Beato Santiago Alberione

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«TESTIMONIUM CONSCIENTIÆ NOSTRÆ»

Nota introductiva

El título, inspirado en el texto de 2Cor 1,12, define el contenido del presente opúsculo, publicado en el San Paolo de marzo de 1957 y no incluido en las dos recopilaciones que el Primer Maestro regaló a la Familia Paulina: respectivamente A las Familias Paulinas, 1954, y Santificación de la mente, 1956.
El discurso vierte, una vez más, sobre la formación de la personalidad en Cristo, y ello en un elemento determinante como es la conciencia moral. El tema está expresado incisivamente desde el
íncipit: «El más alto empeño de la educación». Además, Formación de la conciencia es el título de numerosas intervenciones sucesivas sobre el asunto, como las de 1960 (cf. Ut perfectus sit homo Dei, I, 258-259; I, 517-519; IV, 27-38).
Las circunstancias cronológicas de la redacción son semejantes a las ya mencionadas de 1953-1954. Mientras entonces el P. Alberione se disponía a celebrar, a su estilo, el 70° año de edad y el 40° de fundación, ahora se aprestaba a dar prueba de renovada fecundidad con ocasión del propio 50° año de sacerdocio. En la primavera de 1957 nacen los últimos institutos de la Familia Paulina y se celebran los tres primeros Capítulos generales, respectivamente de la Sociedad de San Pablo, de las Hijas de San Pablo y de las Pías Discípulas: con el intento de verificar si tales Congregaciones «son capaces de dar santos al cielo y apóstoles a la Iglesia» (cf.
San Paolo, julio de 1957). Uno de los pilares de dicha verificación era precisamente la consistencia moral de los miembros, la madurez de su conciencia, en un momento crucial de la vida consagrada, donde se asomaban las primeras teorías sobre la moral de la situación.
Del texto original, el P. R. Espósito encontró en el Fondo San Pablo del Archivo general tres fragmentos autógrafos, escritos en cuatro hojas de 15x18 cm., arrancadas de un bloc. Trozos parciales, fechados el 18-2-1957. Pero es bien sabido que el P. Alberione no dejaba sus escritos a mitad: más bien volvía sobre ellos repetidamente, se reservaba la revisión última de los textos y la corrección de las pruebas.
Este opúsculo cierra la presente colección de los escritos breves publicados entre 1953 y 1957, confiando poder seguir sucesivamente a la edición de las intervenciones orales, tenidas por el Fundador a las comunidades romanas, en aquel fecundísimo período de los años 50.

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«TESTIMONIUM CONSCIENTIÆ NOSTRÆ»
(2Cor 1,12)

1. EL MÁS ALTO EMPEÑO DE LA EDUCACIÓN

Es el de formar la conciencia moral de los educandos. Toda sana educación mira a hacer superflua, poco a poco, la obra del educador; a [lograr] que el educando se vuelva independiente dentro de los justos límites respecto del educador. Y esto vale sobre todo en la formación de la conciencia, cuya finalidad es «el hombre cabal, alcanzando la edad de una madurez cristiana» (Ef 4,13); el hombre mayor de edad, pues, que tenga también el coraje de la responsabilidad. Responsabilidad amplísima, cuando a la vida cristiana se añade la vida religiosa con los santos votos; y responsabilidad casi sin límites cuando, además, se asciende al sacerdocio. Conciliar libertad con responsabilidad, conciencia delicada y obediencia, es un gran problema, una gracia que pedir siempre.
Pero ¿cuál es la fiebre que agita hoy a tanta juventud y a tantos adultos a este respecto? La persuasión de haber alcanzado la madurez para la vida, hace que muchos consideren la dirección de los superiores y de la Iglesia una cosa indigna en el modo de tratar a un adulto. Están convencidos y lo afirman: «No queremos estar bajo tutores y administradores, como chiquillos». Quieren ser independientes y tratados como quien tiene capacidad de guiarse en todo. No dudan en repetir: «La Iglesia haga sus preceptos y los superiores sus disposiciones... pero cuando se trata de ejecutar, Iglesia y superiores quédense fuera... ¡Dejen que cada cual se guíe según la propia conciencia!». No quieren ningún intérprete o intermediario entre ellos y Dios, sino que actúan según los propios puntos de vista y osan decir «según mi conciencia».
Es bien diverso ser adultos que ser capaces de obrar por sí mismos. De obrar por sí mismos en todo no son capaces ni los jóvenes, ni los adultos, ni los ancianos. Las Constituciones proveen en tantas cosas, para que nadie caiga en graves errores, confiando excesivamente en el propio saber, en la propia fuerza y habilidad.
Los jóvenes han de aprender el camino de la vida; los adultos, incluso los superiores, han de conformarse a las Constituciones y depender de quien está por encima de ellos; y quien está arriba ha de obedecer, escuchar, servir, ayudar y pedir más consejos, pues cada acto suyo tiene mayores consecuencias. Sólo quien no camina no tiene necesidad de preguntar por la vereda.
¿Así que siempre niños? Sí y no. Hay que conservar la inocencia, la franqueza, la docilidad del niño, pero añadiendo la prudencia, la fortaleza, la humildad, la generosidad del adulto. «Si no cambiáis y os hacéis como estos chiquillos, no entráis en el reino de Dios» (Mt 18,3), dijo Jesús a los Apóstoles.

La conciencia, de cum-scire, es un acto con el que aplicamos un principio moral a una acción particular. Tiende a armonizar las obras con los principios morales supremos y particulares: «con fe y buena conciencia» (1Tim 1,18).
a)?Respecto al pasado (cónsequens) hacemos el examen de conciencia, aprobando o desaprobando nuestra actuación.
Si la conciencia desaprueba, tenemos a disposición la confesión ante Dios, nosotros y el confesor. «La sangre de Cristo purificará nuestra conciencia» [cf. Heb 9,14]. Diversamente se debería recordar: «Su gusano (de la conciencia) no muere» [Is 66,24]. «Hiere como una espada (la conciencia)» (Prov 12,18).
Si [la conciencia] aprueba, tenemos la satisfacción del bien realizado; y si se ha cumplido sobrenaturalmente, nos esperará a las puertas de la eternidad para el premio: «Ahora ya me aguarda la merecida corona con la que el Señor, juez justo, me premiará el último día» [2Tim 4,8]. «Mi orgullo es el testimonio de mi conciencia» dice san Pablo [2Cor 1,12].1
b)?Respecto al presente, la conciencia, para algo que se ha de hacer o evitar, juzga antecedentemente (antecedens) y empuja a obrar, o retrae de hacerlo.
SP, marzo 1957, p. 2
Es la conciencia moral propiamente dicha. San Pablo recomienda obedecer a la autoridad «por motivo de conciencia» (Rom 13,5). Y dice de sí: «Yo me esfuerzo por conservar siempre una conciencia irreprochable ante Dios y los hombres» (He 24,16).
c) La conciencia, pues, tiene la finalidad de dirigir los actos humanos deliberados, para que el hombre haga el bien y evite el mal, mereciendo así ser llamado bueno: «Muy bien, empleado bueno y fiel» [Mt 25,21.23]. Así se asegura el juicio último y eterno sobre la acción, pues ha procedido «del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sentida» (1Tim 1,5).
d) La conciencia es regla de los actos humanos y nunca es lícito obrar contra ella, sea que ordene alguna acción, sea que la vete; estamos obligados a seguirla. Axioma: «Todo cuanto se hace contra conciencia, se edifica para la gehena». Pero si se trata de una cosa sólo permitida, no es obligatorio seguirla; y si se trata de algo aconsejado, tampoco es obligatorio seguirla.
Condiciones: a) Por parte del objeto, es preciso que haya verdad (conscientia vera) y rectitud (conscientia recta). Ej.: estoy seguro del contenido de las Constituciones y sé que son buenas porque han sido aprobadas.
b) Por parte del sujeto, es preciso que haya certeza (conscientia certa). Ej.: sé que hoy es de veras domingo; sé que las Constituciones verdaderamente disponen el apostolado. [Se] excluye todo lo que está falseado o errado, lo que es ambiguo. «Todo lo que no procede de convicción es pecado» (Rom 14,23).
[La conciencia] puede ser natural, ej.: el alumno sabe que debe ir a la escuela para aprender y hacer una carrera; - o sobrenatural, un juicio práctico, lo que se ha de hacer es sobrenaturalmente bueno y meritorio; o bien no es tal sino pecado.

* * *

Sin embargo, a menudo con la palabra «conciencia» se indica el modo habitual de formar ese juicio en las varias contingencias, y la disposición subjetiva del individuo que juzga. De aquí las expresiones: hombre de conciencia delicada, hombre de conciencia laxa, hombre de conciencia recta, hombre sin conciencia; conciencia sacerdotal, conciencia cristiana, conciencia religiosa, conciencia natural, conciencia sobrenatural.
Las disposiciones internas tienen suma influencia en juzgar la moralidad de una acción.
La conciencia es como un santuario, cuyo umbral es inviolable para todos, incluidos los padres. Excepción única es el sacerdote confesor, que ocupa el lugar de Jesucristo; con todo, el vínculo del sigilo sacramental asegura la inviolabilidad ante todos.
La conciencia es «lo que hay de más profundo e intrínseco en el hombre». «Es como el núcleo más íntimo y secreto del hombre». «En ella el hombre se refugia con sus facultades espirituales en absoluta soledad; solo con Dios -de cuya voz la conciencia resuena- y solo consigo mismo. Ahí él se determina para el bien o para el mal; ahí escoge entre el camino de la victoria o el de la derrota. Aun cuando lo quisiera, el hombre nunca lograría quitársela de encima; con ella, sea que apruebe o desapruebe, recorrerá todo el trayecto de la vida; e igualmente con ella, testimonio veraz e incorruptible, se presentará al juicio de Dios».
Educar la conciencia significa dar al individuo los conocimientos y las ayudas necesarias para un recto juicio y para obrar en conformidad con él. Por eso:
1) instrucción;
2) salvar de aberraciones;
3) fortificar la voluntad para actuar en libertad y con fortaleza.
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2. ERRORES

Hay una nueva corriente de pensamiento, la «moral nueva», la moral «de las circunstancias» o de la «situación». Una moral, en fin, que es subjetiva; una moral de lo útil, lo cómodo, en vez de lo honrado; una moral de un juicio singular y casual, por tanto mutable; moral que crea un caos interior y social; moral que Pío XII considera «fuera de la fe y de los principios católicos» (23-3-1952).
Se quisiera casi instituir una revisión de todo el ordenamiento y enseñanza moral. Se quisiera desvincularlo de la enseñanza de la Iglesia, tachada de sofista, casuista, opresora, estrecha. Más o menos lo que se dice y se querría en campo dogmático; o sea una independencia intelectual y moral respecto a Jesucristo y la Iglesia. Puede recordarse cuanto dice el Espíritu Santo: «Todo es limpio para los limpios; en cambio, para los sucios y faltos de fe no hay nada limpio: hasta la mente y la conciencia la tienen sucia» (Tit 1,15).
Ello equivale a negar que Jesucristo es el Camino; que ha consignado a la Iglesia su revelación, cuya guardiana, intérprete y defensa es, habiendo además recibido el mandato de exponerla a todos los hombres. La divina asistencia se ha prometido no a los individuos sino a la Iglesia, para que pueda interpretarla infaliblemente y aplicarla según las necesidades de los tiempos y lugares.
La verdadera libertad es muy otra cosa que desenfreno, disolución, relajación; al contrario, es una avalada idoneidad para el bien; es resolverse uno a querer realizarlo (cf. Gál 5,13); es el dominio sobre las propias facultades, sobre los instintos y acontecimientos.
La Iglesia siempre ha defendido la libertad humana. Ella quiere que el hombre sea introducido en las infinitas riquezas de la fe y de la gracia con la persuasión, de modo que se sienta invitado y llevado a considerarlas, penetrarlas, aceptarlas como su bien temporal y eterno.
El Papa2 habla claramente, como Vicario de Jesucristo, y dice: «La Iglesia no puede dejar de advertir a los fieles que estas riquezas no cabe adquirirlas y conservarlas si no a precio de | precisas obligaciones morales. Una diversa conducta llevaría al olvido de un principio dominante, sobre el cual siempre insistió Jesús, su Señor y Maestro. Él ha enseñado, en efecto, que para entrar en el reino de los cielos no basta decir Señor, Señor, sino que debe hacerse la voluntad del Padre celeste (cf. Mt 7,21). Ha hablado asimismo de la puerta estrecha y de la angosta senda que conduce a la vida (cf. Mt 7,13-14), añadiendo: Forcejead para abriros paso por la puerta estrecha, porque os digo que muchos van a intentar entrar y no podrán (Lc 13,24). Jesús indicó como piedra de toque y signo distintivo del amor a él, la observancia de los mandamientos (cf. Jn 14,15). De modo semejante, al joven rico que le interroga, le dice: Si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta: ¿Cuáles?, responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, sustenta a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo. Él puso como condición a quien quiere imitarle, el negarse a sí mismo y cargar cada día con la propia cruz (cf. Lc 9,23). Jesús exige que la persona esté dispuesta a dejar por él y su causa cuanto tiene de más querido, como el padre, la madre, sus hijos, y hasta el último bien, la propia vida (cf. Mt 10,37-39). Por eso añade: Os digo a vosotros, mis amigos: No temáis a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer más. Os voy a indicar a quién tenéis que temer: Temed a aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar al quemadero (Lc 12,4-5).
Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente, mejor que los hombres, penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las infinitas perfecciones de su Corazón, bonitate et amore plenum (Letanía del Sagrado Corazón de Jesús).
Y el Apóstol de las gentes, san Pablo, ¿ha predicado quizás diversamente? Con su vehemente acento de persuasión, desvelando la arcana fascinación del mundo sobrenatural, desplegó la grandeza y esplendor de la fe cristiana, las riquezas, la potencia, la bendición, la felicidad encerradas en ella, ofreciéndolas a las almas como digno objeto de la libertad del cristiano y meta irresistible de puros arrebatos de amor. Pero no son menos verdad sus advertencias, como esta: Seguid realizando vuestra salvación escrupulosamente (Flp 2,12), y que de su misma pluma han brotado altos preceptos morales, destinados a todos los fieles, tanto los de inteligencia común, cuanto almas de elevada sensibilidad. Tomando, pues, por estricta norma las palabras de Cristo y del Apóstol, ¿no debería decirse quizás que la Iglesia de hoy está más inclinada a la condescendencia que a la severidad? De modo que la acusación de dureza opresora, movida por la nueva moral contra la Iglesia, en realidad va a golpear en primer lugar a la misma adorable Persona de Cristo».
Y es particularmente respecto a los problemas de la pureza o castidad donde se tiende a una moral en oposición al Evangelio.
Al mismo tiempo se excusan como inevitables ciertas caídas, afirmando que la pasión quita la libertad. Y sin embargo Dios nos ha dado los mandamientos y la Iglesia los predica; no podemos entenderlos y adaptarlos a nuestras pasiones con interpretaciones subjetivas; sino que debemos conformar nuestra mentalidad a ellos, como a norma objetiva y vinculante.
Mucho se declaman los derechos del hombre, incluso a expensas de los derechos de Dios a quien pertenecemos.
El cometido de la conciencia es justo el de dar un juicio sobre una acción inminente, partiendo de una ley universal (extrínseca al hombre) y aplicándola al caso particular.
De hecho, cuando juzgamos la moralidad de una persona, nos basamos en si actúa en conformidad a las leyes naturales y positivas; no a una independencia de esos principios.
La «moral nueva» no se funda en principios generales (los mandamientos, por ejemplo), sino en las condiciones o circunstancias particulares y concretas en que toca actuar; y entonces, bajo la coartada de la personalidad,3 se va a cuanto gusta o es útil o es opinión difundida o según el ambiente o según la situación.
La «moral nueva» va hoy extendiéndose mucho; por eso el educador debe absolutamente fundar su acción en predicar cuanto Dios quiere.
Algunos se excusan de las culpas más graves: «Yo lo veo así». San Pablo habla de quienes tienen la conciencia «embotada» (cf. 1Tim 4,2).
La «moral nueva» o «de la situación» niega el valor de la enseñanza y del ejemplo de Jesús y desbanca de fundamento la predicación de la Iglesia.
El educador es un repetidor, no un hacedor de preceptos. Es un pregonero de la voluntad divina, no un legislador. El educando ha de recibir humildemente y adecuarse.
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3. INSTRUCCIÓN

La vida humana es toda ella un viaje de Dios a Dios, con Cristo camino, con la verdad, el ejemplo y la gracia que él ha traído del cielo.
Recorrer este camino significa, en práctica, aceptar la voluntad y los mandamientos de Jesucristo; y amoldar a ellos la vida, o sea cada uno de los actos, internos y externos, que la libre voluntad humana escoge y fija. Y bien, ¿cuál es la facultad espiritual, que en los casos particulares indica a la propia voluntad para que elija y determine los actos que son conformes al querer divino, si no la conciencia? Esta es, por tanto el eco fiel, el nítido reflejo de la norma divina de las acciones humanas. De modo que las expresiones «el juicio de la conciencia cristiana», o bien, «juzgar según la conciencia cristiana», tienen este significado: la norma de la decisión última y personal para una acción moral hay que tomarla de la palabra y de la voluntad de Jesucristo. Él es, en efecto, Camino, Verdad y Vida no sólo para todos los hombres considerados en conjunto, sino también para cada individuo (cf. Jn 14,6). Y ello para el hombre maduro, para el muchacho y para el joven.
De esto se sigue que formar la conciencia cristiana de un chico o de un joven consiste ante todo en iluminar sus mentes acerca de la voluntad de Cristo, de su ley y su vida; y además en actuar en sus almas, en cuanto es posible hacerse desde fuera, para inducirles a la libre y constante ejecución de la divina voluntad.
«Este es el más alto cometido de la educación» dice el Papa.
¿Dónde encontrarán el educador y el educando, en concreto, con facilidad y certeza la ley moral cristiana? En la ley del Creador grabada en el corazón de cada uno (cf. Rom 2,14-16), y en la revelación; o sea en el conjunto de verdades y preceptos enseñados por el divino Maestro.
Ambas, tanto la ley escrita en el corazón, o sea la ley natural, como la verdad y los preceptos de la revelación sobrenatural, Jesús redentor las ha puesto, cual tesoro moral de la humanidad, en las manos de su Iglesia, para que las predique a todas las creaturas, las explique y las transmita, intactas y libres de toda contaminación y error, de una a otra generación.
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4. SALVAR AL JOVEN Y AL ADULTO DE ABERRACIONES

El muchacho y el joven deben ser instruidos convenientemente; este es el punto de partida. Pero la instrucción ha de ser proporcionada al fin. Siempre ha de formarse la persona en Cristo, Camino, Verdad y Vida, sabiendo que de él puede vivir en diversa medida el simple cristiano, el religioso, el sacerdote.
A ello corresponde, pues, una conciencia cristiana, una conciencia religiosa, una conciencia sacerdotal.
La primera requiere una instrucción sobre los dogmas, los preceptos y los medios de gracia que debe siempre seguir y emplear el cristiano.
La conciencia religiosa requiere aún añadir la instrucción sobre las verdades y preceptos que rigen la vida religiosa y el espíritu de oración propio del religioso.
La tercera requiere una abundante instrucción sobre la verdad, la vida y la piedad del sacerdote, sus tareas y deberes con Dios y las almas; y los medios de santificación y apostolado propios del ministro de Dios y del dispensador de sus tesoros de verdad, gracia y santidad.
Es un error, en sí gravísimo y ruinoso para las conciencias, creer que al sacerdote le baste la conciencia de un religioso laico o de una religiosa; o que al religioso le baste la conciencia de un cristiano o de un hombre recto. Los principios, preceptos, cometidos y deberes son bien diversos, y hay que tenerlo presente para el juicio práctico.
El religioso tiene una disciplina a la que está obligado; igual el sacerdote y el cristiano según el propio estado. ¿Es que el joven cristiano no está obligado al sexto mandamiento? ¿Es que el religioso no está obligado a usar también los medios defensivos establecidos en las Constituciones? ¿Es que el religioso no tiene por primer deber santificarse con la práctica de los votos en la vida común?
Si los aspirantes y jóvenes profesos especialmente, luego en proporción los profesos perpetuos y los sacerdotes, abren demasiado los oídos o los ojos al mundo, a las máximas y a los ejemplos mundanos, acaban por formarse una mentalidad mundana.
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5. FORTIFICAR LA VOLUNTAD

La educación es un eficacísimo medio. Quien educa puede y debe actuar en el ánimo del educando para inducirle a la libre y constante elección y ejecución de la voluntad divina. Nótese: libre y constante elección, porque no se trata ni de constreñir, ni de reducirla a una exhortación teórica. Se trata de convencer, repetir, sugerir, acompañar y corregir al educando: «Proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo, usando la prueba, el reproche y la exhortación con la mayor comprensión y competencia» (2Tim 4,2). Se le abre aquí al educador un vastísimo campo: espíritu de iniciativa, bondad y firmeza de ánimo, oración y comprensión.
El amor vivo al Señor, el hábito de pensar que Dios es Padre, que cada mandato suyo está hecho de sabiduría y bondad para nuestra ventaja temporal y eterna, constituirán un estable modo de juzgar y obrar rectamente.
Jesucristo ha presentado constantemente en su predicación la sanción eterna de la vida moral: premio y castigo. Ha descrito la felicidad eterna del siervo bueno y fiel; así como la tortura eterna del siervo inútil e infiel.
Ha preanunciado el «venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» [Mt 25,34]; como ha expresamente proclamado: «apartaos de mí, malditos, id al fuego perenne preparado para el diablo y sus ángeles» [Mt 25,41].
El Señor ha hablado de dos caminos -ancho uno, estrecho otro- que llevan a un final muy diverso.
Ha asegurado un gran premio a quien por él sufre calumnias y persecuciones (cf. Mt 5,12), y ha anunciado castigos eternos para los obstinados hipócritas y perseguidores.
Ha dicho que hasta un vaso de agua dado al sediento tendrá su recompensa; y también que se debe temer a quien, tras quitar la vida, puede enviar al infierno.
Ha enfrentado en la parábola al rico epulón, vividor y cruel aquí, luego ardiendo en el fuego eterno, y al pobre Lázaro, enfermo y hambriento, pero paciente en esta vida, y luego feliz en el seno de Abrahán tras la muerte.
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6. [LA DEVOCIÓN A MARÍA]

Medio eficacísimo para formar la delicadeza de conciencia, la sensibilidad a sus voces, los remordimientos del pecado y el gozo de haber obrado bien, es la devoción a María. Por supuesto, una devoción iluminada, tierna, práctica, orante. María es un ideal de limpieza y pureza, que origina gran temor al pecado, a las ocasiones peligrosas incluso en la simple venialidad.4 María es la llena de gracia, la creatura más íntima para Dios, la bendita Madre que nos da a Jesús, y nos inspira el amor, haciendo nacer el deseo de la pureza, del sacrificio, de la vocación... María es la mediadora universal de la gracia, madre presurosa con nosotros, dispuesta a cualquier invocación de los hijos en riesgo y necesidad; basta llamarla y enseguida el alma se serena, el demonio impuro se aleja, se recobra valor, el corazón se enciende de entusiasmo. Formar en la devoción a María significa ahuyentar el pecado, llevar los corazones a Jesús, es decir adquirir delicadeza de conciencia.
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7. [MEDITACIÓN DE LOS NOVÍSIMOS]

Otro medio absolutamente necesario para formar la conciencia cristiana, en especial la religiosa y más aún la sacerdotal, es la meditación de los novísimos.
Los novísimos son: la inmortalidad del alma; la muerte, o sea la separación temporal del alma y el cuerpo; el juicio particular; el paraíso; el infierno; el purgatorio; la resurrección de la carne; el juicio universal, con el «venid benditos y apartaos malditos»; la entrada al cielo y la bajada al infierno; la eternidad del cielo y la glorificación de Dios, de Jesucristo; la eternidad de las penas. Todo se resume en la meditación del fin de la creación y de nuestro fin, que depende de la voluntad de usar los medios.
El conjunto de las meditaciones en un año puede dividirse en tres partes: las grandísimas verdades; los medios que Jesucristo ha dado para la salvación; el amor a Dios con todas las fuerzas, toda la mente, todo el corazón. Cuatro meses, pues, más cuatro, más cuatro. Así cada año se amplían y ahondan, y cíclicamente se sube cada vez el monte santo de la perfección.

* * *

El Instituto progresará en personas, obras y santificación cuanto mejor se mediten los novísimos. Si se olvida el «ad quid venisti?»,5 se camina hacia abajo.
Las meditaciones serán fructuosas si se tienen muchas sobre los novísimos; y si las demás conectan a ellos, al principio y al final; así la frágil navecilla de nuestra vida echará el áncora en el puerto de la eternidad.
Se dice que se necesita una catequesis y una predicación moderna, que prepare a la «moral nueva». Moderna en cuanto a presentación sí; pero no en cuanto al contenido. La muerte es siempre igual. De otro modo se estropea insensiblemente nuestro ministerio, se minimiza el apostolado con los jóvenes, se demuestra una escasa sensibilidad psicológica.
La vida, la predicación, la pasión y la muerte del Maestro divino está toda encaminada a llevar la vida eterna a las almas. Su catequesis se sustancia en las verdades fundamentales y eternas.
Estamos ante el problema fundamental y de todos: o hay un juicio y una sanción eterna a la ley moral, y por tanto tenemos que ordenar a ella la vida; o no la hay, o no se piensa en ella, y entonces cae todo precepto y se puede vivir al propio talante.
Los novísimos bien recordados ejercen una fuerza de primer orden en la formación de la conciencia. Tienen una función incitadora y moderadora para la generosidad del joven, que a menudo, en su experiencia interior, vital, alterna excedencias y deficiencias, justo por la incompleta madurez y los diversos fenómenos de las fases evolutivas. Motivos humanos y naturales de freno pueden servir también, pero nadie duda de la superioridad inhibitoria y estimuladora de las supremas realidades. Muerte, juicio, infierno y paraíso, en el orden de la revelación, son moniciones o preavisos de lo que vendrá, y por eso constituyen un gran y positivo medio de formación. Hay que presentarlos bien y, digamos también, de modo adecuado; valorando el aspecto histórico, providencial y positivo.
Así las cosas, no se entiende cómo hoy se introduzca un modo de educar puramente humano y un falso miedo de insistir en los novísimos... No hizo así Jesús, el Maestro. Descuidar estos medios de educación sería la más grave aberración de un formador de conciencias cristianas y religiosas.
Hablar de personalidad, de carácter, de ventajas en la vida presente tiene su valor. ¿Pero cómo hablaba Jesucristo? ¿Cómo formaba a los Apóstoles? ¿Quizás prometiendo bienes temporales? Al contrario, anunciaba sacrificios, fatigas, persecuciones... Decía a todos: «Si uno quiere venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga» [Mc 8,34].
«El mundo se alegrará. Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» [Jn 16,20].
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8. [CONCLUSIÓN]

Dice el Papa: «La juventud debe mostrarse ufana de su fe y aceptar que le cueste algo; desde la tierna infancia tiene que acostumbrarse a hacer sacrificios por su fe, a caminar con rectitud de conciencia ante Dios, a respetar lo que él ordena».
Aquí el educador ha de formar una profunda convicción en el ánimo, según el dicho: De mí nada puedo, con Dios lo puedo todo. Demostrará pues la insuficiencia de las fuerzas humanas. «Dios no manda cosas imposibles; pero al imponer una obligación quiere que hagamos cuanto podamos, y que pidamos ayuda allí donde no lleguemos con nuestras fuerzas».
Se necesita mucha oración.
Pío XII insiste en que «la fe de la juventud debe ser una fe orante».
Para la educación es preciso formar en el espíritu de oración, el uso de la confesión, de la comunión y la liturgia, que son «los principales medios de santificación y salvación», según el Código de Derecho Canónico.
Al lado o junto a la confesión, se requiere la dirección espiritual, que ha sido la vía y el medio, antes de 1914 y siempre luego, para la formación de los nuestros, se usara o no este término.6
Será más particular o más general, más o menos asidua. León XIII la considera un medio moralmente necesario, en especial tratándose de vocaciones. Jesucristo a Saulo, cuando detenido en el camino de Damasco pide «¿Qué debo hacer, Señor?», le responde: «Levántate, sigue hasta Damasco, y allí te explicarán la tarea que se te ha asignado» [He 22,10].
Pío XII concluía así su discurso: «Educad las conciencias de los muchachos con tenaz y perseverante cuidado. Educadles en el temor y en el amor de Dios. Educadles en la verdad. Pero antes sed veraces vosotros mismos, y excluid de la tarea educativa todo lo que no es franco o verdadero. Imprimid en las conciencias de los jóvenes el genuino concepto de libertad; una libertad digna y propia de una creatura hecha a imagen de Dios.
»Educadles a orar y a tomar de los sacramentos de la penitencia y Eucaristía lo que la naturaleza no puede dar, la fuerza de no caer, la fuerza de | resurgir; sientan ya desde jóvenes que sin la ayuda de estas energías sobrenaturales nunca llegarían a ser ni buenos cristianos ni sencillamente hombres honrados».7

Así se formará la conciencia iluminada, libre, práctica y rectamente operante: con la instrucción, la educación y la ayuda de la divina gracia.
Se logrará el cristiano libre y fuerte, establecido en Cristo, salvado del peligro de una «moral nueva» y subjetiva.
La voz de la conciencia será entonces el eco de la voz de Dios: «como un pregonero, escribe san Buenaventura, que no manda en nombre propio sino en nombre del rey de quien promulga un decreto».
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1 El versículo continúa, completando el pensamiento: «ella me asegura que trato con todo el mundo, y no digamos con vosotros, con la sinceridad y candor que Dios da».

2 El papa era entonces Pío XII, cuyo pontificado duró de 1939 a 1958.

3 O sea, queriendo hacer valer los derechos de la personalidad...

4 Es decir, del pecado venial.

5 «¿A qué has venido [al convento]?» es la célebre pregunta que san Bernardo se dirigía. El P. Alberione la cita a menudo para recordar la finalidad de la vocación paulina (cf. Abundantes divitiæ, n. 197).

6 El término “dirección espiritual”, en la formación impartida por el P. Alberione a los primeros aspirantes, era casi inexistente como vocablo, pero actualísimo en la praxis: avisos, coloquios personales, exhortaciones vespertinas públicas y privadas, realizaban su sustancia pedagógica.

7 Las palabras del Papa están tomadas de su discurso del 23 de marzo de 1952.