»,10 así creció Jesús, así crecieron María y los santos.
Nuestra santidad [debe de crecer] en proporción a la edad. Cada nuevo día ¿es mejor que el precedente? Al hacer el cotejo entre la semana pasada y la presente, cuando nos confesamos, ¿vemos un progreso? En los retiros mensuales ¿encontramos que el último mes fue mejor que el mes | [Pr 1 p. 43] precedente? Y particularmente en los Ejercicios espirituales, confrontando el año espiritual que termina con el año precedente, ¿constatamos de veras un progreso, un camino? ¿Hemos subido más arriba hacia la cima del monte?
¡Nunca nos suceda tener que constatar lo contrario!
(Quinto misterio glorioso).
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LAS BIENAVENTURANZAS1

Cuando el Espíritu Santo habita en un alma, produce las virtudes cristianas, las virtudes religiosas; y cuando tenemos una efusión mayor de Espíritu Santo, porque correspondemos a la divina gracia, entonces se llega a los dones, a los frutos, se llega a las bienaventuranzas, que sustancialmente son siempre efecto de la inhabitación de Dios en nosotros, del Espíritu Santo que mora en nuestra alma. Las bienaventuranzas son como un anticipo en la tierra del gran bien, de la gran felicidad que se gozará en el cielo.
Más en particular, las bienaventuranzas nos dicen que el premio de la virtud será la felicidad eterna. Allá arriba, Dios dichosísimo y felicísimo no nos necesitaba, no tenía porqué crearnos: era dichosísimo y felicísimo en sí mismo; sin embargo, para mostrar su sabiduría y su amor, ha llamado a la existencia a muchos seres y entre ellos al hombre y al ángel. Ha llamado a estos seres a | [Pr 1 p. 44] participar de aquella misma felicidad que él goza desde toda la eternidad: «Pasa a la fiesta de tu señor» [Mt 25,23]; es decir a la misma felicidad de Dios, ya que, por la gracia, «somos hijos de Dios, y somos también herederos» [Rom 8,17]. Y la herencia de Dios es la eterna dicha, a la que toda alma en gracia y tendiendo a la santidad, tiene derecho, por el compromiso asumido por Dios de premiar las obras buenas.
Hablando del paraíso, en este mes [de agosto] consagrado de hecho a recordar este dogma de nuestra fe, y a orientar nuestra vida hacia la felicidad eterna y a rezar para obtenerla, es preciso que consideremos las promesas de Dios «a quienes le aman» [cf. 1Cor 2,9]. Sí, consideraremos que allá arriba, en el paraíso, Dios ha preparado la felicidad como premio para cuantos le hayan amado y servido bien. Estas promesas son innumerables en la sagrada Escritura, pero se condensan particularmente en las bienaventuranzas.
1. «Dichosos los que eligen ser pobres, porque ésos tienen a Dios por rey» [Mt 5,3]. La pobreza puede ser de varios grados: puede ser una pobreza común a todos los cristianos, que se tiene cuando el corazón está despegado de los bienes de la tierra, aun atendiendo a las propias ocupaciones y, en el caso de un padre
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de familia, incluso a preparar para sus hijos una herencia digna de la propia condición.
Con todo, la pobreza que nos lleva a la plenitud de la bienaventuranza, es la pobreza religiosa, el voto de pobreza, con el que nos coartamos el uso independiente de las cosas y nos comprometemos a dar a la Iglesia, a través del Instituto, todo lo que es el fruto de nuestro trabajo, para usarlo en servicio de Dios, así como se usa a servicio de Dios lo que se sirve en el altar: los candelabros, la custodia,2 los copones.
[Pr 1 p. 45] ¡Todo al servicio de Dios! Por el voto de pobreza, pues, damos cuanto concierne a nuestros bienes externos, en la manera que explican las Constituciones. Y a esto corresponde una bienaventuranza especial. Así como el virgen tiene en el cielo un gozo que no tienen los demás, así también los religiosos pobres tienen en el cielo una riqueza de felicidad que los cristianos comunes no tienen, aun cuando hayan observado bien el séptimo mandamiento, incluso bajo el aspecto de la observancia de una pobreza relativa. ¡Es rica la pobreza religiosa, y dichoso quien la haya observado fielmente! Parece una contradicción, pero es una consoladora realidad.

2. «Dichosos los sometidos [mansos] porque ésos van a heredar la tierra» [Mt 5,5]. Aquí no se habla de campos, de viñas o de otros terrenos: se habla del corazón de los hombres, por el que los mansos viven en paz con todos; aquí se habla de la tierra de los santos, que es el cielo, el paraíso.
¡La mansedumbre! Veamos un ejemplo de san Francisco de Sales.3 Un hombre creía haber recibido del santo una gran injusticia; se equivocaba, pero empujado por la ira, fue a la habitación del santo y descargó toda su rabia con insultos contra él. El santo no dijo ni una palabra para defenderse: sólo al final
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miró con afecto diciendo: «Incluso si me sacaras un ojo, yo te miraría con más afecto con el otro».
La verdadera mansedumbre es la que el propio Salvador tenía cuando los golpes de la flagelación caían sobre él: la mansedumbre del cordero manso. ¿La tenemos nosotros? En tal caso es fácil ganarnos la benevolencia de las personas que nos rodean. Si se imita la mansedumbre del Salvador, | [Pr 1 p. 46] se tendrá parte en la felicidad prometida por él: «Aprended de mí que soy sencillo y humilde» [Mt 11,29]. Pero no es fácil conservar siempre la mansedumbre: se necesita la gracia, se requiere la efusión del Espíritu Santo.

3. «Dichosos los que ahora lloráis, porque vais a reír» [Lc 6,21]. Quienes ahora lloran con el llanto de los santos, serán consolados. Lloró Jesús sobre Jerusalén, lloró la Magdalena sus pecados, apuntando a cuando nosotros lloramos nuestros pecados, cuando lloramos los pecados ajenos, cuando lloramos por los castigos que caen sobre los pecadores y que a veces arrastran también a los inocentes con el reo. Hay personas que lloran por capricho y otras que lloran por motivos sobrenaturales.
Nosotros, cuando nos confesamos, ¿tenemos verdadero dolor de los pecados? No es siempre necesario que los ojos derramen lágrimas; ¿pero notamos el profundo sentido de pena, de disgusto por la ofensa hecha a Dios, por nuestra ruina espiritual? Aunque tuvieras el alma negra como un demonio, si lloras y acusas tu pecado, tu alma será más blanca que la nieve. El Salvador dijo a la Magdalena: «Tus pecados están perdonados». Por eso ella mostraba tanto agradecimiento; había lavado con sus lágrimas los pies del Maestro y los había secado con sus cabellos [cf. Lc 7,44-47]. Que nuestro llanto no sea un lloro de rabia, de ira, sino de confusión, de humillación; pero, al mismo tiempo, lleno de esperanza, como el de Magdalena, como el de Pedro: un llanto que nos reconcilie, un llanto que nos consuele.

4. «Dichosos los que tienen hambre y sed de esa justicia, porque ésos van a ser saciados» [Mt 5,6]. Quienes quieren a toda costa la santidad, tienen hambre y sed de | [Pr 1 p. 47] justicia, como la tienen los que acunan tres suspiros, que deberían ser comunes a todos: «Padre, proclámese ese nombre tuyo, llegue tu reinado, realícese en la tierra tu designio del cielo» [Mt 6,9-10]. Quienes tienen esta
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sed del reino de Dios, este amor de Dios, anhelando que en la tierra todos canten al unísono las glorias y las alabanzas de Dios, como hacen los ángeles en el paraíso; quienes desean cumplir sólo y siempre la divina voluntad, y [a ella] se doblan y rinden -«Non sicut ego volo, sed sicut tu»,-4 ésos verán apagadas su hambre y sed, es decir serán saciados. Se trata de un hambre y una sed espiritual, y el pan y el agua que la extinguen son sólo de naturaleza espiritual. Recordemos el «sitio»5 de Jesús; recordemos el suspiro de quien tiene sed de almas como Jesús.

5. «Dichosos los que prestan ayuda, porque ésos van a recibir ayuda» [Mt 5,7]. Quien tiene misericordia y perdona al ofensor, encontrará misericordia ante Dios. A quien tiene misericordia y perdona al ofensor, hasta el hondón de su alma, e incluso busca hacerle bien y reza por él, se le condonará también el purgatorio. Y quien es deseoso de sacrificios y está dispuesto a hacerlos para que el ofensor se convierta y se dé a Dios, tendrá él mismo mucho más: su propia santificación.
Quien da al pobre, da a Dios. Y el que haya apagado la sed y el hambre del hermano, ¡qué consoladora sentencia tendrá al acabarse el mundo, en el juicio universal! «Venid, benditos de mi Padre..., porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme» [Mt 25,34-36]. Misericordiosos incluso hasta el exceso, aun cuando parecería que el perdón iba a | [Pr 1 p. 48] servir de aliciente a la malicia de alguno, a molestar más.

6. «Dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios» [Mt 5,8]. Felices quienes no tienen pecado grave; felices los que odian y combaten el pecado venial; felices también quienes han pagado las deudas a la divina justicia con la penitencia; felices quienes, aun pasando por medio del mundo, se conservan limpios, como palomas que sobrevuelan el barro sin mancharse.
Hoy [esto] es difícil... Hay que reparar los pecados de las fiestas y de las vacaciones, como una vez (y debe aún seguir
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haciéndose) se reparaban los pecados del carnaval. ¡Hay que evitar las ocasiones!
En cambio, cuando hay limpieza y el ojo es nítido, éste se adherirá un día a Dios, se apegará a la eterna visión, pues habiéndose cerrado ante las ruindades de la tierra, es digno de las cosas celestiales y de Dios mismo.

7. «Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ésos les va a llamar Dios hijos suyos» [Mt 5,9]. Jesucristo es el príncipe de la paz y ha querido dar la paz: «Pacem meam do vobis».6 Al aparecerse a sus discípulos, siguió anunciando la paz, una y dos y más veces. Ahora bien, aquella paz era perdón, era como una reconciliación con quienes le habían abandonado.
¿Somos portadores de paz? Hay personas que en un grupo dejan caer siempre la palabra que trae paz, que resuelve las cuestiones con sensatez; otros en cambio parecen hechos para suscitar discordias, emulaciones inútiles, disputas tal vez carentes de sentido. ¡Hay que amar más la paz! En algún caso, se deberá por un momento defender la verdad, pero siempre amar la paz, la concordia. Tenemos oremus especiales para esto: | [Pr 1 p. 49] amar la paz, el amor. Así seremos como Dios, hijos suyos.

8. Y en fin: «Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad, porque ésos tienen a Dios por rey» [Mt 5,10]. Aquí está, sí, soportar «propter iustitiam». Hay quienes, en cuestión de soportar y sufrir, gustan hacer soportar y sufrir a los otros, más que soportar y sufrir ellos mismos. Como no siempre tendemos a atribuirnos la parte mala, sino que se la cargamos a los demás, al juzgar revelamos lo que hay en nuestro corazón.
«Propter iustitiam». ¡Cuántos mártires ha mandado ya al paraíso esta primera mitad del siglo!7 Mártires que pertenecían a
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las más dispares clases sociales. Muchos fueron encarcelados, deportados, privados de lo necesario y ofendidos en los afectos y derechos más legítimos. Así las cosas, no se puede hacer sino mirar al Calvario. ¿No estaba allí el hombre más inocente y bienhechor de la humanidad? Y sin embargo, «cum iniquis reputatus est».8 Más allá no cabe sino la justicia, es decir: un día, en el juicio universal, se encontrarán frente a frente el perseguidor y el mártir.
Pero, aun sin ir tan lejos, hay a veces personas que tratan de hacer el bien y, en cambio, se las mira con los anteojos verdes de la envidia.
Caminemos sinceramente. Hagamos el bien ante Dios con sencillez. No debemos dejar el bien porque a nuestro alrededor se levante un poco de polvo: el que camina, siempre levanta un poco de polvo. Hay que ir adelante con recta intención, tratando de disgustar lo menos posible a los demás; pero lo que debe hacerse hay que hacerlo. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» [cf. He 5,29].
Una gran corona, de la que habla san Pablo, tendrán | [Pr 1 p. 50] los mártires: la que nos aguarda en el cielo. Por otra parte, hemos de pensar que quien sigue la justicia, goza ya ahora de una gran paz, como decía san Pablo: «Superabundo gaudio in omni tribulatione».9
Propósitos. Tener el ánimo siempre en tensión a la eterna felicidad, estar siempre «atentos», como dice el oremus al final de la misa de hoy.10
Y como se trata de virtudes que requieren valentía y fuerza, hagamos el Pacto con Jesús, para obtener esta energía y así caminar con ánimo siempre adelante.
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DESPUÉS DE LA CONSAGRACIÓN DEL ALTAR1

Hemos participado esta mañana en la función de la consagración del altar central de esta Cripta, y durante la función he procurado tener presentes las oraciones y pensamientos de Salomón, cuando edificó el templo de Jerusalén y consagró el altar.
Salomón extendió las manos al cielo y dijo: «¡Señor Dios de Israel! Ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra hay un Dios como tú, fiel a la alianza con sus vasallos, si proceden de todo corazón como tú quieres; que a mi padre David, tu siervo, le has mantenido la palabra: con tu boca se lo prometiste, con la mano se lo cumples hoy. Ahora, pues, Señor, Dios de Israel, mantén | [Pr 1 p. 51] a favor de tu siervo, mi padre, David, la promesa que le hiciste: No te faltará en mi presencia un descendiente en el trono de Israel, a condición de que tus hijos sepan comportarse procediendo de acuerdo conmigo, como has procedido tú. Ahora, pues, Dios de Israel, confirma la promesa que hiciste a mi padre, David, tu siervo. Aunque ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que he construido! Vuelve tu rostro a la oración y súplica de tu siervo. Señor, Dios mío, escucha la oración y el clamor que te dirige hoy tu siervo. Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu Nombre. ¡Escucha la oración que tu siervo te dirige en este sitio! Escucha la súplica de tu siervo y de tu pueblo, Israel, cuando recen en este sitio; escucha tú desde tu morada del cielo, escucha y perdona. [...] Cuando los de tu pueblo, Israel, sean derrotados por el enemigo, por haber pecado contra ti, si se convierten a ti y confiesan su pecado y rezan y suplican en este templo,
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escucha tú desde el cielo y perdona el pecado de tu pueblo, Israel, y hazlos volver a la tierra que diste a sus padres» [1Re 8,23-29].
Después Salomón desgrana las varias necesidades, suyas y del pueblo de Israel. «Cuando, por haber pecado contra ti, se cierre el cielo y no haya lluvia, si rezan en este lugar, te confiesan su pecado y se arrepienten cuando tú les afliges, escucha | [Pr 1 p. 52] tú desde el cielo y perdona el pecado de tu siervo, tu pueblo, Israel, mostrándole el buen camino que deben seguir y envía la lluvia a la tierra que diste en heredad a tu pueblo... Si uno cualquiera o todo tu pueblo, Israel, ante los remordimientos de su conciencia, extiende las manos hacia este templo y te dirige oraciones y súplicas, escúchalas tú desde el cielo, donde moras, perdona y actúa, paga a cada uno según su conducta, tú que conoces el corazón, porque sólo tú conoces el corazón humano; así te respetarán mientras vivan en la tierra que tú diste a nuestros padres» [1Re 8,30-40]. Y Salomón continúa en este tono su oración.
Esta es casa de oración. El altar es sagrado: he aquí dónde presentamos nuestras súplicas.
Señor, te pedimos la sabiduría celestial, para que seamos guiados en el santo amor de Dios; para que seamos guiados siempre y únicamente en tu doctrina, oh divino Maestro Jesucristo.
Te pedimos fuerza y virtud; te pedimos amor a la oración; te pedimos el espíritu de nuestra vocación; te pedimos la fidelidad y la generosidad. Y tú, oh Señor, que has elegido y establecido tu morada aquí en este altar, escucha nuestras súplicas.
Te suplicamos por Polonia, por China y por Japón; te suplicamos por Filipinas; te suplicamos por las Américas y por Europa; te suplicamos también por las naciones donde todavía no hemos podido entrar. Sin embargo, tú comprendes nuestro deseo; tú nos has dado una vocación: queremos ser fieles hasta la muerte.
Nosotros hoy te juramos amor: este es el canto con que terminamos | [Pr 1 p. 53] nuestra presente oración, y con el que te pedimos la bendición eucarística: ¡permanezca sobre nosotros, sobre todos nuestros familiares y sobre todos los Cooperadores, hoy y siempre, en la vida y en la muerte!
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Que todos seamos partícipes de la divina bendición que darás a tus elegidos, pronunciando aquellas divinas palabras: «Venid, benditos de mi Padre, porque cuanto habéis hecho a los hermanos, aunque haya sido al más pequeño de ellos, me lo habéis hecho a mí» [Mt 25,34-40].
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LA CARIDAD RECÍPROCA1

En esta meditación nos proponemos pedir al Señor la caridad de unos con otros, la caridad en nuestra familia religiosa. Por eso repetimos la jaculatoria: «Oh María, haz florecer en nuestras Congregaciones las rosas de la caridad».
Leamos el evangelio que nos habla del amor a Dios y del amor al prójimo: «Volviéndose a sus discípulos, Jesús les dijo: ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que oís vosotros y no lo oyeron. En esto se levantó un jurista y le preguntó para ponerle a prueba: Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar vida definitiva? Él le dijo: ¿Qué está escrito | [Pr 1 p. 54] en la ley? ¿Cómo es eso que recitas? Este contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo. Él le dijo: Bien contestado. Haz eso y tendrás vida. Pero el otro, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: Y ¿quién es mi prójimo? Tomando pie de la pregunta, dijo Jesús: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y le asaltaron unos bandidos; le desnudaron, le molieron a palos y se marcharon dejándole medio muerto. Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel camino; al verle, dio un rodeo y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo que llegó a aquel sitio; al verle, dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba el hombre y, al verle, se conmovió, se acercó a él y le vendó las heridas echándoles aceite y vino; luego le montó en su propia cabalgadura, le llevó a una posada y le cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios de plata y, dándoselos al posadero, le dijo: 'Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta'. ¿Qué te parece? ¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?. El jurista contestó: El que tuvo compasión de él. Jesús le dijo: Pues anda, haz tú lo mismo» [Lc 10,23-37].
Muchísimas enseñanzas pueden sacarse de esta parábola. Vamos a detenernos sólo en la caridad con el prójimo, el prójimo más cercano, por cuanto pertenece a nuestras familias religiosas.
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Según el sentido justo [del Evangelio], está más cercano quien tiene compasión al hermano, es decir caridad con el prójimo en sus necesidades, en sus carencias. Uno puede encontrarse lejísimos con el corazón, teniendo envidia, odio, rencor. Se puede estar en el mismo banco | [Pr 1 p. 55] y hallarse moralmente distanciadísimos. Y se puede estar lejos cuanto dista Italia de Japón, y amar y pensar y rezar por los hermanos que se encuentran allí, con verdadera cercanía de corazón. Es lo que solemos decir: aunque nos separemos, nos alejemos, sin embargo seguiremos unidos de corazón, cercanos en el afecto, con la oración, porque nuestros sentimientos coincidirán: uno deseará el bien del otro, manteniéndose cercanísimos, aunque estemos separados por muchísimos kilómetros.
Por esto hemos cantado: «Ubi cáritas et ámor, Deus ibi est»,2 donde hay caridad y amor, ahí está Dios. Porque, si no amamos al hermano, ¿cómo podremos amar a Dios? San Juan dice: «Quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarle» [1Jn 4,20]. Quien ama, vive en Dios. «Deus cáritas est» [1Jn 4,8]: Dios es amor, y sus hijos, los verdaderos hijos de Dios, tienen que amarse y amar a Dios. Este es el precepto de Jesucristo.
¡Altísimo ideal, amar como nos ha amado Jesucristo, que ha muerto por nosotros en la cruz! Mirando a Jesús crucificado, mirando su costado abierto, entendemos el «Dilexit me et trádidit semetipsum pro me».3
¿Sabemos hacer algo por el hermano? Oraciones, buen ejemplo, algún pequeño favor, alegrar la conversación, etc.
¿Apreciamos las obras de misericordia? La vida religiosa es alegre, serena, agradable, cuando reina la caridad, pues entonces Dios vive, está presente y bendice e ilumina y conforta.
«Congregavit nos in unum Christi amor».4 ¿Para qué nos hemos juntado aquí? Para atender juntos a la santificación, o sea amar juntos más y mejor a Jesucristo, siguiendo también los consejos evangélicos.
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Por tanto, «exultemus et in ipso jucundemur»:5 estemos rebosantes de alegría, porque es | [Pr 1 p. 56] el amor de Cristo lo que nos ha reunido a todos.
«Timeamus, et amemus Deum vivum».6 Temamos ofender a Dios, temamos que Dios sea ofendido, especialmente en la caridad. Y amemos a este Dios vivo. Quien ama a Dios, ama también la imagen de Dios.
«Et ex corde diligamus nos sincero»,7 amémonos con corazón sincero, recto, no sólo exteriormente, con palabras afectuosas pronunciadas sólo con los labios, sino con hechos, con obras realmente para el bien de todos.
Y luego se repite: «Ubi cáritas et amor, Deus ibi est. Simul ergo cum in unum congregamur, ne nos mente dividamur caveamus».8 Así pues, estemos ahora tal como hemos sido reunidos; es decir, unidos en caridad. Guárdemonos de dividirnos en pareceres y sentencias diversas, en pensamientos y sentimientos malévolos, contrarios al bien del hermano.
«Cessent jurgia maligna, cessent lites. Et in medio nostri sit Christus Deus».9 Cesen las palabras punzantes, los litigios. Pasemos por encima de una cuestión o de lo que puede dividir al hermano, y con una simple broma o de otro modo dejemos el corazón sereno. Jesucristo presente aquí en el altar, Jesucristo a quien cada uno tiene en su corazón, considera como hecho a él mismo lo que cada cual ha hecho por el hermano.
En el paraíso todos juntos constituiremos la «Familia Paulina», que no se podrá ya separar y no se podrá dividir por la muerte ni por ningún otro motivo. Vivamos ahora como un anticipo de paraíso; amémonos en la tierra como se aman los bienaventurados en el cielo.
«...Gloriánter vultum tuum, Christe Deus: Gaudium quod est immensum, atque probum».10 Entonces contemplaremos tu rostro,
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oh Cristo Dios. | [Pr 1 p. 57] Una cosa sola nos guíe: la caridad. Pero la caridad tiene que mostrarse en cuatro cosas:
1. Pensar bien de todos, no ofender de pensamiento.
2. Desear de veras el bien de todos: el bien eterno y el bien temporal. Caridad de corazón en los sentimientos.
3. Hablar bien de todos, aun excusando si hace falta, especialmente si están ausentes.
4. Hacer bien a todos, cuando es posible. Según la diversa posición que tengamos, será más o menos fácil hacer el bien con obras, pero todos podemos hacerlo, y luego siempre cabe hacer el bien con las oraciones de unos por otros, con el buen ejemplo, en la iglesia, en el estudio, en el recreo, doquier y en todo. ¡Buen ejemplo! Porque el pecado que Jesucristo ha reprochado con más fuerza es el pecado de escándalo.
¡Hemos de querernos! Hagamos el examen de conciencia:
¿De veras nos queremos? Nuestros pensamientos ¿se inspiran en la caridad? ¿Detestamos los pensamientos que no son conformes a esta virtud?
¿Y los sentimientos del corazón, particularmente cuando vamos a recibir a Jesús en la comunión? «Vade prius reconciliari fratri tuo».11 ¿Y cuando nos confesamos? Porque nosotros damos a Jesucristo la medida con la que él debe perdonarnos: «Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» [Mt 6,12]. ¿Cómo vas a ser perdonado si no perdonas?
Y nuestras palabras ¿son conformes a la caridad?
¿Y nuestras obras? De modo especial, el apostolado: obras de caridad espirituales, obras de caridad corporales.
Nadie puede creerse dispensado de hacer algún propósito. En este punto tenemos necesidades especiales.
[Pr 1 p. 58] Hay que amar, amar cada vez más, amar según el ejemplo de Jesucristo, añadiendo la razón de que estamos unidos en una sola familia: tenemos el corazón de san Pablo.
Cantemos de nuevo: «Ubi cáritas et amor, Deus ibi est», para pedir al Señor, con mayor insistencia y gracia, la caridad en nuestra familia religiosa.
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HORA DE ADORACIÓN - LA VOCACIÓN1

Con la presente Hora de adoración queremos cumplir el mandato de Jesucristo: «Rogate ergo Dóminum messis, ut mittat operarios in messem suam», porque «messis quidem multa, operarii autem pauci».2 Oh Jesús, Pastor eterno de nuestras almas, envía buenos obreros a tu mies.
1. ¡La vocación! Es la voluntad de Dios que destina algunas almas, algunas personas a un especial estado de vida. Es Dios quien llama entre la juventud y busca en el jardín de la Iglesia las flores más selectas.
Jesús había pasado la noche orando, y de mañana reunió a la multitud y, con su ojo sapientísimo, distinguió a quienes el Padre había elegido: «et elegit ex ipsis duódecim»3 y les quiso con él para formarlos: «ut essent cum illo».4
Desde el sagrario, en continuidad hasta el final de los siglos, Jesús repite este acto suyo: llama | [Pr 1 p. 59] entre la multitud de los jóvenes y de las jóvenes, a las almas que el Padre celeste ha querido separar para una determinada obra de ministerio, para ciertos apostolados, para un especial servicio que mayormente le honra.
¡La vocación! ¿Dónde nace? De la inocencia o de una verdadera penitencia. La inocencia es la primera base, el odio al pecado. El pecado es la destrucción de todo nuestro bien, y para readquirirlo no tenemos otro camino sino la penitencia.
Así pues, o inocentes o de veras penitentes. El pecado es lo que destruye la vocación en un alma; en cambio, la inocencia atrae las miradas de Jesús. «Yo siempre he guardado los mandamientos», dijo aquel joven que deseaba conseguir la vida eterna [Mt 19,20]. Jesús «intuitus eum dilexit».5 Mirándole, sintió en su corazón una palpitación especial de amor.
El inocente, el que había guardado los mandamientos. O bien una verdadera penitencia, como vemos en san Mateo y en
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otros apóstoles, o en los ejemplos bastante frecuentes que nos presenta la historia eclesiástica.
Inocencia o penitencia. ¿Tenemos nosotros una de estas disposiciones? También el desarrollo, la correspondencia a la vocación requiere asimismo inocencia o penitencia.
Dirijámonos a María, para que interceda por nosotros ante su divino Hijo, Jesús eucarístico, a fin de que se multipliquen las vocaciones religiosas y eclesiales. Cantemos el himno: «Regina jure díceris».6
Regina Apostolorum, ora pro nobis. Oh Jesús, Pastor eterno de nuestras almas, envía buenos obreros a tu mies.

2. En el Evangelio leemos que los apóstoles correspondieron inmediatamente y con constancia a su vocación hasta la muerte. Y leemos también ejemplos de quienes no correspondieron a la vocación, | [Pr 1 p. 60] por varias razones. El Evangelio habla de ello en breves pasajes.
[Es grave] la responsabilidad del llamado por Dios. En primavera los árboles frutales se cargan de hermosas flores, y el agricultor prevé una buena cosecha; pero a veces sucede que, al llegar la recolección, los frutos son pocos; muchas flores cayeron, o por el hielo, o por las lluvias, o por plagas. Pero las que quedaron, son quizás más hermosas y producen frutos sabrosos.
Así sucede con las vocaciones: un campo, después de haber sido sembrado bien, da una cosecha escasa; otro campo, bien sembrado, da una cosecha abundante.
¿Qué se requiere para corresponder a la vocación? Se requieren tres cosas: una fe siempre viva, una docilidad continua, una oración fervorosa y constante.
Fe viva. Hay que tener siempre presente que es el Señor quien dispone de nosotros, quien nos ha indicado el camino para alcanzar el paraíso. A quien llama, Dios le ha preparado un hermoso paraíso. ¡Fe viva en ese paraíso! ¡Fe viva en las gracias especiales para quien es llamado: sí, gracias especiales, y continuas, día tras día!
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Docilidad continua. Hay que dejarse formar, dejarse guiar, porque las gracias Dios las hace pasar a través del que guía. Y las luces y la orientación y las sugerencias vienen de ahí, como de ahí vienen asimismo tantos consuelos, tantos ánimos, tantos avisos, dispuestos por Dios, que se sirve de sus ministros. «Sic nos exístimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei».7 Docilidad, porque el dócil en las manos de Dios es bendecido y acierta en los caminos de la vida, indicados por quienes ya los han | [Pr 1 p. 61] recorrido; además de esto, tendrá gran paz interior, y saldrá a flote en todo cuanto emprenda: ministerios o apostolado o empeño de santificación.
Oración fervorosa y constante. Los tibios pierden las gracias. Los fieles y fervorosos en la oración incrementan sus gracias cada día: Dios se comunica. Jesús en las comuniones deja sentir sus invitaciones, sus inspiraciones, sus insistencias; y cuanto más unidos estemos a él, más linfa vital de la vid, que es Jesucristo mismo, pasará a nosotros, que somos los sarmientos. ¿Pero qué sucede si un sarmiento está herido y no puede recibir o recibe escasamente la linfa de la vid? ¿Qué fruto dará?
Nos dirigimos, pues, al Maestro divino para que nos conceda estas gracias: fe viva, docilidad constante, oración fervorosa.
Examen. Si para corresponder a la vocación se requiere fe, docilidad y oración, ¿tenemos nosotros estas tres condiciones? Nuestra fe ¿es viva, o es lánguida? ¿Conocemos la belleza, la preciosidad, la gracia de la vocación? ¿Comprendemos a qué fin el Señor nos ha destinado, qué paraíso nos aguarda? ¿Somos fieles? ¿De veras lo hemos dejado todo y seguimos a Jesucristo con entrega plena, como san Pablo?
¿Tenemos docilidad? ¿Nos dejamos guiar, escuchamos al confesor, a los superiores, los maestros y a cuantos cuidan de nosotros porque tienen ese encargo a favor nuestro? ¿O nos rebelamos, buscamos de algún modo hacernos independientes, cumplir nuestra voluntad, pensando que eso es lo más justo, la cosa mejor?
¿Cómo es nuestra oración? ¿Es humilde, confiada, perseverante? ¿Con cuánta devoción nos acercamos a los sacramentos
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de la confesión y de la comunión? Somos | [Pr 1 p. 62] fieles a los exámenes de conciencia, a la visita, a la meditación? ¿Tratamos de sacar provecho? ¿Tenemos una verdadera devoción a María santísima y a san Pablo? ¿Cultivamos las otras devociones practicadas en el Instituto?
Cantemos: «Parce, Dómine».8
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EL AGRADECIMIENTO1

Esta meditación mira a suscitar en nosotros el sentimiento de la gratitud al Señor por todos los beneficios que nos ha hecho. Debemos unirnos a los sentimientos propios de María Sma. cuando cantó su admirable himno a la bondad de Dios, el Magníficat.
En el evangelio de san Lucas leemos el episodio de los diez leprosos que a distancia invocaron: «Jesús, señor, ten compasión de nosotros». Fueron curados, y uno de ellos se volvió alabando a Dios y, postrándose a sus pies, le dio las gracias. Era un samaritano. Entonces Jesús preguntó: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien vuelva para dar gloria a Dios, excepto este extranjero? Y | [Pr 1 p. 63] le dijo: Levántate, vete, tu fe te ha salvado» [cf. Lc 17,11-19].
Evidentemente el Señor Jesús se apelaba a este deber del reconocimiento. Diez leprosos son los curados, y uno solo ha vuelto atrás para dar gracias. Los otros nueve no se dejaron ver, y esto produjo una cierta amargura en el corazón de Jesús, que se lamentó. Los samaritanos no eran hijos de la promesa hecha por Dios a Abrahán, y sin embargo justo el samaritano es quien tiene sentimientos delicados y siente en su corazón la necesidad de volver atrás y alabar a Dios. ¿Cómo? «Se volvió alabando a Dios a grandes voces y se echó a sus pies rostro a tierra, dándole gracias». Esto quiere decir que aun externamente mostraba el sentimiento de gratitud.
Innumerables son las gracias que se reciben. ¿No están todos los hombres obligados al reconocimiento? ¿No son todos creaturas de Dios? ¿No deben todos reconocer a Dios, su principio y su bienhechor supremo? Y, por otra parte, ¿los hombres no deberían todos reconocer el beneficio de la redención? El Hijo de Dios encarnado, hecho nuestro Maestro y guía, y nuestro redentor, ¿cuánto ha dado por nosotros? Su vida, su sangre. Él nos ha enseñado el verdadero camino del cielo y de la santidad; él nos ha dejado la Iglesia, los sacramentos, el sacerdocio, la verdad, es decir la predicación de la verdad.
Cada paso que damos, puede decirse que marca para nosotros una obligación de reconocimiento a Dios. Si respiramos,
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nos nutrimos, si tenemos sentimientos buenos, ¡todo procede de Dios como primer principio! Nada hay fuera de Dios, todo viene sólo de él, siempre de Dios, «a quo bona | [Pr 1 p. 64] omnia procedunt».2 Todos los bienes proceden de él.
El sentimiento de gratitud en primer lugar es de adoración; ésta implica este punto del reconocimiento a Dios como primer principio de todo. La gratitud nos lleva a reconocer al Señor autor de todo el bien que hay en nosotros y que está distribuido por la faz de la tierra: distribuido a nuestros familiares, a las personas queridas, a todos los hombres.
El sentimiento de gratitud es humildad: muchas veces a los hombres les repugna encontrarse con quien ha sido su bienhechor, porque son orgullosos. No se quisiera casi reconocer que cuanto tenemos nos ha venido de otros. Y entonces he aquí que se dan al olvido los beneficios, sintiendo casi disgusto de encontrarse con quienes les han favorecido. El hombre es frecuentemente ingrato.
El sentimiento de gratitud es además como una oración. Cuando se reconoce el beneficio, el Señor añade nuevos favores. Es una oración, pues, porque el Señor aumenta las gracias, y así la gratitud redunda siempre a favor nuestro.
El sentimiento de gratitud es asimismo el acto de un corazón bien educado, cortés. Las buenas madres se esfuerzan por instilar en el corazón de sus hijos el sentido del reconocimiento.
Y bien, ¿cómo se muestra el verdadero reconocimiento? De dos maneras: con las palabras y con los hechos.
Con los hechos, correspondiendo al beneficio recibido. Si el maestro te da clases, el reconocimiento se muestra poniendo atención y tratando de corresponder a las fatigas del maestro, haciendo ver que aprendes o al menos que te aplicas en lo posible para aprender y recordar.
El sentimiento del reconocimiento se muestra también | [Pr 1 p. 65] al exterior, dando buen testimonio del maestro, teniéndole respeto y amor. A veces se dan demostraciones de afecto y familiaridad a quien no nos ha hecho ningún beneficio, o incluso ha sido causa de un mal, sólo porque sabe presentarse bien y decir palabras lisonjeras.
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El reconocimiento al confesor, el reconocimiento a los superiores, el reconocimiento a los padres, a todos aquellos de quienes Dios se ha servido para hacernos llegar las gracias, es algo debido. ¡Hay que mostrarlo con los hechos! Si el Señor nos da otra jornada, empleémosla bien llenándola de méritos. Y si el Señor ha venido a nuestro corazón en la santa comunión, establezcamos con él una unión indisoluble, duradera, una unión de afecto, de amor, dejando que Jesús produzca en nosotros los frutos de la comunión, o sea frutos de santidad.
El reconocimiento con palabras puede manifestarse por ejemplo recitando a menudo el «Gloria Patri»; respondiendo con el «Deo gratias»;3 viviendo bien en la misa el «Gloria in excelsis Deo»,4 y las expresiones del prefacio: «Vere dignum et justum est, æquum et salutare nos tibi semper et ubique gratias ágere».5
Sobre todo hay que concienciarse de que en el altar se presenta el sacrificio de la cruz. Hay personas que ante tanto beneficio permanecen frías, indiferentes: ¡eso es ingratitud! Sin embargo, cuando se dice de una persona que es ingrata y dura, tal vez o, mejor, casi siempre ella se ofende.
¿Qué dicen los ángeles de nosotros? ¿Que somos de veras agradecidos a María Sma. por su amparo? ¿A los propios ángeles por su protección? ¿Somos reconocidos con las personas bienhechoras nuestras?
¡Gratitud de hechos y de oraciones! Ahí está la santísima Virgen que nos da un gran ejemplo: cuando Isabel la saludó como Madre de Dios y la proclamó dichosa, | [Pr 1 p. 66] María no se detuvo a paladear con satisfacción esa alabanza, sino que levantó los brazos al cielo y su lengua pronunció el cántico que durará hasta el final de los siglos y se prolongará por toda la eternidad: «Magníficat...». Porque «respexit humilitatem ancillæ suæ».6
Cantemos también nosotros a Dios el Magníficat como reconocimiento.
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DEVOCIÓN A JESÚS MAESTRO1

Esta meditación debiera acercarnos un poco más a Jesús Maestro, haciéndonos desear la piedad y aportándonos los frutos que ella ha de producir en nuestras almas.
En el Líber Usualis2 hay tres antífonas que empiezan con la palabra Magíster.3

1. Jesús Verdad. La primera antífona se refiere especialmente a Jesús, Maestro de verdad, más aún, la Verdad misma: «Magíster, scimus quia vérax es»,4 porque enseñas la verdad. Por ello, en nuestras Constituciones, hemos escrito que todo el saber, toda la ciencia que se comunica, debe tender especialmente a presentarnos a Jesús Camino, Verdad, Vida.5
Jesucristo es Verdad por esencia, verdad increada, el único verdadero Maestro. Y Jesucristo se ha hecho Maestro para enseñar a los hombres esta verdad, la verdad que salva. Él no vino a enseñarnos cómo está hecho el cielo, la astronomía, sino a enseñarnos el camino del cielo.
En el monte Tabor, después que Jesús se había transfigurado teniendo a su lado a Moisés y Elías, se dejó oír la voz del Padre celeste: «Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi favor. ¡Escuchadle!» [Mt 17,5]; o sea: «Oíd su | [Pr 1 p. 67] palabra».
Tenemos que dirigirnos, pues, a la Iglesia y dejarnos guiar por ella, pues la Iglesia toma del Evangelio, es decir de la doctrina de Jesucristo, y nos comunica la verdad. Ella es como la
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sede, el palacio de la verdad. Siempre podemos dirigirnos a la Iglesia y dejarnos guiar por ella. Y si no lo entendemos todo, es simplemente por la escasez de nuestra inteligencia. Sabemos que Dios es infinitamente sabio, no puede engañarnos; es infinitamente bueno, y a nadie puede engañar. Y bien, la Iglesia, tomando las verdades del Evangelio, es una Maestra infalible: confiémonos a ella.
Es preciso que nosotros, por una parte, secundemos y sigamos en todo a la Iglesia, y luego que demos la preferencia siempre en nuestros apostolados, especialmente en las lecturas y meditaciones, a lo que la Iglesia y el Papa enseñan. Al mismo tiempo, hemos de dar gran importancia a la lectura del Evangelio.
El Evangelio va acompañado por una gracia especial, tiene una fuerza intrínseca. Toda lectura espiritual sobre el Evangelio lleva en sí la garantía de buenos frutos. Por otra parte, aquel Jesús que había creado al hombre, sabía bien cómo está hecho el corazón de éste, y ha proporcionado, admirablemente adaptada, su enseñanza al corazón y a la mente del hombre.
¿Qué importancia damos a la doctrina de la Iglesia, y a la lectura del Evangelio? San Pedro en su segunda Carta dice: «Cuando os hablábamos de la venida de nuestro Señor Jesucristo, no plagiábamos fábulas rebuscadas, sino que habíamos sido testigos presenciales de su grandeza» [cf. 2Pe 1,16]. ¡Cuántos se las dan de maestros a derecha e izquierda! Pero Jesús nos ha puesto sobre aviso: no se os ocurra creer a los falsos profetas, no sigáis a tantos maestros, ¡sed sensatos! [cf. 2Tim 4,3-4].
Para discernir | [Pr 1 p. 68] con seguridad al respecto: enseñan bien si tienen autoridad para enseñarnos; y luego, miremos sus frutos: «Ex frúctibus eorum cognoscetis eos».6 Cuando un compañero es malo, sus frutos no son buenos. Y cuando una persona enseña cosas que no se concilian con las máximas del Evangelio, ciertamente no es fervorosa.
El Evangelio es claro y en su sencillez podemos fácilmente entenderlo, particularmente cuando se trata de los consejos evangélicos, cuando se trata de las bienaventuranzas. Ante los misterios hemos de inclinar la cabeza humildemente. Creyendo ahora, un día veremos.
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Cantemos la antífona de la pág. 1107 del Líber Usualis: «Magister, scimus quia verax es et viam Dei in veritate doces». Y recitemos el credo, atestiguando nuestra voluntad de vivir y morir hasta concluir nuestros días como hijos devotos de la Iglesia, creyendo a toda enseñanza, a toda palabra del Evangelio. Porque pasarán los siglos, pero la doctrina del Evangelio no caerá.

2. Jesús Camino. Hay otra antífona que dice: «Magíster, quid faciendo vitam æternam possidebo?».7 Jesús contestó: «¿Por qué me preguntas por lo bueno? El Bueno es uno solo; y si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos...». Y prosiguió: «Si quieres ser un hombre logrado, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu riqueza; y, anda, sígueme a mí» [Mt 19,17-21].
Jesús es modelo de toda virtud: modelo de humildad, modelo de caridad, modelo de obediencia, modelo de pobreza y al mismo tiempo modelo de pureza, de prudencia, de fortaleza, de templanza. Jesús es un espejo que podemos siempre poner ante nosotros: «Spéculum virtutis».8 Él nos propone su doctrina no sólo cuando enseña las | [Pr 1 p. 69] virtudes, sino especialmente cuando las practica. Sabía bien que los hombres aprenden más de los ejemplos que de las palabras. Por eso «cœpit fácere et docere» [He 1,1], empezó a practicar y luego enseñó a hacer.
Vamos a contemplar especialmente sus virtudes, recomendadas después en los consejos evangélicos: pobreza, castidad, obediencia:
La pobreza del pesebre; la pobreza de la casa de Nazaret; la pobreza del ministerio público; la pobreza con que Jesús cerró su vida terrena, muriendo desnudo en una cruz. Digamos que así como tomó prestada una cabaña para nacer, así tomó prestado un sepulcro para descansar los tres días precedentes a su resurrección.
Sobre la pureza de Jesús la evidencia es tal que, aun permitiendo ser acusado de muchas maneras, en este punto no quiso ser tocado. Lección: es preciso tener tal delicadeza que la gente,
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por maligna que sea, no encuentre ningún fundamento para acusar. «Ab omni specie mali, líbera nos, Dómine».9
Respecto a la obediencia, Jesús entró en el mundo por obediencia al Padre; su nacimiento, su residencia en Nazaret, el ministerio público y su misma muerte, todo discurrió en obediencia al Padre: «Non sicut ego volo, sed sicut tu».10 «Quæ plácita sunt ei facio semper».11
¿Podemos decir así de nosotros? En el examen de conciencia debemos contemplar las virtudes de Jesús, intentar ponernos ante su espejo y confrontarnos. Nos encontraremos muy lejos, lejos. Pero aun estando así de lejos, Jesús nos ofrece su ayuda, su gracia: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga», o sea me imite [Mt 16,24]. «Os dejo un ejemplo, para que igual que | [Pr 1 p. 70] yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros» [cf. Jn 13,15]. No debemos estar mirando lo que hace uno o el otro: el ideal es vivir de Jesús, vivir como Jesús. Él es el Maestro, sólo él es el Camino que conduce al cielo.
Ahora pues, para obtener esta gracia, cantemos la antífona «Magíster, quid faciendo vitam æternam possidebo?». Y recitemos las bienaventuranzas.

3. Jesús Vida. «El Maestro te pregunta dónde está la posada donde va a celebrar la cena de Pascua con sus discípulos. Él os mostrará un local grande, en alto, con divanes. Preparadla allí» [Lc 22,11-12].
Era la Pascua, la última del Salvador Jesús, y él mandó a los discípulos a preparar la última Cena. Ellos debían decir al dueño: «El Maestro dice que su momento está cerca» [Mt 26,18], a saber, el de su pasión y «va a celebrar la Pascua en tu casa con sus discípulos». Se presenta Jesús Vida, Vida especialmente en la Eucaristía, sacramento en el que nutre esta vida, recibida ya por nosotros en el bautismo.
El centro de la jornada debe ser la comunión. Todo lo demás es como los rayos que salen de la Hostia, de modo que una
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parte de la jornada se dirija a preparar el alma a la comunión, especialmente con buenas confesiones y buenos exámenes de conciencia. Y la otra parte de la jornada se oriente a agradecer a Jesús y sacar los frutos de la comunión. Es necesario que, tras haber recibido a Jesús, conservemos el recogimiento, no sólo en el momento en que estamos arrodillados en el banco, sino también después.
Conviene oír temprano la misa, hacer temprano la comunión (si uno quiere recibirla) y la meditación. Luego, aproximadamente una hora después de las prácticas de piedad, cada uno vaya a su ocupación: con recogimiento en el estudio, con recogimiento | [Pr 1 p. 71] en el apostolado, con recogimiento en las diversas ocupaciones que se nos asignen.
Hay que evitar el merodear por la casa. Llevamos a Jesús con nosotros, ¡respetémosle! Está con nosotros, ¡así que ocupémonos enseguida intensamente en nuestras cosas, sin que nadie se retrase por una u otra razón!
¿Por qué dar lugar a las chácharas y distracciones? ¡Antes del desayuno ya se ha anulado el fruto de la meditación y de la comunión! Las palabras excesivas son un gran mal en las comunidades. Es preciso concentrarse y hacerse sensatos, hablando sólo después de haber reflexionado y cuando sea el tiempo.
Si, en cambio, nos mantenemos unidos a Jesús, tenemos más fuerza en nuestras cosas: el apostolado se logra mejor, el estudio se logra mejor, toda la formación se logra mejor.
Hagamos un propósito, todos juntos, de moderar esta facilidad, difundida ya por doquier, de hablar sin reflexionar, y juzgando a derecha e izquierda. Quien más juzga, menos hace, pierde el tiempo y se encuentra responsable ante Dios. Jesús juzgará y premiará a cada uno según sus obras, no según su charlatanería. Las chácharas no sirven para el cielo y no son lo que nos alcanzará el premio.
La facilonería en hablar implica siempre pecado, por una u otra razón; y eso sin tener en cuenta las consecuencias que se derivan luego de ciertos discursos...
Cada cosa a su tiempo: el recreo, constructivo y alegre; y luego, cuando viene la hora de las ocupaciones, sirvamos a Dios, trabajemos, estudiemos bajo la mirada de Dios. Ofrezcámosle nuestra fatiga, y él nos la pagará.
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¡Sensatez! «Si quis in verbo non offendit, hic perfectus est vir».12 Si uno no peca con la lengua, es un santo. Y no sólo es santo, sino que dará buenos ejemplos y, además | [Pr 1 p. 72] tendrá la bendición de Dios en su lengua: es decir, su palabra producirá fruto. ¡Cuántas veces el abuso de la lengua trae consecuencias penosas en la vida! Al contrario, santificar los discursos trae frutos de edificación, de consolación al exhortar, al predicar, al enseñar [cf. Sant 3,1-9].
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EFECTOS DEL PECADO1

Evangelio según san Mateo (6,24-33): «Nadie puede estar al servicio de dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero...».2
[Pr 1 p. 73] Este paso evangélico lleva, en su parte principal, a considerar un atributo de Dios, el de la providencia; pero en esta ocasión vamos a meditar sólo las primas frases, es decir: «No podéis servir a dos señores». En efecto no se puede al mismo tiempo hacer obras de piedad y cometer pecados; alabar a Dios con cantos y salmos, y luego tener en el corazón sentimientos y en la mente pensamientos contrarios a la santa ley de Dios. ¡Odio al pecado, pues! Lo pedimos en esta meditación: «Ab omni peccato líbera nos, Dómine».3
El pecado es una verdadera locura. Llamar loco a un hombre es una gran injuria, y hasta en el Evangelio leemos: «Quien llame inútil, o sea loco, a su hermano, incurrirá en la pena del fuego» [cf. Mt 5,22]. En efecto ser locos, haber perdido el uso de la razón, es la desgracia más grave después de la muerte. Pero el pecado es una desgracia más grave aún que la muerte y la locura. Por eso el beato Savio Domingo4 decía: «La muerte, pero no el pecado».
Es una locura, el pecado, por cuatro motivos especialmente: nos quita la gracia, la vida sobrenatural; nos quita la posibilidad de ganar méritos; nos hace perder los ya adquiridos; nos quita la paz del alma.

1. El pecado quita la vida sobrenatural. Bajo cierto aspecto, es peor que suicidarse, porque la | [Pr 1 p. 74] vida sobrenatural vale más que la vida natural. Sólo que el suicidio no daría tiempo «ad emendationem»,5 para obtener el perdón y readquirir la gracia de Dios,
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que nos hace hijos del Padre celeste, amigos de Dios, copartícipes de la divina naturaleza y herederos de la felicidad eterna.
¡Oh, qué pérdida se origina con el pecado! ¡Es como perder por un plato de lentejas el derecho de primogenitura! [cf. Gén 25,29-34]. Por una satisfacción, a veces hasta inmunda, ¡perder la herencia del cielo, la amistad de Dios! ¡Ah, si se reflexionara! Pero la pasión oscurece la mente y al mismo tiempo hace insensible el corazón a las invitaciones de Dios.
2. En segundo lugar, el pecado quita la capacidad de merecer. Si un alma, cuando está en pecado, hiciera obras buenas, éstas no merecerían para la vida eterna, pues no serían sobrenaturales en su raíz, al no darse la gracia, principal elemento constitutivo. Por tanto, cuando uno estudia o ejercita el apostolado, si no está en gracia no adquiere mérito alguno. Eso sí, cumpliendo una obra buena, a la que estaba obligado, al menos no comete otro pecado, como quien, aun viviendo en pecado, el domingo va a misa; pero esa misa no le hace ganar el premio del cielo, al máximo le obtendrá sentimientos de dolor y deseo de confesarse y enmendarse.
3. Cuando un alma infelizmente cae en pecado, pierde los méritos de la vida pasada. «Si justus recésserit a justitia sua, omnes justitiæ quas fécerat non recordabuntur».6 Aunque un alma hubiera sido muy buena en su vida, acumulando incluso todos los méritos de san Luis,7 el pecado todo lo destruye. «Non recordabuntur | [Pr 1 p. 75] omnes justitiæ quas fécerat».8 El pecado es como una fuerte granizada caída sobre el fruto maduro en un campo de trigo o en una viña: todo lo destruye.
4. El pecado quita la paz del alma. ¿Y por qué? Cuando uno tiene un enemigo potente, que en cualquier momento puede atacarle, vive en el temor; pero cuando el enemigo es Dios, que en cualquier momento puede enviarnos la muerte, llamándonos incluso
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improvisamente a la eternidad..., entonces el alma no tiene paz, ni siquiera por la noche, cuando quiere descansar. El alma sabe que se encuentra en riesgo de perderse, está como al borde del infierno: para caer, basta un empujoncito, basta que Dios no la sostenga ya.
¿Y cómo podrías reír o bromear? Quizás lo hagas por fuera, pero en el corazón habrá amargura, temor, remordimiento. Éste puede ser tan fuerte que a algunos les ha llevado a veces a darse la muerte: una necedad aún mayor, pues causarse la muerte quiere decir arrojarse al infierno, justo al infierno que tanto se teme. Pero cuando hay un gran remordimiento, ya no se razona. Judas, cuando comprendió su pecado, fue a tirar el dinero que había recibido por su inicua traición, corrió al campo y se ahorcó en un árbol [cf. Mt 27,3-5].
El remordimiento además humilla y confunde al alma. Se entiende así que haya a veces una taciturnidad casi inexplicable. Es que en esa alma anida el gusano del remordimiento. La persona se siente humillada, experimenta toda la pena y la confusión de su vileza. «Yo por una nadería he perdido bienes tan grandes; me he cerrado el paraíso con mis propias manos, me he abierto el infierno y estoy ya condenado. La sentencia no se había ejecutado aún; yo podía resurgir | [Pr 1 p. 76] y confesarme; pero he tenido por mi parte la necedad de condenarme. Sólo la misericordia de Dios me ha salvado: Misericordia Domini quia non sumus consumpti».9
Sí, quienes han pecado y han tenido este tiempo de misericordia y de penitencia, alaben siempre al Señor, ámenle más, porque ha sido tan bueno con ellos. ¡De veras el Señor ha estado grande!
Por otra parte, el pecado no pide a Dios bendición sobre la vida; al contrario, de suyo pide maldición, pues el pecado es de veras un mal enorme; de suyo, el pecado nos hace enemigos de Dios e indignos de su misericordia, de su bondad, de su benevolencia.
Así pues, ¡odio al pecado, un odio fuerte! A veces se llora por un capricho, por una cosa de nada, y no se llora por el pecado, un mal tan grave, ¡para eso no hay lágrimas!
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Hay que levantarse e ir al Padre. «Surgam et ibo ad patrem meum».10 Porque el pecado es una locura. Bien grande la cometió el hijo pródigo alejándose del padre y dilapidando los bienes que de él había recibido. ¡Locura! Pero un día, cuando se vio en una miseria extrema, «in se reversus»,11 rectificó, o sea cesó en su locura. Por gracia de Dios vio las cosas en su justo valor y dijo: «Surgam et ibo ad patrem meum». Y preparó las palabras con que presentarse a su padre: «Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ti» [cf. Lc 15,21].
¡Resurgir! Es atinada la sentencia de san Alfonso:12 «Si los hombres hicieran por salvarse lo que hacen por condenarse, llegarían muy pronto a ser santos, y grandes santos».13 El pecado es una miseria que nos condena a pena, nos condena a | [Pr 1 p. 77] remordimiento y pone a riesgo nuestra eterna salvación.
¡Resurgir! Hay que prometer: «propongo no ofenderte más y huir de las ocasiones de pecado». Esto quiere decir que el propósito debe ser eficaz, práctico.
Si queremos evitar el pecado, es necesario que recemos y vigilemos: «Vigilate et orate, ne intretis in tentationem».14 Está claro.
Todavía un pensamiento útil: hay que combatir el pecado. Que éste no se acerque a nadie de los que están con nosotros; ¡que no entre en casa el pecado! ¡Combatirlo! Cada cual se fortifique con buenas meditaciones y con un santo temor al pecado. «Oh Señor, imprime en mí tu temor; tengo miedo de tus juicios». ¡Hay que alejar el pecado, todo lo posible, de todos nuestros ambientes, de cada persona: guerra al pecado!
«Ab omni peccato líbera nos, Dómine».15
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HORA DE ADORACIÓN - LA REPARACIÓN1

Esta Hora de adoración queremos hacerla en espíritu de reparación al Señor, y especialmente a Jesús eucarístico, por todos los pecados que se cometen, en primer lugar, los nuestros; en segundo lugar, los de todo el mundo, particularmente los cometidos a causa de la prensa, del cine, de la radio o de otros medios | [Pr 1 p. 78] modernos de transmisión del pensamiento. Vamos a dar una satisfacción a Dios por medio de Jesucristo y en Jesucristo por todos estos pecados. Si nosotros mismos somos pecadores, ¿cómo repararemos los pecados de los demás? Podemos hacerlo especialmente ofreciendo al Padre celeste la Sangre preciosísima de Jesucristo; ofreciéndole las llagas de su Hijo, la ofrenda misma que Jesucristo hizo de sí en el Calvario. Reparación en Cristo, y con Cristo.

1. Evangelio: «Jesús, seis días antes de la Pascua, fue a Betania, donde estaba Lázaro, el muerto al que él había levantado de la muerte. Le ofrecieron allí una cena, y Marta servía; Lázaro era uno de los que estaban reclinados con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo auténtico de mucho precio, le ungió los pies a Jesús y le secó los pies con el pelo. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Pero Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que iba a entregarle, dijo: ¿Por qué razón no se ha vendido ese perfume por trescientos denarios de plata y no se ha dado a los pobres?. Dijo esto no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban. Dijo entonces Jesús: ¡Déjala!, que lo guarde para el día de mi sepultura; pues a los pobres los tenéis siempre entre vosotros, en cambio a mí no me vais a tener siempre» (Jn 12,1-8).
Aquí tenemos un alma que ha entendido el deber de la reparación a Jesús por los pecados. ¡Sí, hay que reparar los pecados cometidos! ¡Ah, si pudiéramos borrar todos los que se cometen en la tierra! ¡Si pudiéramos al menos borrar los nuestros, cometidos desde el uso de razón hasta hoy! Esperamos borrarlos por los méritos de Jesucristo, con el sacramento de la | [Pr 1 p. 79] confesión, por la misericordia de Jesús, que tan ampliamente la usó con Magdalena: «Se le han perdonado muchos pecados, ya que siente tanto afecto» [Lc 7,47].
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¡El pecado! Es un acto de orgullo, un acto de desobediencia, una audacia que penetra en los cielos y quita a Dios el amor a él sólo debido. El pecado fue la fuente de todos los males que hay en la tierra. Desde Eva el mal se extendió por doquier y por todos los siglos, dando la impresión de que a medida que el género humano aumenta de número, los pecados aumenten en malicia y cantidad. El pecado es la causa de tantas ruinas materiales y morales: las guerras, las discordias, infinitos desórdenes en la sociedad, en las familias y en los individuos.
El pecado es la causa por la que Jesús murió en la cruz: «ut deleatur iníquitas».2 El pecado es ruina de las almas, de vocaciones no correspondidas, de vocaciones perdidas. El pecado es la causa por la que el infierno va poblándose.
El pecado tiene alejadas de la perfección a tantas almas amadas por Dios, llamadas a la santidad, consagradas a Dios. Ellas se detuvieron o por haber cometido imperfecciones, o por cometer pecados veniales, o porque alguna vez se dejaron arrastrar incluso más allá. Y consiguientemente no alcanzaron la santidad a la que Dios, en sus designios de amor, las había destinado.
¡El pecado! Cuando se siembran pecados, especialmente en la juventud, ¿qué se recogerá en la edad madura y en la vejez? ¡Ah, triste sementera! Ojalá la juventud crezca inocente y lejos de la ofensa a Dios.
¿Quién podrá borrar de la tierra todas estas iniquidades? Hemos dicho que nos dirigimos a Dios por medio de Jesucristo. En la misa hay un fin particular: satisfacer a Dios por los pecados de los hombres. En efecto decimos: | [Pr 1 p. 80] «Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».3
Ofrezcámosla ahora, esta sangre. Mientras estamos hablando, se celebran en el mundo muchas misas: unámonos a todas las misas que se celebran en esta hora, y especialmente a todas las consagraciones que se hacen en esta hora, como reparación de los pecados de los hombres.
Cantamos el Benedictus Deus4 y rezamos la oración5 compuesta
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también para la reparación de los pecados, particularmente los cometidos en las ocasiones antedichas.

2. Leemos en el evangelio otro ejemplo de reparación: «Entró Jesús en Jericó y empezó a atravesar la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de recaudadores y además rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Entonces se adelantó corriendo y, para verle, se subió a un sicómoro, porque iba a pasar por allí. Al llegar a aquel sitio, levantó Jesús la vista y le dijo: Zaqueo, baja enseguida, que hoy tengo que alojarme en tu casa. Él bajó enseguida y le recibió muy contento. Al ver aquello, se pusieron todos a criticarle diciendo: ¡Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador!. Zaqueo se puso en pie y dirigiéndose al Señor le dijo: La mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres, y si a alguien he extorsionado dinero, se lo restituiré cuatro veces» (Lc 19,1-9).
Jesús no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva [cf. Ez 33,11], ¡que se salve, que se salve!
Vemos aquí a un hombre, Zaqueo, que se convierte, iluminado por la gracia de Dios. Si antes había sido jefe de los publicanos, ahora se vale del | [Pr 1 p. 81] dinero que había robado para reparar sus desórdenes. Dice así: «La mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres, y si a alguien he extorsionado dinero, se lo restituiré cuatro veces». Vosotros también reparáis, todos los días, los pecados que se cometen con los medios modernos: radio, cine y prensa. ¿De qué modo? Trabajando en el apostolado, actuando en sentido contrario a quienes se valen de estos medios para corromper, para difundir doctrinas falsas, contrarias a Jesucristo, para erigir cátedras contra la única cátedra de la verdad, la de Jesucristo, Maestro único.
¡Qué hermosa reparación hacéis! No de palabras ni de sentimientos, sino de hechos. Cuando hay diligencia y aplicación en el apostolado, el Corazón de Jesucristo es consolado, y consolado por vosotros. Él se complace y os bendice.
Ciertamente quien ama el apostolado recibirá muchas gracias, bendiciones y consolaciones en la hora de la muerte. ¿Qué pecados reparar concretamente? Por supuesto, los sacrilegios,
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cuando se profana la Eucaristía o la confesión. Pero en este tiempo pensamos particularmente en los pecados de la prensa, del cine y de la radio. ¿Por qué? Porque el número de quienes escandalizan o son escandalizados es inmenso.
¡Cuántos ejemplares tiran algunos periódicos! ¡Cuántos ejemplares de ciertos libros! Durante la noche, cuando Jesús vela en el sagrario y se ofrece al Padre, presentando sus reparaciones, estos pecados van multiplicándose. Pecados de una especial gravedad, pues arrancan las almas a Dios; pecados siempre en aumento, porque aumentan los medios. Los hombres usan contra Dios las leyes de la naturaleza y los medios que él mismo les ha dado. Se | [Pr 1 p. 82] valen de los bienes recibidos para ofender a quien se los ha otorgado.
¿Quién puede dejar de llorar ante semejante espectáculo? Espectáculo de almas inocentes, de las que se hace estrago, especialmente entre niños y muchachitos, en el cine, la radio, con algunos periodiquillos y ciertos libros que parecen hechos aposta para arrebatar la inocencia a los pequeños.
En reparación cantemos el «Attende, Dómine».
Ofrezcamos nuestra vida en reparación de los pecados que se cometen con los medios modernos, aceptando la muerte que el Señor quiera mandarnos y la humillación del sepulcro. Ofrecemos todo esto con la muerte de cruz sufrida por Jesús, y recemos la Oración de la buena muerte.

3. Leemos en el evangelio de Lucas: «Salió entonces Jesús y se dirigió, como de costumbre, al Monte de los Olivos, y le siguieron también los discípulos. Llegado a aquel lugar les dijo: Pedid no ceder a la tentación. Entonces él se alejó de ellos a distancia como de un tiro de piedra y se puso a orar de rodillas, diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este trago; sin embargo, que no se realice mi designio, sino el tuyo. Se le apareció un ángel del cielo, que le animaba. Al entrarle la angustia se puso a orar con más insistencia; le chorreaba hasta el suelo un sudor parecido a goterones de sangre. Levantándose de la oración fue a donde estaban los discípulos, les encontró dormidos por la tristeza y les dijo: ¡Conque durmiendo! Levantaos y pedid no ceder a la tentación» (Lc 22,39-46).
Con seguridad, todos nuestros pecados y los pecados que se cometen cada día, aquella noche pesaron en el cuerpo sacratísimo de Jesús. Él durante su oración había sudado sangre, considerando
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la enormidad de los mismos y las innumerables | [Pr 1 p. 83] ofensas a su Padre. Había pedido a los apóstoles que velaran una hora con él, pero ellos no le dieron esta consolación. El Padre celeste le mandó un ángel para consolarle. Al faltar el consuelo de los hombres, llega el ángel del Señor para confortar a Jesús en aquellos momentos de extrema tristeza.
Y nosotros, ¿hacemos siempre bien la Hora de adoración, con la intención de reparar a Jesús por las iniquidades de los hombres y en particular por las nuestras? Tenemos que ser siempre fieles a esta práctica. «Non potuistis una hora vigilare mecum?».6 Ninguno de nosotros querrá merecerse este reproche: «¿No tienes la paciencia de velar conmigo una hora?».
Cuando estamos aquí en la iglesia, Jesús ora con nosotros y nosotros con él. ¡Qué gozosa y consoladora es esta verdad: Jesús ora con nosotros y nosotros oramos con él! Nuestra oración recibe valor justamente de la suya. Entonces, he aquí cómo reparar: con buenas Horas de adoración, hechas siempre con un corazón humilde y confiado, entrando en la intimidad de las comunicaciones con Jesús, hablándole a corazón abierto.
Consideremos a la Virgen reparadora, María, que acompañó a Jesús en el Calvario, en aquella triste jornada del Viernes santo. Ella estaba junto al Hijo moribundo y le ofrecía el mayor consuelo [cf. Jn 19,25-27]. Pues también nosotros acompañemos a Jesús y, mientras todos le ofenden, prometamos amarle más intensamente, demostrándoselo en particular con la Hora de adoración diaria.
Examen. ¿Tratamos de quitar las espinas al Corazón de Jesús, o se las aumentamos con nuestras voluntarias transgresiones, que proceden de orgullo, de pereza o de cualquier otra pasión? Sobre todo en la iglesia, abandonamos las | [Pr 1 p. 84] distracciones e intentamos reunir todas las potencias del alma para adorar y agradecer a Jesús? ¿O también en la iglesia cometemos a veces imperfecciones? Y nuestro apostolado, que mira directamente a la reparación, es decir a poner prensa contra prensa, ¿lo hacemos bien?
Hagamos nuestros propósitos. Y luego, en reparación a Jesús eucarístico, y por su medio al Padre celeste suyo, que lo es también nuestro, cantemos las letanías del sagrado Corazón.
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NATIVIDAD DE LA VIRGEN MARÍA1

Hoy es un día de gran gozo para la Iglesia y para toda la humanidad. La antífona de entrada dice: «Celebremos con gozo el nacimiento de María, nuestra Madre». María es la aurora que precede al divino sol, Jesucristo, y se presenta en el mundo como la Inmaculada. Vemos a la niña en su cunita: los ángeles la saludan, la veneran como a su reina. También nosotros nos acercamos hoy a esta cuna y la saludamos con gozo y júbilo: «Cuius précibus nos adiuvari devotíssime possímus», porque esperamos ser ayudados por sus súplicas, y se lo pedimos con gran devoción.
Para saludar a esta nuestra Reina, Madre y Maestra, cantemos el Magníficat.
La epístola de la misa nos describe a María como | [Pr 1 p. 85] era en la mente de Dios antes de aparecer en el mundo. Dios la contemplaba como a su obra maestra: «El Señor me creó como primera de sus tareas, antes de sus obras; desde antiguo, desde siempre fui formada, desde el principio, antes del origen de la tierra; no había océanos cuando fui engendrada, no había manantiales ni hontanares; todavía no estaban encajados los montes, antes de las montañas fui engendrada; no había hecho la tierra y los campos ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del océano, cuando sujetaba las nubes en la altura y reprimía las fuentes abismales (cuando imponía su límite al mar, y las aguas no traspasan su mandato), cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como artesano, yo estaba disfrutando cada día, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con el orbe de su tierra, disfrutando con los hombres. Por tanto, hijos, escuchadme: dichosos
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los que siguen mis caminos. Escuchad mi corrección y seréis sensatos, no la rechacéis, dichoso el hombre que me escucha, velando en mi portal cada día, guardando las jambas de mi puerta. Pues quien me alcanza, alcanza la vida y goza del favor del Señor» [Prov 8,22-35].
Así aparece la que es de veras enteramente pura, la que es gloria de Israel, gozo del mundo, esperanza de la humanidad. Aparece inmaculada, inocentísima. No hay candor de nieve comparable al candor de María. Ningún esplendor de luz material puede | [Pr 1 p. 86] parangonarse al esplendor del alma de María.
A esta virgen niña le pedimos hoy una gracia grande: vivir en la inocencia y que nunca se cometan sacrilegios, que nunca se profanen la confesión o la comunión. En la confesión hay que llevar siempre el dolor necesario para la validez del sacramento y la necesaria sinceridad, para que los pecados puedan ser juzgados, borrados, absueltos. Y a la comunión hay que ir siempre en estado de gracia; esta es la primera condición para comulgar: estar en gracia de Dios, o sea puros y limpios de todo pecado mortal cierto, es decir del que tengamos conciencia de que perdura en nuestra alma. ¡Horrendo pecado, el sacrilegio!
Jesús en la última Cena, antes de distribuir la santa comunión, levantándose de la mesa, cumple un acto muy significativo para nosotros y de extrema humillación para él: se ciñe una toalla, toma una jofaina, se arrodilla ante sus discípulos y les lava los pies [cf. Jn 13,4-10].
El Hijo de Dios encarnado, ¡cómo se rebaja! Y cuando Pedro opone resistencia, le dice resueltamente: «Si no te lavo, no tienes que ver conmigo». Y una vez realizada aquella acción, que ha pasmado a los apóstoles, aturdiéndoles de manera que no sabían cómo expresar su profunda maravilla, Jesús retoma su actitud de Maestro y dice: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros».
«Vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sí, Jesús quiere incluso la limpieza externa para la comunión, ¡cuánto más la interna! ¿Y quién, llevando al demonio en el corazón, osaría
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poner junto a él a Jesucristo, el Hijo de Dios | [Pr 1 p. 87] encarnado y santísimo? Jesús ha venido a arrebatar las almas a ese enemigo; ha venido a derrotarle y encerrarle en el infierno, poniendo fin a su imperio. ¿Quién osaría ponerles juntos? Es algo que causaría horror.
Un tirano llegó a este extremo: atar a un mártir a un cadáver, para que el contagio y el hambre le hicieran perecer: ¡es un tormento inventado por el infierno! Pero ¿no hace algo peor el sacrilegio? ¡Poner en el mismo corazón a Jesús santísimo con quien es el jefe de los rebeldes, Lucifer!
¿Cabe alguna esperanza de que semejante comunión pueda aportar en positivo? No, ni la confesión sacrílega, ni la comunión. La confesión sacrílega aumenta la responsabilidad del penitente con un pecado más, y la comunión sacrílega aumenta asimismo la responsabilidad con otro pecado, y bien grave.
Responsabilidad tremenda. De la comunión sacrílega vienen no sólo pecados y desastres espirituales, sino también desgracias en esta tierra. Es de temer una cosa tremenda: que quien se confiesa o comulga sacrílegamente, pudiera no tener en el momento de la muerte la misericordia de hacer una buena confesión, de hacer una buena comunión como viático. ¿Y cuál sería entonces su fin?
Cuando un alma peca, puede haberlo hecho por debilidad, por fragilidad juvenil. Tengamos lejos los escrúpulos, pero también la audacia y la temeridad que causaría horror a los ángeles: recibir a Jesús como condena.
[Pr 1 p. 88] «Probet autem seipsum homo et sic de pane illo edat et de cálice bibat».2 Antes de la comunión, debemos hacer el examen de conciencia. El pecado venial no impide la comunión, pero está muy bien hacer siempre un acto de arrepentimiento sincero. «Qui enim manducat et bibit indigne, judicium sibi manducat et bibit: non dijúdicans corpus Dómini».3 ¡Condenarse!
Entendamos también la villanía de acercarse a la confesión con una falsa actitud de humildad; de acercarse a la comunión
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como queriendo dar un beso a Jesús: un beso como el de Judas (cf. Lc 22,48). ¡Menos hipocresía, menos vileza! El beso traidor ¿qué le acarreó a Judas?
Pidamos muy devotamente a la Virgen inmaculada, a esta Virgen niña que contemplamos en su cunita, la gracia de que nunca se cometan sacrilegios, ¡jamás! Y terminemos con este pensamiento: la delicadeza de conciencia. La Virgen inmaculada tenga su santa mano sobre la cabeza de todos, y nunca se le ocurra a nadie dar un paso tan tremendo.
Hay una oración que solemos cantar y rezar, la Salve Regina, en la que pedimos implícitamente todas las gracias. Cuando no se sabe casi qué gracias pedir, porque nuestro ánimo siente tantas necesidades y no distingue cuál sea la mayor, entonces es el momento de rezar la Salve Regina. Vamos a cantarla ahora devotamente.
Propósitos. «Querida y tierna Madre mía, María...»,4 para obtener esta gracia: que las confesiones y las comuniones sean siempre santas.
Recemos el Secreto del éxito.
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[Pr 1 p. 89]
LA PAZ DEL JUSTO1

El Señor, en su inmensa bondad, quiere que incluso aquí en la tierra pregustemos las delicias del cielo, o sea que tengamos como una primera bienaventuranza, aunque incompleta y siempre mezclada con penas. Esta paz, esta serenidad del justo son el tema de la presente meditación.
Hemos de persuadirnos de que con Dios se está mejor que con el mundo y el demonio. Decía santa Teresa [de Ávila]: «Vale más una gota de satisfacción del Señor que no mil satisfacciones mundanas. Llena más el corazón una pequeña consolación del Señor, que es como una caricia divina al alma fiel».
Leemos dos sentencias en la Escritura: «Non est pax impiis», no hay paz para los malvados [Is 57,21]. Corren buscando la paz, buscando en los consuelos humanos una satisfacción, que nunca probarán. Se engañan. El hombre tiende a la felicidad y la busca, pero el pecador falla el objeto de su consuelo y de su felicidad. El Señor nos hizo para él2 y todo lo demás acaba en amargura.
Y la otra sentencia dice: «Pax multa diligéntibus legem tuam»,3 mucha paz tienen quienes siguen a Dios, los que aman sus leyes. Cuando Jesús resucitó de la muerte y se presentó a los apóstoles, que llenos de miedo estaban atrincherados en casa, por tres veces repitió el saludo: «Pax vobis».4 Entre un saludo | [Pr 1 p. 90] y otro, sabemos qué seguridades dio respecto a la realidad de su resurrección. El justo, el alma en gracia de Dios, tiene paz con el Señor, consigo mismo y con el prójimo.

1. Tiene paz con el Señor. Quien verdaderamente ama la justicia, o sea pasa del mal, se aleja del pecado y busca el bien, tiene paz con Dios. Pues, aunque la vida de todos, incluida la de los santos, transcurre entre dificultades y fatigas, eso sucede sólo en superficie; y no hay que mirar sólo a la superficie. El justo, aun pareciendo a veces atribulado, dentro de su corazón se siente con Dios, lleva consigo a Dios, que habita en el alma. «Vos templum Dei estis»,
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sois el templo de Dios [1Cor 3,17]. Y este Dios que es dichosísimo, felicísimo, ¿qué trae al alma? Un reflejo de la bienaventuranza, de la felicidad que él mismo tiene desde toda la eternidad.
Sucede todo lo contrario cuando en el alma habita el diablo por el pecado. «Nolite locum dare diábolo»,5 no hagáis sitio al demonio en vuestro corazón. Cuando habita el demonio en un corazón, trae consigo lo que tiene: el infierno, y por tanto un gusano que roe el alma. Aunque el mundano trate de divertirse, de darse a distracciones y risas y bromas, presentándose como el hombre más feliz del mundo, dentro hay algo que traspasa el alma. Dice san Basilio:6 «¿Piensas satisfacerte con los placeres de la tierra? Tú quieres hacer como aquel hombre del Evangelio, que dice: Este año la cosecha ha sido extraordinaria; los graneros no pueden contenerla, en las bodegas no cabe tanto vino, en los establos no entran todos los animales. Ahora puedo descansar y comer y divertirme [cf. Lc 12,19]. ¿Es que tienes el alma de un cerdo para saciarte de algarrobas? No, el remordimiento, la | [Pr 1 p. 91] pena interior es algo que se intenta esconder, disimular, pero no siempre se logra. Un velo de tristeza, especialmente cuando se está solos, cubre el rostro y ello es el reflejo de una pena interior».
En cambio, cuando sentimos que Dios está con nosotros, se mira al cielo: allá arriba nos han precedido quienes han vivido antes, los santos, los miembros de nuestra misma familia que fueron buenos.
Cuando el justo está atribulado, espera en Dios, se apoya en él, e incluso cuando tiene que hacer un sacrificio, dice: Me lo pagarán bien, no trabajo inútilmente, trabajo por Dios, que es fidelísimo y retribuye a sus siervos a medida de las obras.
San Francisco de Asís, reducido a la pobreza, en un estado en que era muy despreciado, sentía como un paraíso en su alma y decía: «Dios me basta». Y san Felipe Neri7 se sentía a veces tan consolado
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por Dios (especialmente por la noche, pensando en la misa del día siguiente, a la que ya se había preparado), que no lograba descansar. Y decía con toda sencillez: «Jesús, déjame dormir». O sea, afloja un poco tus consuelos para que yo pueda reposar un rato.
¿Son, éstas, las exclamaciones de ciertos mundanos, de ciertos pecadores, cuando ven acercarse el fin de sus días? ¡Qué tétricos se ponen! ¡No osan ni alzar los ojos al cielo! No son capaces de exclamar: «Padre nuestro que estás en los cielos». Pero deberían hacerlo: nuestro Padre que está en los cielos les aguarda aún, todavía les indica el paraíso; ¡pero la cantidad de sus pecados es como un peso en el alma! Serán afortunados si al menos saben entrar en sí mismos y decir: «Volveré a mi Padre» [Lc 15,18].

2. El justo tiene paz consigo mismo, porque en él | [Pr 1 p. 92] hay orden, una razón que manda sobre los sentidos, un espíritu que domina todo el ser, y todas las potencias están bajo una voluntad iluminada por la fe. El justo camina hacia Dios, tiene paz consigo mismo. «Yo no daría todo lo que puede ofrecerme el mundo por un día de esta paz», decía un santo que había renunciado a todo y miraba a encontrar esa paz únicamente en Dios.

3. El alma en gracia tiene paz con el prójimo, pues quien es recto camina por su senda y al final será estimado y hasta admirado; trata bien a todos y, en el fondo, es por todos respetado; se relaciona bien con cada hermano, intentando mostrarse generoso. No siempre los hombres comprenden esta realidad, como no comprendieron a Jesucristo. Incluso mientras se dirigía a padecer y morir, Jesucristo tenía en el corazón una gran paz. Al contrario, no estaban en paz sus perseguidores, ni siquiera cuando le vieron espirar: temiendo su resurrección, recurrieron aún a Pilato [cf. Mt 27,62-66]; presentían que Jesucristo iba a triunfar sobre ellos.
¿Vale, pues, la pena vivir en aflicción, para morir mal y luego merecer una eternidad infeliz? Cuando los condenados en el infierno miran hacia arriba y ven a los justos salvados, exclaman: «Ergo errávimus»: nos hemos equivocado. «Vitam illorum estimabámus insaniam, finem illorum sine honore».8 Hemos buscado la felicidad donde no estaba. Aquellos compañeros,
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que eran siempre obedientes, caritativos, aplicados al propio deber, fieles a sus ocupaciones y a la vocación... creíamos que erraban, que nosotros éramos los listos, nosotros que sabíamos darnos gusto. «Errávimus, et lux veritatis non luxit nobis».9 | [Pr 1 p. 93] Ahora seremos atormentados por siempre. ¿De qué nos ha valido el orgullo? ¿A qué nos ha servido la riqueza? ¿Qué nos ha aprovechado el placer?
En cambio ¿quién podrá comprender el gozo de los bienaventurados, y cómo darán gracias a Señor en el paraíso? Lo agradecerán por toda la eternidad, por haberles dado la fuerza de cumplir en la tierra la misión y los designios que Dios tenía sobre ellos.
San Pablo, desde la cárcel, escribe: «Reboso de alegría en medio de todas mis penalidades» [cf. 2Cor 7,4]. ¿Qué probará ahora, cuando ya no está en la cárcel sino allá arriba en la celeste Jerusalén, en el gozo de los santos? ¿Quién podrá comprender su consolación? De veras puede decir: «Nadie ha imaginado lo que Dios ha preparado a sus elegidos», a sus siervos fieles [cf. 1Cor 2,9].
¿Sabemos buscar la verdadera paz? A veces envidiamos al mundo, a los pecadores. ¿Creemos de veras que quien escoge el camino ancho, acierta? Es una senda que lleva a un triste lugar, acaba mal. ¡Nunca hemos de envidiar a los mundanos, sino compadecerlos y rezar por ellos. ¡Hay que tener firmeza, firmeza en el buen camino, siempre firmeza! Firmeza en trabajar cada día en nuestra santificación. Firmeza en trabajar por la salvación de las almas.
Cuanto más santa es un alma y más unida está a Dios, tanto mayor es el consuelo y la paz interior de que goza.
¿Qué se entiende por paz? Paz es el conjunto de todos los bienes. Por eso, cuando decimos «Gloria Deo, pax homínibus», deseamos a los hombres todos los bienes.
¿Gozamos verdaderamente la paz de Dios? ¿Estamos de veras, íntima y continuamente unidos a Dios? ¿Trabajamos con intensidad, para excluir cada vez más los defectos, el mal, las imperfecciones, y | [Pr 1 p. 94] por tanto unirnos siempre más al Señor? ¿Trabajamos de veras con espíritu?
La luz brille siempre ante nuestros ojos [cf. Mt 5,16]. Busquemos la paz donde se encuentra; busquemos la felicidad donde habita; busquemos a Dios en la tierra, y le poseeremos en el paraíso.
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SANTIFICAR LA LENGUA - I1

La presente meditación mira a obtener del Señor la gracia de que podamos santificar siempre la lengua. Más aún, este argumento y esta gracia hemos de tenerlos presentes a lo largo de tres días, haciendo como un triduo para agradecer al Señor el don de la lengua y para obtener usarla santamente y nunca emplearla en lo que comunica o produce el mal.
Consideremos el don de la lengua como órgano de la palabra. ¡Qué pena sentimos cuando encontramos un mudo que no puede expresarse libremente, no puede comunicar sus pensamientos íntimos con facilidad como nosotros! Nacer mudos es una gran desgracia; pero es aún mayor, para ciertos blasfemos, haber recibido el don de la lengua, por cuanto la usan mal; aquí está justamente la desgracia, no ya en haber recibido la lengua.
Nosotros queremos usarla bien. Y en seguida vamos a usarla aún mejor, cantando el «Alabad a María, oh lenguas fieles».
[Pr 1 p. 95] Por medio de la lengua le han venido a la humanidad infinitos bienes. «Verbo Dómini cœli firmati sunt», por la palabra de Dios se hicieron los cielos [cf. Zac 12,1]. Consideremos la predicación de Jesús, quien fue de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, anunciando la palabra de la paz y de la verdad. Pensemos en la predicación de tantos sacerdotes, que no cesan nunca de exhortar, de anunciar, de sugerir buenos consejos. Santifican su lengua. Pensemos en el bien que es para todos la escuela, con el fin de aprender. Pensemos en todas las conferencias, en todas las lecciones de catecismo impartidas y en toda la enseñanza científica que se da para elevar intelectual y moralmente siempre más la sociedad. ¡Inmensos bienes de la lengua!
Pero pensemos también en todos los errores diseminados con la lengua, en todas las conversaciones escandalosas, en todas las conferencias e insinuaciones malignas, que no han servido sino a propalar la herejía o el error o el vicio.
La lengua usada bien es un grandísimo beneficio, un gran don para la humanidad. Pero ¿y si se usa mal? Se dice que a Esopo2
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le había mandado su amo preparar un buen almuerzo para unos amigos invitados. Cumplió la orden con solicitud, y cuando llegaron los amigos a la mesa, presentó en el primero y segundo y tercero y cuarto plato lenguas cocinadas diversamente. El amo se enfadó y le preguntó porqué había hecho así. «Porque me has mandado preparar lo mejor que hay. Y bien, ¿qué mejor cosa que la lengua? ¡Mucho bien le viene de la lengua a la humanidad!». Queriendo el amo desquitarse, dijo: «Estos amigos estarán invitados también mañana; prepárales todo | [Pr 1 p. 96] lo peor que haya». Y de nuevo, al día siguiente, se repitió el mismo modo de servir a la mesa los mismos alimentos. El amo se irritó todavía más. Pero Esopo se excusó diciendo: «¿Qué hay peor que la lengua? Con ella se siembran muchas discordias y muchos errores». Es especialmente verdad esto, si consideramos no lo que acaece entre los paganos, sino lo que puede suceder entre cristianos, y también en las comunidades.
¡Hay que usar santamente la lengua! Primero, en los deberes con Dios: cuando cantáis esas hermosas misas; cuando cantáis esos bonitos himnos; cuando cantáis las vísperas, y tratáis de uniformaros a las reglas que os han dado; cuando decís juntos las oraciones; cuando se reza el breviario; cuando se dice el santo rosario... ¡qué buen uso, qué santo uso de la lengua y cuántos méritos adquirís!
¡Hay que usar bien la lengua! En el confesionario, nunca callar lo que es necesario decir, ni tampoco decir lo que es extraño a la confesión.
¡Hay que usar santamente la lengua! Es necesario que, cuando se dicen las oraciones, lo hagan con voz clara todos, no sólo la mitad o un tercio. San Pablo exhorta vivamente a ofrecer el sacrificio de alabanza al Señor, y explica: «Id est fructum labiorum»,3 el sacrificio fruto de los labios. ¿Y qué es este fruto de los labios, si no el rezar con voz clara, adecuada, conveniente? «¡Pero yo rezo con el corazón!». ¡Se te ha dado también la lengua! Y las oraciones vocales hay que decirlas vocalmente; y cuando se reza juntos, hágase con voz sensible: es más mérito.
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Estaría bien que hiciéramos así, también con intención de reparar las palabras de los blasfemos, y las dichas por nosotros mismos con consecuencias | [Pr 1 p. 97] nada buenas, o porque son contrarias a la caridad, o contrarias a la honestidad, o contrarias a la obediencia, etc. ¡Reparación, reparación!
Hay que usar bien la lengua respecto al prójimo, y antes respecto a los superiores. ¡La obediencia! Los discursos deben contribuir a difundir el espíritu de obediencia. Si uno tuviera la costumbre de juzgar y resaltar en cada ocasión el aspecto defectuoso, en práctica iría contra la obediencia.
Con los superiores hay que ser abiertos. ¡Cuántas veces se necesitaría abrir el corazón para pedir una explicación, para resolver una duda, para ser dirigidos espiritualmente, y se calla! Y entre tanto la duda y el desaliento toman fuerza y pueden incluso acarrear ruinas, mientras tal vez una palabra dicha a tiempo las hubiera evitado. Además, a veces se nos puede preguntar sobre nosotros mismos o de cosas que interesan a la comunidad: digamos entonces la verdad.
Un buen uso de la lengua debe hacerse particularmente con los compañeros: ¡que sean buenas nuestras conversaciones, pues las malas corrompen las costumbres [cf. 1Cor 15,33], mientras los buenos discursos edifican! «¡Pero yo sólo quiero bromear, quiero reír, quiero tener alegres a los compañeros!». Está todo bien: bromear y reír a tiempo, y no a destiempo; pero sobre todo es preciso que esas bromas sean de veras sanas, como las que usaban también los santos.
Después de ciertos discursos, ¿cómo tener ganas de rezar? ¿Se está más preparados a la oración, o más bien a distraerse o a murmurar? Y si se va a estudiar, ¿se está más recogidos? Y si se va al apostolado, ¿se hace con mayor ahínco? Si los frutos son estos, más entrega al estudio y más entrega al apostolado, señal de que las conversaciones han sido edificantes.
No constituye, por otra parte, ningún bien | [Pr 1 p. 98] ser demasiado taciturnos en la comunidad, pues conviene que la convivencia social entre nosotros sea serena y alegre, en lo posible, de manera moderada.
Deberemos también usar la lengua muchas veces a favor nuestro. Sí, porque puede suceder que tengamos necesidad de expresar ciertas necesidades corporales, ciertas necesidades espirituales
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y ciertas tendencias. En algunos casos callar puede ser ruinoso; en cambio, hablar a tiempo, gritar al lobo que amenaza al rebaño, es cosa santa.
El Señor nos conceda la gracia de santificar la lengua. Y santifiquémosla en este momento cantando las dos primeras estrofas del Pange, lingua.4 Y agradezcamos al Señor por el don de la palabra. Gloria al Padre (tres veces).

¿Cómo se puede celebrar este triduo?
1) Comprendiendo cada vez mejor el gran don de la palabra y la obligación de santificar nuestra lengua, nuestros discursos.
2) Cuando se recibe a Jesús eucarístico en la lengua, prometerle usarla santamente. No hacer nunca lo que desaprueba la sagrada Escritura: «Con la misma lengua los hombres bendicen a Dios y maldicen al prójimo» [cf. Sant 3,9].
3) Entonando los mejores cantos en estos días; rezando todos con voz clara, de modo que nuestra alabanza suba al trono de Dios como un sacrificio de amor, de adoración, de agradecimiento y de súplica.5
Y ya desde esta mañana hagamos un buen propósito; pero antes hagamos un buen examen de conciencia, para ver cómo hemos usado hasta ahora la lengua. ¿La hemos usado en buenos discursos con los compañeros? Los que han conversado con nosotros, ¿han quedado edificados? ¿Decimos siempre las oraciones con voz | [Pr 1 p. 99] clara? ¿Nos esforzamos en cantar bien, según las reglas que se nos dan? ¿Sabemos expresar nuestras necesidades y buscar la dirección espiritual para tener una buena orientación y ayuda en los momentos de dificultad? En el juicio, recordaremos toda palabra dicha: ¿será para premio?
Ahora, en reparación y para obtener la bendición de Dios sobre los propósitos hechos, cantemos «Himnos y cantos entonad, oh fieles».
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SANTIFICAR LA LENGUA - II1

En esta fiesta del Nombre santísimo de María2 pedimos la gracia de saber dominar y santificar la lengua, el gran don de la palabra, para que traiga frutos de salvación a nosotros y al prójimo, y no sea ocasión de pecado para nadie.
El apóstol Santiago en su Carta dice cosas muy útiles, que vamos a considerar. Hablando de la lengua, se expresa así: «No os metáis tantos a maestros, hermanos míos; sabéis muy bien que nuestro juicio será muy severo, pues todos fallamos muchas veces. Quien no falla cuando habla es un hombre logrado, capaz de marcar el rumbo también al cuerpo entero. Mirad, a los caballos les metemos el freno en la boca para que ellos nos obedezcan a nosotros, y dirigimos todo su cuerpo. Y ahí tenéis los barcos: tan grandes como son y | [Pr 1 p. 100] con vientos tan recios que los empujan, se dirigen con un timón pequeñísimo a donde el piloto les da por llevarlos. Pues lo mismo la lengua: pequeña como órgano, alardea de grandes cosas. Ahí tenéis, un fuego de nada incendia un bosque enorme. También la lengua es fuego (ese mundo de la maldad). La lengua, siendo uno de nuestros órganos, contamina, sin embargo, al cuerpo entero: inflama el curso de la existencia, inflamada ella misma por el infierno. Porque fieras y pájaros, reptiles y bestias marinas de toda especie se pueden subyugar y han sido subyugados por la especie humana, pero lo que es esa lengua, bicho turbulento, cargado de veneno mortal, no hay hombre capaz de subyugarla. Con ella bendecimos al que es Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios. De la misma boca sale bendición y maldición. Eso no puede ser, hermanos míos» [Sant 3,1-10].
No es que la perfección consista en tener frenada la lengua; pero como es fácil ocasión de tantos pecados, quien llega a
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controlarla, se muestra capaz de mandar en el cuerpo, los sentidos, las pasiones, y ser perfecto...
Conviene recordar el mal que puede traer la lengua. San Agustín, cotejando la responsabilidad que tuvieron los judíos y la que | [Pr 1 p. 101] tuvo Pilato en condenar a Jesucristo, atribuye más culpabilidad a los judíos: «Sois vosotros quienes habéis matado a Jesucristo. ¿Cuándo le matasteis? Cuando levantasteis vuestras voces gritando: Crucifige». Pilato acabó rindiéndose bajo la amenaza creciente del pueblo que era instigado por los fariseos y los sacerdotes hebreos.
La lengua se mortifica cuando la hacemos hablar porque es tiempo y deber, como meditamos ayer, o cuando la hacemos callar porque no es tiempo de hablar, o las cosas que se dirían no convienen, no edifican.
Debemos invocar a la Virgen prudentísima. ¡Qué sensatez en su hablar! ¡Qué moderación! Sabemos esto por las varias expresiones que el Evangelio nos ha conservado de María Sma. «Os iusti meditábitur sapientiam et lingua eius loquétur iudicium»: la lengua del hombre justo habla con sabiduría y su lengua profiere palabras inspiradas por la justicia [cf. Sal 37/36,30], o sea conformes a la santidad. En el corazón del justo domina la ley de Dios, y de la abundancia del corazón vienen palabras de sensatez. Como de un pozo lleno de cieno emana hedor, así de ciertas palabras que salen de algunos labios, se entiende qué corazón haya dentro.
La palabra es ya un efecto de lo que encierra el corazón, y luego a su vez produce sus consecuencias. Hay que callar cuando es tiempo. La obediencia ha establecido unos tiempos en que se debe callar: desde por la noche, cuando vamos a la iglesia para las oraciones, hasta la mañana en el desayuno, se debería guardar recogimiento, y por tanto callar, excepto las palabras necesarias por cualquier razón: por ejemplo, porque se está en clase o por ponerse de acuerdo para el apostolado.
El silencio y el recogimiento son fuentes de | [Pr 1 p. 102] sabiduría. Un autor, comentando el dicho escriturístico «Pone, Dómine, custodiam ori meo et ostium circumstantium labiis meis»,3 afirma
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que el Señor ha puesto alrededor de la lengua una valla de dientes y luego dos labios, para que antes de proferir la palabra, la hayamos considerado bien; antes de abrir la boca, hayamos meditado si cuanto decimos es sensato.
Hay que evitar la mentira; cuando ésta prende y se hace costumbre resulta peligrosísima. ¡Hay que amar la verdad, la sinceridad! La costumbre de inflar el mal y disminuir el bien, ¿de qué depende? Cuando se trata de hablar mal de alguien, se encuentran tantas cosas que decir y, si no las hay, se inventan. ¡Es que domina la falsedad! En cambio, a veces, cuando se alaba a una persona, el envidioso interviene anotando: «¡Si yo lo dijera todo...!», y pone por delante un «pero» sembrador de dudas. No hace sino mostrar el veneno que hay en su alma.
A menudo surge el desaliento a causa de palabras no moderadas. La costumbre, además, de juzgar, sentenciar, criticar a derecha e izquierda, esto o aquello, es causa de muchos daños, pues ante todo hace más difícil el cumplimiento pleno, generoso y alegre del deber. ¡Ah, cuánto mal se hace entonces a un compañero, a una persona, que quizás esperase de nosotros un estímulo o un apoyo! Tenemos que dominar la lengua.
Otra cosa hay también que recordar aquí: a veces la lengua está movida por el orgullo. Hay quienes el propio yo lo escriben siempre en letras mayúsculas y cubitales, mientras el bien de los otros lo reducen y disminuyen. Ello es señal de un corazón que no se parece al de Jesús, manso y humilde. El orgullo impone alabarse siempre, hablar continuamente de las propias cosas. Se trata, una vez más, de | [Pr 1 p. 103] una soberbia, que en cierto modo causa compasión. Pero se da una soberbia más fina, la de hablar mal de nosotros mismos para que los demás digan: «¡Oh, no es así, tú eres mejor!». Se declara lo que no se siente en el alma, y se llega así incluso a la hipocresía. «Yo, aunque indignamente...». Ese indignamente, a veces, no se pronuncia con convicción, sino con fines bien diversos.
De nosotros mismos, por regla general, si no estamos obligados, no debemos hablar ni bien ni mal. Dice san Francisco de Sales: «No hagas caso si te alaban y no hagas caso si te desprecian». No hay que turbarse, sino continuar la propia senda, caminar siempre hacia el cielo, dejarse guiar sólo por la verdad, la justicia y el deseo de santidad.
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Pero digamos también que hay quienes en los recreos quieren hablar siempre ellos. ¡Charlatanes, debieran moderarse! Es preciso frenar la lengua, como dice Santiago, así como se pone el freno en la boca del caballo para guiarlo. Es mejor quien escucha que quien superabunda en palabras. El sabio se presta fácilmente a oír a los demás, mientras el casquivano frecuentemente decepciona.
Ahora bien, se requiere tener una gran gracia: la pedimos por medio de María, hoy día de su onomástico y una jornada que recuerda también grandes beneficios recibidos por el Instituto.
Hagamos los propósitos, después de habernos interrogado: ¿Cómo estamos respecto a la moderación de la lengua? ¿Hemos mostrado, alguna vez, nuestro orgullo en el hablar? ¿Hemos hablado cuando no era el tiempo? ¿Hemos quizás ofendido la caridad o la obediencia? Las palabras sembradas por nosotros a lo largo de la vida o del año, ¿son semilla de obras buenas? Después de | [Pr 1 p. 104] nuestros recreos, ¿estamos más dispuestos a zambullirnos en la oración, el estudio, el apostolado? ¿Tenemos quizás el mal instinto de descubrir siempre el mal en los otros? ¿O tenemos en cambio la tendencia a buscar y relevar el bien? Propósitos.
Tal como nos es posible, invitemos a que todos los hombres alaben a Jesucristo Camino, Verdad y Vida; y a María, llamándola bienaventurada por todos los siglos.
Canto del himno «De todo apóstol, oh Reina».
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SANTIFICAR LA LENGUA - III1

La tarde de la resurrección, Jesucristo se presentó a los dos discípulos de Emaús mientras iban de camino y, acercándose a ellos, preguntó: «¿Qué conversación es esa que os traéis por el camino?» [Lc 24,17]. Si alguna vez se nos acercara el Señor y nos preguntase: ¿De qué habláis, son rectas vuestras palabras?, ¿qué podríamos responderle?
Hay quien vigila siempre sobre sí mismo y de consecuencia habla rectamente según la fe, y hay quien abre la boca y descuidadamente con ligereza deja salir lo que sea. Quizás después se arrepienta, pero hay que medir las palabras, pues lo que se dice, dicho queda2.
Si no interviene visiblemente el Señor interrogándonos, con todo, hemos de recordar que, en el libro donde se enseña el examen de conciencia,3 se dice: examinémonos sobre los pensamientos, las palabras y las acciones. Así pues, | [Pr 1 p. 105] un tercio del examen de conciencia versa sobre las palabras. Ello significa que santificar nuestra lengua es algo muy importante; que dominar la lengua es necesario para todos; y que con la lengua se puede hacer mucho bien y mucho mal.
¡Cuánto purgatorio se amontonan ciertas lenguas, incluso no siendo responsables de cosas muy graves! ¡Y cuántos méritos van acumulando, en cambio, quienes hablan bien, quienes enseñan bien, predican bien, aconsejan bien, exhortan bien, consuelan bien, dilucidan bien, esclarecen bien las dudas! ¡Cuántos méritos para la vida eterna!
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Se requiere hacernos esta pregunta: ¿De dónde proceden las buenas palabras? ¿Y de dónde vienen las malas palabras? Ya lo hemos apuntado: de la mente, del corazón, es decir de las convicciones que uno tiene y de los sentimientos nutridos en el corazón.
Quien habla, fotografía ante los demás la propia alma; hace como una proyección, que se lanza no sobre la pantalla sino sobre quienes le escuchan. En la pantalla puede presentarse un hecho edificante, como sería el ejemplo de san Luis comulgando con grandísimo fervor, y en la pantalla puede exhibirse un acto insensato, un episodio escandaloso. «De corde éxeunt cogitationes malæ»,4 las riñas, las malas insinuaciones, y del corazón salen los himnos primorosos, los hermosos cantos al Señor, cuando un corazón le ama. Del corazón brotan palabras de orgullo, pues si el corazón está impregnado de soberbia, no puede hablar de otro modo. Y aunque alguna vez nos hagamos violencia, quizás para esconder los pensamientos y sentimientos íntimos, más pronto o más tarde nos revelamos | [Pr 1 p. 106] por lo que somos. El orgulloso habla con sentido y modo de desprecio a los demás. Y ni mira si se trata de cosas delicadas o inclusive de personas merecedoras de todo el respeto por su posición o por su virtud.
Las palabras malas pueden nacer de la ira. Cuando tu corazón está excitatus, o sea agitado, aguarda a calmarte antes de hablar; así evitarás el tener que arrepentirte de haber hablado en un momento de agitación. Y si la ira te domina, aguarda incluso al día siguiente para presentar tus observaciones y decir tus razones, pues quien habla bajo la impresión de la ira, suele usar una lengua muy afilada: «Acuistis linguas vestras», habéis afilado vuestras lenguas [cf. Sal 139,4]. O bien, al hablar va casi engañándose o traicionándose a sí mismo, o exponiendo cosas que no corresponden realmente a lo que dice la razón y lo que dice la fe. La ira es mala consejera.
A veces las palabras dependen de la envidia. Si alguien se porta bien, se sabe ya que la tomarán con él. El mismo Jesús fue objeto de envidia; se dio cuenta de ello Pilato, aun no siendo tan fino ni delicado en sus juicios. «Sciebat enim quod per invidiam tradidíssent eum» [Mc 15,10]: sabía que le habían llevado a él por envidia y por envidia querían condenarle. A veces esta envidia
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empuja muy adelante: todo se interpreta mal, todo se juzga mal respecto a la persona envidiada. Y quien tiene la sospecha, generalmente tiene también el defecto. Así que ¡dominemos el corazón y reconduzcámoslo a caridad y benevolencia para que no nos traicione!
A veces las malas palabras salen de los labios porque dentro hay un corazón lujurioso, un | [Pr 1 p. 107] corazón lascivo. A este respecto, cuando se trató de defender a los pequeños, Jesús usó palabras severísimas: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le convendría que le colgasen al cuello una rueda de molino y lo sepultaran en el fondo del mar» [Mt 18,6], porque al menos así se dañaría sólo a sí mismo. ¡Sean delicadas las palabras! Hay ciertas pasiones que son ya de suyo vehementes y persistentes; si encima se las atiza y recalienta con palabras, y con palabras desvergonzadas, será bien difícil dominarlas. Esas palabras nacen de un corazón lascivo, y a su vez tienen un reflejo sobre él, llevándolo a una creciente malicia, a una creciente mala tendencia.
Otras veces las palabras brotan de la pereza. No queremos ser incomodados en nuestros defectos, no queremos movernos. Oímos que se insiste en la oración, pero no tenemos ganas, y de ahí las murmuraciones. ¡Miremos al corazón! Se insiste en hacer tal trabajo o los deberes de clase; pero a algunos no les apetece, y llegan mil acusaciones contra quien osa molestarles. Y ¡ay! de la persona, que llamando la atención a otra, da en el blanco, acierta de lleno en su defecto principal: ¡entonces sí que explota el resentimiento y luego la murmuración y la crítica! ¿Qué significa esto? Significa que se habla por la abundancia de cuanto hay en el corazón.
¿Por qué las palabras inútiles, las conversaciones vanas, que no acaban nunca, que no se sabe siquiera a dónde quieran llegar? Pues porque el corazón está vacío, es ligero, anda disipado.
¡Vayamos a la raíz! El examen de conciencia nos debe llevar hasta aquí, a descubrir la causa del mal que encontramos. Si no quitamos la raíz y con nuestras confesiones cortamos apenas la hierba por encima, ésta volverá a crecer. Y la | [Pr 1 p. 108] cizaña quizás se pondrá más espesa que antes.
En cambio, cuando se da con aquella persona que habla sabiamente, que gusta de conversaciones elevadas, que con facilidad
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introduce temas científicos o narra hechos interesantes espiritualmente, entonces comprendemos que es una mente elevada, piensa cosas elevadas, hay un corazón de sentimientos elevados. Cuando se habla con delicadeza y se tiene miramiento a los interlocutores, entonces es fácil relevar que hay un corazón que teme la ofensa a Dios, un corazón que no admite una imperfección voluntaria.
La persona que sabe gobernarse rectamente, antes de hablar reflexiona. La Escritura dice: «Vir linguosus non dirigétur in terra»,5 al charlatán es imposible guiarle. ¿Por qué? Porque en cualquier ocasión él muestra lo que es, y se vuelve terco.
No debemos obstinarnos en una idea. ¿Por qué algunas discusiones son demasiado animadas? Quien de veras ama la ciencia busca la verdad e, incluso en los debates, cuando se exponen los diversos pareceres, pesa las razones de los demás, las medita más que las propias, trata de descubrir lo que se dice y, si reconoce la verdad en ello, la abraza y corrige su propia opinión. Entonces las conversaciones y discusiones son útiles.
Pero a veces sucede como en el episodio narrado por el evangelio: fariseos y herodianos se ponen de acuerdo en interrogar al Señor Jesús y se presentan hipócritamente: «Maestro, sabemos que eres sincero...» [cf. Mt 22,16]. ¡Ah, cuántas hipocresías hay, cuántas maneras suaves de hablar que esconden intenciones aviesas! Como dice la Escritura, ciertos discursos afelpados, es decir blandos, «ipsi sunt jácula», son flechas [cf. Hab 3,9]. | [Pr 1 p. 109] Habían concertado cazar a Jesús en sus palabras, pero la respuesta de quien conoce los pensamientos les dejó avergonzados.
Cuando se tiene el don del consejo, por una parte hay amplitud en aconsejar a las personas que lo necesitan, y por otra hay también más propensión a pedir consejo a los demás.
Cuando uno es fuerte,6 tiene una sola palabra; pero cuando no se es fuerte, cuando no hay un verdadero carácter, entonces si se va con uno que es bueno, las conversaciones son buenas, constructivas; si en cambio se va con un compañero que no es bueno, se pasa a las mordacidades. Y si el otro empieza a lanzar palabras de doble sentido, hasta se intenta superarle mostrándose
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peores, casi queriendo emularle en el mal. «Æmulámini charísmata meliora».7 ¡Emulación, sí, pero siempre en el bien!
Y lo mismo cuando se tienen otros dones del Espíritu Santo: quien tiene ha piedad, habla de una manera edificante, dice cosas constructivas; aun no debiendo hablar siempre de cosas de religión o de ascética, sus razonamientos se ajustan a la fe, son conformes a la piedad interior. ¿Y quien no tiene el don de piedad? Lo da a ver exteriormente con los hechos, y también con las palabras. ¡Cuánto dicen ciertas sonrisillas, ciertas expresiones pronunciadas apenas a flor de labios!
Así que ¡a la raíz! Hay que contraponer a los siete vicios capitales los siete dones del Espíritu Santo. ¿Tenemos abundantemente en el alma los siete dones del Espíritu Santo? Entonces las palabras edificarán: «Si quis lóquitur, quasi sermones Dei»,8 porque se reflejará en el decir lo que a uno le sugiere el Espíritu Santo que tiene en el corazón. ¿Dominan en el corazón los siete vicios capitales? Se | [Pr 1 p. 110] dirán palabras que expresan lo que hay dentro.
Ahora pues, el examen de conciencia. ¿Qué revelan nuestras conversaciones? ¿Un corazón piadoso, humilde, sensato, delicado, generoso? ¿O, al contrario, revelan un corazón soberbio, envidioso, iracundo? ¿Somos personas de carácter, es decir nos mostramos siempre ecuánimes con todos, sea que nos encontremos con personas santas, sea que estemos con personas no santas?
¡Cuánto tenemos que pedir perdón al Señor! En lo que queda de septiembre y a lo largo de todo octubre, pidamos constantemente esta gracia: ser hijos de la Sabiduría celeste y hablar con sensatez. Notemos siempre que, por una parte, la lengua puede llevarnos a pecar y, por otra parte, que podemos con las palabras dar mal ejemplo, hacernos daño a nosotros mismos y a aquellos con quienes hablamos y a quienes debemos consideración.
¿Por qué a veces hay que separar a dos personas, a dos compañeros? Porque se ve que uno es causa de mal para el otro. ¿Y por qué a veces se le da a uno ciertos cargos de responsabilidad? Porque se sabe que sus conversaciones son edificantes.
En este mes de septiembre, los días que quedan, y luego en el mes del rosario, vamos a pedir esta gracia.
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[Pr 1 p. 111]

LA VIDA SOBRENATURAL1

La epístola y el evangelio de este domingo se complementan entre sí: en la epístola se habla de la gracia, vida del alma, que podemos continuamente acrecer; y en el evangelio se habla de la resurrección del hijo de la viuda de Naim. Jesucristo restituye a la madre la vida del hijo que había muerto. La vida natural es símbolo y fundamento de la vida sobrenatural. Quien, por desgracia, ha perdido la vida sobrenatural por el pecado, recurriendo a Jesucristo con el arrepentimiento, es resucitado y vuelve a la vida.
La epístola de san Pablo está enteramente dedicada a la vida sobrenatural, que el Espíritu Santo da y restituye a las almas. Si vivimos para el Espíritu, caminemos también según el Espíritu: es decir, seamos humildes, dulces, caritativos con quienes caen, reconociéndonos débiles nosotros mismos, y pensando que ante al supremo Juez deberemos rendir cuenta de nuestros fallos.
En el evangelio (Lc 7,11-17)2 | [Pr 1 p. 112] se simboliza la figura de un pecador llamado nuevamente a la vida. La Iglesia, que llora por quienes están espiritualmente muertos, está figurada en esta madre cuyo hijo único había muerto; ante los ruegos de la Iglesia el pecador puede levantarse, reconciliarse con Jesucristo y ser por él nuevamente llamado a la vida. La vida del alma es la gracia.
Cuando fuimos bautizados, se nos infundió esta vida sobrenatural: «Si uno no nace de agua y Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» [Jn 3,5]. El sacerdote, tras haber administrado el bautismo, puso sobre nosotros la estola blanca, diciendo: «Áccipe vestem cándidam, quam immaculatam pérferas ante tribúnal Dómini nostri Iesu Christi».3 Este vestido cándido indica
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que el niño ha sido limpiado del pecado, está en gracia. ¡Dichoso quien lleva la inocencia hasta el tribunal de Dios!
¡Qué majo es el niño cuando vuelve de la fuente bautismal! Una madre cristiana lo recibe como a un ángel que entra en casa.
¡Qué hermosa es el alma en gracia! Hay que agradecer a Dios por las almas que saben conservar la inocencia. Quien posea esta inocencia, continúe en su bella y santa senda, lleve el vestido cándido al tribunal de Dios. Pero mire de ir con prudencia, porque tenemos un tesoro precioso en un vaso frágil, fragilísimo [cf. 2Cor 4,7]; | [Pr 1 p. 113] ¡hay que caminar con prudencia y evitar las sacudidas y los peligros!
La vida sobrenatural es nuestro mayor bien. A veces, el tesoro de esta vida, o sea la inocencia, no se estima lo suficiente y, desgraciadamente, suele perderse aun antes de haberlo conocido bien. Cuando Esaú, por una cosa de nada, vendió la primogenitura a su hermano Jacob, la Escritura dice que comió, salió y se marchó, sin darse cuenta del gran bien que había perdido, estimándolo casi en nada; pero cuando entró en sí mismo y entendió, «irrugit clamore magno»,4 rugía por horror de sí mismo, por la desgracia que se había adosado.
La gracia, es decir, la vida sobrenatural, es la que nos constituye hijos de Dios y partícipes de su naturaleza. ¡Hijos de Dios! Un huérfano desgraciado, sin padre y sin madre, si es adoptado por un gran señor o por una gran señora, que le nutren, le visten, le dan instrucción...: ¡qué suerte! Pues mucho más la gracia: nos hace hijos adoptivos de Dios, de Dios nuestro Padre celeste, y nos hace por tanto hermanos de Jesucristo.
Por la gracia llegamos a participar de la divina naturaleza. ¡Cuánto nos ha amado el Señor! Tanto que nos llamamos y somos hijos de Dios: «Dedit eis potestatem filios Dei fíeri».5 Participamos de la naturaleza divina, o sea que en nosotros se da la vida misma de Jesucristo. Él es la vid y nosotros los sarmientos [cf. Jn 15,5]: la linfa vital pasa de la vid al sarmiento, que vive como la vid y es de la misma naturaleza que la vid.
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¡Qué enaltecimiento! Y de ello se sigue que el alma, con esta vida divina, deviene heredera de Dios, tendrá la eterna herencia del cielo. Y como posee la vida divina, tendrá la misma | [Pr 1 p. 114] felicidad de Dios, en un grado proporcionado: «Intra in gaudium Dómini tui».6
Cuando se trueque este mísero valle de lágrimas con la posesión de Dios, la visión de Dios, el gozo de Dios..., ¡qué día feliz! Su mero pensamiento debería llenarnos de alegría y hacernos cantar de continuo el himno de los desterrados que se encaminan hacia la patria, al cielo
(Entonemos el canto «Un día a verla iré»).

Quien posee la gracia tiene de veras un tesoro inestimable: cada día puede ganar nuevos méritos o sea aumentar en sí mismo esta vida divina.
El Espíritu Santo, entrando en el alma, produce en ella los bienes valiosos de la fe, la esperanza, la caridad, las virtudes cardinales, los dones y los frutos; le comunica las bienaventuranzas y así la prepara para el gozo eterno del cielo.
Temamos el perder tan gran tesoro, y [aseguremos] dos cosas:
1) Gran estima de la gracia: «Qui stat, vídeat ne cadat» [1Cor 10,12]: quien está en gracia, esté atento a no caer. Hemos de apreciar mucho la gracia, la vida sobrenatural. Desafortunadamente los hombres, cegados, ven sólo los bienes de la tierra: honores, posesiones, placeres, cargos; ven la propia voluntad, los propios caprichos. ¡Ah, si fuéramos sensatos! ¡Si estuviéramos siempre iluminados por la fe! Buscaríamos de veras ante todo el reino de Dios y su justicia. Vamos a pedir esta gracia de estimar la vida sobrenatural que hay en nosotros.
(Canto al divino Maestro, autor de esta vida: Himno a Cristo Vida).
Este canto nos obtenga la gracia de saber conseguir esta vida divina de la comunión, de las confesiones, de la misa, de la Eucaristía | [Pr 1 p. 115] y de todas las obras buenas que podemos realizar en la jornada.
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2) Defensa de este tesoro, llevándolo con suma atención, vigilando y orando, hasta el tribunal de Jesucristo. Y si por desgracia lo perdiéramos, ahí tenemos la confesión, el acto de contrición perfecta para readquirirlo.
Tiene ciertamente razón para llorar quien ha perdido este tesoro. Como lloró Pedro: «Flevit amare».7 Como lloró la Magdalena lavando con sus lágrimas los pies del Salvador. Así pues, buenas confesiones y estar siempre bajo el manto de María: «Ten tu santa mano sobre mi cabeza; protege mi inteligencia, mi corazón y mis sentidos, para que no cometa pecado alguno».8 Son fáciles las caídas, el tesoro es atacado, caminamos entre ladrones: ¡hay que vigilar!
Examen de conciencia. ¿Hemos conservado la inocencia bautismal? Y si la hemos pedido, ¿cuáles son las causas? ¿Hemos al menos llorado nuestro pecado y readquirido la amistad con Dios? «Vos amici mei estis»,9 ¿nos sentimos de nuevo amigos de Dios? «Vigilate et orate».10
Propósito. Oración: Secreto del éxito.
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EL APOSTOLADO TÉCNICO1

Dije ya hace tiempo que por la mañana se entonasen tres cantos: uno al Maestro divino, otro a la Reina de los Apóstoles y luego a san Pablo apóstol, | [Pr 1 p. 116] con el fin de que nuestras devociones se practicaran constantemente. Como esto se ha hecho bastante bien, es útil dar un paso adelante. En el Libro de las Oraciones se han incorporado cantos e himnos, de los más bonitos y adecuados para nosotros. Conviene que en este tiempo aprendamos todos esos cantos e himnos, variando de vez en cuando, de modo que se nos hagan familiares.
Esta mañana necesitamos invocar las luces y la gracia del Espíritu Santo. El fin de la presente meditación es apreciar, santificar y practicar el apostolado técnico. Estimarlo por lo que es; santificarlo con las intenciones, y practicarlo constantemente según los horarios establecidos y los cargos asignados. Es preciso que el Espíritu Santo infunda su sabiduría, su ciencia, el don del consejo y la fortaleza, pues cuando no hay la luz procedente de Dios, incluso las cosas más santas llegan a ser poco estimadas: «Vilescunt».2
¿Qué puede haber de más valor que la santa misa, el gran tesoro, por desgracia tesoro escondido para muchos cristianos? De hecho, se pierden horas en cosas inútiles, mientras el sacerdote frecuentemente está celebrando casi solo. Además, muchas veces, quienes asisten no lo hacen con toda la devoción que la misa merece. Y hasta sucede que se la deje casi aparte, estimando en cambio otras cosas de una importancia muy secundaria. Lo mismo pasa con el apostolado técnico.
¿Qué es el apostolado técnico? Es la composición tipográfica, la impresión, la confección, la encuadernación, la propaganda.3 Y bien, el apostolado técnico, considerado según el espíritu paulino, ¿cómo hay que juzgarlo, cómo se debe estimarlo?
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[Pr 1 p. 117] Los fieles reciben, supongamos, el libro del Evangelio, o bien un libro de meditación o el catecismo. ¿Cuántos han colaborado en él?4 El catecismo es un libro que se les da a los fieles, a los niños, para instruirse en las verdades que salvan; es una obra conjunta del escritor, del impresor, del confeccionador, del encuadernador y del propagandista, unidos en un mismo apostolado, aportando cada uno su parte y haciendo todos juntos el mismo apostolado. Recibirán todos juntos el premio del apóstol, pues han concurrido en esa obra; el Señor, sin hacer distinción entre quien ha usado la pluma y quien ha usado el componedor,5 dará el premio según el amor con que se haya hecho. Y si esos catecismos llevan a la sociedad el bien al que son destinados, el mérito es de todos cuantos han concurrido de diversa manera.
El apostolado técnico es adorar a Jesucristo niño, jovencito, muchacho y hombre hecho, trabajador en el taller, en su carpintería, cuando cepillaba, cortaba, clavaba clavos, construía pequeños muebles u objetos, que luego se vendían y servían para el sustento de la pequeña familia.
Sí, adoramos a Jesús trabajador porque allí daba una estupenda lección, la del ejemplo. Le adoramos, porque era el Hijo de Dios encarnado, que, aun habiendo creado todas las riquezas existentes, se ganaba el pan y hacía un trabajo humilde. Le adoramos, porque redimía el mundo tanto en aquel taller de carpintero cuanto al predicar el Evangelio y al morir en la cruz: ¡era a la vez una escuela de ejemplo y redención!
Adoramos a Jesús, | [Pr 1 p. 118] que quiso dar a los hombres el ejemplo del trabajo, queriendo con éste redimir a la humanidad y, a la vez, redimir el trabajo mismo, ¡elevar a quien trabaja!
Pero su trabajo miraba a un fin altísimo, pues él había venido a salvar a los hombres, y así les salvaba. María y José colaboraban en esta redención. Asimismo el apóstol paulino hace su apostolado tanto cuando maneja la pluma, como cuando pone en movimiento la máquina para imprimir lo que antes se ha compuesto.
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No es un menester nuestro apostolado: la máquina está bendita, está bendito el componedor, está bendito todo lo que constituye el utillaje de la tipografía. Leed al respecto las Constituciones.6 Son cosas sagradas y sirven al apostolado, que es sagrado.
¡Ah, si tenemos sólo la sabiduría de los hombres comunes, de quienes razonan únicamente considerando las cosas a ras de tierra, de tejas abajo, y no nos elevamos a considerarlas en el espíritu de la redención..., entonces sucede que todo se minusvalora, se es ciegos, se vive sin fe, se carece del espíritu de apostolado! Por eso he dicho que es necesaria la luz celeste que nos guíe; es preciso apelar a los principios de fe, a las verdades de fe, que sostienen y son la base de la Pía Sociedad de San Pablo y de su apostolado.
Son principios de fe, no sólo verdades de razón: ¡principios de fe! Hay un mundo que salvar. Este mundo desdichado, que va perdiendo la fe, porque demasiados son los maestros que continuamente sientan escuela del mal y del error. Nosotros tenemos que usar sus mismos medios para sentar escuela de la verdad, de la justicia y de la piedad.
Hemos de dar a conocer a Jesucristo «Camino, Verdad y Vida», es decir Jesucristo en cuanto nos ha dado una moral santísima, nos ha revelado altísimas verdades de fe, nos ha dado los medios de salvación, que son los sacramentos.
¡Hemos de cooperar con Jesucristo! ¡Ah, estas nuestras pobres cabezas, que a veces se cierran | [Pr 1 p. 119] a la luz de Dios! ¿Quién no siente la necesidad de pedir perdón?
Es preciso que de vez en cuando traigamos a la memoria estas verdades -en la comunión, misa y visita eucarística-, pues de otro modo caminaremos a oscuras y las cosas más santas irán perdiendo en nuestra mente la estima que merecen. ¡Oh, qué hermoso apostolado el nuestro!
Así pues, ante todo un acto de dolor.
No hemos entendido qué es la redención. No hemos entendido que nuestra tarea, es decir nuestro apostolado, es predicar a
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Jesucristo, acompañando así a la Iglesia; más aún, siendo parte de ella, que ha recibido esta misión.
No hemos comprendido bien qué méritos adquirimos cada día por esas horas de apostolado. Y también están las sagradas indulgencias, concedidas, como sin duda habréis leído, por cada obra de apostolado, hecha con recta intención y con las debidas condiciones.
Al apostolado, pues, llevemos todos afecto, estima y honor. Y antes, un acto de dolor por los pensamientos, tal vez no atinados, y por las faltas cometidas en el apostolado, sobre todo por considerarlo casi un oficio. ¿Ejercía un oficio Jesucristo? «Non est hic filius fabri?»7 decían cuando él predicaba. ¡Pero vaya carpintero! El Redentor desempeñaba la misión para la que había bajado del cielo y se había encarnado. Acto de dolor.
Y luego, para santificar el apostolado:
1) Rezar bien las oraciones;
2) repetir jaculatorias y decir el rosario, en cuanto lo permitan los ruidos de las varias máquinas, en alta voz; y cuando las máquinas hagan demasiado ruido e impidan oírnos, cada cual lo rece para sí en voz baja;
3) consagrar nuestro apostolado a Jesús Maestro | [Pr 1 p. 120] mediante María Sma. y san Pablo; y además ser agradecidos al Señor porque se ha dignado elevarnos y hacernos partícipes de la obra de redención y de la salvación de la humanidad.
Ahora cantemos el himno a Jesucristo Camino. Él es camino, o sea ejemplo de toda virtud, particularmente de esta obra de redención.
Jesucristo muestra en el cielo al Padre sus manos no sólo atravesadas por clavos, sino aún callosas por los instrumentos de trabajo que usó asiduamente, con aquellas sublimes intenciones. Hagamos nuestras estas sus intenciones: en unión «divinæ illíus intentionis, qua ipse in terris laudes Deo persolvisti...»,8 cuando vamos al apostolado.
Hagámonos ahora estas tres preguntas: ¿tenemos un adecuado
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concepto del apostolado en nuestra mente? ¿Hay en nuestro corazón un debido amor al apostolado? En nuestra actividad diaria ¿nos dedicamos al apostolado como conviene?
Propósitos. Y juntos recitemos la Consagración del apostolado a María Reina de los Apóstoles.9
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NUESTRO APOSTOLADO1

Este retiro mensual lo ponemos bajo la protección de la Virgen del Rosario y nos servirá, esta vez, para prepararnos a la fiesta del Rosario; servirá al mismo tiempo para obtener de María la gracia de cumplir santamente nuestro apostolado. | [Pr 1 p. 121] Es por tanto un retiro que nos ofrecerá la ocasión de examinarnos acerca del apostolado. Es decir, ver si tenemos un justo concepto, una adecuada estima del apostolado y si lo realizamos con recta intención, de corazón; si ponemos toda la aplicación que este apostolado merece.
María es la Reina de los Apóstoles. Lo es por su misión, y porque ha cumplido el más grande apostolado: dar a Jesucristo al mundo. Es la Reina de los Apóstoles, apóstol ella misma, como Jesucristo es el Rey de los Apóstoles y el primer Apóstol él mismo, el Apóstol del Padre.
Hay algunos misterios del rosario que miran particularmente a hacernos conocer a esta nuestra Madre y Reina: el primer misterio gozoso, el segundo misterio gozoso, el tercer misterio gozoso, el quinto misterio doloroso, el tercero, el cuarto y el quinto misterio glorioso.
El apostolado. Apostolado significa hacer una obra de bien; hacer una obra que sirve a la humanidad, una obra orientada de modo particular a salvar las almas, a elevarlas con la fe, con la virtud, con la gracia. El apostolado ofrece, en efecto, instrucción: ¡ahí tenemos los buenos libros!
Estos días habéis publicado el catálogo, que ha resultado muy bien. Y en él aparecen los varios libros, empezando por los que tienen mayor importancia: la sagrada Escritura, el Evangelio, la doctrina cristiana, el catecismo, las obras de los santos padres; luego la teología, cultura religiosa y toda el magnífico elenco. ¡Está bien!
Traedlo ante Jesús, aquí sobre el altar, y ofrecédselo por manos de la Reina de los Apóstoles: «Aquí tienes, oh Madre; presenta a Jesús el fruto de nuestro trabajo diario. Es la Sociedad de San Pablo en su conjunto quien te hace este presente: | [Pr 1 p. 122] los pequeños que han doblado y cosido las hojas, y quienes lo han compuesto, porque son más adultos o porque trabajan en eso. Y luego sucesivamente quienes han cooperado en la impresión y
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los que cooperan en la difusión. Te hacemos este presente de nuestras fatigas cotidianas».
¡Qué agradable será a María y a Jesús este presente!
Ejerciendo el apostolado, nosotros seguimos la vocación que Dios nos ha dado y cumplimos su divina voluntad. La vocación es la voluntad de Dios que destina un alma a un estado particular, es decir, a trabajar de modo especial por la propia alma y por las almas de los hermanos. Así que el apostolado entra en la voluntad de Dios; es nuestra ocupación nobilísima por un doble motivo: no sólo porque sirve humanamente para las necesidades de la vida, sino sobre todo porque nos sirve en orden a la eternidad, en orden a la salvación de las almas.
Antiguamente los Evangelios, las Cartas de san Pablo, los escritos de los santos padres los copiaban los amanuenses y luego se expedían a su destino. Era una tarea larga y fatigosa, en la que muchos religiosos consumían toda su vida. Hoy el progreso moderno ha traído medios maravillosos para reproducir el Evangelio en muchos ejemplares, reproducir copiosamente los catecismos, o sea la doctrina de la Iglesia. El trabajo materialmente ha cambiado, mejorado, se ha trasformado, pero el espíritu sigue siendo el mismo. Y se expresa en nuestras Constituciones: dar a conocer a Jesucristo, su doctrina, sus enseñanzas, sus medios de gracia, de salvación, propuestos y ofrecidos a la humanidad. ¡Es voluntad de Dios!
Cuando se da la señal, cada uno puede considerar que es Dios quien le llama; así, es Dios quien me llama a cumplir un trabajo nobilísimo, y yo responderé: | [Pr 1 p. 123] «Heme aquí, Señor; tu siervo está dispuesto» [cf. 1Sam 3,10].
Si es voluntad de Dios, llegarán las gracias. El Señor no da una orden, no dispone una cosa sin ofrecer los medios para cumplirla: concede inteligencia, salud, gracia, fuerza que viene de él, y su bendición para que no sólo se haga bien este apostolado, sino para aumentar los méritos en vista de la vida eterna y producir frutos.
Mientras manejáis el componedor, o hacéis funcionar las máquinas, o vais de propaganda, esa fatiga la registra Dios en el libro de la vida; esa fatiga sirve para merecer también gracias a los lectores, a los espectadores si se trata del cine, con el fin de ser bendecidos y que den, por tanto, buenos frutos.
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Notemos, pues, que el apostolado tiene en sí la promesa de un gran premio; porque es participación en el apostolado mismo de Jesucristo; porque no queremos dar sino a Jesucristo; porque es participación en el apostolado de María; porque es participación en la misión de la Iglesia. De aquí, por tanto, el gran premio para el cielo. Y ello porque el apóstol es digno de una doble recompensa: por las virtudes que ha ejercitado y por el bien que ha hecho a las almas.
Vosotros trabajáis y luego, el domingo tenéis un justo y merecido descanso; y entre tanto aquellas hojas, esos libros que han llegado a las manos de los lectores, actúan y producen frutos. Mientras vosotros estáis recogidos en el Instituto, vuestros destellos se expanden. El Instituto es una custodia con tantos rayos alrededor, haces de luz.
¿Qué luz? Jesucristo ha dicho: «Ego sum lux mundi» [Jn 8,12]: Yo soy la luz. Y a los apóstoles, o sea a quienes hacen apostolado, les ha dicho: «Vos estis lux mundi» [Mt 5,14]: también vosotros sois | [Pr 1 p. 124] luz para el mundo. ¡Gran obra! ¡Qué respeto merece el local del apostolado! ¡Qué orden, qué limpieza debe tener! ¡Qué puntualidad, qué aplicación!
Pero hay que decir las condiciones necesarias para hacer bien el apostolado:
1) «Ínnocens mánibus et mundo corde» [Sal 24/23,4]: las manos limpias, inocentes, y el corazón puro, es decir con intenciones santas. Para ir al apostolado hay que hacer como cuando se va a la iglesia, a la presencia de Jesús: primera cosa, pedir perdón de los pecados. Los locales del apostolado son una segunda iglesia; las máquinas y el mostrador de la librería son el púlpito. Tenemos que pedir misericordia a Dios; pedir perdón, si hemos cometido algún fallo, de modo que usemos nuestras manos en las cosas santas y santamente. «Quis ascendet in montem Dómini? Ínnocens mánibus et mundo corde».2
La recta intención: por Jesús, por el paraíso, en honor de Dios, por las almas, por los pecadores, por los moribundos, por las almas del purgatorio, por los niños inocentes, por la juventud asediada, por los errantes... En sustancia, las más santas intenciones,
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que por la mañana hemos de expresar claramente: «...con las intenciones con las que tú, oh Jesús, te inmolas continuamente en nuestros altares».3 Las intenciones de Jesús se condensan en la expresión: «Aquí tenéis el Corazón que tanto ha amado a los hombres y nada ha dejado de hacer por ellos».4 También nosotros debemos decir: «Cáritas Christi urget nos».5 Es el amor de Cristo lo que nos lleva y nos empuja a cumplir el trabajo que estamos haciendo.
2) Además el apostolado hemos de hacerlo bien, escuchando a los encargados que nos guían, secundándoles, pidiéndoles explicaciones cuando no hayamos aún aprendido bien. Hay que dejarse guiar dócilmente, pues ello será una sumisión muy grata a Dios. Pensad en Jesús cuando era niño, jovencito: cómo | [Pr 1 p. 125] lentraba en el taller de san José, él, que era el Hijo de Dios, la Sabiduría increada, y preguntaba cómo hacer aquellos pequeños trabajos, y estaba atento a las explicaciones y las ponía en práctica.
Hay que hacer bien las cosas, evitar, cuanto humanamente se pueda, los errores: ya sea en la composición, ya en la impresión, ya en la propaganda. Las cosas santas tenemos que tratarlas santamente. Asimismo hay que tener cuidado de todo el material, hasta de una hoja de papel. Todo pertenece a la Congregación y a través de ella es sagrado, es de Dios. Y las cosas de Dios merecen ser tratadas bien.
3) Más aún, debemos rezar por el apostolado, al comulgar, por la mañana, y particularmente en el rosario: cuando se llega a los misterios propios de la Reina de los Apóstoles, rezarlos con mucha devoción para que la redacción se haga bien, en el modo más útil a las almas; para que todo el trabajo técnico se realice bien, en el modo más útil a las almas, es decir que sea pastoral; y para que la difusión proceda con la abundancia y prontitud más útiles a los lectores.
Habéis leído, al menos en parte, la biografía de Vigolungo Maggiorino.6 ¡Cómo se aplicaba este muchachito al apostolado,
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en aquellos primeros tiempos del Instituto! Era edificante. Leed su breve vida, si todavía no lo habéis hecho.7
Y bien, después de él, ¡cuántos jóvenes, cuántos clérigos, cuántos discípulos han desempeñado el apostolado de una manera edificantísima y con gran mérito! Pasadas así, las horas de apostolado serán para nosotros de gran riqueza. Serán también horas alegres, pues os aficionarán, os apegarán a la vocación; despertarán en vosotros un santo | [Pr 1 p. 126] entusiasmo por las almas, por la sociedad, por la Iglesia. Y al final de la vida, ¡el premio!
Si san Pablo exhorta a los Romanos a no cansarse de obrar el bien,8 porque su fatiga no será vana, sino que tendrá el premio, ¡cuánto más estas palabras pueden aplicarse al apóstol, pues éste recibirá doble premio! ¡Y qué suaves recuerdos tendremos entonces, cuando estemos a punto de morir, pensando en el trabajo bien hecho: con inocencia, recta intención y aplicación! ¿Y luego? Luego, el premio, ¡el paraíso eterno!
Vamos a rezar ahora la oración para alcanzar una buena muerte, anhelando merecer también con esto, o sea con el apostolado, la gracia de una santa muerte.
Y cantemos las Invocaciones para la formación de los Escritores,9 que se refieren de modo especial a quien escribe, pero en general se dirigen a cuantos desempeñan el apostolado de las ediciones.
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MARÍA REINA DE LOS APÓSTOLES1

En el Libro de las Oraciones2 hay tres a san Pablo, que conviene rezar al menos alguna vez cada semana. Están dirigidas a san Pablo aposta para nuestro apostolado, y son las de págs. 37-38-39. Rezamos la primera, pág. 37: Oh santo Apóstol...
Esta mañana honramos a nuestra Madre, Maestra y Reina María, para obtener, con nuestros rosarios, cumplir en el espíritu de María el apostolado de la | [Pr 1 p. 127] redacción, el apostolado técnico, el apostolado de la propaganda, el apostolado del servicio sacerdotal, el apostolado litúrgico, cualquier apostolado.
María es Reina de los Apóstoles en el momento en que es Madre de Jesús. Luego desempeñó su apostolado, como atestiguan varios episodios que recordamos en el segundo y en el tercer misterio gozoso, y después en el tercer misterio glorioso. Fue proclamada Reina en el Calvario (quinto misterio doloroso) y fue coronada tal (quinto misterio glorioso).
El ángel anunció a María que iba a ser la Madre del Hijo de Dios. Se lo anunció después de haberle dirigido un saludo admirable: «Llena de gracia... El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, al que va a nacer le llamarán Consagrado, Hijo de Dios» [Lc 1,35]. El ángel, pues, anuncia que María es la Madre del Rey, de quien reinaría sobre la tierra por medio de la Iglesia, y lo haría en el cielo eternamente con los elegidos.
María llegaba a ser Madre del Apóstol y desde ese mismo momento era ella apóstol, porque realizaría, estaba a punto de realizar, el más grande apostolado: dar a Jesucristo al mundo.
En el segundo misterio gozoso, María comienza enseguida su apostolado: parte de su pueblo natal, va a la ciudad donde viven Zacarías e Isabel, y allí lleva a Jesús, el fruto bendito de su vientre. Aquí tenemos el apostolado de María: por una parte ella glorifica a Dios, por otra, a su llegada, Isabel queda llena de Espíritu Santo [cf. Lc 1,39-45].
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Después del nacimiento de Jesús, la Virgen lo presenta a los pastores y a los Magos. Éstos fueron llamados, | [Pr 1 p. 128] por medio de la estrella, desde Oriente. Y así Jesús es presentado por María al pueblo hebreo y a los representantes del pueblo gentil, los Magos.
Apostolado: dar a Jesús al mundo. Ofrecer a este Jesús, que debía ser para todos, hebreos y gentiles, Camino, Verdad y Vida, Maestro divino, Redentor mediante su pasión, una vez más Camino de todos y para todos los hombres.
El apostolado de María se conoce incluso mejor cuando la vemos sentada entre los apóstoles en el Cenáculo y allí, como Reina, precederles en la oración, animarles a esperar y a creer en las promesas que Jesús había hecho. Finalmente el Espíritu Santo baja sobre ella y sobre los apóstoles, y entonces la Iglesia empieza su actividad y recoge bajo sí los pueblos, por las oraciones de María santísima.
Ella era la Madre de todos, era la consejera de los apóstoles, era su consoladora; continuamente les alentaba, y su mismo ejemplo de santidad, en aquellos años mientras permaneció en la tierra, era un verdadero apostolado. Un apostolado grande: los apóstoles y los fieles aprendían de ella cómo se practica y se vive el Evangelio.
Así pues, hay que rezar devotamente el tercer misterio glorioso.
Deberíamos considerar también el quinto doloroso: María está allí en el Calvario y, mientras Jesús cumple la redención, ella es la corredentora. Jesús dirige a la humanidad, en la persona de Juan apóstol, la palabra inestimable para nosotros: «Juan, ahí tienes a tu Madre» [Jn 19,27]. Madre: en esa palabra se encerraba todo. Ella fue dada por madre a la humanidad. Pero era un apóstol quien representaba a la humanidad. María es la Madre de los Apóstoles, Maestra de los Apóstoles y, a la vez, su Reina.
El cuarto misterio glorioso nos presenta la dichosa | [Pr 1 p. 129] muerte de María, o sea el feliz tránsito de esta vida, y su asunción al cielo. Estaba en el cielo Jesús, el Apóstol; tenía que llegar también al cielo María apóstol. Por tanto, como Jesucristo resucitado subió al cielo con su cuerpo glorioso, así María fue asunta al paraíso con su cuerpo glorioso: ahí tenemos el feliz final de los apóstoles, de quienes imitan a Jesucristo Apóstol y a María apóstol.
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¡Qué muerte tan consoladora aguarda al apóstol que ha trabajado bien, enseñado bien!
María, apóstol en la vida interior; María, apóstol por sus santísimos ejemplos; María, apóstol por su sufrimiento; María, apóstol por su palabra; María, apóstol por su acción: ¡toda la vida de María es un apostolado, que no ha terminado, pues continúa ahora en el cielo!
El quinto misterio glorioso nos presenta a María coronada por Reina de los Apóstoles y de todos los fieles. Nosotros la saludamos en aquel trono de gloria, donde la Sma. Trinidad le ha dado como una triple corona: corona de sabiduría, potencia, caridad, amor para todos los hombres. En el quinto misterio glorioso nos postramos ante el trono de María y la saludamos como a nuestra Madre, con gran confianza.
Cuando, llegada al término de la vida terrena, María partió de esta tierra, se hizo más solícita y más potente ante el Hijo de Dios. Desde allí, suscita las vocaciones, las acompaña, protege todos los apostolados, y hoy de modo particular el de las ediciones, tan necesario. Desde allí consuela, anima, sostiene a los apóstoles en su trabajo; les prepara almas y corazones dóciles, que correspondan a los cuidados y atenciones del apóstol.
[Pr 1 p. 130] Y María consolará también nuestras horas extremas, como lo hizo con Jesús en el Calvario. Llamará junto a sí, de veras a su lado, a quienes habrán ejercitado santamente el apostolado, o sea a los que, además de cuidar la propia santidad interior, habrán trabajado también por la salvación y la santidad de las almas; en una palabra, a quienes la habrán imitado más a ella, María santísima apóstol, en la vida interior y en el apostolado. Nos llamará cerca de sí en el cielo, y ya prevemos con gran consuelo el momento en que nos postraremos ante ella para cantar el «Magníficat ánima mea Maríam».3
Allí [ella goza] con todos sus hijos: Pedro y Pablo, Santiago y Juan y todos los demás apóstoles, junto a cuantos les han sucedido a los largo de los siglos, y a quienes viven y trabajan actualmente en la tierra, para que el reino de Jesucristo se extienda por doquier.
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Ahora rezaremos el quinto misterio glorioso.
Pero antes un examen. ¿Comprendemos bien la doctrina sobre el apostolado de María? ¿Comprendemos asimismo el apostolado en su esencia, que es dar a Jesucristo al mundo, y conducir el mundo a Jesucristo? Repito: ¿comprendemos verdaderamente el apostolado? Y además, ¿qué amor tenemos al apostolado?
Particularmente en el mes de octubre, recemos con mayor devoción los misterios que nos recuerdan cómo María llega a ser Reina de los Apóstoles, cómo ejerció su apostolado, cómo fue coronada Madre, Maestra y Reina nuestra.
Propósitos. En el retiro mensual hay que formularlos no sólo para un día o para la semana, sino para todo el mes, en esta ocasión para el mes de octubre. Durante la mañana, [procuremos] reflexionar, proponer, orar.
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[Pr 1 p. 131]
MISTERIOS GOZOSOS1

Primer pensamiento: ofrezcamos el mes que hoy comienza, el mes de octubre, ofrezcámoslo al Señor para cumplir todo a su mayor gloria, para ganar en el mes el mayor número de méritos y hacer santamente nuestro apostolado.
Es un mes en el que particularmente ejercitaremos la devoción del rosario, para obtener las bendiciones de Dios sobre el apostolado de la redacción, sobre el apostolado técnico y sobre el apostolado de la propaganda, a fin de que todo sea santificado, todo obtenga el mayor fruto para nuestras almas.
Es el mes del rosario, y está bien empezarlo esta mañana con san José. Queremos pedir a san José una santa muerte, y luego una vida santa que nos prepare a una santa muerte; ponemos la intención de rezar por todos los moribundos, por todas las almas que pasarán a la eternidad durante este mes; queremos invocar a san José, protector de la Iglesia universal, por todas las necesidades que la Iglesia tiene en estos tiempos.
León XIII prescribió que en el mes de octubre se rece el rosario, o durante la misa2 o bien por la tarde ante Jesús expuesto, y que luego siga la oración: «A ti, bienaventurado José»; oración dirigida precisamente a este fin: «Como un día defendiste la vida del niño Jesús amenazada por Herodes, así defiende ahora a la Iglesia de Dios de las insidias y adversidades».
Vamos a considerar la presencia de san José en el rosario, precisamente en el | [Pr 1 p. 132] tercer misterio gozoso, en el cuarto y en el quinto.
Nacimiento de Jesús. Según la ley del emperador de Roma, san José había ido con María a Belén para el censo. Estaba cercano el tiempo en que debía efectuarse el gran misterio del nacimiento del Hijo de Dios encarnado. José, tras haber cumplido su deber civil, buscó para la noche hospitalidad; pero nadie abrió la puerta a dos pobres: «Non erat eis locus in diversorio»,3
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por eso José debió procurar un alojamiento, un refugio para la noche, al reparo por lo menos de la intemperie.
He ahí la suerte que tantas veces toca a los pobres. Pero José siempre se distingue por su abandono en las manos de Dios. Ejecutor obedientísimo de las divinas leyes, aceptaba de las manos de Dios todas las cosas adversas, como las felices y favorables, con idéntica intención de agradarle y cumplir su santísima voluntad. Y halló cobijo en una pobre gruta, donde los animales se reparaban en algunas ocasiones.
Allí, en el silencio de la noche, nace el niño Jesús, acogido por María y José con espíritu de adoración; le envuelven en pobres pañales y le colocan no en una cuna sino en un pesebre, encima de un poco de paja [cf. Lc 2,1-7].
Ahí tenemos el primer sagrario, la primera exposición que de sí hizo Jesús en el mundo: sobre un poco de paja, en un pesebre. Jesús y María están en total pobreza, y José | [Pr 1 p. 133] tiene quizás el corazón desgarrado por no haber podido preparar un asilo menos indigno. No obstante, María y José se postran ante aquella cuna, son los primeros adoradores. Es pobre la gruta, extremamente pobre, pero hay corazones que han amado mucho, y allí Jesús con José y María glorifican al Padre. «Gloria a Dios en lo alto», cantan los ángeles, y podemos pensar que lo repetirían en su corazón aquellas tres santísimas personas; y «paz en la tierra a los hombres del agrado de Dios». Estaba desvelándose el misterio de la encarnación, la pobreza extrema.
Cualquier niño que nace goza de una situación más favorable, a no ser en casos excepcionales; pero a Jesús, José y María se les reserva la condición de los más pobres: nace lejos de la casa de Nazaret, nace en una gruta que no es suya; nace y es envuelto en pobres pañales, y los primeros adoradores, después de María y José, son unos pobres pastores.
Pidamos el espíritu de pobreza; lo solemos pedir a María Sma. en el rosario; lo pedimos también ahora por medio de san José.
(Libro de las Oraciones, pág. 63: «Oh felicísimo Patriarca...»).
El cuarto misterio nos recuerda la presentación de Jesús niño en el templo. El Evangelio dice que María y José, después de
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los cuarenta días del nacimiento del Niño, lo llevaron a Jerusalén y, según la costumbre y las leyes, cumplieron exactamente lo que estaba prescrito: ofrecieron el precio del rescate, oyeron las palabras maravillosas de Simeón y de la profetisa Ana y, después de haber obedecido incluso a lo que no estaban obligados, se volvieron agradecidos por las grandes cosas que habían oído. Jesús sería | [Pr 1 p. 134] «Lumen ad revelationem»: luz para la revelación del Evangelio a las gentes. Sería un signo de contradicción: ¡cuántos le odiarían!, pero también ¡por cuántos sería amado! También a María le anunciaron dolores: «Et tuam ipsíus ánimam pertransibit gladius», tus anhelos te los truncará una espada [cf. Lc 2,35].
Jesús es presentado en el templo. La purificación para María no era necesaria, sin embargo José y María quisieron cumplir perfectamente cuanto había sido prescrito, todo lo acataron.
Ahí tenemos la obediencia. Mientras nosotros a mala pena obedecemos incluso en las cosas necesarias, aun teniendo obligación, José y María nos enseñan a obedecer hasta en las cosas de las que podríamos eximirnos.
La obediencia es una virtud que podríamos llamar general, porque toda la observancia de la ley y de los consejos es para nosotros obediencia.
¡Obediencia! ¿La comprendemos? ¿Entendemos su valor? ¿Captamos su mérito? Hemos de dejarnos guiar dócilmente por Dios: nos es inútil ir formándonos una fortuna fuera de la ley de Dios, buscar gozo al margen de su voluntad.
Dios, que nos quiere en el cielo, todo lo dispone para que podamos enriquecernos de méritos; todo lo dispone para que podamos ejercitarnos en su santo servicio. Quien es dócil, cumplirá ya aquí en la tierra la penitencia por sus pecados, cancelará el purgatorio, pues el Señor dispone también para nosotros los suficientes sacrificios y pruebas que nos purifiquen enteramente.
Feliz el joven que sabe, desde su niñez, acostumbrarse al yugo de Dios, o sea a la obediencia, pues le resultará cada vez más fácil, al ir creciendo en conocimiento y en inteligencia para entender siempre más | [Pr 1 p. 135] el mérito de la obediencia.
Los más inteligentes suelen ser también los más obedientes, porque o entienden las razones del mandato o, aun no conociéndolas, saben que la obediencia es el secreto de méritos y de
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felicidad. «No se realice mi designio sino el tuyo, oh Padre» decía Jesús [cf. Lc 22,42].
(La misma coronita,4 pág. 65).
El quinto misterio gozoso nos recuerda la pérdida y el hallazgo de Jesús en el templo entre los doctores. María y José habían llevado consigo a Jesús al ir a Jerusalén. Al regreso, Jesús se quedó en el templo. María y José, dándose cuenta de que faltaba Jesús, se llenaron de una pena muy honda; buscaron con ansia al muchachito entre los conocidos y, aun habiendo hecho bastante camino, volvieron atrás, anduvieron por las calles de Jerusalén y finalmente le encontraron en un lugar digno: en el templo entre los doctores.
Quien sería el Maestro de la humanidad, estaba dando una prueba de su sabiduría, mostraba cuál iba a ser su misión, la que realizaría en su vida pública. María se acercó y le dijo: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo!» Y Jesús: «¿No sabíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?» [cf. Lc 2,41-50]. El corazón de María y el de José se llenaron de gozo y de consuelo.
María y José perdieron a Jesús sin culpa por parte de ellos; pero quien comete el pecado pierde a Jesús por propia culpa. El pecado se comete sólo cuando hay conocimiento y consentimiento. | [Pr 1 p. 136] Por propia culpa, pues, se pierde a Jesús con el pecado.
María y José buscaron a Jesús con ansia y con gran afán, aun no teniendo culpa alguna. Pero quien está en pecado, ¿busca enseguida a Jesús, a quien ha perdido de propia voluntad y por consentimiento deliberado? Tenemos que odiar el pecado, detestarlo como ofensa cometida contra Dios. ¿Hay siempre el debido dolor de los pecados en nuestras confesiones? Ese dolor debe infundirnos el temor de recaer, de ofender a Jesús. ¿Vigilamos? ¿Huimos de las ocasiones? ¿Rezamos para tener la fuerza y combatir las tentaciones?
Pidamos estas gracias a Jesús y a María también por intercesión de san José.
(Recitamos el n. 7 de la misma coronita).
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Hemos aprendido el espíritu de pobreza y de obediencia en san José, y al mismo tiempo hemos pedido la gracia de detestar el pecado y de huirlo siempre. Ahora recemos la oración a san José por estas gracias: «A ti, oh bienaventurado José...».
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ÁNGELES CUSTODIOS1

Hoy, primer jueves del mes y fiesta de los Ángeles custodios, la epístola de la misa nos dice que el Señor hace guardar a los hombres por sus ángeles, y nos habla asimismo de la protección y las gracias que nos vienen de estos ángeles custodios y de cómo tenemos que seguirles humildemente.
[Pr 1 p. 137] Dice la epístola: «Voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Respétale y obedécele. No te rebeles, porque lleva mi nombre y no perdonará tus rebeliones. Si le obedeces fielmente y haces lo que yo digo, tus enemigos serán mis enemigos y tus adversarios serán mis adversarios. Mi ángel irá por delante y te llevará» [Éx 23,20-22].
Aplicándonos esto, el viaje que debemos hacer precedidos por el ángel es el viaje al cielo. Y bien, el ángel nos precede, nosotros hemos de seguir sus inspiraciones. Dice en efecto el gradual: «A sus ángeles Dios ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra» [Sal 91/90,11-12].
Consideremos esta mañana a los ángeles en el rosario, que rezaremos siempre este mes por el apostolado. Los ángeles en el rosario indican, entre otras cosas, cómo el Señor se sirve de ellos para los momentos más graves de la vida, y cómo en los momentos más difíciles debemos recurrir a ellos. «Sea que veles o que duermas / yo siempre contigo estoy»,2 como habéis cantado. Siempre, noche y día, el ángel está con nosotros.
Los misterios que recuerdan a los ángeles en el rosario son: el primero gozoso, el primero doloroso, el primero glorioso.
El primero gozoso recuerda la aparición del arcángel Gabriel a María, para anunciar el divino misterio de la encarnación; en
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efecto se le llama el ángel de la encarnación. Tenemos que agradecer a san Gabriel arcángel por habernos hecho conocer no sólo la misión de María, sino también sus grandezas. | [Pr 1 p. 138] Él se presentó a María con gran reverencia.
Es fácil, en efecto, encontrar cuadros en los que el arcángel se presenta a María y, con respeto y reverencia hacia esta Reina de los ángeles, le dice con gran donaire: «Alégrate, oh llena de gracia, el Señor está contigo, eres bendita entre todas las mujeres». Y como María se turba al oír estas palabras, este saludo tan encomiástico, el ángel la tranquiliza: «No temas, María, porque vas a ser Madre del Hijo de Dios que se encarnará y será el santo». Luego, el ángel aduce una prueba de la verdad de cuanto ha dicho en nombre de Dios. Entonces María se inclina a sus palabras: «Fiat mihi secundum verbum tuum... Ecce ancilla Dómini»: cúmplase en mí lo que has dicho; aquí está la sierva del Señor [cf. Lc 1,26-38].
Primer pensamiento: recordar que el ángel nos ha desvelado las grandezas de aquella Virgen, tan escondida allí, humilde, siendo tan grande ante Dios, que la había pensado como la obra maestra de cuanto había creado. Tan grande, «llena de gracia, el Señor está contigo, bendita entre las mujeres»; sí, la bendita, la elegida, la mujer que había sido anunciada por Dios en el paraíso terrestre; la mujer que luego Juan vio gloriosa en el cielo: «Signum magnum appáruit in cœlo, múlier amicta sole».3
El ángel nos ha desvelado las grandezas de María, y se lo agradecemos; entre tanto admiremos la humildad con que María acepta y se inclina a la divina voluntad: «Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho»; y en aquel momento el | [Pr 1 p. 139] Hijo de Dios desciende a su seno: «Virtus Altíssimi obumbrabit tibi».4 Será el Hijo de Dios. He aquí el gran momento para la humanidad, que por fin podrá levantar la cabeza y, con renovada confianza, esperar la salvación. Pronto se reabrirá el cielo, pronto los hombres tendrán a su Maestro, pronto la víctima de expiación se ofrecerá a Dios.
(«Ángel de Dios...», etc.).
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En segundo lugar, consideremos al ángel que consuela a Jesús en Getsemaní. Dice al respecto el evangelio de san Lucas: «Salió entonces Jesús y se dirigió como de costumbre al Monte de los Olivos, y le siguieron también los discípulos. Llegado a aquel lugar les dijo: Pedid no ceder a la tentación. Entonces él se alejó de ellos a distancia como de un tiro de piedra y se puso a orar de rodillas, diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este trago; sin embargo, que no se realice mi designio, sino el tuyo. Se le apareció un ángel del cielo, que le animaba; le chorreaba hasta el suelo un sudor parecido a goterones de sangre» [cf. Lc 22,39-44].
Jesús en Getsemaní no había tenido el consuelo de los hombres, y por eso el Padre celeste le envía un ángel. Es el ángel de la consolación. El cáliz no se le sustrae a Jesús, sino que lo beberá hasta la última gota, hasta poder decir: «Consummatum est».5 Pero mientras, el ángel llegado al Getsemaní trae como un anuncio, un consuelo a Jesús, recordándole que en el cielo los ángeles le acompañan en su pasión, están unidos a él con sus mismas intenciones: ellos le aman por quienes le odian, reparan la ingratitud incalificable de los hombres, que preparan a su Dios azotes, cruz y muerte; estos hombres, necesitados de Dios, atentan a la vida y matan al Hijo de Dios encarnado.
[Pr 1 p. 140] ¡El ángel consolador! En cada ocasión dolorosa de la vida, podemos dirigirnos a los ángeles; aunque nos abandonen todos los hombres, aunque nadie sepa nuestras luchas internas, hay un ángel junto a nosotros, que vela, asiste, ruega, conforta, escucha. Atendamos nosotros sus inspiraciones y, pues él contempla siempre a Dios en el cielo, pensemos en el paraíso, recordando en medio de las aflicciones: «Dichosos los que sufren, porque ésos van a recibir el consuelo» [Mt 5,10]; dichosos quienes combaten, pues serán coronados. La vida es para el cielo. Allá arriba nos aguardan los ángeles: felices nosotros si somos fieles a sus inspiraciones.
(«Ángel de Dios...», etc.).

El ángel en el primer misterio glorioso. Leemos en el evangelio de san Mateo: «Pasado el sábado, al clarear el primer día
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de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto la tierra tembló violentamente, porque el ángel del Señor bajó del cielo y se acercó, corrió la losa y se sentó encima. Tenía aspecto de relámpago y su vestido era blanco como la nieve. Los centinelas temblaron de miedo y se quedaron como muertos. El ángel habló a las mujeres: Vosotras, no tengáis miedo. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado; no está aquí, ha resucitado, como tenía dicho. Venid a ver el sitio donde yacía, y después id aprisa a decir a sus discípulos que ha resucitado de la muerte y que va delante de ellos a Galilea; allí le verán. Esto es todo» [cf. Mt 28,1-10].
Es el ángel de la resurrección. Antes hemos considerado el ángel de la encarnación y el ángel de la consolación, ahora consideremos el ángel de la resurrección.
Cuando un alma está en pecado, escuche estas inspiraciones | [Pr 1 p. 141] del ángel: Surge de tu estado, vuelve donde tu Padre celeste, invoca su misericordia; él te acogerá, te perdonará, te reabrirá el cielo y el regazo de su misericordia. Comprende la bondad del corazón de Jesús; confiésate bien. El diablo trata de hacer callar, de cerrar la boca; rompe sus cadenas, que son de infierno y te arrastrarían allá abajo. Surge de la muerte que te ha traído el pecado.
El ángel nos advierte también en las dificultades: ¡Ánimo! Si esta obra es difícil, aquí tienes la gracia; yo estoy contigo, rezo contigo, la gracia del Señor bajará a ti: ¡sé valiente, vence las tentaciones, haz esa obra buena, sé constante, persevera hasta el final; yo te asistiré en la última agonía; presentaré tu alma al Juez divino; le contaré tus luchas y tus victorias; él te premiará!.
Roguémosle que nos dé la gracia de escuchar el ¡resurge!; que nos dé la gracia de escucharle cuando nos invita a la perseverancia. «¡La muerte, pero no el pecado!».6 Hay que hacer el bien hasta el fin; quien persevere será coronado [cf. Mt 24,13].
Pidamos tres gracias, que equivalen a nuestros propósitos:
1) Conocer siempre mejor a María. San Gabriel de la Dolorosa quiso tomar este nombre para que el arcángel le introdujera en el conocimiento y en el amor y le guiara en la devoción a la Dolorosa.
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2) En los desalientos, en las penas, no pararnos a discurrir con los hombres, que no pueden darnos un verdadero consuelo; son inútiles las críticas, inútiles las quejas incluso a propósito de nuestros males. Dirijámonos al ángel consolador, y él nos confortará como lo hizo con | [Pr 1 p. 142] Jesús agonizante en el Getsemaní.
3) Pedir la gracia de no ser nunca sordos a las invitaciones del ángel cuando nos incita a resurgir, sino, al contrario, rendirnos enseguida cuando nos llama a perseverar con constancia, a caminar decididamente hacia el cielo. ¡Escucharle!
(Coronita, pág. 73 del Libro de las Oraciones).7
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MISTERIOS DOLOROSOS: JESÚS EN EL ROSARIO1

La primera semana del mes está orientada a obtener las gracias divinas por medio de nuestros santos protectores, mediante meditaciones y oraciones particulares; la gracia de observar nuestros propósitos en el mes; cada devoción tiene además un fin particular.
Hoy vamos a pedir al divino Maestro la gracia de la devoción a la Sma. Eucaristía y al crucifijo, la gracia da aprender bien a conocer cada vez mejor el Evangelio y al mismo Maestro divino.
Comenzamos con la oración a Jesús crucificado, que tiene anexionada indulgencia plenaria. Y así cada día vamos a estar plenamente unidos a Dios, saldando cada día las deudas que hubiéramos contraído con él.
(Oración: «Heme aquí, oh mi amado y buen Jesús»).
Jesús en el rosario. Muchos misterios deberíamos considerar. Escogeremos tres esta mañana, a saber: el tercero, cuarto y quinto dolorosos. También en este mes orientamos el rosario a obtener | [Pr 1 p. 143] la gracia que hemos recordado varias veces: la santificación del apostolado de la redacción, del apostolado técnico y del apostolado de la difusión.
El tercer misterio doloroso nos recuerda la coronación de espinas. Un nuevo suplicio, inventado por el infierno para Jesús: éste, apenas flagelado, es coronado de espinas; espinas largas clavadas en su sacratísima cabeza. Aquellos bribones compiten en tomar de las manos de Jesús la caña que le habían puesto como a rey de burlas, y en golpear con ella la corona para que las espinas penetren más profundamente en su cabeza. Luego, tras haberle echado encima un andrajo de púrpura como a rey de mofa, le hacen una especie de genuflexión y reverencia y le escarnecen diciendo: «Salud, rey de los judíos» [Mt 27,29].
Jesús en su pasión ha expiado todos los pecados de los hombres: los pecados de pensamiento, de sentimiento, los cometidos con los diversos sentidos, con los ojos, con las manos, con el
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oído, etc. Ahora expía los pecados cometidos por los hombres particularmente con la cabeza, es decir con la mente, con la voluntad. Pensamientos de orgullo, ¡y he aquí cómo es humillado Jesús! Pensamientos de insubordinación, ¡y he aquí cómo es tratado Jesús! Pensamientos que pueden ser contra la fe y contra toda otra virtud, especialmente contra la delicadeza de conciencia, ¡y he aquí cómo los ha pagado Jesús!
Hemos de arrodillarnos espiritualmente ante Jesús, reconocer nuestros fallos, reconocer que esas penas se deben a nosotros. Y hemos de agradecer a Jesús, que quiso sufrirlas en sí mismo, y prometerle humildad interior, la sumisión, el espíritu de obediencia; prometer a Jesús que en nuestra vida queremos | [Pr 1 p. 144] uniformarnos cada vez más a la voluntad divina, pensar según Dios, obrar según cuanto él nos manifiesta mediante los mandamientos, o por medio de los consejos, o de las disposiciones o circunstancias buenas o adversas en que nos encontremos.
Tenemos, pues, que hacer actos de reparación y formular al mismo tiempo propósitos. Como reparación, declaremos que de ahora en adelante queremos amar y seguir a Jesús siempre, humillándonos en la mente y en los sentimientos interiores.
(Acto de caridad).
En el cuarto misterio doloroso consideramos la condena de Jesucristo y el camino al Calvario, llevando el grave peso de la cruz. Es condenado el Inocente y el Santo por los pecadores; quienes estaban cometiendo el más grave delito de la historia condenaban a quien en la tierra no había hecho más que bien: «Pertransiit benefaciendo et sanando omnes».2 Más aún, «Bene omnia fecit».3
¿A quién, entre los hombres, podrían aplicarse estas palabras: «Todo lo ha hecho bien»? Pasó haciendo el bien y curando toda clase de enfermedad, física y moral. Y sin embargo se le inflige la condena al más ignominioso de los suplicios, el que se aplicaba a los hombres de los bajos fondos sociales; y, para colmo de ignominia, le crucifican entre dos malhechores.
Jesús abraza la cruz, la recibe y se la carga a hombros, llevándola por nosotros: «Jesus patiens», ¡Jesús paciente!
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Empiezan las estaciones del vía crucis, desde la condena de Jesús hasta su muerte en cruz. Hagamos a menudo el vía crucis y consideremos lo que Jesús sufrió en el camino al | [Pr 1 p. 145] Calvario: las humillaciones, los dolores físicos y morales. En cambio, nosotros, yendo contra nuestros propios intereses, nos rebelamos enseguida al sufrimiento.
Cuando nos toca sufrir algo, con facilidad damos en actos de rebelión y a veces hasta en actitudes que son de veras contra Dios. Consideremos a «Jesus patiens». ¡La paciencia..., necesaria en todo! Es necesaria para el estudio, es necesaria para la piedad, es necesaria para el apostolado, es necesaria para quien quiera vivir como hombre, como cristiano, como religioso; es necesaria a todas las horas, en todo momento.
La paciencia hace santos; pues si cada día abrazamos la cruz, llevándola con Jesús, participando en los méritos que él mismo adquirió llevando aquel duro peso, nos haremos santos. Hemos de llevar con paciencia nuestra cruz. Jesús cayó bajo ella, pero se levantó y la retomó, pues quería morir encima de ella. Lo había predicho: «Tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso se cumpla» [cf. Lc 12,50].
¿Qué aprecio tenemos de la paciencia? Pidámosela a María, pues también ella acompañó a su Hijo en el Calvario. Pidámosela a Jesús. Generalmente el Señor no nos pide cosas grandes, sino pequeñas cosas, los pequeños sufrimientos cotidianos, los actos de caridad y la fidelidad a nuestros deberes: eso es lo que nos pide el Señor.
Recemos ahora un avemaría a la Dolorosa, para que nos obtenga de Jesús esta gracia, esta virtud de la paciencia.
Contemplemos por fin, en el quinto misterio doloroso, a Jesús crucificado. Ahí está, clavado, elevado a la vista de todos, insultado por aquellos infelices e impíos. Ahí está, con la frente serena ofrece al Padre | [Pr 1 p. 146] celeste su preciosísima sangre por la redención de todos. Pasa tres horas de agonía, de espasmos interiores y físicos. ¿Quién puede comprender lo que haya sufrido Jesús, lo que haya sufrido María en aquellas tres horas? ¡Es de veras indecible! Pero fue entonces cuando se cumplió la redención del mundo. Y esta redención se nos pone delante cada día en nuestros altares con la santa misa.
¿Comprendemos bien la santa misa, que es la renovación de
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la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo? ¿Tratamos de entenderla cada vez mejor? ¿Procuramos seguirla según los métodos [sugeridos]?4 ¿Buscamos sacar los mayores frutos, unirnos a Jesús, sacerdote y víctima a la vez, con sus mismas intenciones? ¿Difundimos el conocimiento de la santa misa? ¿Procuramos llevar a los hombres a escucharla? ¿Intentamos llevar especialmente a los nuestros [cohermanos y alumnos] a oírla bien, a participar en ella con las mismas intenciones de Jesús? ¿Nos proponemos alcanzar los cuatro frutos5 y obtener los fines6 por los que cada día se celebra la santa misa?
Los propósitos son hoy las mismas peticiones que debemos hacer a Jesús, por medio de María, mediante los rosarios: 1) la sumisión y la humildad; 2) la paciencia; 3) la devoción al crucifijo y a la santa misa.
Prometamos estas cosas y recemos el Secreto del éxito, para imprimir bien en la mente y en el corazón nuestros propósitos; luego cantemos «O Vía, Vita, Véritas».
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[Pr 1 p. 147]
MARÍA EN EL ROSARIO1

Todo el mes de octubre [lo vivimos] bajo la protección de María, con el rosario en la mano: «Sub tuum præsidium...».2 Cada misterio del rosario nos recuerda directa o indirectamente las glorias, la bondad, la potencia, la santidad de María; por eso vamos a considerar esta mañana a María en el rosario. En el Libro de las Oraciones, después de la enunciación del misterio, se indican los puntos de meditación; y el segundo es precisamente María en el rosario.
¿Qué meditar sobre María en el primer misterio gozoso? Los privilegios de María: su divina maternidad, su virginidad, su santidad excelsa, su inmaculada Concepción, su Asunción. Todo puede considerarse en este primer misterio; luego, en los demás, se verá algún punto particular. En este misterio el alma goza, se alegra con María por su excelsa grandeza y del cometido que tiene respecto a nosotros: ¡Madre nuestra!
En el segundo misterio gozoso, se dice: María mediadora de gracia; o sea, podemos meditar el oficio que tiene María en el cielo, y que tuvo también en la tierra. Mediadora universal de gracia: cualquier gracia que nos sea necesaria, siempre podemos esperarla de María, se trate de quien se trate y se encuentre en la condición que sea. Mientras seamos desterrados hijos de Eva en esta tierra, hemos de rogar: «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos».3 No hay persona tan desesperada, tan desanimada, que no pueda y deba dirigirse a María.
[Pr 1 p. 148] En el tercer misterio gozoso, leéis: María Madre de Dios. Ahí está María presentando a Jesús en el pesebre al mundo. ¡Madre de Dios! Este dulce nombre, Jesús lo ha pronunciado muchas veces, llamando a María su Madre. ¡Qué dulzura debe haber entrado en el corazón de María al sentirse llamar Madre por el Hijo de Dios encarnado! Y, desde otro punto de vista, ¡qué acto de humildad por parte de Jesús!
Está luego el cuarto misterio gozoso, donde se dice que María es modelo de toda virtud. Ejercitó la obediencia perfectamente; pero
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al mismo tiempo es modelo de fe, de esperanza, de caridad, de pureza, de prudencia, de justicia, de fortaleza, de templanza, de humildad: ¡modelo de toda virtud! Cualquiera puede ir a su escuela, cualquiera encontrará cosas que aprender en este modelo perfecto.
En el quinto misterio gozoso, se lee: El corazón de María. El corazón de María fue atravesado por una gran pena, cuando perdió, aunque fuera sin culpa suya, a su Hijo. El corazón de María está lleno de amor a Dios, lleno de amor a nosotros: siempre podemos acudir a ese corazón, tan humilde, tan ardiente, tan piadoso, tan generoso; siempre podemos honrarlo; en él estamos todos, hay puesto para cada uno de nosotros, amados por esta Madre. Y nosotros, ¿la amamos de veras como Madre?
Más adelante, están los misterios dolorosos. El primero nos recuerda la oración de Jesús en el huerto, y leemos respecto a María: La vida de María fue un continuo martirio. El martirio de María, explica san Alfonso, fue el más largo, porque duró toda | [Pr 1 p. 149] la vida; el más profundo, porque tuvo penas indecibles; el más meritorio, porque la Virgen dolorosa agradó a Dios. María dolorosa acompañó a su Hijo en el misterio de la redención de los hombres.
En el segundo misterio doloroso consideramos la virginidad de María. Jesús fue flagelado sangrientamente por las muchas deshonestidades de los hombres. La virginidad de María reparó ante Dios esas deshonestidades. María es la virgen, más aún, la «Virgo vírginum»4 y lleva consigo una multitud innumerable de almas que se han consagrado a Dios. Dichosos los limpios de corazón, porque agradarán a Dios y agradarán a María. Contemplarán a Dios en el paraíso y contemplarán a María.
Luego, el tercer misterio doloroso nos hace considerar la santidad de María. La santidad de María empieza desde el momento en que fue creada inmaculada, más santa que cualquier otra santa: «Tota pulchra». Agradó enteramente a Dios, que no veía en ella ninguna mancha. Esta santidad alcanzó su culmen en el momento en que María dejó la tierra y subió al cielo. Allí fue asunta. La santidad de María supera la santidad de todos los santos y de todos los ángeles del paraíso. Es un prodigio de santidad.
En el cuarto misterio doloroso se lee: María corredentora. Basta contemplarla en el Calvario. Dos altares: uno es el altar
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de la Cruz en que moría Jesús, y el otro es el corazón de María traspasado por una espada de dolor: «Stabat Mater dolorosa iuxta crucem».5 Estaba afligidísima, pero serena, unida de lleno a las intenciones de Jesús: gloria a Dios y paz a los hombres. En aquel momento ofrecía sus penas y las | [Pr 1 p. 150] de su Hijo por toda la humanidad, por los hombres que ya vivían y por los que vivirían hasta el fin del mundo. ¡Corredentora!
El quinto misterio doloroso nos hace considerar a María nuestra Madre. María Madre de Jesús y Madre nuestra. «Mujer, mira a tu hijo» [Jn 19,26]. El Señor, aun ahora desde el cielo, le indica a casa uno de nosotros: Mira a tu hijo. Bien grande es nuestra Madre, bien poderosa, bien sapiente: un corazón que ama a todos. Ella cumple con cada alma el oficio que tiene una buena madre con su hijo. El fruto, pues, debe ser una gran confianza.
Pasemos a los misterios gloriosos. El primero, que recuerda la resurrección de Jesucristo, nos lleva a considerar el Regina cœli, lætare.6 Es decir, María, que había sufrido tanto dolor en la muerte de su Hijo; María, que en el triduo de la muerte de Jesús siempre había esperado y aguardaba con fe el gran momento predicho por Jesús, ahora se ve llena de alegría. Hemos de congratularnos con ella, porque su Hijo ha vencido al infierno y a la muerte: ¡ha resucitado! Pidamos aquí la gracia de resurgir también nosotros; pero pidamos especialmente el don de la fe. La fe de María nunca quebró, mientras que la fe de los apóstoles sólo reemergió cuando Jesús resucitado se les apareció.
En el segundo misterio leemos: Las ascensiones de María. Jesús sube al cielo. En todos los días de su vida, María hizo algún progreso en la santidad: tuvo siempre más fe, siempre más amor, siempre más abandono en Dios y en su voluntad. ¿Progresamos nosotros cada día? ¿Hacemos algún progreso a la semana? Cada vez que llegamos al retiro mensual, ¿constatamos que en algo hemos de veras mejorado? Hay almas | [Pr 1 p. 151] que están en continuo ascenso, otras que viven una vida inerte, sin actividad espiritual. Y, desgraciadamente, a veces sucede encontrar almas que van para atrás, crecen en defectos.
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El tercer misterio nos hace contemplar a María Reina de los Apóstoles, María entre los apóstoles. Aquí estamos todos consagrados al apostolado. No hay día en que no hagamos algo en orden al apostolado.
María entre nosotros, por tanto con nosotros, para nosotros. Una particular llama de amor de María, una comunicación particular suya quiere encender nuestros corazones con aquella misma llama que ardió en su corazón. Consagrémosle siempre el apostolado, consagrémosle nuestras propias personas y pidámosle siempre mayor inteligencia, entrega y amor al apostolado y a las almas.
En el cuarto misterio glorioso se lee: El culto de María. Habéis cantado: «Alabad a María, oh lenguas fieles». Sí, toda la tierra resuene de alabanzas a María. Su profecía: «Beatam me dícent omnes generationes»,7 va realizándose cada vez más. No hay nación donde el nombre de María no sea honrado e invocado. ¡Cuántas iglesias, cuántas fiestas, cuántas imágenes, cuántas oraciones a María! Y a medida que la humanidad se dirija con más afecto a María, lo hará también a Jesucristo y encontrará en él el verdadero Camino, la Verdad y la Vida, para la tierra y para el cielo. Se poblará el cielo tras haberse poblado el mundo de iglesias, de altares y de almas ardientes hacia esta Madre.
El quinto misterio glorioso nos lleva a considerar la potencia de María. Lo que Dios puede por naturaleza, María lo puede por su intercesión | [Pr 1 p. 152] ante Dios, pues tiene una omnipotencia de súplica. Nunca podemos pensar: lo que pido es demasiado; debemos sólo pensar en orar, en abandonarnos a María, y ver si lo pedido es útil y conveniente para nuestra alma. Podemos dudar únicamente cuando pedimos ciertas gracias de orden temporal. Pero en María no falta la potencia y, si oramos pidiendo gracias útiles a nuestra alma, las obtendremos. Cuando el corazón está afligido, cuando la mente se encuentra turbada, cuando nos asalta la tentación, cuando nos parece andar perdidos y que no encontramos el camino justo, llegando incluso a pensar que el cielo se ha cerrado en oscuridad..., entonces clamemos a María. Y esperemos. Si no nos da lo que hemos deseado, nos dará algo mejor. Y lo mejor es la santidad, es el paraíso.
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Así pues, para variar de vez en cuando nuestra meditación de los misterios, podemos tomar los puntos de meditación que hemos leído, o también los que no hemos leído ahora. El rosario se volverá cada vez más una escuela y un medio de consolación y de santidad.
Si de continuo sube al cielo el avemaría, continuamente bajarán del cielo, por medio de María, las bendiciones sobe la sociedad, la Iglesia, las familias y sobre todo el apostolado.
Vamos a rezar ahora la coronita a María Reina de los Apóstoles.
Demos a María toda alabanza y pidámosle todas las gracias que son necesarias para nosotros y para el apostolado.
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[Pr 1 p. 153]
LA CONFESIÓN1

En este mes del rosario debemos cuidar de modo especial la inocencia, el estado de gracia, y procurar también satisfacer cada día, con las santas indulgencias, las deudas contraídas con la divina justicia. El rosario es riquísimo en indulgencias. Hemos rezado además la oración: «Heme aquí, oh mi amado y buen Jesús», que lleva anexa la indulgencia plenaria cuando se dice después de la comunión y ante el crucifijo.
¡Que la Virgen, nuestra Madre, sea misericordiosa con nosotros, viéndonos como almas buenas, hijos devotos suyos, vestidos cándidamente! Para ello queremos de modo especial hacer bien la confesión, el examen de conciencia, y lucrar muchas indulgencias.
Evangelio de san Mateo: «Subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y llegó a su propia ciudad. En esto, intentaban acercarle un paralítico echado en un catre. Viendo la fe que tenían, Jesús dijo al paralítico: ¡Ánimo, hijo! Se te perdonan tus pecados. Entonces algunos letrados se dijeron: Éste blasfema. Jesús, consciente de lo que pensaban, les dijo: ¿Por qué pensáis mal? A ver, ¿qué es más fácil: decir 'se te perdonan tus pecados' o decir 'levántate y echa a andar'? Pues para que sepáis que el Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados... (le dijo entonces al paralítico) - Levántate, carga con tu catre y vete a tu casa. Al ver esto, | [Pr 1 p. 154] las multitudes quedaron sobrecogidas y alababan a Dios, que ha dado a los hombres tal autoridad» (Mt 9,1-8).
Evidentemente Jesús aquí defiende su poder de perdonar las culpas. Él era Dios, el Hijo de Dios encarnado: el pecado va contra Dios y es propiamente Dios, quien ha sido ofendido, el que debe perdonar. ¿Quién puede perdonar? O Dios en persona, el Hijo de Dios encarnado, o bien quienes absuelven en nombre
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de Dios. Como Jesús perdonó, así dio el mismo poder a los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos» [Jn 20,22-23]. Se les perdonará también en el cielo. Lo que se realiza en el sacramento de la penitencia, en el confesionario, queda ratificado en el cielo. De manera que el alma, la persona, puede irse del confesionario en plena paz con Dios, si ha llevado las debidas disposiciones, las que ya conocemos por el catecismo y que tantas veces hemos meditado.
En el Libro de las Oraciones, antes de las formuladas para la confesión, la misa, el rosario y la comunión, hay unas instrucciones o introducciones. A veces resulta más necesario leer la introducción que la propia oración, pues ello ayuda a rezarla después con mayor piedad y entender mejor lo que se hace.
[Pr 1 p. 155] Así, en la introducción a las oraciones para la confesión se dice: «La confesión es el sacramento en el que, por los méritos de Jesucristo, el Padre celeste acoge nuevamente al hijo que vuelve arrepentido. La confesión borra los pecados de la vida pasada, sirviendo también como medio principal para preservarnos de recaídas y para corregir los defectos». Dos frutos, pues.
En los exámenes de conciencia, procuremos examinarnos especialmente sobre los pensamientos, sentimientos y omisiones.
Las condiciones para hacer una buena confesión son: oración, examen, dolor, propósito, acusación y satisfacción.
Antes de la confesión conviene rezar el padrenuestro, el avemaría, el gloria a Jesús crucificado, la salve a María refugio de los pecadores, el ángel de Dios a nuestro custodio para obtener la gracia de conocer bien nuestros pecados, sentir vivo dolor de ellos y acusarlos sinceramente.
Cuando llegamos para confesarnos, no hay que precipitarse de golpe al confesionario, pues el fruto depende en gran parte de la preparación. Si nos hemos excitado al dolor, tratemos de rezar con el corazón un acto de dolor. En el libro2 se recoge un acto de dolor muy sencillo, que puede servirnos para expresar nuestra compunción antes de presentarnos al confesor. Luego, la confesión.
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¿Y después de la confesión? Leamos juntos: «¡Qué bueno has sido conmigo, oh Señor! En vez de castigarme, me has tratado con misericordia. Prometo, con la ayuda de tu gracia, compensar con mucho amor y con buenas obras las innumerables ofensas que te he hecho».
Recurramos a María refugio de los pecadores y | [Pr 1 p. 156] pidamos en este mes, además de atender santamente al apostolado, también llevar continuamente la inocencia del corazón, y usar bien este gran sacramento, el sacramento de la penitencia.
Hemos de examinarnos acerca de todos los deberes de estado,3 además de sobre los pensamientos, sentimientos, palabras, obras y omisiones. Sobre los deberes de estado: piedad, estudio, apostolado y pobreza. Y ahora digamos la salve a la Virgen, para que se digne obtenernos estas gracias. Cuando una persona está acostumbrada a confesarse bien, es casi imposible que no progrese. La gracia y la buena voluntad que Dios infunde en nosotros, traerán buenos frutos y en cincuenta y dos confesiones que haremos al año, veremos de veras cierto progreso. Al final del año nos daremos cuenta de haber mejorado interna y exteriormente.
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LA CORONITA A SAN PABLO1

Esta mañana hemos abierto la jornada con la coronita a san Pablo, queriendo dedicarle a él el presente día, primer lunes del mes. Es útil que nos detengamos a considerar el sentido de esta coronita, para poder rezarla siempre con mayor devoción.
Tres intenciones tiene el Instituto al rezar esta coronita:
1) reclutamiento cada vez más sensato y siempre | [Pr 1 p. 157] más eficaz de las vocaciones, y vocaciones mejor escogidas;
2) su formación religiosa, como resulta en las varias partes de la coronita;
3) el espíritu paulino en el apostolado, de modo que éste sea entendido, amado y desempeñado según nuestro Padre, a quien hemos escogido por modelo.

1. El primer punto,2 como los otros sucesivos, lo empezamos con las palabras: «Te bendigo, Jesús...». ¡Cuánta predilección de Jesús a este nuestro Padre, y cuánta correspondencia de afecto por parte de Pablo, cuando conoció a Jesús! Por eso: «Te bendigo... por la gran misericordia concedida a san Pablo». ¿Cuál? La de haberle detenido en el camino de Damasco, haberle cambiado «de perseguidor en apóstol incansable de la Iglesia». Sí, la misión de san Pablo en la Iglesia es admirable. Más aún, en todo el desarrollo de la historia, Pablo ocupa un lugar eminente. ¡Cuánto le debemos por la organización de las Iglesias, por los ejemplos de virtud y de piedad que ha dejado a toda la cristiandad, por sus Cartas merecedoras de un monumento imperecedero! De veras, Pablo es un monumento a Jesucristo, quien ha querido iluminarle, ha querido ganarle hasta la última fibra de su corazón, y ha querido hacerle un instrumento de gloria para sí y de bien y salvación para las almas.
¿Y qué pedimos? Que el Señor abra nuestro corazón a la gracia; que por intercesión de san Pablo nos dé docilidad a la gracia. Todo el Instituto es una gracia, y quien entra en él dispone de un conjunto inestimable de gracias, a veces, por desdicha, no
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suficientemente apreciadas. | [Pr 1 p. 158] ¡Cuántas veces somos sordos y duros de corazón! No siempre, por ejemplo, santificamos debidamente el domingo; no siempre estudiamos con entrega, con verdadero amor a la ciencia civil o sagrada. Pedimos también la continua conversión, superando nuestro defecto principal, pues todos estamos llenos de pasiones y entre ellas hay siempre una que domina y arrolla el corazón del hombre, si no sabemos fortificarnos y resistir. Más aún, ¡hemos de cambiar el defecto principal en virtud principal! Antes de su conversión ¡cuánto odio tuvo san Pablo a Jesucristo y a los cristianos! Pero, después de convertido, tanto más amor tuvo a Jesucristo y a las almas.

2. En el segundo punto pedimos la gracia de formar nuestro corazón y orientarlo totalmente a Dios; es decir, realizar en nosotros perfectamente el primer y principal mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» [cf. Lc 10,27]. Todo cristiano mira a esto; pero la profesión del religioso es la profesión del eterno y perfecto amor a Jesucristo, de modo que las fuerzas, la inteligencia y el sentimiento estén siempre y sólo dirigidos a Dios. Virginidad de la mente, virginidad de la voluntad, virginidad del corazón. ¿No era este el consejo que daba el Apóstol en sus cartas y en su predicación?
Santa Tecla,3 san Timoteo, san Tito, san Lucas y otras innumerables almas tuvieron la gracia de entenderlo bien hasta el fondo, cuando san Pablo hablaba, y ahora a lo largo de los siglos, tratando de imitar y seguir sus ejemplos. «A todos les desearía que vivieran como yo... cada uno con el don particular que Dios le ha dado» [cf. 1Cor 7,7]. ¡Ojalá florezca en el Instituto, y especialmente en esta casa, un jardín de azucenas!

[Pr 1 p. 159] 3. La docilidad a la gracia se manifiesta de modo particular con la obediencia. Y ahí tenemos a san Pablo, predicador y modelo de obediencia. Él quería que en la sociedad estuviera todo
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ordenado; que cada súbdito dependiera de las disposiciones de los constituidos en autoridad, para que sometiéndose dócilmente a ella, no resistieran a Dios. Pedía, pues, dar honor a quien se le debía honor; dar obediencia a quienes se debía obediencia, y dar tributo a quien se debía tributo.
Así debe estructurarse cada comunidad, para que haya orden y sumisión en la Iglesia. ¡De cuántas partes oímos elevarse voces de rebelión a lo que la Iglesia enseña, a lo que la Iglesia dispone! Estamos siempre tentados de resistir a la autoridad constituida por Dios, lo cual significa oponerse a Dios mismo. ¡Hemos de ser sumisos! San Pablo, después de la conversión, se dejó guiar por Jesús como un muchacho, como un niño. Empezó enseguida a predicar el Evangelio, pues tal creía ser la voluntad de Dios, pero no se opuso a esa voluntad y se retiró bien pronto para completar su transformación y su formación.
E incluso cuando ya estaba en Antioquía, entre los otros miembros eminentes de la Iglesia, san Pablo se mantenía humilde, sin pedir nada hasta que interviniera la voz del Espíritu Santo. Y asimismo, durante todo el resto de su misión, fue siempre dócil, guiado por Dios, por Jesucristo y su voz. Pidamos este espíritu de obediencia, de sumisión de la mente, de la voluntad y del corazón a Dios.

4. La perfección cristiana, ha escrito un doctor de la Iglesia, tiene ocho peldaños, que son las ocho bienaventuranzas evangélicas. Pero el primer peldaño es | [Pr 1 p. 160] la pobreza: «Dichosos los que eligen ser pobres, porque ésos tiene a Dios por rey» [Mt 5,3]. Hay que empezar por la pobreza, pues si ésta falla es difícil, más aún, imposible, subir los otros peldaños. La pobreza podría parecer una virtud que concierne solamente a las cosas materiales; pero es el principio. Por eso el divino Maestro invitaba a los suyos a dejarlo todo: «Vende cuanto tienes y repártelo a los pobres...; y, anda, sígueme a mí» [cf. Lc 18,22].
San Francisco de Asís, que poseía el verdadero espíritu de Jesús, quería en primer lugar que los suyos lo dejaran todo y se confiaran totalmente a Dios, a su providencia.
¡Dejarlo todo! Este espíritu de pobreza tiene su aplicación para nosotros en todas las partes de la jornada, bien sea en el apostolado, bien en cada una de las demás cosas concernientes
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al gobierno de nosotros mismos, de nuestras relaciones y de las disposiciones que vamos tomando. Hay personas que no entran nunca en el espíritu religioso, porque no saben subir. El primer peldaño es la pobreza. Virtud grande, voto grande, aunque digamos que es más perfecta la virginidad y la obediencia.

5. La pobreza se manifiesta también en el amor y el celo por el apostolado. El corazón de san Pablo estuvo lleno de amor a Jesucristo y a las almas, todo él lleno de amor a la Iglesia: ¡y qué aporte dio a la Iglesia, si pudo decir: «He rendido más que todos»! [1Cor 15,10]. En efecto, ¡cuánto sufrió, cuánto se fatigó! No quería ser un peso para nadie, y se ganaba el pan con el sudor de su frente, incluso con el trabajo material, a ejemplo de Jesús, a quien adoramos y admiramos en la casa de Nazaret.
El gran amor de san Pablo a las almas se expresa en aquel «Cáritas | [Pr 1 p. 161] Christi urget nos»4 que le empujaba a hacerse todo a todos. Sentía las necesidades de todos, las alegrías de todos, como lo dejó consignado en sus Cartas.
¿Amamos nosotros a las almas? Quienes no tienen celo por la propia alma, no podrán tenerlo por las almas del prójimo. En cambio, quienes están dispuestos incluso al sacrificio por amor a su alma, ciertamente desearán también la salvación del prójimo.
¿Comprendemos la misión paulina? Esta debe extenderse a todo y a todos. Es también la misión de Jesucristo: «Id por el mundo entero proclamando la buena noticia a toda la humanidad» [Mc 16,15]. ¿Practicamos el apostolado de las ediciones, de la oración, del ejemplo, de las obras y de la palabra?
Si queremos el premio de san Pablo en el cielo, tenemos que seguir sus pasos, sus ejemplos. Pidamos que encienda nuestro corazón con su fuego.
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REZAR POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO1

Hoy, primer martes del mes, se eleven de nuestro Instituto, de todos nosotros, muchos sufragios por las almas del Purgatorio: suban ante el trono de Dios y desciendan en bendición sobre aquellos hermanos «afligidos y llorosos».2
La oración que rezamos más frecuentemente por las benditas ánimas es el De profundis,3 que puede rezarse también por nosotros, pues es el sexto de los salmos penitenciales.
La intención del primer martes del mes es en | [Pr 1 p. 162] primer lugar la de hacer sufragios por las almas que están en el purgatorio cumpliendo la última preparación para entrar en el cielo. En segundo lugar mira a obtener para nosotros, mientras estamos aún en esta tierra, la remisión total de la pena debida por nuestras culpas; y, de modo particular, obtener la gracia de evitar el pecado venial, para no acumular otras deudas con Dios. Vamos a considerar, pues, el De profundis bajo estos varios aspectos.
«Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz». Quien se dirige a Dios con la penitencia, con dolor de los propios pecados, es perdonado por él. No nos apoyamos en mérito alguno nuestro, sino en la misericordia de Dios. Nuestra alma basa su esperanza, su confianza en ti, en tus promesas, oh Señor. El pueblo cristiano espera en ti, Señor, siempre, para evitar el pecado y para obtener el perdón de las deudas contraídas contigo, sabiendo que de ti viene la misericordia, la redención copiosa.
Los méritos de Jesucristo son infinitos. Nosotros los ofrecemos, especialmente con las santas misas, donde se renueva el sacrificio de la cruz, y suplicamos por las almas del purgatorio y por nosotros mismos.
El Señor ha redimido a Israel de todos sus delitos. Es decir, el Señor Jesús ha derramado su sangre por nosotros, para lavar
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nuestras iniquidades. Hemos de creer no sólo en el perdón de la culpa y de la pena eterna, sino también en las indulgencias; hemos de tener fe en la pasión de Jesucristo, tener fe en la santa misa; tener fe en la sangre de Jesucristo, que lava a todas las almas. Decimos por ello con fe: «Dales, Señor, el descanso eterno, y | [Pr 1 p. 163] brille para ellos la luz perpetua; descansen en paz. Amén». Y repetimos todos juntos el De profundis.
Entre las almas del purgatorio recordamos algunas, hacia las que tenemos deberes particulares, de justicia o de caridad; y pedimos misericordia especialmente para las almas olvidadas. Muchos no han dejado en la tierra a quien les recuerde; muchas almas gimen sin que su voz, su invocación desde el purgatorio sea escuchada: «Miserémini mei, miserémini mei saltem vos amici mei».4 Nadie piensa en ellas.
Vamos, pues, a recordarlas a todas con la fórmula que tenemos en nuestro Libro de las Oraciones: «Jesús mío, por los dolores que sufriste en la agonía del huerto, en la flagelación y coronación de espinas, en el camino del calvario, en tu crucifixión y muerte, ten misericordia de las almas del purgatorio, especialmente de las olvidadas; líbralas de las penas atroces que sufren, llámalas y admítelas a tu suavísimo abrazo en el paraíso».5
Siguen dos oremus por todas las almas del purgatorio, en general: «Oh Dios, creador y redentor de todos los fieles, concede a las almas de tus siervos y siervas la remisión de todos los pecados, para que por las piadosas oraciones, obtengan el perdón que siempre han deseado».
«Te rogamos, Señor, que aproveche a las almas de tus siervos y siervas la oración de quienes te suplican, para que las liberes de todos sus pecados y las hagas partícipes de tu redención».
Tenemos que amar a todos los hermanos aquí en la tierra, amar al prójimo como a nosotros mismos; y esta caridad, este vínculo de unión no debe romperse con la muerte, al contrario ha de hacerse más sobrenatural, más espiritual y hasta más fuerte. | [Pr 1 p. 164] Si rezamos por los difuntos, podemos confiar en que estas almas, que no pueden rezar por sí mismas, rueguen por nosotros. Quien es muy devoto de esas almas puede esperar evitar el purgatorio.
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Recordemos de modo especial a nuestros padres difuntos, y quien los tiene aún vivos puede recordar a los abuelos y antepasados: «Oh Dios, que nos has mandado honrar al padre y a la madre, por tu clemencia ten piedad de las almas de nuestros padres; perdona sus pecados y haz que volvamos a verles en la gloria de la luz eterna».
De ellos hemos recibido la vida temporal: devolvámosles, en lo posible, este beneficio. Procuremos con nuestros sufragios abrirles las puertas del cielo que tanto desean, para que puedan llegar a contemplar a Dios con los santos en el paraíso, y entrar en el gozo eterno que les aguarda.
A los bienhechores, cooperadores y aquellos de quienes hemos recibido bienes materiales o espirituales -maestros, predicadores, confesores...- restituyámosles también, en cuanto podamos, lo que hemos recibido: «Oh Dios, generoso en el perdón y deseoso de la salvación de los hombres, suplicamos a tu clemencia, por intercesión de la bienaventurada María siempre Virgen y de todos los santos, que los hermanos de nuestra Congregación, los parientes y los bienhechores que han dejado ya este mundo alcancen la felicidad eterna».
Entre los difuntos recordemos aún de modo particular a los sacerdotes, que aquí en la tierra tienen | [Pr 1 p. 165] obligaciones tan especiales y deben dar cuenta de las almas que Dios les ha confiado: «Oh Dios, que entre los sacerdotes apóstoles has querido incorporar a estos tus siervos, revistiéndoles de la dignidad sacerdotal, haz, te rogamos, que sean también agregados a su compañía en la eternidad».
Nuestra confianza está en el crucifijo, en las santísimas llagas del Salvador, en la santa misa. Contemplemos la escena del Calvario: Jesús crucificado, desangrándose, agonizante, y María dolorosa a los pies de la cruz, suplicando al Señor, al Padre celestial, que acepte el sacrificio de su Hijo por toda la humanidad, por todas las almas.
Hoy «fiesta del rosario», recémoslo como de costumbre, pero con la intención particular de que ayude a las almas del purgatorio. Y como muchísimas indulgencias les son aplicables, pongamos ahora la intención de que sirvan para librarlas y aliviarlas.
Recemos el quinto misterio doloroso, estando también nosotros en el Calvario y contemplando aquella escena de dolor, de amor, de redención.
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LA JORNADA MISIONERA1

El evangelio de este domingo nos induce a pedir al Señor aumento de fe: aumento de fe para nosotros y aumento de fe en el mundo.
La Jornada misionera está dedicada a que el Evangelio alcance a todas las naciones, a cada individuo, a cada familia, y que inspire las leyes, la escuela, las | [Pr 1 p. 166] ediciones, llegando a ser la regla de todos los hombres y de la humanidad entera. ¡Cuántos pasos hay que dar todavía! Unámonos a las intenciones de la Iglesia en la celebración de esta Jornada misionera.
El Evangelio nos dice: «Jesús llegó de nuevo a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Ahora bien, había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún. Al oír éste que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle y le pidió que bajase y curase a su hijo, que estaba para morirse. Le contestó Jesús: Como no veáis señales portentosas, no creéis. El funcionario le insistió: Señor, baja antes que se muera mi chiquillo. Jesús le dijo: Ponte en camino, que tu hijo vive. Se fió el hombre de las palabras que le dijo Jesús y se puso en camino. Cuando iba ya bajando le encontraron sus siervos, y le dijeron que su chico vivía. Les preguntó a qué hora se había puesto mejor, y ellos le contestaron: Ayer a la hora séptima se le quitó la fiebre. Cayó en la cuenta el padre de que había sido aquélla la hora en que le había dicho Jesús: Tu hijo vive, y creyó él con toda su familia» (Jn 4,46-53).
Evidentemente el prodigio está orientado a un fin sobrenatural, es decir, a que aquel hombre y su familia creyeran en Jesucristo. San Gregorio2 así comenta: «Jesús hizo el milagro que
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se le pedía, para dar la vida de la fe al funcionario y a toda su familia».
Este milagro debe contribuir a hacernos crecer en la fe en Jesucristo, por cuya acción hemos sido librados de la fiebre del pecado.
La fe de aquel hombre, el régulo,3 era imperfecta: | [Pr 1 p. 167] en efecto él exigía la presencia física de Jesucristo; pero Jesús con el milagro le hace ver que estaba ya presente allí, junto al enfermo y ya actuaba.
Nosotros creemos, pero ciertamente nuestra fe no es aún perfecta. Hemos de pensar que no siempre el Señor concede las gracias que le pedimos para la vida presente. Pero sí concede siempre las gracias espirituales que pedimos, esas o bien otras que él considera más útiles para nuestra alma. Las gracias materiales las concede sólo en cuanto ve que contribuyen al bien de nuestra alma.
La fe nos hace ver la vida en su justo sentido; nos hace creer en el paraíso y nos muestra los medios para alcanzarlo: la oración, la vida buena, la correspondencia a nuestra vocación, el cumplimiento de nuestra misión.
La fe nos hace pensar con miras a la eternidad; nos hace encontrar continuos medios de atesorar para la vida eterna; nos hace entender qué es el sacerdocio, la dignidad y los deberes; qué es el estado religioso, para qué se instituyó y quién lo instituyó.
¡La fe! Ella llena de alegría nuestros días, aunque encontremos en ellos dificultades, tentaciones, lisonjas.
¡La fe! Ella nos hace conocer qué míseras son las palabras de los mundanos y qué preciosa es, en cambio, la ciencia del Evangelio.
Es preciso ponerse ante las verdades eternas, ante la doble eternidad. Vivir de fe significa tener presentes estas grandes verdades y ordenar toda la vida a tal fin.
[Pr 1 p. 168] Hemos de leer y estudiar el catecismo que la Iglesia nos ofrece y creer en él. ¡Fe!
Fe que nos acompañe en la oración: «Haznos santos». ¡Sí, si tienes fe, te harás santo! El humilde será enaltecido. Pero no pensemos en la exaltación aquí en la tierra, que sería vanidad:
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pensemos en la exaltación en el cielo, donde Jesucristo otorgará a nuestras almas los puestos debidos.
Considerémonos pequeños, como lo somos de veras ante el Señor. Tengamos esta santa pequeñez, que nos hace ver lo que somos ante Dios: necesitados de ayuda y de misericordia; y nos hace ser siempre agradecidos a quienes, en las manos de Dios, son instrumentos para iluminarnos, son la sal que nos preserva del pecado y de la corrupción.
Hoy, Jornada misionera, recemos para que el Señor encienda cada vez más en nosotros la llama de la fe; que todos conozcan a Jesús Maestro, Camino, Verdad y Vida, y que la Virgen santísima lo muestre a todas las naciones como lo mostró a los pastores, a los magos, y todos le conozcan y le amen.
Hagamos hoy nuestra la petición que nos sugiere el Evangelio: «Señor, yo creo, pero aumenta mi fe» [Mc 9,23].
Nuestra fe ¿es práctica? En este tiempo que nos concede el Señor, ¿vemos un medio para ganarnos el paraíso, para prepararnos una buena eternidad? En los momentos que pasan, ¿procuramos ganar tesoros que durarán eternamente? Hay personas que tienen una fe vaga, que no constituye la guía de sus vidas, ni los principios de sus razonamientos: no la aplican a los casos particulares de la vida.
Pidamos aumento de fe práctica, que nos acompañe a la comunión, a la confesión, en el apostolado y en el estudio.
Pidamos que el Evangelio alcance a cada alma; que las ediciones | [Pr 1 p. 169] se ajusten a él, y en él se inspiren la escuela, las leyes que rigen los pueblos.
Cantemos el credo, para obtener aumento de fe, y para que el Evangelio se difunda en todo el mundo y sea aceptado por los hombres.
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LA IGLESIA: BANQUETE DEL REY1

El evangelio de hoy esta tomado de san Mateo: «De nuevo tomó Jesús la palabra en parábolas: Se parece el reinado de Dios a un rey que celebraba la boda de su hijo. Envió a sus criados para avisar a los que ya estaban convidados a la boda, pero éstos no quisieron acudir. Volvió a enviar criados, encargándoles que les dijeran: Tengo preparado el banquete, he matado los terneros y los cebones y todo está a punto. Venid a la boda. Pero los convidados no hicieron caso: uno se marchó a su finca, otro a sus negocios, los demás echaron mano de los criados y les maltrataron hasta matarles. El rey montó en cólera y envió tropas que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a su ciudad. Luego dijo a sus criados: La boda está preparada, pero los que estaban convidados no se lo merecían. Id ahora a las salidas de los caminos, y a todos los que encontréis invitadles a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando entró el rey a ver a los comensales, reparó en uno que no iba vestido de | [Pr 1 p. 170] fiesta, y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?. El otro no despegó los labios. Entonces el rey dijo a los sirvientes: Atadle de pies y manos y arrojadle fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque hay más llamados que escogidos» (Mt 22,1-14).
En este evangelio está claramente figurada la Iglesia. Hemos de pedir al Señor que la Iglesia sea amada, sea conocida, se difunda por el mundo entero y recoja en su seno a toda la humanidad, para que se haga de todo el mundo un sólo rebaño y un solo pastor [cf. Jn 10,16], una sola escuela, la de Jesucristo, para reunirnos un día todos juntos en la Iglesia perfecta, allá en el cielo.
Al final de la misa, se nos hace rezar la oración compuesta por León XIII para pedir la exaltación y la libertad de la Iglesia; que sea conocida y considerada como la sociedad perfecta2 instituida por Jesucristo para llevar a los hombres a la salvación.
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¡Que tenga libertad la Iglesia! Es doloroso el que en ningún siglo hayan faltado las persecuciones. Tampoco faltan hoy. También en estos días han sido condenados a muerte algunos sacerdotes y un obispo, con la única culpa de ser fieles a la Iglesia católica, y de procurar la salvación de las almas; por haber cumplido, pues, el propio deber sacrosanto ante Dios. La época de los mártires no se cierra. Cada mártir derrama la sangre por la Iglesia: sangre de la que nacerán otros cristianos, como de una semilla escogida.3
San Gregorio [Magno] dice: Dios Padre ha celebrado la boda de su Hijo cuando le unió con la naturaleza humana, en el seno de la Virgen, y la celebró especialmente cuando, por medio | [Pr 1 p. 171] de la encarnación, le unió a su santa Iglesia. Esta es la boda: la unión con la Iglesia.
El rey mandó a los apóstoles por todo el mundo a invitar primero a los hebreos y luego a todos los hombres a entrar en la Iglesia. Pero cuando el señor envió los siervos a invitarles a la boda, ¿qué pasó? Unos no quisieron ir; otros no hicieron caso de la invitación; y otros ultrajaron y mataron a los siervos. ¡Esa ha sido la correspondencia a la invitación de Dios! Los más ingratos, los primeros en ser ingratos, fueron los hebreos, que prohibieron a los apóstoles hablar y les flagelaron. Pero les cayó encima el castigo.
También hoy muchos rehúsan la invitación de Dios o permanecen indiferentes, como si hablar a los hombres de la propia salvación fuera una cosa inútil o sin interés. Hablamos de lo que es más necesario, o sea de la salvación eterna, del paraíso, de la felicidad a la que todos aspiran... ¡y los hombres marran a menudo el objeto, creyendo encontrar la felicidad en los bienes de la tierra, en los honores, en los placeres: se equivocan!
Como los hebreos, en gran parte, rehusaron acoger la invitación, entonces dijo el rey: Id, pues, a las salidas de los caminos, y a todos los que encontréis invitadles a la boda. Y los apóstoles se dirigieron a los gentiles, fueron por todas las naciones e innumerables paganos entraron en la Iglesia a formar el nuevo pueblo de Dios.
¡Cuántos hijos acoge hoy la Iglesia, | [Pr 1 p. 172] como una clueca a los polluelos bajo sus alas! Les defiende y les nutre. ¡Dichosos
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quienes se sientan al banquete divino, preparado por la Iglesia! Es el banquete eucarístico, el banquete de la verdad que se predica, que nutre el espíritu; es el banquete de la virtud, o sea de la santidad a la que todos los hombres están invitados, pues todos son llamados al cielo.
«Este es mi alimento: hacer la voluntad de Dios» [cf. Jn 4,34]. Alimento sublime, del que se nutrió el Hijo de Dios; alimento fuerte, del que debemos nutrirnos nosotros: la voluntad de Dios. Este es el alimento que prefirió Jesucristo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis... Para mí es alimento realizar el designio del que me envió» [cf. Jn 4,32.34].
Pero no siempre en la Iglesia somos todos fieles, todos santos. Desafortunadamente, junto a almas elegidas, hay otras que no corresponden a la invitación de la Iglesia. Ésta es siempre un gran campo donde crece el buen grano y crece también la cizaña. Hoy tenemos aquí en Roma una representación maravillosa de hombres que son de veras el buen grano en la Iglesia de Dios. ¡Pero cuántos están ausentes y cuántos siembran incluso escarnios y burlas! Dichosos los fuertes, porque les aguarda una gran corona. Un día se separará el buen grano de la cizaña.
Y he aquí que, habiendo salido los siervos, reunieron a cuantos encontraron, buenos y malos, llenándose así de invitados la sala de bodas. «Cuando entró el rey a ver a los comensales, reparó en uno que no iba vestido de fiesta... Y dijo a los sirvientes: Atadle de pies y manos y arrojadle fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque hay más llamados que escogidos».
[Pr 1 p. 173] No todos los miembros de la Iglesia son verdaderamente santos. Pertenecen materialmente al cuerpo de la Iglesia, pero no a su alma. Y no reciben de la Iglesia el alimento que ella da a sus hijos fieles.
¿Cuál será nuestra conclusión? La primera conclusión es clara: amar a la Iglesia, seguir a la Iglesia. No debemos maravillarnos de que alguno no persevere en sus deberes. Siempre ha sido así; pero también es verdad que los hombres pasan a la otra orilla, y allí se hará una selección: habrá quienes se salven y quienes se pierdan. ¿Quién es el sabio? El que se decanta entre los pocos, entre quienes toman un camino de espinas e incluso en cuesta, pero que lleva al paraíso.
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Pensemos en nosotros mismos, en nuestro interés; no miremos quién va por la derecha y quién por la izquierda. Miremos a Dios, miremos al paraíso, con constancia, para caminar llevando nuestra pequeña cruz, como la llevó Jesucristo, que ahora se sienta a la derecha del Padre y está recogiendo de todas las partes del mundo a sus ovejas fieles, para formar allá arriba el reino eterno y entregárselo al Padre.
Tenemos que orar por la Iglesia, orar por el Papa, orar por el episcopado, orar por los religiosos, orar por el clero, orar por todos los fieles, especialmente por los padres de familia y por los jóvenes. ¡Orar, orar!
Recemos en particular por las regiones que en este tiempo están sometidas a persecución.4 Un gran ejemplo: san Pedro había sido encarcelado, y se pensaba en su martirio; pero toda la Iglesia no cesaba de rezar por él. E inesperadamente un ángel vino del cielo, soltó las cadenas a Pedro y las puertas | [Pr 1 p. 174] de la prisión se abrieron. Él salió creyendo que estaba soñando, ¡pero estaba libre! Fue a llamar a la puerta de la casa donde estaban congregados los fieles, orando por él. Y se difundió el anuncio: «¡Pedro está a salvo!» [cf. He 12,7-14].
No sabemos lo que nos preparan los tiempos cercanos; nosotros cumplamos nuestro deber: «Sine intermissione orate»,5 recemos sin parar. Y dejemos a Dios determinar el tiempo en que librará a su Iglesia; dejemos las cosas en las manos de Dios.
Particularmente recemos siempre bien los oremus que el sacerdote recita al final de la misa. Hagamos nuestras todas las intenciones que tenía León XIII cuando estableció que se dijeran estos dos oremus. Eran tiempos dificilísimos: parecía que la masonería tuviera las de ganar. Pero cuando viene la hora de Dios, Dios es omnipotente. ¿Qué será de sus enemigos?
Hemos de orar también por los enemigos de la Iglesia, orar por todos para que todos se salven.
Amemos, pues a la Iglesia, sigámosla y oremos por ella. Vamos a rezar bien el Pacto, nosotros que estamos llamados a trabajar con la Iglesia y por la Iglesia.
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EL PERDÓN DE LAS OFENSAS1

Hoy es la fiesta de Jesucristo Rey. El reino de Jesucristo es un reino de verdad, de santidad, de bondad, de caridad. En esta meditación vamos a pedir la caridad recíproca y, más en particular, nos fijaremos en el punto indicado por el Evangelio: el perdón de las ofensas.
[Pr 1 p. 175] Nuestro Señor Jesucristo conquista las almas, las une a sí, las hace entrar en su reino, ante todo perdonando el pecado, mediante el bautismo que limpia de pecado original, y mediante la confesión que introduce al alma en el espíritu del reino. De él hemos de aprender justamente el perdón a quienes nos hubieran causado disgusto o hubieran cometido contra nosotros alguna falta. ¡Son tan ligeras las ofensas recibidas de los hermanos, y tan graves, en cambio los pecados cometidos por nosotros contra Dios, que debe sernos bien fácil, si razonamos, perdonar a los hermanos sus deudas!
Jesucristo Rey, al final del mundo, nos juzgará: juzgará a todos los hombres. Él ciertamente, antes de aquel día, perdonará nuestros pecados, si nosotros habremos perdonado de corazón a quien nos haya ofendido, como decimos en el padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos han ofendido». Y luego, en el juicio universal, Jesucristo dirigirá a los elegidos palabras de consuelo con este significado: «Venid, benditos, al reino de mi Padre, porque habéis sido caritativos con los hermanos»; mientras que a los malos les dirá: «Apartaos, malditos, al fuego eterno, porque no habéis tenido caridad con los hermanos» [cf. Mt 25,34.41].
Hay que hacer obras de caridad; pero la obra de caridad que debe preceder a todas las demás es precisamente el perdonar.
En la convivencia diaria sucede que alguna vez uno puede causar disgusto a otro; incluso sin malicia se dan descuidos recíprocos. ¡Hay que perdonar! Quien quiere confesarse y obtener el perdón de sus pecados, antes tiene que pensar si él mismo ha perdonado. El que abriga en el corazón la desconfianza, el odio, el | [Pr 1 p. 176] espíritu de venganza, ¿cómo podrá ser perdonado por Dios?
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Tenemos el ejemplo del Maestro divino: «Como cordero era llevado a la muerte» [Is 53,7]. Un cordero inocente, que no regutía: callaba ante quienes le flagelaban, le coronaban de espinas, le clavaban en la cruz. Y cuando fue levantado a vista de todos en el Calvario, la primera petición que hizo fue esta: «Padre, perdónales, que no saben lo que están haciendo» [Lc 23,34].
Sí, su primera oración fue por quienes le habían insultado y seguían insultándole; por quienes le habían condenado y trataban de hacerle más amargas las últimas horas.
La razón por la que debemos perdonar resulta bien clara en el Evangelio, donde se habla del siervo despiadado con su compañero que le debía una suma muy pequeña. Consideremos la gravedad del mal que es el pecado en orden a Dios. Esta rebelión, esta injuria que es el pecado, esta desobediencia, esta ingratitud, ¿sabemos medirla, comprenderla del todo? ¿Quién entiende del todo el mal que es un pecado? Aun tratándose de esas culpas que llamamos veniales, sabemos que son siempre mucho más graves de cuanto pueda serlo la ofensa de un compañero, de un hombre con nosotros, pues entre nosotros y Dios la distancia es infinita, mientras entre nosotros y el hermano la distancia es bien poca. ¡Cuántas veces, incluso, somos inferiores, porque tal vez el compañero, el hermano es más santo que nosotros!
Si deseamos, pues, el perdón de Dios, seamos buenos, perdonemos de corazón; diversamente tampoco nuestro Padre celestial nos perdonará nuestros pecados.
[Pr 1 p. 177] Hay personas que perdonan a regañadientes, que no quieren recibir la absolución porque a toda costa se niegan a perdonar. A veces, resisten aun estando a punto de morir. No quieren oír hablar de perdón, rehúsan hasta recibir y hablar con quienes les disgustaron, aun habiendo siendo ellos mismos los ofensores. ¿Cómo pueden ser perdonadas tales personas? En determinadas condiciones no se les puede dar ni la absolución. Si en cambio queremos incluso la absolución de las penas del purgatorio, ¡perdonemos de corazón a quien nos ha ofendido!
Hay personas que no sólo perdonan, sino que demuestran mayor benevolencia, más amplitud, más bondad con quienes les han procurado disgustos o sinsabores. Hay personas que no sólo rezan por quien las ha ofendido, sino que quieren favorecerle y buscan las ocasiones para mostrar que lo han olvidado todo.
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Hay personas todavía más delicadas, pues ni siquiera hacen ver que han recibido un disgusto, o muestran no haber captado el ánimo malévolo de quien ha procurado hacerles daño. ¿No hizo así Jesús con san Pedro, cuyo pecado debió haberle herido en lo hondo del corazón? ¿Cómo trató a san Pedro el Maestro divino? ¿No se contentó quizás con la triple confesión de amor, sin recordarle su fallo?
¿Somos de veras buenos, buenos en nuestros juicios, en dictaminar al hermano, incluso cuando nos ha disgustado? El Señor multiplica las gracias en quien ha sabido perdonar: éste halla fácilmente el camino, la ayuda divina, para hacerse más santo. A veces, el perdón de una ofensa cuesta mucho; pero si el alma sabe superarse, sabe perdonar, el Señor le abre los tesoros de su gracia y de su misericordia.
[Pr 1 p. 178] Es, por tanto, interés nuestro el perdonar. Si aquel siervo, que era un gran deudor, hubiera perdonado, habría obtenido la cancelación de su deuda, no se hubiera hablado más de ella. En cambio, habiéndose mostrado tan duro con su compañero, recibió el reproche del rey: «¡Miserable! Cuando me suplicaste, te perdoné toda aquella deuda. ¿No era tu deber tener también compasión de tu compañero como yo la tuve de ti?. Y su señor, indignado, le entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda» (cf. Mt 18,33-34).
Examen. ¿Hemos sabido perdonar a quienes nos han ofendido? ¿Hemos disimulado el disgusto recibido, casi mostrando no habernos dado cuenta? ¿O al menos hemos sido atentos en conceder el perdón, respondiendo bien, cuando quien nos ofendió vino a pedirnos perdón? ¿Y hemos procurado hacerle más amigo? ¿Hemos rezado por él? ¿Hemos aprovechado las ocasiones para favorecerle, para ayudarle?
Al ir a la comunión, si recordamos que el hermano tiene algo contra nosotros, debemos antes reconciliarnos con él. Al ir a confesarnos, debemos pensar que Jesús nos perdonará como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido.
Canto: «Ubi cáritas et ámor, Deus ibi est».2
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FIESTA DE TODOS LOS SANTOS1

La Iglesia nos hace considerar hoy, en una magnífica visión, el paraíso, donde Jesucristo reina con sus elegidos. Hoy es la fiesta de todos los | [Pr 1 p. 179] santos, y por ello el introito nos invita a la alegría: «Gaudeamus omnes in Dómino diem festum celebrantes sub honore Sanctorum omnium; de quorum solemnitate gaudent ángeli, et collaudant Filium Dei. Exsultate, justi, in Dómino...».2
Antiguamente, a todos los dioses paganos se les había dedicado el Panteón, que luego fue transformado en templo cristiano dedicado a todos los santos: primero a María Sma. y a todos los mártires, después a María Sma. y a todos los santos. Esta fiesta la fijó el papa san Gregorio VII3 el 1 de noviembre.
La visión del cielo y de todos los santos la describió san Juan en el Apocalipsis: nos hace ver a los siervos de Dios marcados con un sello particular. Primero recuerda a los marcados de las doce tribus de Israel (cf. Ap 7,4), y luego pasa a recordar todos los santos del paraíso: «Después, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero...» (Ap 7,9-12).
El Cordero inmaculado es Jesucristo, sacerdote | [Pr 1 p. 180] eterno. No es diverso el sacerdocio que consideramos en Jesucristo, en el cielo, del sacerdocio que consideramos en la tierra: sacerdocio de Jesucristo representado por sus ministros. Y tampoco es diversa sustancialmente la misa que celebran los sacerdotes en el altar, de la que celebra, eternamente, Jesucristo, sumo sacerdote,
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en el cielo con todos los santos y todos los ángeles unidos a él. Allí, por medio del Cordero se le rinde a Dios sempiternamente una adoración digna, un agradecimiento digno, una satisfacción digna, una súplica digna.
También esta mañana, considerando la solemnidad de esta misa, durante la cual todos vosotros rodeabais el altar y os acercabais para recibir al Cordero inmaculado, pensaba yo en la misma liturgia, solemnísima, que se celebra en el paraíso, hoy, con gozo especial de todos los santos, con el triunfo de todos los apóstoles, los mártires, los patriarcas, los profetas, los confesores, los vírgenes y cuantos están en el cielo: también nuestros parientes, los fieles, nuestros parroquianos y los justos de toda la tierra. Su número, asegura san Juan, es incontable.
Dice en efecto el himno de vísperas, describiendo el majestuoso cortejo del cielo: «Se compone de todos los que aquí han despegado el corazón de los bienes de la tierra, de quienes fueron mansos, afligidos, justos, misericordiosos, puros, pacíficos frente a las persecuciones».
Con una sola palabra, bienaventurados, cantamos nosotros a la Virgen y todos los coros de los santos. Por eso entre los pasos del Evangelio, se ha elegido para esta fiesta precisamente el de las bienaventuranzas (Mt 5,1-12).
En dicho paso del Evangelio, primero son declarados dichosos quienes practican la pobreza, | [Pr 1 p. 181] los que aman esta virtud, practican este voto, viven con el corazón despegado de los bienes de la tierra.
Después son declarados dichosos los sometidos, o sea los mansos «porque poseerán la tierra». Con la palabra tierra, según algunos, se indica aquí el paraíso, la tierra celeste y feliz; según otros, se indica el corazón de los hombres, pues los mansos se ganan la amistad y la benevolencia de los hombres.
En tercer lugar son declarados dichosos los que sufren, «porque van a recibir el consuelo», o sea quienes lloran sus pecados, quienes viven en medio de sufrimientos y ofrecen todas sus penas al Señor.
Luego son declarados dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, «porque van a ser saciados». Y ya lo están en el paraíso, pues allí en el reino de la justicia, ellos que la amaron, es decir que hicieron la voluntad de Dios, respetando a éste, al prójimo
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y a sí mismos, ya tienen ahora el premio. Su hambre ha quedado saciada y su sed apagada. Dichosos quienes quieren de veras hacerse santos, ellos son los que tienen hambre de justicia.
«Dichosos los que prestan ayuda (son misericordiosos), porque van a recibir ayuda (encontrarán misericordia)». Igual que el Señor nos perdona los pecados, así nosotros debemos perdonar a nuestro prójimo; y como perdonamos a nuestro prójimo, así nos perdonará el Señor. ¡Todos tenemos necesidad de misericordia! El orgullo nos hace considerar nuestros méritos, pero el orgullo es ignorancia; el sabio es siempre humilde.
«Dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios». Su ojo ha sido puro, su corazón ha sido puro; su mente ha sido pura, y por ello ahora su corazón goza de Dios, sus ojos se fijan en Dios.
[Pr 1 p. 182] «Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ésos les va a llamar Dios hijos suyos». Dios es el autor y dador de la paz; Jesucristo mismo es llamado «rey pacífico», porque donde reina él reina su justicia y allí reina la paz. Cuando un alma ama a Jesucristo, vive en paz: en paz con Dios, en paz consigo misma, en paz con el prójimo.
«Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad, porque ésos tienen a Dios por rey». No quiere decirse que cualquier perseguido sea dichoso, pues entonces lo serían los ladrones buscados por la policía. Muchos sufren contradicción, pero son dichosos sólo los perseguidos por su amor a la justicia.
Dichosos quienes hoy sufren persecuciones en muchas partes del mundo, encadenados, prisioneros, exiliados. Estos soportan tantas penas por amor a la justicia; son dichosos, y en el cielo les aguarda una gran gloria.
«Dichosos vosotros -dice Jesús- cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos, que grande es la recompensa que Dios os da». Sí, cada vez que hacemos el bien, aunque se den malas interpretaciones, debemos considerarnos de veras dichosos.
En el paraíso entre las legiones de santos y de mártires, los perseguidos muestran sus vestiduras ensangrentadas y sus palmas victoriosas.
Bueno, quizás no tengamos grandes sufrimientos, pero también los pequeños con la paciencia habitual, pueden hacernos santos.
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Dirijamos ahora el pensamiento a cuantos están ya en el paraíso, y con la Iglesia supliquemos diciendo: «Te rogamos, Señor, que concedas a tus fieles venerar siempre con gozo a todos los santos y ser protegidos por su intercesión».
[Pr 1 p. 183] Que todos los apóstoles rueguen por nosotros y nos obtengan el celo; rueguen por nosotros los mártires y nos obtengan la paciencia; rueguen por nosotros los confesores y nos obtengan las virtudes cristianas y religiosas. Rueguen por nosotros los vírgenes y nos obtengan el horror al pecado, la delicadeza en el hablar, la delicadeza del corazón; rueguen por nosotros todos los santos para que no fallemos de camino en la tierra y caminemos derechos hacia la bienaventuranza celestial, la celeste Jerusalén, la Ciudad de los Santos.
Examinémonos. ¿Nos mantenemos de veras en el camino que siguieron los santos? ¿Practicamos el celo de los apóstoles, la paciencia de los mártires? ¿Practicamos las virtudes religiosas, las virtudes de los santos religiosos? ¿Practicamos las virtudes cristianas de los hombres que observaron bien la ley de Dios, huyeron del pecado, frecuentaron los sacramentos y acumularon tesoros de méritos en los días de su vida?
Propósito. Secreto del éxito.
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LA IGLESIA: SEMILLA EN CRECIMIENTO1

El evangelio de hoy nos induce a rezar por dos intenciones: 1) por la difusión del reino de Dios, que es la Iglesia; 2) para que la palabra de Dios produzca en nuestros corazones frutos abundantes y siempre saquemos de las meditaciones y lecturas espirituales frutos de santidad.
[Pr 1 p. 184] Dice el Evangelio: «Les propuso otra parábola: Se parece el reino de Dios al grano de mostaza que un hombre sembró en su campo; siendo la más pequeña de las semillas, cuando crece sale por encima de las hortalizas y se hace un árbol, hasta el punto que vienen los pájaros a anidar en sus ramas. Les dijo otra parábola: Se parece el reino de Dios a la levadura que metió una mujer en medio quintal de harina; todo acabó por fermentar. Todo esto se lo expuso Jesús a las multitudes en parábolas; sin parábolas no les exponía nada, para que se cumpliese el oráculo del profeta: Abriré mis labios para decir parábolas, proclamaré cosas escondidas desde que empezó el mundo» (Mt 13,31-35).
Tenemos aquí la figura de la Iglesia, que creció a partir de una humilde predicación y se extendió a todas las partes del mundo.
La predicación del Evangelio ha sido humilde. En apariencia los hombres no veían en Jesús más que al hijo del carpintero, le veían en actitud sencilla, en su modo de vestir, en su modo de hablar; humildísimo en la conducta, en la práctica de toda la vida. Siempre paciente, siempre pronto a tratar con los pequeños y «a dar la buena noticia a los pobres» [Lc 4,18], mientras, al contrario, los filósofos hablaban con afectación, con elevados discursos, haciendo razonamientos incomprensibles y adoptando actitudes y posiciones de doctores y maestros.
Fue pues la predicación del Evangelio una semilla lanzada en el campo humildemente; más aún, según la parábola, fue la más pequeña de las semillas. Y sin embargo creció hasta hacerse un gran árbol.
El Evangelio se dilató por todas las partes del mundo, y hoy encontramos a la Iglesia extendida en toda la redondez de la tierra, de modo que los hombres vienen | [Pr 1 p. 185] a ella, se reúnen a su alrededor y son instruidos, guiados y santificados por ella.
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A cualquier parte que vayamos, en África, en Europa, en Asia, en América, en Australia, hallamos iglesias y campanarios, y entrando en ellas encontramos un sacerdote que predica doquier la misma doctrina. Descubrimos los mismos ritos, la misma liturgia; en todas partes damos con ministros de Dios que guían las almas a la salvación, primero las santifican con el bautismo y luego las encarrilan por el camino de la virtud, de la observancia de los mandamientos de Dios, las conducen hasta el paraíso. Entendemos así la palabra: «He venido para que tengan vida en abundancia» [Jn 10,10].
Esta Iglesia bien organizada, con el Papa a la cabeza, el colegio de los cardenales, el episcopado, el clero y todos los fieles, es una sociedad maravillosa, incluso ante el mundo, y por ello despierta las envidias de los malos, de quienes quieren exponer al mundo doctrinas nuevas... que no salvan. De consecuencia, es combatida; pero al paso que en cada siglo se la persigue, en cada siglo también logra sus triunfos.
Oremos por la Iglesia, especialmente para que sean muchos los ministros de Dios y estén llenos de fe, de celo, y prediquen siempre con mayor eficacia la divina palabra, de manera que el reino de Dios se extienda cada vez más.
La segunda parábola lleva a considerar el fruto que el Evangelio bien meditado produce en un alma, comparándolo a la levadura que una mujer mezcla con la harina para que haga fermentar toda la masa.
Cuando se medita bien, como dice el oremus de hoy, meditando siempre cosas razonables,2 se | [Pr 1 p. 186] forman en nosotros hondos principios de fe, que dominan la mente y guían todo razonamiento, todo deseo, todo programa de vida.
Hay personas que hablan siempre según la fe, porque siempre piensan conformemente a ella. Ahí están los grandes pensadores cristianos, que nos han dejado en sus volúmenes las convicciones, razonamientos y escritos encaminados todos a la defensa de la religión, de las verdades de fe, de la Iglesia. En particular están los doctores de la Iglesia: sus volúmenes, llenos de sabiduría celeste, son comentarios al Evangelio. Los principios
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del Evangelio se desarrollaron en sus mentes y produjeron frutos maravillosos de pensamiento.
El Evangelio bien meditado lleva a la práctica de las virtudes cristianas. Ahí están los santos, los vírgenes; y los mártires, los confesores; o sea quienes, no contentándose con seguir el Evangelio en sus preceptos, quieren seguirlo también en sus consejos. He ahí la vida religiosa, fruto de la meditación del Evangelio, de la doctrina enseñada por la Iglesia. Hombres heroicos, llenos de celo, hombres que se han distinguido en toda clase de virtud: en la caridad con Dios, en la caridad con el prójimo, en la observancia de la justicia, en la obediencia, en la humildad... dando frutos maravillosos.
¿Qué religión, qué doctrina ha traído tales frutos y ha formado hombres tan virtuosos?
Aún más: el Evangelio bien meditado, la doctrina de la Iglesia bien considerada producen en nosotros un aumento de gracia; nos llevan a aprovecharnos de los sacramentos, nos llevan a la devoción eucarística (misa, comunión, visita), a la devoción mariana y, mediante ésta, a una unión íntima con Jesús.
Y, en fin, el | [Pr 1 p. 187] gran fruto de la meditación del Evangelio, de la meditación sobre la doctrina de la Iglesia, es el paraíso, la eterna felicidad.
Las doctrinas comunes de los diversos partidos, de las varias ideologías de las escuelas aportan fruto para la vida presente (cuando lo aportan, y no sucede que arruinen la vida social y familiar); pero la doctrina de Jesucristo nos lleva a vivir rectamente en la tierra y a ser eternamente felices en el cielo: ¡este es el gran fruto que ella produce! Es una doctrina que salva. Entendemos, pues, cada vez mejor: «Hæc est vita æterna: ut cognoscant te et quem misisti, Jesum Christum».3
Preguntémonos: ¿hacemos bien la meditación? ¿Sacamos cada día frutos, o sea propósitos, convicciones siempre más profundas, espíritu de fe crecientemente nutrido? ¿Llegamos cada vez más a detestar el pecado y amar al Señor? ¿Recordamos a lo largo del día la palabra que se nos predicó? ¿Refrescamos los propósitos de la mañana? ¿Amamos la lectura de la Biblia, particularmente
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del Evangelio? Nuestros estudios preferidos ¿son los estudios sagrados? ¿Qué amor tenemos al catecismo, y cómo lo estudiamos? Cuando tenemos la gracia de poder completar mejor nuestra instrucción religiosa, ¿le dedicamos el tiempo disponible, de corazón, con aplicación, con gozo, con agradecimiento a Dios por habernos llamado a la fe y reservado para nosotros estudios tan elevados? ¡Teología, la ciencia de Dios; no la humana, sino la que el Hijo de Dios nos ha traído del cielo!
Recemos el acto de dolor para pedir perdón por la negligencia que algunas veces ha habido a este respecto. Hagamos nuestros propósitos. Y para observarlos, recemos con gran fe el Secreto del éxito.
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[Pr 1 p. 188]
LA PIEDAD COMÚN1

El tiempo después de Pentecostés está destinado especialmente a hacernos considerar las enseñanzas que Jesús dejó a los hombres antes de subir al cielo, y los medios de salvación y de gracia que él instituyó para nosotros.
Así pues, este tiempo nos debe impulsar a seguir a Jesús Camino, Verdad y Vida.
Luego, al comenzar el Adviento, nos pondremos de nuevo a pedir al Padre celeste que envíe el Salvador a la tierra y honraremos, a este Salvador, cuando aparezca en medio de nosotros en el ciclo navideño, y consideraremos su vida privada y pública, y después su vida dolorosa y gloriosa, para permanecer en su escuela sacando provecho de toda esa doctrina que él nos ha traído del cielo.
Nos encontramos, pues, como un joven que quiere aprender y que sigue sus horas de clase, en las que el maestro le comunica la ciencia. Sucesivamente el joven tiene que memorizar la lección escuchada, hacer sus aplicaciones con los ejercicios y temas que desarrollar o los problemas que resolver, con el fin de hacer propia la ciencia del maestro. Así es la gran escuela que ha establecido en la tierra el Padre celeste mediante su Hijo, de quien dijo: «Este es mi Hijo, el amado, escuchadle» [Mt 17,5]. Y entonces, por nuestra parte, podemos ser maestros de la misma doctrina que Jesús ha traído del cielo.
Sobre este evangelio y el del próximo domingo podremos entretenernos con ocasión | [Pr 1 p. 189] del retiro mensual. Ahora vamos a detenernos en otro argumento, el aparecido en el San Paolo de diciembre,2 o sea la piedad en común. Es un tema que afecta a todos, y por ello conviene que lo consideremos aquí, estando todos reunidos.
Tenemos que agradecer al Señor, que ha querido darnos una piedad proveniente del espíritu de la Iglesia, más aún, del Espíritu
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del Maestro divino. Jesucristo y la Iglesia son como una cosa sola, pues la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesucristo.
Las prácticas de piedad no hemos de considerarlas como una cosa que se debe hacer en un determinado tiempo y luego se deja aparte. No, las prácticas de piedad son para producir en nosotros un aumento de virtud y hacernos vivir la vida religiosa paulina. Están, pues, íntimamente conectadas al trabajo espiritual, en el cual la enmienda de los defectos y el trabajo de conquista de las virtudes forman una cosa única.
Tenemos el medio y el fin: el medio, es decir, la meditación, el examen, la misa, la visita, etc.; y el fin: vivir de fe, salvarnos con la esperanza, vivir más íntimamente unidos a Jesucristo; adquirir las virtudes religiosas de la obediencia, pobreza y castidad, las virtudes morales de la paciencia, de la humildad y formarnos verdaderamente según nuestra vocación, como auténticos Paulinos y Paulinas.
Tenemos que agradecer al Señor, que ha estado grande en beneficios con nosotros. Hay quienes no comprenden suficientemente los grandes beneficios que reciben en la San Pablo.3 Acostumbrados a comer este pan común del espíritu, del corazón, de la mente, ya no le hacen caso. Se entenderá al momento de morir, se comprenderá en la eternidad; pero si somos sensatos y juiciosos, debemos ya ahora apreciar | [Pr 1 p. 190] la gracia de Dios, los beneficios inmensos que se reciben aquí en la San Pablo. Igual que ya no se hace caso del sol que sale cada mañana, porque estamos acostumbrados a él, así sucede con las gracias más grandes que el Señor concede especialmente cuando uno está en formación.
Cantemos el «O Vía, Vita, Véritas...» para entender el gran beneficio recibido del Señor con este espíritu de piedad, que es completo, o sea que procede de Jesucristo Camino, Verdad y Vida; y al mismo tiempo para comprender que las prácticas están ordenadas a la vida, a la vida religiosa. Por esto en el Libro de las Oraciones no hay sólo fórmulas y prácticas, sino también introducciones que sirven para explicar qué hemos de pedir, cuáles son los fines por los que cumplimos las prácticas de piedad, y las intenciones que en ellas debemos tener.
Para comprender el espíritu de piedad paulina, es necesario reflexionar sobre lo que dicen las Constituciones, a saber: «ordenar la propia vida, en la vida común, a norma de los sagrados
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cánones y de las presentes Constituciones».4 El Instituto debe tener una piedad de un color preciso, uniforme doquier. De la uniformidad de tal color provienen importantes consecuencias para la uniformidad del espíritu paulino: en el pensamiento, en los sentimientos, en el apostolado, en la observancia religiosa, en la disciplina, en los mismos estudios.
Por tanto hay que dar gran importancia a la oración común con las fórmulas comunes. Los métodos particulares, las varias espiritualidades, las formas de oración demasiado particulares, acaban por resquebrajar la unidad, esa unidad que debe ser el bien sumo en el Instituto, consistente en la unidad de pensamiento, unidad de acción y de espíritu, unidad de | [Pr 1 p. 191] piedad, de donde todos cosechen los frutos de la vida común, obtengan los méritos que se pueden adquirir en esta vida y un día consigan de veras la particular gloria reservada a quien se consagra a Dios parar darse enteramente a él y vivir con él, en un solo espíritu, en una Congregación, en una sociedad aprobada por la Iglesia como apta para santificar a los miembros y para ejercer un apostolado propio, útil a las almas.
Remontémonos a lo alto; algo hay que sacrificar, pero una vez que nos damos a Dios, ya no debemos retomar el don, no debemos volver a vivir para nosotros sino para Dios, todos juntos.
Y bien, esta es gracia importante y fundamental, precisamente por los bienes que produce, los que hemos dicho, y por la consecución de los dos fines principales del Instituto: nuestra santificación y el apostolado. Y de consecuencia, la consecución de la felicidad eterna que el Señor tiene reservada a todos los Paulinos y Paulinas fieles.
Hemos dado nuestra palabra; estamos seguros de que esta palabra Dios la ha aceptado y que él, a su vez, será fiel. «Los que me habéis seguido recibiréis cien veces más» [cf. Mt 19,29].
Recemos ahora la coronita a san Pablo, para que él nos obtenga la gracia de comprender el gran beneficio de la oración común, hecha con verdadero espíritu, y el beneficio de las fórmulas comunes. Y luego pasemos la jornada de hoy en espíritu de agradecimiento al Señor por habernos dado un espíritu de piedad tan completa.
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1 Meditación dictada el jueves 7 de agosto de 1952. - Del “Diario”: «...meditación desde el púlpito, registrada por el P. Enzo Manfredi».

2 En el original el texto se transcribe completo.

3 Jn 19,30: «Y, reclinando la cabeza, entregó el Espíritu».

4 Jn 11,23: «Tu hermano resucitará».

5 Cf. Gén 3,19: «Recuerda, hombre, que eres polvo y al polvo volverás».

6 «Resurgirás».

7 Impasible, latinismo por no sujeto ya a sufrimientos.

8 1Jn 3,2: «Lo veremos como es».

9 Sal 89/88,2: «Cantaré eternamente (las misericordias del Señor)».

10 Lc 1,46: «Proclama mi alma la grandeza del Señor».

11 Jn 4,6: «Jesús, fatigado del camino».

12 Jn 11,23: «Tu hermano resucitará».

1 Meditación dictada el sábado 9 de agosto de 1952.

2 Mt 11,28: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro».

3 Juan María Vianney (1786-1859), humilde cura francés, por cuarenta años párroco de Ars, pueblecito agrícola de la Borgoña, que él transformó con la oración, la penitencia y el ministerio de la confesión. Canonizado en 1925, es modelo y patrón del clero parroquial. - En el calendario litúrgico del tiempo, su memoria se celebraba el 9 de agosto. Ahora se celebra el 4 de agosto.

1 Meditación dictada el domingo 10 de agosto de 1952, X después de Pentecostés.

2 «Oh Jesús, manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo».

3 Jn 15,5: «Sin mí no podéis hacer nada».

4 «Jesús Maestro, Jesús manso y humilde de corazón».

5 Lc 1,35: «El Espíritu Santo bajará sobre ti».

6 Lc 18,14: «Éste bajó a su casa a bien con Dios».

1 Meditación dictada el lunes 11 de agosto de 1952. - Del “Diario”: «En la Cripta están presentes hoy varios sacerdotes de las casas filiales, venidos a Roma para participar en un curso de Ejercicios espirituales, que comenzaron ayer».

2 En el original se transcribe el texto completo.

3 Jn 2,11: «Esto hizo Jesús en Caná de Galilea, como principio de las señales manifestó su gloria, y sus discípulos le dieron su adhesión».

4 Ef 5,25: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella».

5 Las últimas dos encíclicas de Pío XII, publicadas hasta entonces, eran: Sempiternus Rex Christus, 8 sept. 1951 (XV centenario del concilio ecuménico de Calcedonia), e Ingruentium malorum, 15 sept. 1951 (sobre el rezo del rosario).

6 ¿Amo a la Iglesia?

1 Meditación dictada el martes 12 de agosto de 1952.

2 «Así muere el justo»: responsorio de maitines del Sábado santo. El P. Timoteo Giaccardo, habiéndolo escuchado en la música de Perosi, pidió que se cantara en su muerte.

3 Jn 19,30: «Queda terminado».

4 Cf. Lc 1,38: «Aquí está la sierva del Señor».

5 Servidumbre: en el original se usa un latinismo procedente de fámulus, para indicar el servicio incondicionado.

6 2Tim 4,7: «He corrido hasta la meta».

7 Lc 10,21: «Sí, Padre, te ha parecido bien».

8 1Cor 4,2: «Lo que se pide a los encargados es que sean de fiar».

9 Núm 23,10: «Que mi suerte sea la de los justos, que mi fin sea como el suyo», auspicio del profeta Balaán.

10 «Muéstrame tu rostro sereno».

11 Ap 14,13: «Sus obras les acompañan».

12 Ef 5,1: «Imitadores de Dios».

13 Mt 19,29: «Heredarán vida definitiva».

14 Clara de Asís (1193-1253), primogénita de la noble familia de los Offreducci, a los dieciocho años siguió a su conciudadano Francisco (1181-1226), que tras una juventud despreocupada se había convertido al radical seguimiento de Cristo en la pobreza evangélica. Clara compartió su misión, dando comienzo a la segunda Orden franciscana (Clarisas). Pío XII la proclamó patrona de la televisión. - En el calendario litúrgico del tiempo, santa Clara se celebraba el 12 de agosto. Ahora se celebra el 11 de agosto como memoria.

15 Lomos ceñidos: metáfora bíblica para indicar la prontitud de los peregrinos a ponerse en viaje.

16 Inconsumible, arcaísmo en el original para significar algo que no se gasta o deteriora.

17 El “Secreto del éxito”.

1 Meditación dictada el miércoles 13 de agosto de 1952.

2 Alude al formulario introducido por Pío XII después de la proclamación del dogma de la Asunción (1° de noviembre de 1950).

3 «Mi alma engrandece a María». Devota interpretación del Autor.

4 Jdt 13,18: «Bendita más que todas las mujeres».

5 Habla de la oración colecta.

6 La oración después de la comunión.

7 Como consta en otros contextos, al P. Alberione le gustaba enumerar las siguientes prerrogativas: impasibilidad, esplendor, agilidad y sutileza, refiriéndose en particular a 1Cor 15,41-44.

8 La imagen de la vela evoca la tradición litúrgica preconciliar. En el llamado “Oficio de tinieblas” del triduo pascual, se usaba ir apagando en el candelabro de diez velas, una al final de cada uno de los nueve salmos de Maitines. La última vela quedaba encendida y se la ocultaba a la vista de la asamblea durante unos instantes detrás del altar, para indicar la divinidad de Cristo oscurecida por la Pasión, pero permaneciendo viva en la fe de María.

9 «Virgen María, Madre de Jesús, haznos santos»: jaculatoria que se repetía 50 veces, como las avemarías del rosario; es una herencia de san José Benito Cottolengo (Bra 1786 - Chieri 1842), fundador, en Turín, el año 1832, de la Pequeña Casa de la Divina Providencia y canonizado el 19 de marzo de 1934.

1 Meditación dictada el jueves 14 de agosto de 1952. - Del “Diario”: «Este ha sido el horario que el Primer Maestro ha seguido esta mañana: se levantó a las 3,30; celebró la Eucaristía a las 4. Vuelve a su habitación a eso de las 4,30; sale nuevamente a las 5,30 para ir a dar la meditación en la Cripta a la comunidad».

2 Consumador, latinismo por perfeccionador: quien da pleno cumplimiento.

3 La tradición apócrifa según la cual María habría sido educada en el Templo, se remonta al llamado Protoevangelio de Santiago.

4 «Para que tu Hijo tuviera una digna morada, con la cooperación del Espíritu Santo, preparaste el corazón de la Virgen María...» (cf. Colecta de la Inmaculada).

5 Lc 1,28: «Alégrate, favorecida, el Señor está contigo».

6 Cf. Sal 24/23,3: «¿Quién puede subir al monte del Señor?».

7 En el original se usa “agonizar”, latinismo por luchar.

8 María Goretti (1890-1902), de familia procedente de Las Marcas emigrada a las zonas pantanosas cercanas a Roma; fue matada doceañera por un joven que la insidiaba y que ella rechazó. Pío XII la proclamó santa en 1950, en presencia de la madre. Sus despojos se veneran en el santuario mariano de Nettuno (Roma).

9 «Aumento de la gracia y el premio de la vida eterna»: es la oración con la que el confesor despide al penitente después de la reconciliación.

10 Lc 2,51: «Jesús iba adelantando en saber, en madurez y en gracia».

1 Meditación dictada el domingo 17 de agosto de 1952.

2 Usa el vocablo “raggiera” (= corona radiata), porque del ostensorio o custodia parten numerosos radios.

3 Francisco de Sales (1567-1622) noble francés; obispo de Ginebra, fue uno de los mayores representantes del Humanismo cristiano. Con su mansedumbre convirtió a la población calvinista de Chablais. Sus obras maestras son Introducción a la vida devota o Filotea, y Tratado del amor de Dios o Teótimo. junto con santa Juana Francisca de Chantal fundó la Orden de la Visitación. Canonizado en 1665, doctor de la Iglesia, desde 1923 es también el patrono de los periodistas.

4 Mt 26,39: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

5 Jn 19,28: «Tengo sed».

6 Jn 14,27: «Paz os deseo, la mía».

7 La primera mitad del siglo XX estuvo marcada por numerosas persecuciones: China, México, España, varios países europeos y euroasiáticos sometidos a regímenes dictatoriales. En los años sucesivos tampoco se interrumpió la era de los mártires. De los 1345 beatificados por Juan Pablo II, 1032 eran mártires, y de los 482 canonizados como santos, 401 eran mártires (cf. La Iglesia es nuevamente Iglesia de los Mártires, suplemento a L'Osservatore Romano, 10 de noviembre de 2004).

8 Lc 22,37: «Lo tuvieron por un hombre sin ley».

9 2Cor 7,4: «Me siento lleno de ánimos, reboso alegría en medio de todas mis penalidades».

10 A qué “oremus” aluda no es fácil saberlo. La palabra “atentos” (latina o italiana) no aparece en ningún texto eucológico del domingo XI después de Pentecostés. Tal vez se refiera a alguno de los oremus añadidos, que por entonces se usaban según las diversas necesidades o intenciones del celebrante.

1 Meditación dictada en las vísperas del miércoles 20 de agosto de 1952. Por la mañana había tenido lugar la consagración del nuevo altar marmóreo de la Cripta, en una ceremonia de casi tres horas, y luego la bendición de las instalaciones para la reducción y grabación de películas (de 35 a 16 mm) en los locales de la San Pablo Film, debajo de la Cripta.

1 Meditación dictada el domingo 24 de agosto de 1952.

2 «Donde hay caridad y amor, ahí está Dios», antífona VIII (liturgia en la Cena del Señor).

3 Gál 2,20: «Me amó y se entregó por mí».

4 «Nos ha reunido a todos juntos el amor de Cristo» (Misal romano, Jueves santo, Cena del Señor).

5 «Gocémonos y exultemos en él».

6 «Temamos y amemos al Dios vivo».

7 «Y con corazón sincero amémonos entre nosotros».

8 «Donde hay caridad y amor, ahí está presente Dios. Formamos, reunidos aquí, un solo cuerpo: evitemos el dividirnos unos de otros».

9 «Cesen pues las malignidades, cesen las contiendas. Y en medio de nosotros esté siempre Cristo Dios».

10 «Que un día contemplemos tu rostro en la gloria de los bienaventurados: y será un gozo inmenso, un auténtico gozo».

11 Mt 5,24: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano».

1 Meditación dictada el domingo 24 agosto de 1952, por la tarde.

2 Mt 9,38: «La mies es abundante y los braceros pocos; por eso, rogad al dueño que mande braceros a su mies».

3 Lc 6,13: «Eligió a doce».

4 Mc 3,14: «Para que estuviesen con él»

5 Mc 10,21: «Jesús se le quedó mirando y le mostró su amor».

6 «Los apóstoles te aclaman concordes / por su Reina, oh María», himno a la Reina de los Apóstoles (cf. Oraciones de la Familia Paulina, pp. 346-347, ed. it. 1996)

7 1Cor 4,1: «Se nos considere a nosotros servidores de Cristo y encargados de anunciar los secretos de Dios».

8 «Perdona, Señor», canto penitencial inspirado en Joel 2,17.

1 Meditación dictada el domingo 31 de agosto de 1952.

2 1Cor 8,6: «De quien procede el universo».

3 «Demos gracias a Dios».

4 «Gloria a Dios en el cielo».

5 «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar».

6 Lc 1,46-55: «Porque ha mirado la humillación de su esclava».

1 Meditación dictada el sábado 6 de septiembre de 1952.

2 Liber Usualis Missæ et Officii pro dóminicis et festis cum cantu gregoriano: literalmente “Libro de uso común” conteniendo los textos litúrgicos de la misa y del oficio litúgico, acompañados de notas para el canto gregoriano.

3 Son estas: «Magíster, scimus quia verax es, et viam Dei in veritate doces, alleluia» (Dom. XXII de Pent.); «Magíster, quid faciendo vitam æternam possidebo?» (Dom. XII de Pent.); «Magister dicit: Tempus meum prope est...» (Conmemoración para domingos o fiestas).

4 «Maestro, sabemos que eres veraz», ant. inspirada en Mt 22,16.

5 Constituciones de la Pía Sociedad de San Pablo, ed. 1950, art. 154 (Piedad), 177 (Estudios y enseñanza), 224 (Apostolado). Cf. Abundantes divitiæ, o.c., nn. 93-100.

6 Mt 7,20: «Por sus frutos los conoceréis».

7 Mt 19,16: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para conseguir vida definitiva?».

8 «Espejo de virtud».

9 «De toda apariencia de mal, líbranos, Señor».

10 Mt 26,39: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

11 Jn 8,29: «Yo hago siempre lo que le agrada a él».

12 Sant 3,2: «Quien no falla cuando habla es un hombre logrado».

1 Meditación dictada el domingo 7 de septiembre de 1952.

2 En el original se transcribe el texto evangélico íntegro.

3 «De todo pecado líbranos, Señor», de las letanías de los Santos.

4 Domingo Savio (1842-1857), joven alumno de Don Bosco, entró doceañero en el Oratorio de Turín. Tenía por lema: «La muerte, pero no pecados». Canonizado por Pío XII el 12 de junio del año mariano 1954, es uno de los más jóvenes santos en la historia de la Iglesia. En la fecha de esta meditación Domingo Savio era todavía “beato”.

5 «A la corrección».

6 Ez 18,24: «Si el justo se aparta de la justicia... no se tendrá en cuenta la justicia que hizo».

7 Luis Gonzaga (1568-1591), noble mantuano; a los diecisiete años renunció al marquesado de Castiglione delle Stiviere a favor de su hermano y entró en la Compañía de Jesús en Roma. Guiado por san Roberto Belarmino, se distinguió por la intensa piedad y la caridad fraterna. Murió de peste a los 23 años, mientras asistía a los enfermos en el hospital de los Incurables. Canonizado en 1726, es patrono del la Acción Católica y de la juventud estudiantil.

8 Ez 33,13: «No se tendrá en cuenta su justicia».

9 Lam 3,22: «Por la misericordia de Dios no estamos consumidos». Según la nueva versión: «La misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión».

10 Lc 15,18: «Voy a volver a casa de mi padre».

11 Lc 15,17: «Recapacitando».

12 Alfonso María de Ligorio (1696-1787) napolitano, primero abogado, luego sacerdote, obispo, fundador de la Congregación del Smo. Redentor o Redentoristas. Escribió obras fundamentales de teología moral y popularísimos libros de ascética: El gran medio de la oración, Práctica de amar a Jesucristo, Las glorias de María, Máximas eternas, etc. Canonizado en 1832; es doctor de la Iglesia.

13 El P. Alberione no cita la fuente, pero este concepto lo usa ampliamente (cf. Donec formetur Christus in vobis, n. 58; ed. 2001, p. 224).

14 Mt 26,41: «Manteneos despiertos y pedid no ceder a la tentación».

15 «De todo pecado líbranos, Señor».

1 Meditación dictada la tarde del domingo 7 de septiembre de 1952.

2 Dan 9,24: «Para borrar la iniquidad».

3 Palabras de la consagración en el Canon romano.

4 Lc 1,68ss: «Bendito sea el Señor».

5 Se refiere probablemente a la oración de ofrecimiento, titulada entonces «Para quien siente sed de almas como Jesús» (cf. Oraciones de la PSSP, ed. it. 1952, p. 28).

6 Mt 26,40: «¿Así que no habéis podido manteneros despiertos conmigo ni una hora?».

1 Meditación dictada el lunes 8 de septiembre de 1952. - Del “Diario”: «Hoy, fiesta de María niña, el Primer Maestro celebra la santa misa hacia las 4,30 y luego se entretiene en oración... Cuando la comunidad ya se ha reunido, procede a la función de la profesión perpetua de doce candidatos... y a la renovación de otros veinte... Al final de la función, el Primer Maestro dicta la meditación, deteniéndose, de modo particular, en la fidelidad de María Sma. que se dio a Dios desde pequeña».

2 1Cor 11,28: «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber de la copa».

3 1Cor 11,29: «Quien come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia sentencia».

4 Oración para pasar bien el día, o la noche (cf. Oraciones de la Familia Paulina, ed. it. 1985, p. 28; ed. esp. 193, p. 28).

1 Meditación dictada el miércoles 10 de septiembre de 1952.

2 Resonancia de san Agustín: «Señor, nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti» (Confesiones, 1, 1).

3 Sal 119/118,165: «Mucha paz tienen los que aman tus leyes».

4 Lc 24,36: «Paz con vosotros».

5 Cf. Ef 4,27: «No dejéis resquicio al diablo».

6 Basilio el Grande (hacia 330-379), obispo de Cesarea de Capadocia, su ciudad natal; luchó contra la herejía arriana y promovió la vida monástica; sus Reglas pusieron las bases del monaquismo oriental. Es padre de la Iglesia griega.

7 Felipe Neri (1515-1595) florentino; sacerdote, apóstol de Roma, especialmente entre la juventud; fundó la Congregación del Oratorio. Canonizado en 1622.

8 Cf. Sab 3,2 y 5,4: «Su vida nos parecía una locura, y su muerte una deshonra».

9 «Hemos fallado, y la luz de la verdad no ha brillado para nosotros», cita ad sensum de Sab 5,6.

1 Meditación dictada el jueves 11 de septiembre de 1952.

2 Esopo (siglo VII-VI a.C.), fabulista griego, al que se atribuyen centenares de apólogos y fábulas de tono humorístico y conformista. Se piensa que fuera un esclavo frigio, de aspecto deforme pero de espíritu despierto. Vivió y actuó en la isla de Samos.

3 Cf. Heb 13,15: «Ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el tributo de labios que bendicen su nombre».

4 Himno para la procesión del Corpus Christi.

5 La oración en común era uno de los usos más estimados por el P. Alberione. En la Cripta, del 25 de diciembre de 1951 hasta todo el 1954, las oraciones de la mañana y de la noche se decían estando reunidas todas las comunidades, bajo la guía del P. Federico Muzzarelli (1909-1956), con la participación, si estaba en casa, del P. Alberione. Después de la dedicación del Santuario, las Hijas de San Pablo empezaron a reunirse en él, continuando en la Cripta la presencia de los Paulinos y de las Pías Discípulas.

1 Meditación dictada el viernes 12 de septiembre de 1952. - Del “Diario”: «Dicta nuevamente la meditación a la comunidad, a las 6,30, sobre el tema del buen uso de la lengua. Para este argumento tiene delante un cuaderno de predicación que usaba cuando estaba en el seminario [de Alba] y predicaba a los jóvenes: hay en él varias notitas, avisos y consejos útiles».

2 Fiesta que, antes de la última reforma litúrgica, se celebraba el 12 de septiembre.

3 Sal 141/140,3: «Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios».

1 Meditación dictada el sábado 13 de septiembre de 1952. - Del “Diario”: «A las 6,30 dicta la meditación en la Cripta a la comunidad, diciendo que a los siete vicios capitales hay que oponer los dones del Espíritu Santo. Por ejemplo, quienes hablan a menudo y sin reflexionar, deben pedir el don del consejo».

2 Aquí el P. Alberione cita una célebre cavatina de Metastasio (Pedro Trapassi, poeta arcádico nacido en Roma en el 1698 y muerto en Viena en 1782) que suena así: «Voz del seno salida / atrás no puede volver: / no se detiene la flecha / cuando del arco partió». El sentido es el apuntado en nuestra frase proverbial recogida en la traducción.

3 Alude probablemente al opúsculo Método de examen particular, editado en los años veinte y mantenido en síntesis en las diversas ediciones de Oraciones de la Familia Paulina.

4 Mt 15,19: «Del corazón salen las malas ideas...».

5 Sal 140/139,12. Literalmente de la Vulgata: «El charlatán no se deja guiar...». En las versiones actuales se subraya el sentido optativo: «Que el deslenguado no se afirme en la tierra, que al violento le cace la desgracia».

6 Se entiende en el sentido de personas de carácter, coherentes.

7 Cf. 1Cor 12,31: «Ambicionad los dones más valiosos».

8 1Pe 4,11: «Quien habla, sea portavoz de Dios».

1 Meditación dictada el domingo 14 de septiembre de 1952. - Del “Diario”: «Domingo XV de Pentecostés, Exaltación de la santa Cruz. Hay una fuerte tormenta; pero el Primer Maestro no deja de ir a la Cripta para la celebración (hacia las 5)... A las 6,30 está preparado para dictar la meditación a la comunidad reunida. El argumento tratado es la vida interior, que requiere sincera conversión: resurgir de los propios pecados y abrazar la propia cruz».

2 En el original el texto evangélico se transcribe entero.

3 «Recibe este vestido blanco, y llévalo inmaculado ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo».

4 Gén 27,34: «Dio un grito atroz, lleno de amargura» (lit. rugiendo).

5 Jn 1,12: «Les ha hecho capaces de hacerse hijos de Dios». Cf. 1Jn 3,1: «Mirad qué muestra de amor nos ha dado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios; y de hecho lo somos».

6 Mt 25,21: «Pasa a la fiesta de tu Señor».

7 Lc 22,62: «Lloró amargamente».

8 Oración «Para pasar bien el día» (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, 1952, p. 28; ed. esp. 1993, p. 28).

9 Jn 15,14: «Vosotros sois amigos míos».

10 Mt 26,41: «Manteneos despiertos y pedid».

1 Meditación dictada el jueves 25 de septiembre de 1952.

2 «Se las desprecia como viles».

3 Cuando hablaba el P. Alberione, en los años 50 y hasta los 80 del siglo XX, la Sociedad de San Pablo gestionaba el ciclo completo de la editorial, que se distinguía en tres fases: redacción, técnica, propaganda. La técnica correspondía a lo que hoy se denomina producción, la propaganda a la difusión o mercadotecnia (márketing).

4 En el original, literalmente, “¿cuántos han concurrido”?

5 El “componedor” era un utensilio metálico, usado en la composición tipográfica a mano, para alinear los tipos (caracteres) de plomo.

6 Se alude particularmente al art. 242, que establecía: «El apostolado, según el fin especial de la Pía Sociedad de San Pablo, requiere medios técnicos adecuados, que se hacen como sagrados en la divulgación del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia...».

7 Mt 13,55: «¿No es éste el hijo del carpintero?».

8 «Con la divina intención con la que tú mismo diste alabanza a Dios aquí en la tierra»: oración sugerida a los sacerdotes antes del rezo del oficio divino.

9 Cf. Oraciones de la Familia Paulina, ed. it. 1985, p. 205; ed esp. 1993, pp. 233-236.

1 Meditación dictada el sábado 27 de septiembre de 1952 (retiro mensual).

2 Sal 24/23,3-4: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón».

3 Cf. Oración para alcanzar una buena muerte (primera versión) en Las oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, EP, 1957.

4 Revelación de Jesús a santa Margarita María Alacoque.

5 2Cor 5,14: «El amor de Cristo no nos deja escapatoria».

6 Maggiorino Vigolungo (1904-1918), de Benevello (Cúneo); entrado doceañero en la “Escuela Tipográfica” del P. Alberione, comprendió su espíritu e hizo su programa de vida este propósito: “Progresar un poquito cada día”. El Fundador le definió “Pequeño apóstol de la Buena Prensa” y escribió su biografía. Venerable desde el 28 de marzo de 1988.

7 Primera edición: TEÓL. ALBERIONE, Maggiorino Vigolungo, aspirante al Apostolado de la Buena Prensa, Alba, Escuela Tipográfica editora, 1919, pp. 122.

8 En realidad la exhortación está dirigida a los Gálatas: «No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos» (Gál 6,9).

9 Letanías para la formación de los escritores: cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, ed. 1952, pp. 210ss. (en latín); Oraciones de la Familia Paulina, ed. it. 1985, pp. 227ss.; ed. esp. 1993, p. 230.

1 Meditación dictada el domingo 28 de septiembre de 1952 (retiro mensual).

2 Se cita la edición de 1952, Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo.

3 Original variación mariana de Lc 1,46s (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, p. 198).

1 Meditación dictada el miércoles 1 de octubre de 1952.

2 Esta indicación, hoy incomprensible, se explica por la costumbre litúrgica del tiempo: misa “rezada”, lecturas y oraciones en latín dichas en voz baja sólo por el celebrante, con silencio prácticamente total por parte del pueblo.

3 Lc 2,7: «No había sitio para ellos en la posada».

4 Es la tradicional coronita a san José, tomada de las Máximas eternas de san Alfonso, en uso antes que el P. Alberione compusiera la propia.

1 Meditación dictada el jueves 2 de octubre de 1952. - Del “Diario”: «Celebra la santa misa a las 3,30; después sigue en la Cripta para rezar el breviario y oír otras misas hasta las 6, cuando empieza la meditación de la comunidad».

2 Son dos versos del himno al ángel custodio, compuesto por Silvio Péllico: «Angelito de mi Dios...» (cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, p. 260).

3 Ap 12,1: «Apareció en el cielo una magnífica señal: una mujer envuelta en el sol».

4 Lc 1,35: «La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra».

5 Jn 19,30: «Queda terminado».

6 Se refiere al conocido propósito de san Domingo Savio.

7 Coronita al ángel custodio de Máximas eternas de san Alfonso.

1 Meditación dictada el viernes 3 de octubre de 1952. - La tarde precedente el P. Alberione había estado en Nápoles, para acoger a los PP. Bertino y Canavero, sacerdotes paulinos que regresaban de China, y había vuelto a Roma a la una y media de la madrugada.

2 He 10,38: «Pasó haciendo el bien y curando a todos».

3 Mc 7,37: «¡Qué bien lo hace todo!».

4 Se refiere probablemente al método verdad-camino-vida (propuesto en el Libro de las Oraciones) además de las rúbricas de la celebración eucarística.

5 Los “cuatro frutos” de la misa, en la piedad tradicional, eran los siguientes: generalísimo (para todos los fieles vivos y difuntos); general (para quienes participan en el sacrificio), especial (para la persona por quien se aplica la misa), especialísimo (para el celebrante).

6 Los “cuatro fines”: adoración, agradecimiento, satisfacción (reparación), súplica. Cf. Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, ed. 1952, p. 110; ed. esp. 1993, p. 35.

1 Meditación dictada el sábado 4 de octubre de 1952.

2 «Bajo tu amparo...».

3 De la “Salve”.

4 «La Virgen de las vírgenes», de las letanías lauretanas.

5 Cf. Jn 19,25: «Estaban presentes junto a la cruz de Jesús su madre...».

6 «Reina del cielo, alégrate», antífona mariana para el tiempo pascual.

7 Lc 1,48: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones».

1 Meditación dictada el domingo 5 de octubre de 1952, XVIII de Pentecostés. - Del “Diario”: «Celebra hacia las 4 y luego se queda rezando de rodillas. Sale hacia las 6 para saludar a los PP. Canavero y Bertino que van al Piamonte para abrazar a sus parientes... Les acompaña en el desayuno sirviéndoles él mismo... Tras haberles saludado, vuelve a la Cripta para dictar la meditación a la comunidad».

2 Oraciones, pág. 100, ed. 1952; pág. 109, ed. 1985; ed. esp. 1993, pág. 119.

3 Deberes de nuestra particular condición de vida.

1 Meditación dictada el lunes 6 de octubre de 1952.

2 Es decir en la primera oración de las cinco que forman la “coronita”.

3 Tecla es presentada en los Hechos apócrifos de Pablo como convertida y discípula del Apóstol, luego protomártir cristiana. Su existencia histórica parece indiscutible, y lo atestigua la amplia difusión de su culto desde los primeros siglos. En la catedral de Milán se venera una estatua suya.

4 2Cor 5,14: «El amor de Cristo no nos deja escapatoria».

1 Meditación dictada el martes 7 de octubre de 1952. - La expresión usada es “ánimas purgantes”, que, si bien de uso habitual, es mejor sustituirla por otra más comprensible, como “almas en fase de purificación”, o “almas a la espera del paraíso” o -como hemos hecho en el título- “almas del purgatorio”, etc.

2 Referencia a un canto por los difuntos: «De nuestros hermanos / afligidos, llorosos, / Señor de las gentes, / perdón y piedad!» (cf. Oraciones de la P.S.S.P., p. 262).

3 Sal 130/129: «Desde lo hondo (a ti grito, Señor)».

4 Job 19,21: «Piedad, piedad de mí, vosotros, mis amigos».

5 Oración “Por todos los difuntos”, en Oraciones de la P.S.S.P., p. 60.

1 Meditación dictada el domingo 19 de octubre de 1952. - Del “Diario”: «Terminada la misa, sube al púlpito para dictar la meditación; pero ordena que no se ponga ningún registrador magnético para grabarla. Lástima que tampoco el abajo firmante lograra, por razones de ministerio, tomar los apuntes de esta hermosa meditación sobre la fe que el Primer Maestro hizo a la comunidad». Evidentemente las palabras del predicador fueron recogidas por otros, probablemente por la Maestra Ignacia Balla.

2 Gregorio Magno (entre 540 y 604), de familia patricia romana, monje y papa desde 590. Padre y doctor de la Iglesia. Organizó la defensa de la Urbe frente a los bárbaros. Reguló el canto litúrgico y escribió notables comentarios a la sagrada Escritura, una Regla pastoral y una Vida de san Benito.

3 Del latín “régulus”, era el representante local del rey o del emperador.

1 Meditación dictada el miércoles 22 de octubre de 1952.

2 “Sociedad perfecta” era la expresión canónica (jurídica), para indicar el carácter propio de las sociedades “sui juris”, completas y autónomas en sí mismas.

3 Cf. la célebre afirmación de Tertuliano (hacia 160-220, apologista cristiano de Cartago): «Sanguis mártyrum semen est christianorum - La sangre de los mártires es semilla de cristianos» (Apologético, 50,13).

4 Aludía especialmente a China, de donde habían apenas vuelto dos sacerdotes paulinos, PP. Bertino y Canavero, sometidos a tortura antes de ser expulsados.

5 Ef 6,18: «No perdáis ocasión de orar».

1 Meditación dictada el domingo 26 de octubre de 1952.

2 «Donde hay caridad y amor, allí está Dios», antífona en la celebración eucarística in Cœna Dómini del Jueves santo.

1 Meditación dictada el sábado 1 de noviembre de 1952.

2 «Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios», antífona, a la que se enlaza el comienzo del salmo 32: «Aclamad, justos, al Señor...».

3 Gregorio VII (1020-1085): Hildebrando de Soana, benedictino del monasterio romano de Santa María en el Aventino, papa desde 1073, fue un enérgico reformador del clero y resistió a las injerencias del emperador Enrique IV en la lucha de las investiduras. Murió desterrado en Salerno, en cuya catedral está sepultado.

1 Meditación dictada el domingo 16 de noviembre de 1952.

2 En el texto latino: «semper rationabilia meditantes».

3 Jn 17,3: «Esta es la vida definitiva, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, conociendo a tu enviado, Jesucristo».

1 Meditación dictada el domingo 23 de noviembre de 1952.

2 El número del boletín San Paolo de diciembre de 1952 es en realidad un documento circular “reservado a los sacerdotes”, fechado el 20 de noviembre, con indicaciones y citas canónicas sobre el ministerio de los sacramentos, sobre la formación espiritual de los jóvenes y sobre las condiciones para la admisión de los candidatos. El discurso sobre la piedad se alude en varios contextos y constituye el hilo conductor.

3 Aquí “San Pablo” está por “Pía Sociedad de San Pablo”.

4 Constituciones de la Pía Sociedad de San Pablo, ed. 1952, art. 1.